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El contra anuncio

Autor: Guillermo Porras

Para explicar lo que queremos significar con el término "contra-anuncio", diríamos que es una manera como un empresario anula su propia publicidad al ofender inconcientemente a la comunidad en la que realiza sus operaciones. Claro está que a nadie en su sano juicio se le puede ocurrir este tipo de autodestrucción, por lo cual partimos del supuesto de que ocurre inconcientemente. Pero antes de seguir adelante, vale aclarar que no soy ni empresario, ni menos, publicista, así que deben tomarse estas observaciones como provenientes del hombre de la calle y por ser el que precisamente interesa tanto a la empresa productora como a la publicista, pueden tener algún o ningún valor.

La publicidad, conviene recordar, existe desde que a alguien se le ocurrió vender lo que producía en vez de consumirlo directamente, y se encontró ante la necesidad de anunciarse. En la antigüedad, el que vendía un servicio no iba diciéndolo por la calle, pero colocaba su anuncio sobre la puerta de su establecimiento: el peluquero, por ejemplo, colgaba una vacía. Pero el que vendía un producto se lo echaba sobre las espaldas y lo pregonaba. Ese era su anuncio. En México, cuando los exámenes colegiales eran a fecha fija, fue popular el pregón de las mujeres en el otoño: "Castaña asada y el estudiante que no sabe nada". Hoy sé, ha olvidado.

Hace años vivía yo en Sevilla, en una callejuela cuajada de naranjos y descongestionada de tráfico, que era por demás placentera. Muy de mañana, sin embargo, pasaba todos los días un hombre gritando "los escobones, niño, los escobones", despertando a deshoras a todo el vecindario. Una mañana le gané al pregonero. Al primer grito, abrí mi puerta y él, creyendo haber dado con un cliente, se acercó a mí a paso sevillano" ¿No se da cuenta de que nos despierta a todos?" Tiene usted razón, me dijo, pero es la hora en que salen las sirvientas a barrer y me compran los escobones." Los dos teníamos razón, pero su razón molestaba mi sueño. Nunca le compre un escobón porque no lo necesitaba y porque un cliente en aquella calle lo habría alentado a seguir rondando y pregonando... y ofendiendo la tranquilidad mañanera del barrio sevillano. Mejor lo habría comprado en otra parte.

Esa es la "ofensa a la comunidad" a que me refería arriba, y aunque en el caso relatado parece nimia, puede no serlo en otras circunstancias. Tales ofensas pueden ser de diversos tipos. La ofensa social va contra el buen gusto o la paz de la comunidad o del individuo: Un anuncio chillón por su formato o desagradable por su contenido o por el tono en que se pregona desde un artefacto parlante. Lo ejemplifica una caricatura publicada por una revista norteamericana: Un pequeño restaurante una "pizzeria" con un anuncio luminosísimo, muchas veces más grande que el hombre pequeñito que está diciendo: "¿Vulgar? Como que vulgar, si me ha costado diez mil dólares". En una esquina de México hay un enorme anuncio de un banco, tan mal proyectado y peor realizado que más que atraer por sus proporciones y situación, repela por su deformidad. Subconscientemente piensa uno: ¿cómo es posible que este banco haga tan mal las cosas?  El banco al anunciarse de esta manera, se desprestigia.

Mayor es la ofensa de la grande empresa que gasta, seguramente, millones de pesos en anunciarse. Busca una buena compañía publicitaria, se formulan proyectos tras proyectos de dibujos, frases que tienen pegue; seleccionan periódicos, revistas, y programas de radio y de televisión. Todo se prepara y se ejecuta con gran esmero. Y la misma empresa mantiene una flotilla de camiones, grandes y pequeños, en todos los cuales se pintan sus propios anuncios, luego cada camión se convierte en un pregonero de la empresa y sus productos. Y todo funciona a las mil maravillas por lo que se refiere a los departamentos de publicidad y distribución, pero ¡pobre departamento de relaciones públicas! Porque el chofer de cada camión resulta ser un energúmeno frenético que amenaza la paz y la seguridad del público. Ve uno al camión estacionado donde no debe, en doble fila, congestionando innecesariamente el tránsito. Que va uno a cruzar una calle, el chofer se le echa encima; que se pasa a hurtadillas el semáforo en rojo, burlando la vigilancia pero confundiendo a una pobre viejita o a una parvada de niños. Después de hacer alguna alusión al linaje del chofer, se piensa en la empresa irresponsable que suelta por la calle a esos monstruos a hacer aquellos atropellos en su nombre. Personalmente suelo anotar el nombre en la memoria para no comprar aquel producto. ¿Cómo voy a comprar un par de zapatos a la empresa que casi acaba de cortarme los pies?

