Xabier Etxeberria (Bilbao) Catedrático de Ética en la Universidad de Deusto.
El objetivo central que me propongo realizar en las líneas que siguen, de acuerdo a la tarea que se me ha pedido desde el Consejo de Redacción de FRONTERA, es el de presentar la panorámica antropológico-ética implicada en el perdón, para que pueda tenerse como referencia clarificadora en cualquier tipo de debate o iniciativa en torno a él. Tocará al lector juzgar si he logrado este propósito, pero, en cualquier caso, ello significa que no entraré de lleno en exponer, fundamentar y aplicar mis posturas personales (1), aunque en parte estén implícitas y en parte las iré apuntando escuetamente (desde la empatía por el perdón en sentido fuerte).
Estructuraré mi reflexión en tres pasos. En el primero expondré lo que entiendo supone el perdón, en unos casos de modo obligado, en otros de modo opcional. Ese juego de lo obligado- opcional me permitirá pasar a un segundo apartado en el que presentaré las concepciones diversas, éticamente legítimas, éste debe ser afrontado de modo abierto al pluralismo. Cerraré la reflexión resituando las consideraciones precedentes en dos perspectivas –la de la vida privada de las relaciones interpersonales y la de la vida pública–, para analizar si desde ellas aparecen modulaciones y exigencias específicas que deben ser tenidas en cuenta.
Los supuestos del perdón
Se perdona al culpable
Perdonar supone, para empezar, atribuir a quien se perdona algo, un grado suficiente de responsabilidad moral –una culpa– por lo que ha hecho. Perdonar no es “dis-culpar”, no asignar culpa por la acción realizada, atribuyéndola a las circunstancias, a las consecuencias o a lo que sea. Es hacer una cierta oferta –que habrá que precisar– a quien es culpable. En este sentido, el perdón se juega allá donde somos considerados y nos consideramos personas con libertades consistentes –para el bien y para el mal–. Esto es precisamente lo que da toda su seriedad moral al perdón.
Lo cual no quiere decir, de todos modos, que el perdón sea ajeno a la tendencia a disculpar y “comprender”. A quien tiene sensibilidad hacia el perdón, y por tanto hacia la reconciliación, le gustaría no tener que perdonar porque no hay nada que perdonar.
En ese sentido, está dispuesto a encontrar la disculpa de todo lo que es realmente disculpable, a no atribuir responsabilidades allá donde no las hay. E igualmente, a reconocer los atenuantes de culpa que existan realmente. El perdón pre-supone así un discernimiento afinado para distinguir lo que es disculpable, que no se perdona sino que se reconoce como tal, de lo que es perdonable porque implica culpa. Evita de esta manera el extremo de disculparlo todo y el de culpabilizarlo todo. Ésa es su responsabilidad inicial.
El perdón queda facilitado, de todos modos, cuando la asignación a la responsabilidad del otro por el mal que ha hecho, es una asignación a la responsabilidad “herida”, a la responsabilidad afectada por zonas de sombra. O dicho de otro modo, el perdón se hace más fácil, más connatural, cuando está acompañado de ternura y de humildad. De la ternura propia de aquél que, además de estar abierto a la magnanimidad, sabe acoger lo frágil. De la humildad propia de quien afronta positivamente la fragilidad del otro, incluso cuando degenera en culpabilidad contra él, porque se sabe a sí mismo frágil, se sabe capaz de las mismas culpas, se reconoce sujeto necesitado de ser perdonado. No estoy diciendo con esto que no se pueda y deba perdonar reivindicando la propia inocencia. El perdón implica una relación intersubjetiva en la que han podido ser los dos culpables, pero en la que, con frecuencia, la culpabilidad está decididamente de un lado –de quien debería arrepentirse– y la inocencia decididamente del otro –de quien puede perdonar–. Como indicaré luego, reconocer la inocencia del inocente es un momento fundamental para facilitar y legitimar el proceso de perdón. Pero éste, ciertamente, se traiciona en su esencia cuando se ofrece desde el duro y enquistado sentimiento de superioridad.
La asignación de culpa, el señalamiento del culpable, tiene que venir, como condición para el perdón, de la víctima, porque es ésta la que propiamente perdona: es lo que enseguida pasaré a analizar. Pero las dinámicas de perdón se hacen mucho más viables y fecundas cuando es también el propio culpable el que se autoasigna culpabilidad moral, brotando entonces coherentemente de él el sentimiento de arrepentimiento: habrá que ver lo que esto significa y su necesaria o no necesaria conexión con el perdón. Por último, la culpabilidad puede ser asignada desde el reconocimiento social, especialmente marcado cuando es llevado a cabo por las autoridades públicas –judiciales–: en este momento aparece manifiesta la problemática relación entre perdón y justicia. La interrelación de estas tres variables de cara al perdón, es fuente de múltiples dificultades que habrá que ir abordando, sobre todo cuando, como ocurre a menudo, no se armonizan (cuando la asignación de culpabilidad de la víctima,
Perdonar supone atribuir al perdonado un grado suficiente de responsabilidad moral la autoasignación del culpable y la asignación pública no coinciden), pero incluso a veces cuando se armonizan. Si el perdón supone asignación de culpabilidad, una vez ofrecido, ¿qué implica respecto a ésta? ¿Borrar la culpa, como se pide en un salmo? Habría que matizar: supone que, aunque la culpa como hecho del pasado estará ahí, por parte del que perdona no va a tenerse en cuenta, que la va a considerar superada, que por lo que a él respecta, la barrera relacional que ésta creó, es destruida.
Lo que puede tener efectos decisivos sobre el castigo y la reparación que exige la culpa, que pueden quedar anulados. Hay aquí muchas cuestiones en juego: el papel del arrepentimiento para que la extinción de la culpa sea plena, el alcance del perdón en lo relativo al castigo y a la reparación, la fecundidad del perdón para renovar de este modo el pasado, etcétera. Todas ellas van a ser tenidas en cuenta en lo que sigue. Aunque ya adelanto que son los diversos modos de afrontarlas los que, en buena medida, darán lugar a las diversas concepciones del perdón.
Perdona la víctima
Quien perdona, en su sentido más estricto, es, según se acaba de avanzar, la víctima, quien ha sufrido injustamente un daño (corporal, psíquico, simbólico-cultural o material) provocado intencionadamente por otra persona a la que, en genérico, llamaré “victimario”. Nadie puede perdonar a éste por delegación no otorgada, sustituyendo a quien ha recibido la ofensa.
