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Ética y publicidad: una historia mal contada

Autor: Mercedes Montero

Vance Packard escribió en los años 50 The Hidden Persuaders (Los persuasores ocultos), un libro que resultó demoledor para el buen nombre de la publicidad. El autor, un sociólogo norteamericano, basaba su agresivo ataque en las técnicas de manipulación del subconsciente que –en su opinión- ciertos prohombres de Madison Avenue (la Meca de la Publicidad) desarrollaban con absoluta impunidad. De creer a Packard, la industria publicitaria llevaba años manipulando al consumidor mediante los estudios de investigación motivacional, de carácter conductista, centrados casi exclusivamente en el psicoanálisis. Un párrafo del capítulo tercero de su libro resulta muy expresivo:

Se exploran los deseos, necesidades e impulsos ocultos de los clientes para encontrar sus puntos vulnerables. Entre los factores motivacionales ocultos que componen el perfil emotivo de casi todos nosotros, se encontraron por ejemplo la tendencia al conformismo, la necesidad de estímulo oral, el anhelo de seguridad. Una vez aislados estos puntos vulnerables, se inventaron carnazas y anzuelos psicológicos, y se los lanzaron a las profundidades […] para que fueran tragados por los desprevenidos clientes.

The Hidden Persuaders resultó muy persuasivo. Se publicó en castellano, por primera vez, en 1958; en 1970 había alcanzado las ocho ediciones. Así, a partir de los años cincuenta, la publicidad se convirtió en el chivo expiatorio de todos los males que asolaban la sociedad. Mentira y manipulación fueron conceptos que el gran público asoció irremediablemente a la palabra “publicidad”. De este modo, una actividad profesional que había surgido al servicio del ciudadano medio (y, ante todo, del norteamericano medio), fue despojada de su dignidad.

 Claude C. Hopkins o el respeto a la persona

Puede afirmarse que Claude C. Hopkins fue el primer publicitario moderno. Su personalidad no tiene cabida en los perfiles siniestros que nos presenta Packard. Hopkins nació en 1866 y murió en 1932. Su actividad profesional se desarrolló a caballo entre dos siglos, el XIX y el XX. Tuvo una infancia espartana, con jornadas laborales de 12 ó 14 horas cuando sólo contaba 10 años. La influencia de la madre, puritana escocesa, estuvo muy arraigada en su personalidad, aunque abandonó en plena juventud las prácticas religiosas del hogar. Escribió dos libros entre 1923 y 1927, Publicidad científica y Mi vida en la Publicidad. Hopkins fue un auténtico “monstruo” de la profesión, creador de muchas prácticas revolucionarias en su día y que han resistido bien el paso del tiempo. Algunas de ellas continúan siendo hoy habituales, como las pruebas de mercado, las muestras o los cupones.

Los dos libros de Hopkins, auténticos clásicos de la publicidad, son muy similares: sencillos y sin pretensiones –que no es poco-, ambos se limitan a poner por escrito la experiencia de una trayectoria profesional cuajada de éxitos… y de ética. De lo que nos hablan es de un hombre básicamente intuitivo, un creativo nato; pero anclado también en la realidad y con gran sentido común.

De ambas obras se obtiene una conclusión clarísima: Hopkins tenía un principio básico de acción que era el respeto a las personas. Procedía de la inmensa clase media norteamericana, de pasado europeo muy cercano, convencidos de que el trabajo duro y la innovación eran la base del progreso personal y nacional. Era consciente, a la vez, de los bienes y servicios que esas personas necesitaban para mejorar su vida, y del favor inmenso que les hacía la publicidad, poniendo a su alcance productos útiles en buenas condiciones económicas. Y así pudo escribir cosas como las siguientes:

Estados Unidos es el país de la igualdad. Cada campaña que diseñé o escribí está dirigida a algún miembro de esa inmensa mayoría. No consulto a gerentes o directores de consejos. Su punto de vista está casi siempre distorsionado. Me baso en la gente sencilla que se encuentra a mi alrededor y que caracteriza a los Estados Unidos. Ellos son nuestros clientes y sus reacciones son las únicas que cuentan.

