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Paul Ricoeur y la antropología del perdón
Juan Blanco Ilari

Marzo 2002

La última obra de Paul Ricoeur (La Memoria, la Historia y el Olvido), aparecida en Francia en septiembre de 2000, ha suscitado una gran ola de debates en toda Europa (1). Los tres pilares sobre los que se levanta el texto (enunciados en su título), se enmarcan dentro de un proyecto que tiene como horizonte último un problema que se ha vuelto ineluctable para el pensador, el del perdón Los horrendos crímenes perpetrados en la pasada centuria, y los hechos acaecidos en los Estados Unidos en septiembre último, obligan a un análisis de este «misterio». Aquí intentaremos algunas reflexiones tomando como guía el epílogo del libro (sugestivamente rubricado como ‘el difícil perdón’), y relacionándolo con otras ideas directrices de la antropología ricoeuriana que, creemos, arrojan luz sobre el tema.

La lógica de la equivalencia

Ricoeur comienza sus reflexiones sobre el perdón con un análisis sobre la falta, pues es la falta, el presupuesto existencial del perdón.

Este problema es susceptible de un análisis bifronte: de un lado se coloca la mirada basada en un modelo «jurídico», que se ha enquistado en el sentido común; y del otro lado se erige el enfoque antropológico, que permite comprender el fenómeno del perdón. Lo primero que hay que advertir es que, si se toma al primer enfoque como el único posible ante la falta, la posibilidad del perdón queda obturada.

Toda falta debe ser castigada, todo delito debe ser penado. Este es el pensamiento que late detrás del enfoque jurídico. Se trata de mostrar que éste, si bien es fundamental para el ordenamiento legal (y ético) de cualquier sociedad, se fundamenta en una lógica absolutamente heterogénea de aquella que permite el perdón.

Esta lógica jurídica procede por un razonamiento de proporcionalidad que integra tres elementos necesarios: un sujeto que cometa una falta, un sujeto que sufra las consecuencias de esa falta, y una norma que estipule qué tipo de acciones se considerarán prohibidas (lenguaje jurídico), o malas (lenguaje ético). Así, la norma, que puede estar sustentada por la tradición, por el derecho positivo, por la religión, cumple un doble rol: señala la acción delictual y prevé una pena para dicha acción. De esta forma se establece que al delito «a» le corresponderá la pena «1», y al delito «b» la pena «2»; siendo el delito «a» al delito «b», lo que la pena «1» es a la pena «2». De esta manera se administran crímenes y castigos (2).

Es preciso remarcar que esta lógica de la equivalencia y la proporción tiene como presupuesto fundamental la necesidad de unir indisolublemente la acción con el sujeto que la comete. Pues lo que la norma pena es al agente en virtud de la acción cometida. Sujeto y acción se identifican formando una unidad irrecusable.

El perdón: retorno sobre la antropología

La lógica de la equivalencia, al unir agente y acción, es incapaz de dar cuenta del perdón.

La «antropología» del perdón surge de un movimiento inverso al adoptado por el enfoque jurídico, y desarrolla, por consiguiente, una nueva lógica con respecto a la acción y la falta. Mientras el primero se resuelve en la unión ineluctable e indisoluble entre acción y agente, la segunda explora el punto ciego que permite separar al sujeto de su acto. En esta posibilidad de separación estriba todo el misterio del perdón.

Dos son los conceptos que desarrolla esta antropología: 1) el concepto de «labilidad», 2) su correlato, el concepto de «intermediariedad» y «desproporción» como condición esencial del hombre.

La labilidad

El concepto de labilidad es desarrollado por Ricoeur en el contexto de una hermenéutica del mal (la falta). Si comenzamos nuestro camino por el análisis de la falta, el paso por la labilidad es necesario.

Cabe destacar que la labilidad, como concepto antropológico, extiende el problema de la falta más allá de las fronteras de la ética. Es decir que, antes de ser un problema ético, el mal cometido (bajo la forma de una acción mala) es una cuestión antropológica. Decimos que la acción es mala. Pero, ¿afirmamos que el sujeto se torna todo él malvado por haber cometido esa acción?, ¿infecta la falta toda la humanidad del culpable?, ¿nada queda fuera de ella? Y, de ser así, ¿cómo es posible el perdón?

El mal es un elemento oscuro, opaco, misterioso que, por ello, no accede a ninguna descripción pura. La paradoja del mal se manifiesta ya en los márgenes de la filosofía aristotélica: «Todas las cosas (incluidos los hombres) tienden hacia algún bien», pero si el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden… ¿cómo es posible el mal? Desde esta perspectiva, el mal es contranatura, o tal vez, antinatura, pero existe. Ningún acceso por esencias claras y distintas nos dará la cifra.