Hay que tener presente, es cierto, que raramente la victimación se reduce a la víctima más directa, pues el daño que ésta sufre afecta a sus allegados, que en ese nivel pasan a ser víctimas; e incluso hay daños de tal naturaleza que tienen incidencia en el conjunto de la sociedad, por lo que ésta, a ciertos efectos, puede entonces considerarse también víctima. Ante este dato, hay que saber hacer, de nuevo, el adecuado discernimiento para no autoatribuirse ni más ni menos que la victimación que, de modo directo o indirecto, se ha sufrido y que será referencia para concretar el sujeto y el alcance de la posible iniciativa de perdón.
En correspondencia con esta consideración hay que tener presente que, así como la solidaridad existente con la víctima directa hace participar a los solidarios con ella en la victimación que sufre, del mismo modo, la solidaridad con los victimarios directos, el apoyo explícito o implícito que se les da, hace participar de la victimación que se provoca. En la medida en que el victimario directo está llamado al arrepentimiento y la solicitud de perdón, en esa misma medida –acomodada, por supuesto a su grado de responsabilidad– lo está también quien ha sido solidario con él.
El hecho de que quien puede perdonar sea la víctima, es un dato a tener en cuenta –junto con otros– para poder determinar lo dramático del daño radical de que nos quiten la vida. El asesinato es, desde este punto de vista, imperdonable, porque quien podría perdonar ya no está para hacerlo. Aquí el dato más relevante es, por supuesto, el que alguien ha sido víctima de la mayor injusticia. Pero a ello hay que añadir que toda la fecundidad que puede atribuirse al perdón queda firmemente limitada. Aunque, de todos modos, no resulte suprimida, pues permanecen, entre otras, las posibilidades ligadas a la extensión por solidaridad de la victimación que se sufrió –desde la que se puede perdonar en la medida correspondiente– y al arrepentimiento (2).
El que, una vez más, quien perdona es la víctima, pone en situación problemática todas aquellas políticas de “perdón legal” que ofrecen los representantes de las instituciones públicas al margen de lo que deseen quienes sufrieron directamente el daño. Habrá que ver, por eso, con cierto detalle, bajo qué condiciones puede resultar legítima una iniciativa así. Abordaré esta tarea en el último apartado.
Si es la víctima la que tiene el “poder” de perdonar –matizaré esto enseguida–, podríamos preguntarnos si tiene también el “deber” de hacerlo. Situándome, como lo hago en estas líneas, en una ética del deber cívica (la que se nos impone a todos obligadamente porque está implicada en los derechos humanos), la respuesta tiene que ser negativa. La víctima tiene derecho a que se le haga justicia –habrá que concretar cómo– y tiene el deber de no tomarse esa justicia por su mano y según las dinámicas de la venganza en su sentido más estricto. Pero el “deber” o voluntad que pueda o no sentir hacia el perdón es “supererogatorio”, está en función de su ética de máximos, no es imponible desde el exterior. Ésta es una cuestión que no debe olvidarse, porque a veces ciertas víctimas sienten una injusta presión social para que perdonen al margen de o por encima de sus vivencias, lo que es experimentado por ellas, con razón, como un añadido a la victimación sufrida.
¿Por qué, de todos modos, la víctima podría inclinarse a perdonar? ¿Por qué se puede invitar al perdón? ¿Por razones pura y duramente altruistas de bien interrelacional o social, o de oferta de rehabilitación para el victimario? La ética del perdón tiene ciertamente algo marcadamente exigente, porque se enfrenta a esa tendencia arraigada en la condición humana a responder con daño a quien nos dañó. Pero entiendo que, equilibrando el lado de la exigencia, supone también una aportación relevante a la plenitud de quien perdona. Avanzaría incluso la afirmación de que si el perdón no humaniza y plenifica al ofendido no debe proponerse. Pero, ¿cómo y por qué puede colaborar al bien de quien perdona? Porque la oferta de perdón que surge madura de la víctima la libera del “exceso de subjetividad” concentrado en el sentimiento de ofensa, que amenaza con bloquear su identidad y su iniciativa, y porque, si logra la adecuada respuesta de quien le ha causado daño, hace posible rehacer las relaciones con él desde bases restauradas.
Antes he matizado la afirmación de que la víctima “puede” perdonar. Y es que no se perdona sin más cuando se quiere. La víctima tiene derecho a que se le haga justicia, sin tomársela por su mano. La ofensa afecta a nuestro psiquismo y éste necesita una cierta recomposición para que pueda salir desde él maduramente la oferta de perdón. Para empezar, se precisa lo que suele llamarse “tiempo de duelo”, tiempo en el que recomponer el psiquismo que el daño ha roto. Este tiempo es de duración variable e imprevisible: depende del grado de victimación sufrida, de la personalidad de la víctima y de los apoyos que recibe. La solidaridad con ella pasa precisamente por esto último. Pasa, en concreto, por ofrecerle estas tres iniciativas: la del reconocimiento de la victimación que ha sufrido, la de la reparación que se le debe, la del acompañamiento personal y social. La víctima percibirá como especialmente doloroso el que se la invite a que perdone mientras en la práctica se le niegan estos apoyos.
Se perdona lo que se recuerda
Suele a veces identificarse el perdón con el olvido –“está olvidado, como si no hubiera pasado nada”–, aunque por otro lado, tenemos la ya tópica y ambigua expresión de “perdono pero no olvido”. ¿Qué relación hay entre memoria y perdón? La memoria es condición necesaria para que exista el perdón: lo que está olvidado no se puede perdonar, porque no existe para nuestra subjetividad. Hay, con todo, “olvidos” que son en realidad “memorias reprimidas”. En este caso, el perdón pide rememorar, lo que suele suponer dolor, “remover la herida”: se legitimará si se hace de modo tal que resulta ser un paso hacia la liberación, a través de ese perdón, de quien rememora. Hay, a su vez, olvidos sociales provocados por quienes detentan las diversas formas de poder, que, directa o indirectamente, por mero apego a él o con la excusa del bien común, tratan de mantener en la sombra los sucesos de victimación y de silenciar los testimonios de las víctimas: hacer luz sobre lo que sucedió (“comisiones de la verdad”) es entonces la primera condición para el posible perdón, ya con claro impacto público. El reto es, entonces, avivar esa memoria de modo tal que sirva a la vez a la justicia y reparación debida a las víctimas (sin memoria, éstas no existen y la memoria forma ya parte de ellas) y a la restauración de las relaciones y la interdependencia: es lo que trata de buscar precisamente el perdón cuando se arraiga en ella.