En Publicidad científica, Hopkins expone las variadísimas leyes que rigen en publicidad, extraídas de su propio buen hacer cotidiano: no cometer el error de vender a la gente lo que ésta no quiere comprar; basar totalmente el anuncio en el servicio a los usuarios; eliminar los costes inútiles –producto de la jactancia- en las ventas por correo; trabajar duramente la inteligencia para conseguir buenos encabezados, indispensables para interesar al potencial consumidor; ponerse en el lugar de la persona a la que queremos vender algo; aprender de las técnicas de otros publicistas que han conseguido buenos resultados; huir de la generalidad a la hora de vender un producto y atreverse a realizar aseveraciones claras y específicas respecto a él; decir todo lo bueno y ventajoso, sin dejarse nada; poner por obra ideas creativas costosas, siempre que demuestren ser efectivas; informarse hasta la saciedad sobre el producto a vender, antes de afrontar una nueva campaña creativa; considerar constantemente la competencia pero huir de atacar al rival; uso de muestras; campañas de prueba antes de lanzar definitivamente un producto… Como bien puede observarse en esta rápida enumeración, lo que Hopkins propone como leyes inexorables, está mucho más lejos del cientifismo que de la intuición, creatividad, sentido común del autor… y de lo que podríamos llamar hombría de bien.

Hopkins conocía al consumidor. Puede decirse que tenía un don natural para acercarse a la psicología del público al que iban dirigidas sus ventas. Quizá era esto lo más llamativo de su forma de actuar, consecuencia en buena medida del respeto a las personas del que antes hablábamos... Un ejemplo entre mil: él sabía que la gente no era partidaria de malgastar su dinero:

   […]la frivolidad [no tiene] lugar en la publicidad. Desembolsar dinero es por lo general un asunto serio […]. El dinero representa vida y trabajo, y por tanto es muy respetado. Para la mayoría de las personas, gastar el dinero en determinada área, significa economizar en otra. […]. Solicite el dinero a la ligera y nunca lo conseguirá […]. Nadie puede mencionar un éxito permanente que se haya logrado con frivolidad. Las personas jamás compran a los payasos.

Sabía también que a nadie le gustan las amenazas:

   Compare los resultados de dos anuncios, uno negativo y otro positivo. Uno que presenta el lado oscuro, y el otro el lado luminoso. Uno que está advirtiendo, el otro que está invitando. Usted se sorprenderá. Descubrirá que el anuncio positivo es más eficaz que el otro en una proporción de cuatro a uno.

Parece, por tanto, que los fundamentos de la publicidad se enraizaron bien desde el principio en el respeto al ser humano. Los que siguieron las huellas de Hopkins no fueron tampoco en esto una excepción.

El humanista James Webb Young

Young fue publicitario por los mismos años que Hopkins, pero tuvo después una larga vida dedicada a la enseñanza de la Publicidad en la Universidad de Chicago, además de asesorar al gobierno americano sobre técnicas de información, o sobre la mejor manera de comercializar la artesanía india del suroeste del país.

En sus años de profesión tuvo siempre el objetivo de enfocar la publicidad desde la óptica del consumidor. Le gustaba afirmar que, correctamente vista, era una actividad que trataba siempre de personas. Buena parte de su experiencia quedó recogida en un libro que es otro clásico, Cómo hacerse publicitario, escrito en 1962 como manual para sus alumnos universitarios. Por aquellas fechas, ya había asestado Packard su golpe seco contra la profesión. Sin embargo, Young no pareció sentir la menor necesidad de justificarse. Como si aquello no fuera con él, se limitó a exponer, sencilla y llanamente, lo que a su juicio había que aprender y practicar para llegar a ser publicitario: una experiencia valiosa, pues procedía de uno de los mejores. Así escribió:

Hay cualidades que van más allá de cualquier conocimiento de las meras técnicas y procesos de la publicidad. Por ejemplo, la clarividencia, la sintonía emocional con el público, la intuición disciplinada y el simple sentido común, combinadas, además, con la imaginación comercial del que sabe tomar riesgos .

