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Rebeldes de escaparate

Para muchos, exhibir el cuerpo es una conquista más de la democracia y el progreso social. De esto da cuenta la moda en el vestido: cualquier pasarela ofrece poca tela y mucha «libertad». «El cuerpo no es malo —es la consigna—, quien tiene, que enseñe». Para desentrañar la raíz del asunto damos voz a varios de nuestros colaboradores, quienes respondieron una breve entrevista al respecto.

Alpízar Sorprende ver «manadas» de jóvenes vistiendo igual, bajo los mismos parámetros, indistinguibles unos de otros. Lo más curioso es que la gente con más poder adquisitivo es la que en los últimos años ha fomentado la masificación de la vulgaridad, reflejada, a primera vista, en su manera de vestir. «Estamos —señala el filósofo Alejandro Llano—, efectivamente, avanzando hacia la sociedad como espectáculo y la cultura como entretenimiento».

Asombra la miopía de los fanáticos de la moda ante el declive de la autenticidad y el auge de la mercadotecnia. Basta una cascada de anuncios comerciales, la imagen de la modelo en paños menores, para que hordas enteras de jóvenes abarroten las tiendas más caras tras los trapos más insulsos. Las cúpulas comerciales dictan los destinos del vestido personal. El poder de la caprichosa mercadotecnia indica cómo y qué atuendos llevar. Contrariar esos preceptos implica jugarse la aceptación social, algo a lo que muchas personas, sobre todo las más jóvenes, no están dispuestas.

La búsqueda, cierto, es nota peculiar de la juventud, como también lo son la autenticidad y la rebeldía —la creatividad—, hoy canceladas en aras de la aceptación popular por la apariencia. «El desmedido culto al cuerpo —dice el sociólogo José Pérez Adán— y la importancia que a veces se da a la belleza ha dejado en un segundo plano las grandes preguntas de la persona; ya no importa quiénes somos, sino quiénes parecemos ser. Es una ficción que da miedo e inseguridad. El miedo reside en encontrarnos desnudos de careta, mirarnos en el espejo y confrontarnos frente a la pregunta primaria: quiénes somos».

En ese ambiente alienado, lo individual se diluye en aguas de libertad: así soy yo, rebelde. El mismo Llano descubre la raíz del asunto. «Es un problema comercial cuya responsabilidad hay que remitirla a la industria de la moda, a la publicidad y, en general, a la "industria cultural" y del "entretenimiento"». El de la moda, agrega, «no es un problema de vulgaridad sino de consumismo, de sofisticación disimulada de "malditismo". Los que van "mal vestidos" o desvestidos no son los pobres, sino los ricos». Porque, como señala Pedro Cobo, historiador e investigador en el ITAM, «la rebelión de las masas del siglo XX permitió el acceso a puestos claves a personas que no habían recibido una educación esmerada en sus familias, lo que ayudó a la vulgarización en todos los campos».

Pero no se trata sólo de educación científica, «aunque tenga un alto grado académico, quien carece de motivos, de metas trascendentes, vive el hoy sin sentido, sin un mañana, nada es importante, todo es superficial, porque ni a su vida le da valor —agrega Mireille Meján, psicóloga y maestra en Historia—, por eso la vulgaridad puede entenderse como actuar sin fundamento, sin jerarquizar ni valorar, dando importancia sólo a lo superficial».

ANTE LA CRISIS, ¿VULGARES?
«En la historia de la moda, el lenguaje y las costumbres, la vulgaridad siempre ha existido, pero se extiende en los momentos de crisis y en los ocasos culturales», afirma la maestra y pedagoga María Pliego Ballesteros. Y, en efecto, el momento actual no es inédito.

Coinciden en ello la mayoría de nuestros entrevistados. José Manuel Núñez, vicerrector de la Universidad Panamericana, opina que se trata de «algo similar a lo que ha acontecido en otros periodos cuando se ha agotado un modelo cultural. Vivimos una crisis, un tránsito hacia una época nueva en la que no termina de abandonarse el modelo cultural previo y aún no se acoge uno nuevo. La vulgaridad reaparece como un modo de identificación social externo. Es un grito de la ausencia de sentido, de la pérdida de los fondos que explican las formas en las que cuajan las buenas maneras; al quedar sólo las formas, la reacción es romper con los moldes rígidos que no responden a lo verdaderamente importante que les dio origen».