Con todo, la memoria no es, sin más, vía del perdón. Lo es una cierta memoria: no, por supuesto, la que alienta dinámicas de venganza, ni siquiera aquella –legítima– que espolea estrictamente la reivindicación de justicia penal, sino aquella que implicando una cierta añoranza de la relación truncada, alimenta el anhelo de restaurarla, precisamente por dinámicas de perdón. El desafío estará aquí en hacer que esto último se logre sin ignorar las exigencias básicas de la justicia.
Para perdonar, pues, tengo que recordar. Una vez perdonado lo recordado, ¿conviene que lo enviemos al “cajón del olvido”? Ya la propia metáfora sugiere que olvidar del todo –en caso de ofensa seria– es muy difícil. Pero volverse al pasado para perdonarlo no implica olvidarlo: implica recordar la ofensa como perdonada de verdad, recordarla “olvidando” el sentimiento de ofensa y el resentimiento porque se desvanecen. Es aquí donde cabe situar la trampa de la frase antes citada de “perdono pero no olvido”: tiende a sugerir que en el fondo no perdono, que me reservo el sentimiento de ofensa, el cual, por cierto, me da un poder sobre el otro –legítimo sólo en lo que tiene de reclamación no satisfecha de justicia– al que no quiero renunciar.
Pero además, el recordar del perdón tiene algo admirable, muy bien subrayado por Arendt. En principio tendemos a pensar que sobre el pasado nada puede hacerse, que “lo pasado, pasado está”. Pero curiosamente, y para Arendt éste fue el hallazgo de Jesús de Nazaret, cuando nos volvemos por la memoria que perdona al pasado, lo revivimos de otra manera, lo hacemos nuevo para nosotros, introduciendo a partir de ahí novedades en nuestro presente que proyectamos hacia un futuro reconciliado. Dicho de otro modo, aunque los hechos pasados son imborrables en cuanto hechos, y aunque en ellos hay aspectos irremediables, el sentido de los mismos puede ser transformado por el perdón.
Aquí hay que subrayar, una vez más, que desgraciadamente, cuando nos volvemos hacia un pasado de asesinato, estas potencialidades restauradoras del perdón vuelven a estar marcadamente limitadas, porque no puede participar en ellas quien fue asesinado, pero no por ello son nulas.
Sobre el arrepentimiento como contrapartida
Está claro que la contrapartida natural del perdón que ofrece quien ha sido ofendido, es el arrepentimiento de quien ha realizado la ofensa. En este sentido, la plenitud del perdón se realiza propiamente cuando está acompañada del arrepentimiento: es la confluencia armónica de los dos movimientos la que desarrolla totalmente las virtualidades que se han ido resaltando. Lo que pasa es que puede discutirse si es necesario que se dé una de las partes (especialmente el arrepentimiento) para que se dé la otra (la oferta de perdón). Como analizaré en el apartado siguiente, aquí se plantean propuestas diversas. De momento, voy a centrarme en una serie de consideraciones en torno al arrepentimiento, que complementan las precedentes en torno al perdón.
Las dinámicas en sí complementarias de perdón y arrepentimiento pueden vivirse factualmente de varios modos. La iniciativa corresponde a veces a quien perdona, que se adelanta a ofrecer el perdón. Pero en otros casos corresponde a quien se arrepiente, que se adelanta a pedir perdón. Lo interesante es que acaben confluyendo, mutuamente estimuladas. Aunque conviene hacer una distinción moralmente relevante: quien ha cometido una injusticia con otro tiene el deber inexcusable de arrepentirse por ello y actuar en consecuencia, aunque no encuentre correspondencia en el perdón; en cambio, quien ha sido ofendido no tiene un deber externamente exigible de perdonar en sentido estricto, que correspondería a un “derecho” de la víctima arrepentida: su deber es más limitado como comenté antes.
Las dinámicas de perdón y arrepentimiento difícilmente confluirán si no son vividas por personas conscientes de su “autoinsuficiencia” y fragilidad. Ya hice antes algunos comentarios al respecto, que ahora completo con otros orientados directamente al arrepentimiento. Éste implica en sí la retractación sincera de lo hecho, el sentimiento de pesar por haber herido a alguien, la promesa firme y honesta del cambio de conducta, la disposición a la reparación. Pues bien, hoy se ha hecho especialmente difícil.
La mentalidad moderna fomenta, en efecto, la creencia de que desdecirse de lo hecho es una debilidad que nos destruye –“no me arrepiento de nada” parece frase obligada–, y que acoger algo (como el perdón) que no se inserta en relaciones de intercambio (es un don) es una humillación que trunca el ideal de no deber nada a nadie. Frente a ello, únicamente venciendo la autoafirmación rígida y orgullosa, podremos reconocer que el arrepentimiento es no sólo algo que forma parte de nuestro deber y que merece la víctima, sino también algo que nos construye como personas, y estaremos igualmente receptivos a la iniciativa de perdón que nos pueda brindar el otro. En el arrepentimiento hay que ver, por eso, una expresión de fortaleza moral, de capacidad de regeneración, de empatía reconstruida hacia la víctima, de capacidad de sanación de quien la hizo víctima.
Las penas –especialmente las judiciales, pero no sólo ellas– impuestas a los victimarios tienen a este respecto un efecto ambiguo. El culpable puede vivir el castigo que sufre como “pago” puro y duro por lo que ha hecho: incluso aunque no lo acepte internamente, es el precio que otros le han puesto para que salde su deuda con ellos. Satisfecho por su parte ese pago en esta relación contractual sui generis –por ejemplo, con años de cárcel– se siente libre de toda deuda: no espera ningún don de nadie (mucho menos perdón) ni cree deber nada a nadie (mucho menos arrepentimiento).
La curación de esta reacción no puede pasar por aumentar las penas hasta hacerlas incumplibles –“que se pudra en la cárcel”–, sino por introducir nuevas dinámicas empáticas con las del perdón, aunque deba reconocerse que es difícil.
Dado que, como he adelantado, el arrepentimiento es en sí una exigencia moral, podemos estar tentados a exigirlo tácticamente y/o a proponerlo como condición necesaria para ofrecer perdón. Sobre esto segundo hablaré enseguida. Pero hay una observación general que conviene hacer ya aquí. El arrepentimiento (como el perdón, por cierto) es una dinámica profundamente personalizada y vivenciada en la interioridad que no se puede autentificar empíricamente ni imponer. Puedo forzar una “confesión externa” de arrepentimiento, pero no un arrepentimiento auténtico: el mero hecho de intentar forzarlo ya lo niega.