Como puede apreciarse, nada que conlleve la manipulación con fines comerciales de los más oscuros resortes del ser humano. A los estudiantes de la Universidad de Chicago les apremiaba a lograr una extensa formación humanística como base y clave para ser excelentes publicitarios. Recomendaba aprender a leer, aprender a escribir y aprender a pensar, en el sentido que estos conceptos tienen en la formación clásica universitaria de tradición anglosajona: la formación integral del hombre; el dominio, en suma, de las artes liberales. Según esto, Young pensaba que para persuadir, había que ser antes profundamente humano. Consejos todos ellos que quedaban muy lejos de los “persuasores ocultos”.

Rooser Reeves y el realismo publicitario

No todos los profesionales de la publicidad ignoraron a Packard. Uno de los más prestigiosos personajes de Madison Avenue, Rooser Reeves, presidente de la Ted Bates and Company, decidió hacerle frente con la realidad en la mano. Reeves pasará a la Historia de la publicidad por ser el creador de la teoría de la USP (Unique Selling no sé cuantos-Única opción de venta). En el libro dónde explicaba su experiencia sobre esta cuestión, hizo un hueco a los mitos que corrían sobre Freud, las investigaciones motivacionales, el subconsciente, el psicoanálisis y el mal uso que se hacía de todo aquello en las grandes agencias norteamericanas.
           
El elevado nivel de la publicidad en los Estados Unidos ha deparado a la industria de aquel país numerosos visitantes. Según Reeves, los colegas europeos o japoneses llegaban a su agencia pensando que allí se manejaba a la gente “merced a fuerzas ocultas y complejos de Edipo”. Suponían que se practicaba “alguna oscura y misteriosa magia negra”. Se quedaban desconcertados cuando veían trabajar a los profesionales norteamericanos, pues encontraban que su práctica habitual era perfectamente natural. ¿Dónde estaban entonces los persuasores ocultos? La respuesta de Reeves era muy simple: “La publicidad trabaja bajo la implacable y desnuda luz del sol” .
           
Reeves no escondía en su libro el hecho de que algunos publicitarios se habían dejado deslumbrar por las teorías del subconsciente. Palabras y conceptos como “análisis psiquiátrico profundo”, o “complejos freudianos”, era una jerga muy del gusto de algunos colegas, quizá por su tendencia a lo altisonante. Pero, según Reeves, todo aquello era inútil a la hora de captar clientes. Las oscuras aguas tenebrosas e inexploradas del subconsciente le importaban más bien poco:

Cualquier lector de este libro necesitaría como mínimo cuatro años de análisis psiquiátrico para descubrir sus propias motivaciones profundas.

Y, naturalmente, no disponemos de consultorios psiquiátricos para 180 millones de personas”.

Por otra parte, cuando esos estudios se hacían, corrían el peligro de no acertar. Y hay que tener en cuenta que se estaba jugando con millones de dólares. Reeves ponía varios ejemplos con cierta sorna. Entre ellos, el de un fabricante de coches que se empeñó en hacerlos grandes y aparatosos, pues según uno de aquellos informes “motivacionales”, los americanos preferían esos vehículos como signo de virilidad. El hecho es que se siguieron vendiendo modelos pequeños, pues, al parecer, el público desconocía por completo esas motivaciones ocultas. El fabricante de los coches grandes pasó verdaderos apuros. Según Reeves, era sencillamente imposible establecer una agencia seria de publicidad sobre tan endebles bases:

Nuestra agencia gastará en los próximos diez años más de mil millones de dólares en miles de campañas publicitarias para nuestros clientes. Pero nosotros, como los actuarios de seguros, trabajamos con cifras exactas.

Si usted fuera una de nuestros clientes, ¿preferiría que arriesgásemos su dinero en investigar esas “motivaciones” prácticamente imposibles de calcular con algún fundamento, o un estudio que pudiera repetirse como comprobación de su resultado? .

Y es que mediante métodos mucho más sencillos, la industria publicitaria llevaba años investigando los gustos del público. No era necesaria la psiquiatría clínica al estilo freudiano para saber con seguridad que a la gente no le gusta estar gorda, oler mal, conducir sin seguridad, perderse los mejores partidos de futbol, tener mal aliento, sufrir dolores de cabeza, ir vestido como un payaso, tener el pelo sucio, pasar frió, etc, etc, etc. Sobre esos valores bien comprobados no resultaba excesivamente dificil desarrollar cientos de campañas creativas. Y concluía Reeves:

La lista de deseos probados podría prolongarse indefinidamente, pero no hay duda de que nos hallamos frente a la realidad en publicidad, porque nada de esto puede considerarse juego ni especulación, sino el verdadero fundamento sobre el que descansan las grandes campañas publicitarias .