Rosario Athié, filósofa, señala que «siempre ha habido ese "tipo" de comportamientos, que giran sobre los mismos aspectos de la vida: lo que es íntimo y privado se quiere exteriorizar. Se confunde el ser libre con el rompimiento de todo lo establecido o "impuesto" por los adultos».

El intento de la vulgaridad en el vestido es, según parece, escandalizar a las buenas conciencias. Entre más carne haya, mejor, porque hoy representa el imperio de una nueva estética. Como afirma Mary Carmen Bernal, directora de la Facultad de Pedagogía de la Universidad Panamericana: «Impera la "libre expresión" de sentimientos y emociones. El cuerpo humano es un lienzo en el que puedo expresar todo». Hoy, la ropa interior deja de serlo al asomarse por encima del pantalón, los harapos dan «clase», las playeras con leyendas retro evidencian siluetas estilizadas —o no tanto.

En el fondo se busca, más que exhibir la intimidad corporal, rebelarse. Y la vulgaridad es la manera más rápida y cómoda de hacerlo. Si hoy el estandarte del escándalo es la ropa juvenil, se debe a que los rebeldes actuales son incapaces de hilar una idea revolucionaria.

La nueva sublevación, como todas, debería consistir en preservar la libertad de cualquier yugo, incluido el del consumismo. Cierto, se trata de rebelarse contra las imposiciones de una industria que vive de la impaciencia juvenil y de la intemperancia generalizada que aviva el consumo irracional. Cada seis meses hay que cambiar el guardarropa porque sí, y no se elige, precisamente, lo que uno quisiera. «Lo que hace de la vulgaridad algo tan generalizado —explica Felipe González y González, profesor del IPADE— es que se convierte en un expediente para no pensar, para no tener que aceptar la carga de la propia responsabilidad. Si todos lo hacen o si es generalizado, entonces se acepta. Se reduce al ser humano al consumo masivo».

Alfonso López Quintás advierte lo grave de la pasividad en situaciones límite: «Cuando acontece algo extremadamente bajo, ruin, innoble, y no se suscita ningún movimiento de protesta, podemos inferir que el tono de la sociedad ha sufrido un colapso». Mientras esto sucede, los supuestos responsables de encabezar las protestas patrocinan, con el dinero de sus padres, el boicot contra su misma esencia rebelde.

MANIPULACIÓN A LA MEDIDA
Vale la pena recordar el aplauso que recogió entre la gente el legendario traje del cuento de Hans Christian Andersen: El emperador partió encabezando el desfile bajo el lujoso palio, y toda la muchedumbre en las calles y los balcones exclamaba: —¡Qué apuesto está con su traje nuevo! ¡Qué espléndida cola! Y nadie quería reconocer que no veía cosa alguna, porque eso equivaldría a reconocerse incapaz para su cargo o bien un zopenco. Ninguno de los trajes anteriores del emperador había tenido éxito semejante.

Hoy pocos se atreven a denunciar que el emperador va desnudo. Al contrario, muchos son cómplices de los sastres fraudulentos y visten también ropa hecha con la famosa tela invisible para los idiotas. Desde Nueva York hasta México, la mayoría prefiere ser aceptada aunque para ello deba hacer a un lado sus propias convicciones. La tendencia de la moda tan sólo refleja el simplismo que priva en muchos ámbitos. Las apuestas favorecen la cantidad de novedades acumulables contra los descubrimientos paulatinos de la razón. En palabras de la maestra Pliego Ballesteros: «es real nuestra inclinación a lo fácil, a lo que no requiere esfuerzo».

Seguir los modos y las modas del momento reflejan, para el médico psiquiatra Ernesto Bolio, cuatro fisuras graves de la personalidad:

1.-Influenciabilidad y falta de madurez.
2.-Inseguridad, al pensar que para ser aceptados hay que comportarse así.
3.-Falta de identidad propia.
4.-Querer llamar la atención, pensando que la apariencia, similar a la de las figuras públicas, dará el mismo reconocimiento.

Carlos Ruiz, jefe del área de Política de Empresa del IPADE, agrega un matiz práctico: «quien descuida su apariencia personal, sus buenas maneras, es alguien que no puede mandarse (controlarse) a sí mismo. Sin importar el ramo, el medio o el papel que uno vaya a jugar, conocerse y controlarse es el primer paso del éxito y la realización en la vida». Llaman la atención las facilidades para comprar y la cantidad de productos que ofrece el mercado.