Al arrepentimiento sólo se puede invitar, y confiar luego en que es veraz cuando se expresa. ¿Quiere decir esto que no puedo exigir nada al culpable? En modo alguno. Puedo exigirle en concreto ciertas conductas externas implicadas en el arrepentimiento: reconocimiento del daño causado a la víctima y por tanto de la víctima en su condición de tal, promesa y garantías razonables de que no volverá a hacer el daño, voluntad eficaz de reparación. El que se las exija o no todas, dependerá de mi concepción del perdón y del modo como lo conexiono con la justicia.
Concepciones del perdón
Más o menos latentemente, en las líneas precedentes he ido sugiriendo que dado que el perdón se ofrece ante una realidad de culpa, se confronta con las dinámicas de justicia que se plantean como reacción ante ésta: juicio de culpabilidad, castigo al culpable, reparación a la víctima. Y, por otro lado, se confronta también con las posibles reacciones del culpable: arrepentimiento o no arrepentimiento. Pues bien, como acabo de adelantar, dependiendo de la reacción que se tiene ante estas variables de justicia y arrepentimiento, aparecerán las diversas concepciones ante el perdón.
El perdón bajo sospecha
La primera de estas concepciones puede ser calificada como de fuerte sospecha ante la propuesta del perdón, como tendencia a negar que éste tenga virtualidades y a sostener, en cambio, que tiene tales inconvenientes que aconsejan no estimular su práctica. Como mucho –y con reparos–, debería ser confinado a las pequeñas tensiones/afrentas que surgen en la vida cotidiana.
Anivel más principial, la acusación se centra en la afirmación de que allá donde se ofrece el perdón muere la justicia. Y a nivel más consecuencialista, se resalta que el perdón tiende a poner en desamparo a la víctima e incluso a no ayudar a la construcción del bien común.
Respecto a lo primero se entiende, en efecto, que, si bien es cierto que las dinámicas incontroladas de venganza deben ser frenadas, deben serlo no por propuestas de perdón sino por el ejercicio de la justicia que se impone inexorablemente, incluso por encima del deseo de la víctima. La frase “quien la hace, la paga”, puede tener un fondo vengativo que hay que inhibir, pero en sí expresaría una clara reivindicación de justicia. De esa justicia que, por un lado, es retributiva: a cada uno hay que darle en función de sus obras, en este caso castigo equivalente al daño causado; y, por otro lado, reparadora: quien ha sido privado injustamente de algo (a nivel material, corporal, psíquico o cultural) tiene derecho a que se lo repare aquél que fue el responsable de la privación. La oferta de perdón desbarataría esta dinámica, que debe mantenerse tal cual.
Algunos resaltan que lo precedente es incluso positivo para los culpables. La superación de la culpabilidad a través del reconocimiento de culpa, de la aceptación del castigo y de la contribución a la reparación se hace superación real, porque supone desandar el camino andado; pero además “merecida” por el culpable, porque se ha hecho con su esfuerzo propio. Éste saldría así más autoafirmado, con más autovaloración que cuando le es ofrecida desde el perdón la posibilidad de “ahorrarse” el proceso de castigo. Podría decir entonces que “no debía ya nada a nadie”, pero aquí no habría que ver el aspecto negativo que antes se subrayó, sino el positivo de que en estos niveles lo que debe funcionar es el régimen estricto de la reciprocidad, el rasgo que precisamente definiría a la justicia.
Junto a la objeción principial, avancé, está la consecuencialista. Aquí hay remisión a los hechos para indicar que con mucha frecuencia las ofertas de perdón estimulan al victimario a continuar con su práctica (piénsese, por ejemplo, en la llamada violencia doméstica). Se resalta, además, que esto sigue siendo válido incluso cuando el violentador muestra oficialmente arrepentimiento. Y se llega a la conclusión de que no sólo lo justo, sino también lo eficaz para acabar con esas prácticas es confrontarlas pura y simplemente con las exigencias de la justicia –“que cumplan íntegramente las penas”–, incluso impidiendo que las ofertas de perdón de las víctimas tengan virtualidad para frenarlas.
¿Qué puede oponerse a estas objeciones? Ante la primera de ellas hay que anotar, para comenzar, que la lógica de la misma lleva a la aceptación de la pena de muerte para quien ha asesinado y de la tortura para quien ha torturado: si esto nos repugna moralmente a un sector importante de la humanidad, tendremos que ver en ello una llamada de atención a que quizá la lógica inflexible de la justicia penal al modo descrito puede tener algo de inhumano. A partir de aquí, podemos plantearnos que no se trata de renunciar a la justicia, pero sí de transformar el sentido de ésta para que sea más humana; para empezar, “humanizando” las penas, y, yendo más lejos, avanzando en la línea de la “justicia restauradora”, en la que aspectos tomados de la dinámica del perdón pasan a estar presentes.
Por último, en cuanto a que el culpable se repone mejor por la vía de la expiación que por la acogida coherente del perdón (que implica arrepentimiento), se dirá que esto responde a una concepción de la relación humana dominantemente individualista-contractual, empobrecedora frente a otra (presente en el perdón) que da relevancia fuerte a lazos de solidaridad y a dinámicas de gratuidad.
Por lo que respecta a la objeción consecuencialista, desde la apertura al perdón se señalará que hay que aprender de ella que éste no puede ser ingenuo, que tiene que realizarse en contextos y con modos que impidan la estimulación de la victimación. Pero ser prudentes en el perdón no significa negarlo, sino aplicar a él lo que tiene que aplicarse a toda conducta desde el punto de vista moral; reconociendo que la prudencia equilibrada es la que trata de prevenir el riesgo, pero asumiendo a su vez ciertas dosis “razonables” del mismo.
En la medida en que estas contraobjeciones –que habría que desarrollar y afinar– sean vistas con peso, se pasará a concepciones que sí asumen positivamente el perdón. Una, con modos más condicionados; otra, como modos tendencialmente al menos incondicionados.