Mas si la realidad fáctica es un misterio, la condición de la misma tal vez sea accesible. La labilidad es, precisamente, el concepto, diríamos trascendental, de la antropología que muestra la posibilidad (mas no la realidad de hecho) del mal. Así la define el mismo Ricoeur: «…entiendo por labilidad aquella debilidad constitucional que hace que el mal sea posible…» (3). El hombre es, entonces, constitucionalmente lábil, y por ello se ve «expuesto» a la falta.

La labilidad está en estrecha relación con la «libertad». Kant lo expone claramente cuando afirma que no es libre quien no tiene entre sus posibilidades también el mal. Pero el concepto de labilidad agrega algo al de libertad. Ella se presenta como una «debilidad» estructural, una grieta abierta en el corazón del hombre que lo expone a la falta en todas sus apariciones. Teleológicamente el hombre tiende al bien (Aristóteles), pero en tanto causa eficiente puede dirigirse al mal. Esto queda plasmado en el apotegma de San Pablo: «Conozco el bien que quiero (diríamos el bien al que tiendo), pero hago el mal que no quiero» (Rom 7, 19).

La desproporción

Ahora bien, Ricoeur advierte que la grieta abierta por la labilidad revela otra característica antropológica más general y de la cual aquella es subsidiaria. Así entonces podemos decir que el hombre es lábil porque es un ser «esencialmente medianero». La intermediariedad que define lo humano permite reubicar la labilidad como una posibilidad inserta en una capacidad superadora. La superación es la posibilidad misma del perdón, por ello es fundamental para nuestro estudio. Estoy «expuesto a la falta» sólo si soy capaz del bien. Toda una antropología de la desproporción es abierta ahora por Ricoeur. Para ello decide acudir a la filosofía platónica y al pensamiento pascaliano.

Platón recuerda la corrección que hace la sacerdotisa Diotima a una conclusión apresurada de Sócrates: «…¿Es que crees que lo que no sea bello habrá de ser por necesidad feo? (…) ¿y lo que no sea sabio, ignorante?…» (4). Entre lo bello y lo feo, entre lo sabio y lo ignorante hay un lugar intermedio. Ese lugar es el que habita Eros, y Eros representa la tensión que mueve al hombre. El amor es hijo de Poros (la riqueza) y Penía (la pobreza), y, en cuanto tal, lleva marcada originariamente la impronta de su ascendencia. Eso explica el carácter dual de Eros, que, por su genealogía, se ve arrastrado por dos fuerzas que parecen contrarias.

Pero, quien tal vez revele más directamente la naturaleza esencialmente bifronte, medianera, del hombre, es Pascal: «…En efecto: ¿qué es el hombre en la naturaleza? Un todo frente a la nada, una nada frente al todo, un medio entre la nada y el todo infinitamente alejado de ambos extremos» (5).

La antropología que recorre toda la obra de Ricoeur es profundamente pascaliana. La labilidad permitía vislumbrar la desproporción, y ésta se revela en la paradoja pascaliana del hombre «finito-infinito». Esta paradoja se encuentra también en la raíz de la duda cartesiana: «me encuentro como un eslabón entre Dios y la nada, situado de tal manera entre el soberano Ser y la nada que, por el hecho de haberme producido un ser soberano, no hay en mí nada que pueda realmente inducirme a error, pero al considerar que yo participo de alguna manera en la nada y del no ser (…) me veo expuesto a una infinidad de fallos» (6).

Debemos mantener viva la paradoja so pena de caer en una ontología fantástica del ser y la nada, cuyas consecuencias obturarían la comprensión del fenómeno del perdón. Que el hombre sea medianero, que experimente en su yo la desproporción, supone tener presente la posibilidad tanto de la finitud como de la infinitud que él representa. Ricoeur desea permanecer en la tensión que supone la paradoja del hombre «finito-infinito»: ¿Por qué entonces seguir privilegiando la finitud del hombre como estructura única y original? «La cuestión está en saber si la trascendencia es sólo trascendencia de la finitud o si no resulta tan importante la recíproca…». En efecto, la recíproca es la única ontología que puede dar cuenta del perdón. Ricoeur propone una metanoia, una conversión de la mirada, que invita a ver al hombre como «infinitud», y observar la finitud como carácter restrictivo de aquella. «…El hombre está destinado a la racionalidad ilimitada, a la totalidad y a la bienaventuranza; al igual que se ve limitado a una perspectiva, condenado a la muerte y encadenado al deseo. Mi hipótesis de trabajo, por lo que respecta a la paradoja finito-infinito implica que hay que hablar de la infinitud del hombre tanto como de su finitud» (7).

