Llevaba desde el verano con molestias. Se quejaba del estomago y necesitaba estar largos ratos en reposo. Apenas salía. En navidad vinieron los dos a casa: Mª Luz con una demencia avanzada e incapaz de valerse por sí misma. Llevamos a Cesar a la clínica para que le hicieran diversas pruebas y después de tres días el medico nos anunció, a Maribel y a mí, que tenía metástasis en estómago, páncreas y pulmón, que no se podía hacer nada y que como máximo le quedaban tres meses de vida. Se quedaron a vivir en casa y nos preparamos para atenderlos lo mejor posible: acomodamos a nuestro hijo en una parte del salón de casa para que pudieran, ambos abuelos, dormir tranquilos y en habitaciones separadas.
Al principio aún salía a la calle, a comprar el pan o a dar pequeños paseos pero enseguida su estado empeoró. Cada vez necesitaba estar más tiempo en la cama. Apenas hablaba y, aunque su mente estaba lucida, ya no era la persona vital que tenía opinión de todo. Su faceta cascarrabias desapareció. Antes de enfermar se despachaba con todos los políticos sin excepción. Todos hacían todo mal y solo los habitantes de su pequeño pueblo del prepirineo aragonés merecían ser salvados.
Cesar no sabía su estado, creía que podía mejorar, pero al mes y medio comenzó a sentirse peor y poco a poco se fue refugiando en su habitación y en sí mismo. Perdió apetito y peso. Pero no se quejaba, pedía que le dejáramos descansar, nada más. Tomaba batidos alimenticios, actimel y grandes cantidades de agua. Nosotros asistíamos a su declive inevitable acompañándole en sus últimos días impotentes y con tristeza disimulada.
El comenzó a darse cuenta que no mejoraba. Le dijimos si le apetecía que viniera un cura y pregunto: ¿tan mal estoy?. Cesar : lo que tienes no se te va a pasar. Entonces ¿me voy a morir...?. Jo, que puntada.-dijo-- Fue la única expresión de contrariedad que le oímos en los tres meses que tardó en morir, tal como habían dicho los médicos--.
Después de un día con una crisis muy fuerte en que vinieron los médicos de urgencias tuvo un día de aparente mejoría y gran claridad. Quiso el cura que le habíamos ofrecido y por mediación de nuestro hijo vino un escolapio de su colegio que le dio la extremaunción y con el que converso largamente. Su memoria estaba tan fresca que repasaron juntos viejos profesores del colegio que ambos recordaban. Aprovechó después para darnos algunas instrucciones sobre su entierro. Que quería ser enterrado en su pueblo en el mismo nicho que su madre y que, por favor, cambiáramos la lápida que estaba vieja y fea.
Su debilidad fue en aumento, apenas se podía levantar. Aunque lúcido y con una entereza extraordinaria solo pedía que le dejáramos descansar.
Vimos, aunque no se quejaba, que sus molestias iban en aumento y decidimos ponerle parches de morfina para paliar, en lo posible su malestar. Apenas tomaba alimentos y ya no volvió a salir de su habitación.
Los últimos días Maribel y yo pasamos todo el tiempo posible junto a él, le tomábamos la mano o simplemente permanecíamos a su lado expectantes a cualquier cosa que pudiera necesitar.
La última noche tuvo una crisis con temblores. Le administramos un valium. Tápame, tápame--dijo, cuando se lo pusimos--, y se quedó tranquilo. Me quede a su lado toda la noche y ya de día Maribel me relevó. Al cabo de media hora me llamó para avisarme de que había muerto.
La vida le abandonó. Su cuerpo, en la bolsa negra sobre el carro de los empleados de la funeraria, viajó rápido hacia el tanatorio. El vacío y el dolor de su pérdida se apoderó de la casa, pero la dignidad de su muerte y la lucidez que mantuvo hasta el último día permanecerá como su legado más preciado.
El País. 16 septiembre 2007 |