El perdón condicionado
Aquí se está abierto a formas de perdón, pero se entiende que éstas, desde lo que es la justicia que se impone, tienen límites y condiciones fuertes. La idea general es, pues, que únicamente puede ofrecerse el perdón cuando se cumplen una serie de requisitos que afectan al culpable. Sólo que unos proponen más que otros. Recordemos cuáles están en juego: el arrepentimiento, el castigo o expiación, la reparación, el cambio de conducta.
Una de las concepciones más exigentes respecto al perdón, que, de hecho, está ya presente en textos relevantes de la Biblia hebrea (por ejemplo, muchos proféticos), la encontramos en autores judíos especialmente sensibles a la trágica experiencia del Holocausto. Aquí, para que sea moralmente legítimo ofrecer el perdón, debe darse como condición en el ofensor un arrepentimiento que no sólo incluya cambio de conducta, sino que se le añada también el castigo (visto como expiación) y la reparación. El perdón se ofrece propiamente al culpable que ha pasado todo ese proceso. Esta propuesta integra así el sentido de la justicia debida a la víctima expuesto en la concepción anterior. Podemos entonces preguntarnos qué añade a ésta. Puede decirse que la clausura del resentimiento por parte de la víctima y la apertura a una posible restauración de las relaciones reconciliadas.
Las ventajas de un enfoque como éste están en que se trata de un perdón que integra totalmente el sentido de la justicia que se tiene dominantemente presente, que tienen presente también probablemente la mayoría de las víctimas. Pero, por un lado, aparecen ciertas dificultades y, por otro, puede plantearse si no cabe apuntar a suavizar los condicionantes desde la búsqueda de relaciones más plenamente humanizadas.
En cuanto a las dificultades, cabe señalar las siguientes: 1) como indiqué antes, si bien es cierto que el arrepentimiento plenifica el perdón –y viceversa–, de hecho sólo pueden pedirse con posibilidad de control formas externas del mismo, que pueden engañar; 2) ofrecer perdón tras exigir la proporcionalidad del castigo nos confronta de nuevo con la legitimidad de la pena de muerte para el asesino; aplicada esta pena, la oferta de perdón le llegará además tarde; 3) exigir reparación plena lleva de nuevo a lo irreparable –no puedo reparar la vida del que maté–, con lo que se asume que aquí nos encontramos con lo imperdonable (acrecentado además por el hecho ya señalado de que la víctima, que es la que puede perdonar, ya no vive).
Los defensores de esta postura tienden a asumir la segunda y tercera dificultad para postular a partir de ellas que hay que aceptar que los ámbitos del perdón son limitados y que es bueno que se acepte esta limitación para que no se convierta en ofensa grave a la víctima. Otros, afrontan las dos primeras dificultades para reconfigurar las demandas y, a su vez, se confrontan a la posibilidad de proponer menos exigencias para que la oferta del perdón pueda ser considerada moral.
La reconfiguración de las demandas al culpable, de menor a mayor –aunque esto puede discutirse–, puede hacerse del siguiente modo: 1) oferta de garantías razonables de que no repetirá la victimación; 2) reconocimiento público del daño causado a la víctima y por tanto de la condición de víctima de ésta; 3) disposición a reparar, en la medida de sus posibilidades, dichos daños; 4) confesión pública de culpabilidad –más que arrepentimiento–; 5) cumplimiento del castigo asignado.
Esta lista de demandas da diversas posibilidades a la oferta condicionada de perdón, en función de las que se exijan. Porque cabe reclamar las cinco. O cabe, por ejemplo, pedir las tres primeras. O incluso sólo la primera y la tercera. O sólo la primera. Ello va a depender de lo que consideremos que se impone inexorablemente desde la justicia debida a la víctima, pero también la debida a la sociedad, cuya convivencia el culpable ha desestabilizado. Ésta es una cuestión especialmente relevante cuando nos confrontamos con culpas que son de gravedad suficiente para constituirse en delito penal y cuando situamos a éstas, como no puede ser menos, en la perspectiva pública. Pero antes de avanzar por esta dirección conviene describir la tercera concepción del perdón.
El horizonte del perdón incondicionado
En nuestro contexto cultural ésta es una propuesta que viene ciertamente, de modo relevante aunque no necesariamente único, del mensaje de Jesús de Nazaret. No quiero decir con ello que en el cristianismo, e incluso en determinados textos neotestamentarios, no haya habido ni haya posturas muy afines a la lógica retributiva del perdón, a ofrecer éste sólo cuando la retribución se ha cumplido, sino que en lo más central y novedoso del mensaje de Jesús de Nazaret hay una oferta a un perdón abierto a lo incondicionado que tiene potencialidad de convertirse en invitación para todo ser humano, independientemente de sus creencias (3).
He aquí algunos textos evangélicos clave en los que, desde la propuesta de perdón, se rompe la lógica de la justicia retributiva penal: 1) “perdona setenta veces siete”, indefinidamente, frente al “véngate setenta y siete veces” del cainita Lámec; 2) “devuelve bien por mal y ama a tus enemigos”, frente al “corresponde al daño con daño”; 3) parábola del hijo pródigo, en la que el perdón se adelanta a un “arrepentimiento” marcadamente estratégico y rehace la relación ignorando todo castigo y reparación; 4) encuentro con la mujer pecadora en casa del fariseo, en el que ofrecer el perdón como amor es el primer paso para estimular el amor arrepentido; 5) petición de Jesús al Padre de perdón por quienes le crucifican, desde la apertura empática a la conciencia de la fragilidad de la responsabilidad humana, asumida en la fraternidad universal.
La propuesta de perdón incondicionado es consciente de que el perdón realiza sus potencialidades cuando es acogido en el arrepentimiento y el consiguiente cambio de conducta, pero la oferta de perdón no aguarda a que esto suceda, se adelanta a ello desde la confianza en que es la propia oferta la que puede desencadenar esa dinámica, y en cualquier caso de que es ésa la actitud humana más plenificadora para quien ofrece el perdón y más acogedora y posibilitadora de plenificación para el ofensor, con el que se quieren restaurar los lazos. Y si en su horizonte contempla ese arrepentimiento y cambio de conducta, ignora ya de arranque el castigo –que es lo que de modo más inmediato y palpable “se perdona”– e incluso la reparación en lo que tiene de punición (pues espera, sin tampoco poner como condición, la implicada en el cambio de conducta hacia la víctima).