 El empeño frustado en seguir viendo lo que interesa

A mitad de los años ochenta se publicó otro libro, deudor, en muy buena medida, de los planteamientos de Packard. Una obra, sin embargo, contradictoria, ya que el autor comenzaba lanzando un durísimo ataque contra las técnicas de investigación motivacional y toda la parafernalia presuntamente manipuladora de Madison Avenue; seguía narrando grandes campañas, pero abandonando progresivamente el tono guerrero; para terminar declarándose prácticamente deudor de sus años como profesional en la Meca de la Publicidad. Se trata de Los creadores de imagen. Poder y persuasión en Madison Avenue, escrito por William Meyers. La imagen que se daba –por ejemplo- de la ética de Rooser Reeves, desautorizaba completamente la conducta de este publicitario. Así explicaba Meyers como se creó el primer spot para televisión, en 1954:

   […] Reeves trazó con rápidos y gruesos trazos la silueta de la calavera de un hombre […]. En su interior colocó tres cajitas. Una de ellas contenía un rayo de luz trepidante, la otra un muelle rechinante y en la tercera un gran martillo golpeando. La idea consistía en representar gráficamente los síntomas de un terrible dolor de cabeza. Hacia el final del spot Reeves proyectaba que un locutor les preguntara con voz tranquila a los espectadores: “¿Busca usted un alivio, rápido, rápido, rápido? Si es así tome Anacin. Anacin detiene el dolor de cabeza, rápidamente, relaja la tensión rápidamente y calma los nervios excitados rápidamente. Anacin…para un alivio, rápido, rápido, rápido”. Una vez que concluía el mensaje, la cacofonía de luces, el rechinar del muelle y el golpear del martillo debían cesar graciosamente”.

Según Meyers, Anacin logró espectaculares ventas gracias a la habilidad de Reeves para aprovechar el inmenso poder de la televisión. Aquel fue, parece ser, el momento en que la publicidad perdió la inocencia y pasó de honrada profesión que informaba a manipuladora actividad que persuadía. Aseguraba Meyers que Reeves tenía como objetivo pulverizar las mentes de los espectadores con sus anuncios, obligarles a comprar “como a golpes de porra”. A eso lo calificaba de ataque agresivo a los consumidores norteamericanos.
           
Verdaderamente, visto a las alturas del año 2001, el primer spot televisivo todavía conserva su frescura y es bastante ingenioso. Era una idea muy sencilla, visualmente bien pensada, y al parecer resultó efectiva: la gente compró Anacin. Pero eso es lo que ha buscado siempre la publicidad: aumentar las ventas de un producto. Nos atrevemos a pensar, además, que si Anacin hubiera resultado un fraude como analgésico, los norteamericanos no lo hubieran comprado. Hay en estas ideas de Meyers, como en las de Packard, un absurdo prejuicio respecto a la inteligencia del consumidor. Se supone que el gran público se deja manipular por cualquiera. En realidad, parece que hay que confiar un poco más en los resortes del ser humano para distinguir el bien del mal y la verdad de la mentira. Y son precisamente las gentes más sencillas (el norteamericano medio de Hopkins) las que suele tener el sentido más aguzado para no dejarse dar gato por liebre. Se aprecia en estos autores una escasa confianza en la capacidad de autodeterminación del hombre, es decir, en el buen uso de su libertad. Además de centrarse en un aspecto determinado (la manipulación por parte de algunos, algunas veces) y hacer de ello un ataque generalizado contra toda una profesión.

David Ogilvy y la reforma de la profesión

En 1963 David Ogilvy, un escocés de buena familia afincado en Madison Avenue, publicó Confesiones de un publicitario. El libro recuerda mucho Mi vida en la Publicidad, de Hopkins. De hecho, Ogilvy se declara en varias ocasiones gran admirador del viejo maestro. Como él, en su libro cuenta una experiencia profesional de manera directa y sincera. Y se refiere constantemente a las exigencias éticas del quehacer publicitario.

