Firmado por: Patricia Montelongo
Las modas y el comportamiento personal penden siempre entre la vulgaridad y la elegancia. Nuestros tiempos democráticos tiran, como es lógico, a modos más populares que refinados. En buena parte, implican una ventaja que reduce las diferencias externas. Nuestro aspecto ya no nos encasilla en una clase tipo casta.
Hoy es más difícil, y tan inútil como siempre, catalogar a las personas por su mera apariencia. Esto proporciona considerable libertad social para que cada quien se desarrolle de acuerdo a su proyecto. Lo malo es que esa libertad, en infinidad de casos, sólo sirve para alimentar el consumismo imitando modas impuestas o para escandalizar con extravagancias.
Con frecuencia defendemos –especialmente los jóvenes– actitudes francamente vulgares apoyándonos en argumentos bellos y románticos: el culto a la libertad, a lo natural, a lo espontáneo, como opuesto a lo artificial, arcaico, hipócrita; pero en esa pasta negativa se cuela lo racional. Olvidamos –o nos resulta cómodo ignorar– que en el ser humano la racionalidad no es ficticia sino tan natural como el vivir. Por lo tanto, lo natural será que los impulsos, instintos y todos los comportamientos se sometan a la razón, antes que a la moda pasajera. Sólo la razón buscará satisfacer nuestros deseos, no sólo en el aspecto biológico, sino en el psicológico, social y trascendente, tan naturales como el primero.
Transcribo un párrafo de El periodismo canalla y otros artículos donde Tom Wolfe narra un curioso espectáculo neoyorkino, cuando los vástagos adolescentes de las familias de abolengo salen de lujosos edificios del East Side de Manhattan. «Mientras un portero, vestido como un coronel del ejército austríaco en 1870, sujeta la puerta, aparece un joven blanco ataviado con una gorra de béisbol ladeada, una camiseta enorme cuyas mangas caen por debajo de los codos y los faldones por debajo de las caderas, holgados pantalones con las perneras jalonadas de bolsillos con tapeta y la entrepierna a la altura de las rodillas (…). Era una moda deliberadamente copiada de los «homeys», jóvenes negros de seis de los barrios bajos de Nueva York». En otro texto, el mismo autor explica cómo algunas modas no surgieron de diseñadores ni modistas, sino de la cárcel de Atlanta. «¿Ves cómo visten esos muchachos, esos pantalones anchos con una entrepierna que casi se la pisan? ¿Y los trapos que llevan en la cabeza? Es moda carcelaria. De la cárcel. En la cárcel no dejan llevar cinturón, de modo que si te van grandes los pantalones, tienes que dejar que se te caigan. ¿Y los trapos? En la cárcel, si quieres un gorro, tienes que hacértelo tú mismo, rompiendo una tela. Imagínate lo que significa ser un niño de quince o dieciséis años y querer seguir la moda carcelaria.». Falta encontrar un equilibrio entre esa nueva libertad que permite a cada quien ser uno mismo y el que nuestro exterior sea personal y nos refleje completos, no sólo en la versión impuesta. |