Lo atractivo de esta propuesta está ciertamente en el modo como concibe las relaciones humanas, abiertas a la solidaridad y amor universales dispuestos a reparar desde ellos mismos –expresados como oferta de perdón– las fracturas que se crean, incluso si son culpables, desde la iniciativa y participación de quien las sufrió. Autores como Girard insistirán además que se trata de una propuesta “realista” para afrontar las espirales de violencia, en el sentido de que no sólo no las fomenta –como la venganza justiciera–, ni las frena –como la justicia del Estado de Derecho– sino que las rompe. No voy a entrar aquí en el debate de esta hipótesis. Simplemente quiero subrayar que, junto a ese atractivo señalado, ante la propuesta de perdón incondicionado surgen dificultades serias.
Éstas son especialmente dos. En primer lugar, choca con nuestro sentido espontáneo de justicia retributiva y penal, es una propuesta “extravagante”, como dirá Ricoeur refiriéndose a la ética de ciertas parábolas; en este sentido, quien la asume está obligado a confrontarla con la justicia de modo tal que no sustituya/ destruya a ésta (la justicia es lo que se impone) sino que la transforme. En segundo lugar, puede ser acusada de ingenuidad, de estar centrada en expresar un amor de fraternidad que ignora las consecuencias negativas que pueden acarrearse –recuérdese a Weber y su ética de la responsabilidad frente a la ética de la convicción–; aquí, de nuevo, sólo será éticamente defendible si se hace cargo de esta objeción. Pero conviene abordar estas dificultades teniendo presentes las perspectivas del perdón, que paso ahora a exponer.
Perspectivas del perdón
Ante esta pluralidad de concepciones del perdón surge espontánea la pregunta de cuál es moralmente la preferible, algo que nos toca decidir a cada uno, para ser luego personalmente coherentes en nuestra conducta e invitar a ella –sin imposiciones– a los demás. Pero antes de esta opción de preferibilidad se impone la cuestión previa de si no habrá aquí algo que se nos muestra como obligatorio, que delimitaría de ese modo el ámbito de lo preferible; o, si se quiere, que tendría que ser asumido como mínimo necesario por cualquiera de las opciones por las que pudiéramos optar. Nos topamos entonces, evidentemente, con las exigencias de la justicia aplicadas a los daños intencionales, que ninguna concepción del perdón podría ignorar.
Esta cuestión tiene a su vez relación con otra: la de las perspectivas privada o pública en las que situemos la acción a perdonar. Voy a entender que tiene perspectiva pública aquel daño culpable que, por su naturaleza y gravedad, desde un Estado que se inspira coherentemente en los derechos humanos, es considerado como precisado de ser atendido por las instituciones judiciales públicas; aquel daño, por tanto, que es definido como delito. Y entenderé, por contraposición, que tienen perspectiva privada aquellos daños intencionales que no alcanzan esa calificación.
Tras esta distinción, retomando la observación precedente, la tesis general que se puede plantear, sujeta a las matizaciones que se indicarán en su momento, es que ante daños con perspectiva pública ninguna oferta de perdón podrá ignorar las exigencias de la justicia, aunque luego habrá que precisar cuáles son de modo estricto esas exigencias; y que ante daños con perspectiva privada, cada uno puede aplicar con plena libertad y radicalidad sus propias concepciones de perdón. Como puede comprenderse, los problemas teóricos van a aparecer sobre todo en el primer caso.
Perspectiva privada del perdón
Las posibilidades del perdón, en lo que tienen de privado nuestras relaciones interpersonales, son ciertamente importantes. Porque en ellas los conflictos que pueden ser interpretados por una de las partes o por las dos como ofensas y daños a los que cabe asignar grados diversos de culpabilidad, son numerosos. Piénsese en las relaciones de pareja, las familiares, las de amistad, las laborales, las vecinales... y las situaciones conflictivas no delictivas que aparecen constantemente.
El que las acciones culposas no sean delito no quiere decir que siempre sean menores. A veces un daño “privado” (por ejemplo, infidelidad de la pareja) puede ser vivido con mucha más intensidad que un daño “público” (por ejemplo, que tu vecino te robe seis mil euros). Dependerá, en definitiva, del coste afectivo que está en juego.
Pues bien, ante estas circunstancias conflictivas, si nos consideramos víctimas podemos intentar aplicar esquemas de justicia, aunque sea privadamente, exigiendo confesión de culpabilidad e imponiendo castigo y reparación proporcionales; o podemos aplicar esquemas de perdón, desde el más condicionado al más incondicionado. Cada uno tiene que decidir en función de sus convicciones. En cualquier caso, aquí puede llegarse a los enfoques más incondicionales porque no está en juego el que el perdón espolee por él mismo la comisión de un daño de tal naturaleza que suponga un atentado contra la justicia.
Convendría matizar lo precedente señalando que las convicciones –desde las más cercanas a esquemas de justicia a las más cercanas a esquemas incondicionales de perdón– deben articularse con una adecuada “pedagogía”, para que no se estimulen actitudes inconvenientes en el otro y se sea sensible tanto al perdón como a la justicia.
Por ejemplo, mi convicción me pide perdonar el castigo a mi hijo, pero quizá convenga mantenerlo para afianzar su débil responsabilidad; o, al revés, me empuja a imponérselo, pero a lo mejor la situación afectiva por la que pasa demanda que le dispense de él. O, situados en el momento de la reparación, desde la misma convicción hacia el perdón en unos casos puede verse necesario exigirla total o parcialmente y en cambio en otros no. Etcétera. Esto es, también en la perspectiva privada hay una dimensión prudencial (que no inhibe los riesgos sino que los asume en su justa medida) en la aplicación de nuestras convicciones.
Entiendo por mi parte que alentar en estos terrenos una perspectiva del perdón abierta al horizonte de su incondicionalidad (teniendo presentes todos los matices que he ido introduciendo a lo largo del trabajo) es una actitud que puede resultar sumamente positiva para las relaciones pacificadas y la plenitud de las personas.
Perspectiva pública del perdón
Cuando el daño adquiere la connotación de delito, he adelantado, no pueden ignorarse las exigencias de justicia que se imponen, tanto pensando en las víctimas como pensando en el bien común de la convivencia. Ahora bien, esto no quiere decir que sólo deban aplicarse dinámicas de justicia (tal como ésta ha sido entendida dominantemente). Podemos estar abiertos a dinámicas de perdón que en parte modifican la concepción de la justicia y en parte complementan su aplicación.