Es la paradoja la que marca el índice de la desproporción del hombre. Él se revela como esencial posibilidad. La fuerza que define la tensión puede ser disparada hacia arriba (polo de infinitud) o hacia abajo (polo de finitud). Labilidad y desproporción se encuadran dentro de la noción aristotélica de acto-potencia. El hombre, en tanto ser puesto en acto, conlleva siempre la posibilidad de otra cosa. Mirando esta posibilidad es como podemos encontrar el lugar donde se asienta el perdón.

Don y perdón

La desproporción, y la paradoja del hombre finito-infinito, nos lleva a la siguiente conclusión: el hombre, como ser capaz, no debe ser reducido a su acción. Entonces, mientras la equivalencia se basaba en la adscripción de la acción a su agente, y proponía, por medio de la imputación, culpar y penar al sujeto en virtud de la acción cometida y reputada malvada, la nueva perspectiva abierta por la antropología nos invita a separar la acción del agente. En este desligar el sujeto de su acto se pone en juego toda la posibilidad del perdón (8), porque mientras el aspecto jurídico pone el acento en la acción, la nueva lógica pone el acento en el hombre más allá de su acción.

Ahora bien, ¿dónde buscar este excedente, este trascender del sujeto con respecto a su actuar? A este interrogante, Ricoeur contesta acudiendo al lugar en donde el lenguaje del perdón se desarrolla con mayor plenitud: el himno bíblico. El perdón pertenece a un juego del lenguaje que incorpora experiencias como el gozo, la esperanza, el amor, la caridad. Todos estos integrantes tienen un mismo denominador: la presencia del don. Es por esto que Ricoeur elabora toda una economía del don (9) pretendiendo mostrar de qué manera se inserta el perdón dentro de estas vivencias que sin duda revelan una determinada «forma de vida».

Y esta lógica es posible sólo bajo la condición de que el hombre se revele como posibilidad (ser siempre capaz de recomenzar).

Frente a la lógica de la proporción se abre la lógica de la «desproporción».

De esta manera Ricoeur cree encontrar el lugar del perdón en el misterio abierto por la falta misma. Sólo perdona quien, movido por el don, logra descubrir que el sujeto es siempre más que su acción. Esta es la sobreabundancia.

Ricoeur muestra que el perdón sólo es posible gracias a una determinada antropología. Esta antropología es desarrollada por él desde 1947, cuando comenzaba sus primeros escritos existencialistas. De esta forma, toda la obra de Ricoeur es atravesada por esta intuición fundamental de que el hombre excede lo que hace.

Allí, en 1947, Ricoeur aseguraba: «lo que soy es inconmensurable con lo que sé» (10). Hoy repite lo mismo con la aguda penetración de una mirada que ha pensado y vivido hasta el fondo la realidad del hombre. Esta mirada resuena con fuerza en la última frase del texto: «tú vales más que tus actos» (11).

Notas:

1. Ricoeur, Paul (2000).
La Mémoire, L´Histoire, L´Oubli. Paris. Du Seuil.
2. Sobre esto cfr. Ricoeur, P. (1976). Introducción a la simbólica del mal. Bs. As. Megápolis. Cap. 5: «Interpretación del mito de la pena». pág. 95.
3. Ricoeur, P. (1986). Finitud y Culpabilidad. Madrid. Taurus. pág. 15.
4. Platón, El Banquete. 201 d - 202 a. (Madrid. Ed. Labor. 1983).
5. Pascal, B. (1993). Pensamientos. Barcelona. Altaya. Pens. 199, pág. 77.
6. Cfr. Descartes, R. (1992). Meditaciones Metafísicas. México. Porrúa. IV Meditación. pág. 72.
7. Ricoeur, P. (1986), pág. 27.
8. «…Todo se juega finalmente sobre la posibilidad de separar la acción del agente…». Ricoeur, P. (2000). pág. 637.
9. Cfr. idem, pág. 621.
10. Ricoeur, P. (1947), Gabriel Marcel et Karl Jaspers. Paris. Du Temps présent. pág. 49.
11. Ricoeur, P. (2000), pág. 642.

Fuente: Revista Criterio (Argentina) Nº 2269