Los años del despegue de su agencia (Ogilvy, Benson & Matter) coincidieron con aquellos que describió Packard en su obra. Es dificil, sin embargo, reconocer lo que dice éste último en las confesiones íntimas de Ogilvy. Se declara sin ambajes partidario del trabajo en serio, realizado por gente que es feliz con ello; de los profesionales con honestidad intelectual, de los que respetan la experiencia de sus colegas y no se aprovechan de los demás; de los que contratan gente muy buena para que puedan sucederles al frente de la empresa; de los que contribuyen a la formación de sus subordinados; de los que son amables y tratan a sus clientes y a sus colegas como seres humanos. No aprueba, por el contrario, el enchufismo, la adulación, o la tiranización de los subordinados. En su libro, dice:

La marcha de una agencia requiere vitalidad, resistencia suficiente para rehacerse tras las derrotas, afecto para todos los hombres que la  componen y tolerancia para sus debilidades, genio para resolver rivalidades y un ojo clínico especial para distinguir las oportunidades únicas. Y mucha moralidad. El personal que trabaja en una agencia de publicidad puede sufrir serios golpes en su “espíritu de equipo” si sorprenden a su director realizando actos que no respondan a unos principios férreos.

Ogilvy realizó grandes campañas (Rolls Royce ó Shell, por ejemplo) y ganó mucho dinero. En su libro expone también las condiciones para lograr el éxito, según su propia experiencia: “lo que se dice es más importante que la forma de decir”, “a menos que su campaña se base en una gran idea, no hay duda de que se vendrá abajo, “expongan los hechos”, “no se puede cansar al público para que compre”, “hay que tener buena educación y no hacer jamás el payaso”, “debe hacerse una publicidad contemporánea”, “los comités pueden criticar los anuncios, pero no redactarlos”, “si se tiene la suerte de acertar con un buen anuncio, hay que repetirlo hasta que deje de interesar”, “no hay que redactar nunca un anuncio que nos desagradaría que leyese nuestra propia familia”, “nada de plagios”. Verdaderamente, no se encuentra en este decálogo nada que suene a manipulación. Más en concreto, Ogilvy se atrevía a asegurar:

Si se dicen mentiras acerca de un producto, se expone uno a ser descubierto […] por el consumidor, que nos castigará no comprándolo por segunda vez.

Los buenos productos pueden venderse mediante una publicidad honesta. Si no se cree que el producto es bueno, no se debe anunciar. Si se dicen mentiras, o se actúa como un camaleón, acomodándose al ambiente, se le hace al cliente un flaco servicio, se incrementan los cargos de culpabilidad y se atizan las llamas del resentimiento público contra todo el negocio publicitario.

De nuevo, no deja de sorprender la práctica habitual de la industria, tan normal como la de cualquier otra empresa dedicada a la creatividad o a las diversas formas de comunicar; y el tinte negro que algunos, a partir de Packard, se empeñaron en ver en la totalidad de ella. Evidentemente, no todo en publicidad está bien hecho. Pero tampoco en el resto de las profesiones, sean o no de la comunicación. Ya dijo un clásico que el ser humano debe estar siempre reformándose. Como buen ex-alumno de Oxford (donde estuvo poco tiempo) Ogilvy debió conocer a los clásicos y aprender algo de ellos. Él veía el problema no en la publicidad, sino en la civilización a la cual ésta servía. El final de su libro no deja lugar a dudas: algo va a pasar en Occidente si no hay una seria reforma de muchas estructuras:

La publicidad televisada ha hecho de Madison Avenue el arco simbólico del materialismo más grosero. Si los gobiernos no ponen pronto en marcha el mecanismo que regule la televisión, me temo que la mayoría de los hombres razonables del mundo coincidirán con Toynbee en que “el destino de la civilización Occidental marcha hacia el conflicto con todo lo que Madison Avenue representa”. Tengo un señalado interés en la supervivencia de Madison Avenue, aunque dudo que pueda sobrevivir sin una reforma drástica.

Hill & Knowlton señalan que la inmensa mayoría de dirigentes razonables estiman que la “publicidad promociona valores demasiado materiales”.

El peligro […] está en que lo que piensan ahora estos dirigentes lo van a pensar mañana la mayoría de los votantes.

No, […] la publicidad no debe ser abolida. Pero debe ser reformada .          

Universidad de Navarra