Ciertamente, esta articulación de perdón y justicia es delicada, e implica un cúmulo de cuestiones que pedirían por sí mismas un artículo propio. En buena medida –centrándome en la vertiente más directamente política– las he abordado en un trabajo previo al que remito (4). Aquí me limitaré a resaltar una serie de cuestiones básicas, siempre presuponiendo, lo que desgraciadamente es mucho presuponer, que nos encontramos ante un Estado que tiene a los derechos humanos como referencia decisiva para su sistema de justicia.
Para garantizar que se haga justicia a la víctima, para evitar que la víctima sea arbitraria en la aplicación de la justicia, y para situar todo el proceso de justicia en el horizonte de la convivencia general, el Estado se ha apropiado del protagonismo de la aplicación de la justicia penal. Ahora bien, ello supone de arranque dos problemas, por lo que respecta a la posible presencia del perdón en ella: 1) que quien de modo más directo podrá estar en disposición de “perdonar” –especialmente el castigo– ya no es quien propiamente debe perdonar –la víctima–, sino el propio Estado; 2) que éste, junto a la intención de hacer justicia a la víctima, tendrá también la intención legítima de garantizar el bien común de la convivencia, que puede pedir otras medidas –de más o menos intensidad– que las que pide la tradicional exigencia de “equilibrar en el daño” al victimario con la víctima, sobre las que podría inclinarse el perdón.
A esos dos problemas hay que añadir una disyuntiva. He diferenciado en su momento: 1) castigo, dirigido al victimario para que experimente en “carne propia” el daño que hizo, en general en forma de cárcel y en su extremo con la pena de muerte; y 2) reparación, dirigida a la víctima para que se le restituya y compense en lo posible el daño que sufrió5, aunque el victimario tenga que tomar parte en ella en la medida en que esté en sus manos. Dejando aquí de lado la dimensión de ejemplaridad que puede tener el castigo, la disyuntiva se formula del siguiente modo: ¿deben mantenerse separados castigo y reparación, estando centrado el derecho de la víctima en la reparación, o deben mantenerse unidos, de modo tal que sea también derecho de la víctima –o parte de la reparación que se le debería– el castigo al victimario? Las posibilidades de la apertura de la justicia al perdón son ciertamente mucho más viables si se opta por la primera parte de la disyuntiva, ella misma ya contagiada de sensibilidad de perdón.
Con estos preámbulos podemos pasar a preguntarnos: ¿es éticamente conveniente abrir la justicia penal controlada por el Estado a que se inserten en ella dinámicas de perdón? La respuesta será plenamente afirmativa si se puede mostrar que se hace de modo: 1) que no sólo sirve para el bien común de la convivencia; 2) sino que además no ignora los aspectos irrenunciables de la justicia debida a las víctimas e incluso les ayuda específicamente en la superación de la victimación sufrida; 3) e igualmente se convierte en estímulo para la mejora del propio victimario.
La verdad es que no resulta fácil precisar las condiciones desde las que se cumplirían estos supuestos, porque en parte dependen de la sensibilidad social existente. Las posturas que pueden mantenerse son, por supuesto, la de negar toda presencia del perdón en lo relativo a lo penal, exigiendo sólo verdad y justicia, y la de estar abierto en grados varios a lo que pide el perdón. La primera de ellas no necesita clarificación teórica. Respecto a la segunda, me aventuro a avanzar esquemáticamente las consideraciones que siguen, con las que pretendo describirla, sabiéndolas sujetas a polémica y ofreciéndolas por tanto como materia para el diálogo.
La orientación hacia la perspectiva pública del perdón pide, en su grado mínimo, que cuando se entienda que debe aplicarse un castigo, se le “contamine” con la sensibilidad del perdón. Ello pide, para empezar –en alianza con la referencia a la dignidad humana– renunciar a la pena de muerte y a toda tortura y trato degradante. Y pide, además, humanizar las penas y situarlas –en todos los casos– en la perspectiva de la rehabilitación de quien las sufre.
Ni las autoridades públicas, ni siquiera las víctimas, podrán otorgar un indulto y perdón que al inhibir el cumplimiento de la pena tenga como consecuencia claramente previsible la continuación e incluso el aumento de la victimación. Algo básico que debe pedirse al perdón en el marco judicial es que tenga consecuencias positivas de cara a la superación de las formas de violencia en juego. Quien se beneficia del perdón debe ofrecer razonablemente garantías suficientes al respecto.
Las autoridades públicas no podrán ofrecer ninguna forma de “perdón legal” que por estar tan centrada en el bien de la convivencia ignore lo irrenunciablemente debido a las víctimas. Ese irrenunciable no es fácil de precisar, porque depende de cómo se afronte la disyuntiva antes señalada. Si se afronta desde la sensibilidad del perdón se llegaría, entiendo, a estas conclusiones: 1) hay que garantizar siempre a las víctimas la reparación debida tal como se concretó en nota 5 –con la participación en ello, en la medida de sus posibilidades, del victimario–, pero distinguiéndola de la pena carcelaria que, desde el bien de la convivencia social y del propio culpable, puede estar abierta prudencialmente a su transformación, reducción o supresión; 2) cuando se inhibe la aplicación de la pena hay que tener en cuenta lo más posible el impacto de dolor en las víctimas que ello puede suponer, y mitigarlo todo lo que quepa a través de un cálido y eficaz acompañamiento social. Hay que reconocer que ésta es una cuestión que depende fuertemente de las circunstancias: no es lo mismo una situación en la que la frontera entre víctimas y victimarios es porosa que otra en la que es nítida, o una situación en la que entre las víctimas se da apertura al perdón que otra en la que no se da, etcétera; y en cualquier caso hay que tener presente que hasta en la mejor de las circunstancias las víctimas necesitan un “tiempo de duelo”, para encajar su dolor, el cual no se acomoda fácilmente al “tiempo político”.
En las garantías razonables de que no se volverá a repetir el daño y en la reparación eficaz a la víctima se encuentran, creo, las condiciones a las que no puede renunciar ningún “perdón público”, las condiciones a partir de las cuales éste podría tener lugar. Por supuesto, junto a éstas pueden exigirse otras, avanzando hacia un perdón más condicionado. Hay una que también es básica, pero que yo la incluyo en la primera y la segunda: la persona a la que se le perdona el castigo deberá inhibir toda expresión peyorativa hacia sus víctimas. Avanzando más, se suele plantear la condición de arrepentimiento. Desde las observaciones que hice en su momento, entiendo que no tiene sentido exigirlo en cuanto tal (se lo debe autoexigir el victimario), aunque sí invitar a él. Lo que sí está abierto a ser exigido, en ese avance hacia un perdón más condicionado, es reconocimiento público del daño causado y de la condición de la persona dañada como víctima “suya”, e incluso confesión pública de culpabilidad.