Si fuera empresario daría algunas cartas en el asunto a mi departamento de relaciones públicas para que se sensibilizara a la potencialidad adquisitiva de cada individuo que forma la comunidad. Sin elevar los gastos de operación, pues mejor roería un tanto los de publicidad, elevaría los salarios de los choferes y repartidores para lograr una mayor estabilidad en el personal. Organizaría un curso de entrenamiento para que, además de una licencia de manejar, se equiparan con un sentido de responsabilidad empresarial ante el público y así poder exigirles al menos un mínimo de cortesía para todos mis clientes potenciales que circulan por las calles. Todo esto y más se hace con los agentes de ventas que son imprescindiblemente valiosos a la empresa. ¿Cuánto tiempo duraría en una empresa un representante mal presentado que  tratara a los clientes a empellones y con lenguaje vulgar y soez.

Pero es todavía más destructivo el contra-anuncio" de la empresa que ofende la sensibilidad moral de la comunidad con sus anuncios o con su patrocinio de medios de comunicación inmorales. Comprendo que muchas veces la culpa inmediata es de la compañía publicitaria; a ésta le interesa el mayor espacio o tiempo al menor costo posible. Así resulta que el caballero que vende un producto tan innócuo como chícharos envasados, mete en cada hogar un anuncio carpero, porque desde que nuestra ciudad se moralizó y "cerraron" los centros de vicios, sus "artistas" se refugiaron en la publicidad.  El mismo caballero se sentiría ofendido si alguien le propone que lleve a su esposa y a sus hijos a ver un espectáculo de tal calaña en un teatro de baja calidad. O el anuncio se proyecta con motivo de un programa de violencia, que ven los hijos tranquilamente, para que después de una o varias horas de estar contemplando pleitos, golpes, muertes y robos, se le castigue a uno porque le pegó al otro, o porque se robó un veinte de la bolsa de mamá. o el anuncio costea un programa o una publicación que justifica situaciones inmorales como son los incontables adulterios, relaciones prematrimoniales, divorcios, etc., que vienen a ser la causa de los dolores de cabeza que se curan con el producto del anunciante. Hay una falta de coherencia lamentable entre los principios que rigen la vida del personal empresario y los que utiliza en sus operaciones comerciales.

Pero no siempre es así. En un tiempo en que tuve alguna conexión con una universidad norteamericana, surgió la oportunidad de iniciar un diálogo entre los alumnos de la Escuela de Administración de Negocios y algunos empresarios. Invité a un amigo mío que dirigía una compañía publicitaria que extiende una red de grandes anuncios por todas las carreteras de la costa del Atlántico. El diálogo se desarrolló en los términos más cordiales y la sesión tuvo el éxito esperado. Para mí lo más satisfactorio fue el comentario que hizo uno de los jóvenes: "Hoy he aprendido más que en los dos años que llevo en esta Escuela". El mismo joven había planteado una pregunta oportuna: "¿Si a su compañía se le presenta la ocasión de anunciar algo que va contra sus propios principios, aceptaría o se negaría?". El que dirigía aquella reunión fue explícito: "Nos negaríamos". Luego les puso en ejemplo que había ocurrido muy poco antes. Su compañía tenía un contrato con una empresa de cine que enviaba periódicamente sus anuncios ya hechos para que se reprodujeran en las enormes carteleras. En la ocasión que refería, se trataba de una película descaradamente inmoral. La compañía avisó que se negaba a dar publicidad a esa película y a utilizar los dibujos y frases que enviaban. La empresa de cine contestó: ¿Se da cuenta de que es una violación del contrato?". El contrato se terminó, pero unos meses después se reanudó a iniciativa de la empresa de cine que se comprometió a someter sus anuncios al juicio del publicista antes de entregarlos para que se reprodujeran.

El "contra-anuncio", pues, además de ofender al público perjudica a la empresa. El empresario tiene una responsabilidad que no recae sólo sobre su escritorio sino que debe filtrarse hasta llegar al último de sus empleados. Todos, conjuntamente, han de sacar adelante la empresa, y todos tienen que responder ante la sociedad a la que sirven y de la que viven. La responsabilidad se comparte con la agencia de anuncios, pero ésta, al fin y al cabo, existe en función de la empresa productora, la cual puede y debe exigir una coherencia con sus propios principios y los de la comunidad.

Istmo N° 63