El profesor López Quintás denuncia el fondo manipulador de los imperativos de la moda y encuentra cinco recursos clave en quienes pretenden preparar a la sociedad para que acepten cuanto sirve a sus intereses.

1.-Anatematizar actitudes poco «abiertas» y «progresistas», sin matizar estos términos, usados a menudo con espíritu demagógico.
2.-Tachar de «intransigente» a quien se muestre fiel a sus convicciones éticas.
3.-Dar por supuesto que en todo país civilizado ya no hay costumbres inspiradas en una concepción trascendente de la vida.
4.-Desvincular el desarrollo cabal del hombre de todo cauce normativo.
5.-Mediante el poder sugestivo de los medios de comunicación, utilizados con astucia, crear un clima de duda, vacilación e indiferencia respecto a los valores que constituyen la meta y el impulso del obrar personal y social. La mayoría de las veces las decisiones están influidas por lo que puedan decir los demás. Lamentablemente, cuando ese juicio de la masa es determinante, la propia satisfacción se factura a favor de una marca y no de la propia convicción.

MODA INTERIOR
Remar contra la vulgaridad en la moda es ir a favor de la plenitud humana. La cuestión no estriba en suprimir la moda, sino en respetar su matiz de expresión de la interioridad. Cancelarla supondría «un racionalismo, un puritanismo que niega como propiamente humano el cuerpo» [1] .

Por eso afirma la doctora Virginia Aspe que lo contrario de «la vulgaridad es el pudor, la conciencia del tesoro de no ser sólo naturaleza, sino subjetividad, persona, única, irrepetible, digna por sí». López Quintás da la pauta para entender al pudor como valor y no como tabú: «No faltan actualmente quienes parecen sentir complacencia en quebrantar las normas del pudor, a las que tachan de ñoñas y obsoletas.

"El cuerpo no es malo —proclaman como algo obvio—; todas sus partes tienen el mismo valor y deben contemplarse con normalidad". »En el nivel biológico, la afirmación es cierta, pero, en el lúdico o creativo, el cuerpo es "la palabra del espíritu", el lugar viviente de la realización del hombre como persona. Lo que significa nuestra vida en la intimidad sólo nos es accesible a nosotros, no a quienes se encuentran fuera de ella». Por ello, sigue, «exhibir lo privado carece del menor sentido. Puede significar un incentivo erótico para quienes lo contemplan; pero no tiene sentido reducir una parcela de la vida privada, en sí misma digna de respeto, a medio para enardecer los instintos».

Pedro Cobo apunta: «Las buenas maneras y la apariencia personal son sinónimos de preocupación por los demás: hacer que mi presencia y mi forma de hablar sean agradables al otro. Si lo externo es auténtico, cosa que no siempre se cumple, las buenas maneras reflejan el orden interior y la serenidad». De ahí la importancia de la dignidad en el vestir. Al reflejar lo interno, la moda va más allá de la simple apariencia: «El adorno es natural en el ser humano, porque representa uno de los modos en que el espíritu se manifiesta finalizando lo corpóreo» [2].

COMUNICAR CON ELEGANCIA
«Cuidar la elegancia —recuerda Cecilia Sabido, profesora de la Universidad de Navarra— es tan importante como cuidar el lenguaje. Ni más ni menos. Por eso la clave no está en recitar el viejo manual de Carreño. Se trata de una habilidad práctica y depende de nuestra capacidad para entrar en contacto con los demás desde nosotros mismos. Si realmente quiero hablar y comunicarme con alguien, no voy a emplear términos ni palabras que no entienda. Al contrario: buscaré ese punto de partida que se comparte. Eso es crear un lugar de encuentro, un lugar común, una referencia.»

El problema con las modas es no poder deshacerse de ellas. Hoy es un mero capricho. Cuando se adopta una moda radical, lo que se emite es un grito atronador que afirma este creo ser yo… y luego no deja mucho lugar a que otra persona manifieste quién es. Es otro y por lo tanto no interesa. Así, el propio grito ensordece». Por eso es sensata la definición de vulgaridad que ofrece Gloria Tomás, especialista en bioética: «Es la falta de interioridad de la persona que le conduce a imitar lo exterior a ella, sin descubrir el aporte personal inédito y rico que, con deficiencias, cada quien puede aportar a los demás, hecho que ha llevado a considerar tradicionalmente a la persona como una novedad radical».