Salvo situaciones muy excepcionales en las que aquí no entro, la forma que debe adquirir el “perdón legal” es la del indulto y no la de la amnistía. Ésta conlleva olvido del delito y de todos sus efectos, con la consiguiente renuncia a “hacer verdad” sobre lo sucedido, lo que supone renunciar a la reparación debida a las víctimas. El indulto, en cambio, implica que se ha hecho verdad judicial sobre lo sucedido, por lo que aunque inhibe la pena, posibilita la reparación debida a la víctima tal como aquí la he planteado. Además, el indulto (el particularizado, más que el general) permite una amplia gama de concreciones de esa inhibición de la pena para aplicar la que el adecuado discernimiento aconseje en cada caso: remisión total o parcial, conmutación de pena carcelaria por otra (como exilio, inhabilitación por un tiempo para cargos y empleos públicos, sanción económica...); se vuelve así a mediar la sensibilidad hacia el perdón con la prudencia.
Con esto último estoy insistiendo, en cualquier caso, en que las posibles iniciativas de perdón deben construirse sobre la memoria, sobre la clarificación de la verdad de lo sucedido y de las responsabilidades personales e institucionales implicadas en ello. O dicho de otro modo, habría que articular complejamente tres variables: verdad, justicia y perdón.
Conviene, de todos modos, llamar a las medidas de conmutación de las penas de las que he hablado más que perdón en sentido estricto –aquí las he denominado entrecomilladamente “perdón legal/público”– medidas inspiradas en el espíritu del perdón. Éste, propiamente hablando, es, como resalté al comenzar, el perdón que dan las víctimas, que puede coincidir o no (o coincidir en unas y no en otras) con las medidas de condonación o transformación de las penas. Toca al Estado estar muy atento a las voces –con frecuencia plurales– que vienen de ellas, para tenerlas muy presentes en sus decisiones cuando avance de la justicia estrictamente retributiva a la justicia restauradora de las relaciones. Para la armonización de las tensiones que puedan surgir es muy necesario que las posibles iniciativas de las instancias político-judiciales sean acompañadas de intensos diálogos y encuentros en la compleja dinámica de la sociedad civil, en los que las víctimas disfruten de espacios de protagonismo.
Sintetizando de algún modo, y cerrando con ello este trabajo, creo que podría hablarse de que el perdón debe ser visto como una propuesta ética y de sentido que interpela a la justicia retributiva, a la que le empuja a inhibir lo más posible la pena y abrirse a la restauración de las relaciones, del mismo modo que la justicia retributiva es una interpelación para el perdón, al que le pide que, desde la perspectiva pública, tenga presentes las consecuencias de su aplicación o no aplicación. En el equilibrio de esa tensión productiva podría encontrarse la vía para la creatividad y la humanización.
NOTAS
1 He avanzado en esta dirección (aplicada especialmente al campo político) en dos estudios precedentes, que aquí tendré presentes: “Arrepentimiento, perdón y reconstrucción democrática vasca”, en VV.AA., Violencia, evangelio y reconciliación en el País Vasco, Bilbao, IDTP-Desclée, 1999, 53-76; y “Perspectiva política del perdón”, en VV.AA., El perdón en la vida pública, Bilbao, Universidad de Deusto, 1999, 53-106. Tengo también en cuenta el trabajo de Galo Bilbao, en este último volumen, “Perspectiva filosófica del perdón”, págs. 15-52.
2 Desde el punto de vista creyente está también, por supuesto, el dato decisivo de que nuestras solidaridades trascienden la terrenalidad de la vida y son acogidas en el seno de Dios, planteándose desde ahí nuevas posibilidades para el perdón. No es mi cometido entrar en la dimensión religiosa del perdón, que tiene su lugar en otro artículo de este número, y en mi trabajo sólo tendré presentes aquellas referencias a la tradición religiosa (judeo-cristiana), tomadas en su sentido cultural, que permiten diseñar las diversas concepciones del perdón, asumibles por creyentes y no creyentes. Pero, en cualquier caso, la reasunción del perdón en el marco de la fe tiene que hacerse teniendo presente, por un lado, que resulta subjetivamente válida sólo para quienes tienen fe, y, por otro, que no debe implicar la negación de lo que desde la justicia de los derechos humanos está en juego
3 Aunque no entro aquí en un “debate hermenéutico”, creo, además, que son textos como los que cito a continuación –y el “texto” que es la vida de Jesús– los que marcan el eje en torno al cual hay que interpretar los demás textos neotestamentarios relativos al perdón (y otros que parecen ir en otra dirección, como algunos escatológicos). No hay que olvidar, por otro lado, que en el evangelio no se da sólo invitación al perdón gratuito, se invita también con igual fuerza a la conversión y al arrepentimiento. Por cierto, en el “Padre nuestro” se pone una curiosa condición para recibir el perdón: que nosotros estemos dispuestos a ofertarlo en lo que nos toque; sugerente referencia para buscar en este terreno el lugar de la “equidad”.
4 Se trata del estudio citado en nota 1 “Perspectiva política del perdón”. Complementan las consideraciones de este trabajo, aunque desbordando claramente la cuestión del perdón, situándose en el contexto vasco y abriéndose a la dimensión educativa, estos otros dos: La educación para la paz ante la violencia de ETA, Bilbao, Bakeaz, 2004; y el hecho conjuntamente con Galo Bilbao La presencia de las víctimas del terrorismo en la educación para la paz en el País Vasco, Bilbao, Bakeaz, 2005.
5 Pensando especialmente en las víctimas de motivación política (víctimas de la injusticia del Estado y del terrorismo), la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas concreta el derecho a la reparación en estos cinco apartados: 1) restitución en lo posible de lo perdido; 2) indemnización por los daños sufridos; 3) readaptación a la normalidad, con sus costes jurídicos y médicos; 4) reparaciones de carácter global: declaraciones oficiales de rehabilitación de las víctimas, asunción de responsabilidades del Estado, ceremonias conmemorativas, monumentos, homenajes, inclusión en la historia del país, etcétera; 5) garantías de que no se volverá a repetir la violencia sufrida. Con las debidas acomodaciones, estos apartados pueden aplicarse a todas las víctimas.
Fuente: Revista Frontera 33-33/11 |