Según Ricardo Sada, doctor en Teología, ser vulgar es «dejar en la penumbra la dignidad de la persona humana». Al descuidar la apariencia, al ser vulgares, cada uno se deshace de sí mismo, echa por la borda la propia interioridad. Añade Felipe González y González, «la vulgaridad es una forma de insustancialidad que trivializa y quiere convertir en banales las más altas expresiones del espíritu humano. Sumerge a las personas en la ramplonería, en los casos más leves y, cuando se llega al exceso, en la idiotez». Esto obedece a que las personas han asimilado, en lugar de valores, contravalores, según advierte Marcela Chavarría, investigadora del Instituto Panamericano de Ciencias de la Educación.

ESTO HAY QUE DECIR A LOS JÓVENES
Para Alejandro Llano, el fondo de este comportamiento «tiene mucho que ver con la manera como las familias de la alta burguesía dilapidan su dinero en cosas completamente superfluas, mientras a su lado hay gente que se está muriendo de hambre o carece de vivienda, de asistencia médica o de educación »De eso es de lo que, a mi juicio, hay que hablar a los jóvenes, y no tanto de qué parte del cuerpo deben cubrirse.

Esto último es importante, pero nada fácil de conseguir si no se respeta el pudor en la familia y se veranea en playas con dos sectores: el "textil" y el "nudista". Si no se practica la virtud de la templanza en la familia, poco hay que hacer en este terreno. Lo demás es "retórica bien pensante"; y predicar el buen gusto a gente que lo tiene estragado parece hacer apología de la hipocresía burguesa, consistente en "guardar las apariencias"».

De ahí que Cecilia Sabido recuerde que «las buenas maneras no consisten en ejecutar reglas rígidas que dicen que siempre se debe comer con cubiertos. Hay platillos que se comen mejor con la mano. Igual que no se puede vestir de largo para dar un paseo por el campo. No porque no sea "lo correcto" sino porque los tacones se hundirán en el fango y la falda se romperá con las ramas, las raíces y las piedras».

Quien cuida su apariencia y sus modales se quiere a sí mismo y respeta a los demás. A todos nos importa cómo nos tratan, por tanto es fundamental tratar bien a los otros, coinciden José Manuel Núñez y Mireille Meján. «Lo digno de admiración es encontrarse con la verdad de los demás —recalca Carlos Sánchez Ilundáin, director de la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana—, si la moda ayuda a ese encuentro, es algo apropiado, en caso contrario, uno debe crear su propio entorno».

UNA BUENA RESERVA DE ELEGANCIA Y GENIALIDAD
Felipe González y González advierte que la conquista de la elegancia «lleva a dar lo mejor de nosotros mismos. Se trata de buscar hacer lo mejor, de no conformase con lo posible, sino de llegar a lo que está más allá. La espontaneidad naturalista lleva a manifestar lo más inmediato, lo primero que se viene a la cabeza o a las apetencias. »La elegancia está a la mano de todas y todos. Supone aplicar el intelecto para aprender, inventar y generar formas más sutiles, más bellas, más verdaderas. Conjuga el fondo y la forma, por ello está relacionada con la cultura, las artes y la belleza. »

La genialidad es, también, lo contrario de la vulgaridad, tiene el matiz de lo extraordinario y es una aspiración. Por ello es tan escasa. Sin embargo, pienso que puede ser desarrollada. A veces nos da la impresión de estar abrumados por una erupción de vulgaridad, porque es sonora, estridente, llamativa. La vulgaridad es espectáculo público que desinhibe las bajezas humanas. Es exhibicionista, producto de escaparate. Por ello aparece en los espectaculares, la publicidad, las funciones y los medios de comunicación masivos. »

Pero creo que hay una buena reserva de elegancia y de genialidad en la sociedad y en las personas. Lo que sucede es que son menos visibles y menos llamativas, pero más profundas y más duraderas, porque se conjugan en el todo armónico de una personalidad que se nutre con las virtudes humanas de la discreción, la modestia, el buen tono y el sentido del humor». Este optimismo debe animarnos a superar la llamada «barbarie civilizada», a ser rebeldes auténticos, a ejercer la libertad que, como bien recuerda Carlos Llano, halla en las virtudes su mayor impulso.

*

[1] Virginia Aspe Armella y Rocío Mier y Terán Sierra. «Apariencia, representación y artificio de la moda» en ISTMO n.237. p. 48.
[2] Idem. Año 45 - Número 268 - Septiembre/octubre 2003