1-¿Somos libres o esclavos?
¿Qué ocurriría si una mujer diseñara su propio vestuario, siguiendo única y exclusivamente su gusto, sin atender para nada a las tendencias del momento? Algunas lo han hecho –fue la idea del “Movimiento estético”, en la que algunas mujeres rechazaron la silueta del momento (el corset) para vestirse con amplias prendas de estilo medieval o renacentista (según los entendían o imaginaban). Pero nunca tuvo gran aceptación, y duró poco. Quienes se vestían así, en abierta oposición a la moda general, llamaban la atención y causaban extrañeza; en vez de un vestido normal, parecía más bien un disfraz. Estar sometidos a las corrientes de cambio es una exigencia de la vida en sociedad, y la moda puede ser aceptada totalmente o en parte, pero prescindir de ella por completo no es fácil, aunque tampoco parece ser lo mejor. Es necesario seguirla, pero...¿hasta qué punto? Porque para quienes la siguen fielmente se puede convertir en una verdadera tiranía... ¡y pocas tiranías han sido tan absolutas como la de la moda!
En su obra “Norteamérica vista por un oriental”, el diplomático chino Wu Tingfang hacía en el S. XIX este comentario al referirse a la moda. Carga sin duda las tintas, pero no deja de acercarse a la realidad. Para este autor, “la moda es obra del demonio”. Cuando decidió esclavizar a la humanidad, encontró en la moda su mejor arma. La moda cautiva al hombre, lo priva de su libertad. Es el dictador más autocrático, y su mandato es obedecido por todas las clases, altas y bajas sin excepción. Cada estación dicta nuevos decretos, y no importa cuán ridículos sean, todo el mundo se somete a ellos. Y una literata rumana que vivió en el París del período de entreguerras, afirmó, refiriéndose a la diseñadora Gabrielle (Coco) Chanel: “Es una mujer que ha gobernado por más tiempo que cualquier ministro, sin tener Parlamento. Una mujer (…) cuyos decretos tienen fuerza de ley más allá de nuestras fronteras”. Esta sujeción a la moda puede llevar a mujeres por demás inteligentes a someterse a las más refinadas torturas, o a ponerse claramente en ridículo, al menos ante la posteridad.
2-Cualquier sacrificio es pequeño...
Refiriéndose a la moda a partir del S. XVIII, la autora Jane Dorner recoge esta realidad en pocas líneas: “Las mujeres se las han arreglado, en el transcurso de las últimas diez generaciones, para disimular su forma natural en una variedad de formas, de modo que parecieran cestas de fruta, cántaros de leche, husos, corolas de flores, campanas y muchachos”.
El costo de la moda, en términos económicos, es considerable, pero lo que podríamos llamar “el costo humano” lo supera con creces. Baste pensar en el esfuerzo de las madres chinas por vendar los pies de sus hijas para que fueran tan pequeños que tuvieran que desplazarse dando pequeños saltitos, lo cual era uno de los distintivos de las verdaderas damas; las tablas con las que, en algunas civilizaciones mesoamericanas, se presionaba paulatinamente el cráneo de los niños, hasta que adquiriera la forma ovalada y con frente amplia que les parecía más bella; los malos ratos soportados por infinidad de mujeres sin poder respirar adecuadamente, apretadas por un corset; la dificultad para caminar sobre tacones altísimos, como los llamados “chopines” o “chapines” del Renacimiento, que conseguían elevar a la usuaria hasta 30 pulgadas; quienes los usaban tenían que ser sostenidas por una o dos ayudantes en cada brazo. ¿Qué lógica podía impulsarlas a usarlos, a pesar de tanta incomodidad? “El sentido común nos dice que los tacones bajos son más cómodos, pero nuestra vanidad nos dice que con tacones altos nos vemos mejor”. Habría que mencionar también el peso de los sombreros enormes; la falta de libertad de movimientos para caminar causada por las faldas exageradamente estrechas en los tobillos, creación de Poiret; los zapatos de punta fina y tacón delgado, decididamente incómodos; las peripecias para sentarse cuando se llevaba polisón; el vinagre que tomaron muchas jóvenes en los años del auge del Romanticismo, para quedar pálidas y ojerosas...
Dentro de las muchas exageraciones que se han puesto de moda, una de las más relevantes fue sin duda la de los enormes peinados con que las damas de la corte de Luis XVI de Francia pensaban presentarse como la cumbre de la elegancia. Han quedado inmortalizados en los retratos de muchas aristócratas de la época, en concreto los de la infortunada reina María Antonieta. En el peinado intervenía el pelo de la interesada, untado con grasa y polvos de cal, la peluca y una gran variedad de adornos: cintas y lazos, flores naturales y artificiales, pájaros disecados... Como es de suponer, la elaboración de semejantes estructuras tomaba mucho tiempo y tenía que ser realizado por personas especializadas, pero las damas elegantes consideraban que valía la pena la inversión, ya que este tipo de “peinado” podría durar al menos un mes, incluso dos. Había que dormir con la cabeza cuidadosamente colocada entre almohadones, y se vendían gorros de noche con la suficiente amplitud para proteger el peinado; algunos incluso eran anunciados como gorros “a prueba de ratones e insectos”: existía la posibilidad real de que el peinado se convirtiera en refugio de alimañas, a veces incluso sin que su dueña se diera cuenta. No es difícil imaginar la incomodidad que este tipo de peinado llevaba consigo, pero las que lo llevaban estaban dispuestas a muchos sacrificios, incluso a viajar arrodilladas en el coche para que cupiera el enorme peinado... Por supuesto, sólo las mujeres que tenían mucho tiempo y personal a su disposición podían dedicarse a este tipo de adorno, que además indicaba claramente que quien lo lucía no tenía que realizar ningún trabajo manual, ya que habría sido imposible.
El campo de la cosmética ha estado también regido por el vaivén veleidoso de la moda. A casi doscientos años de distancia, es hoy muy interesante leer lo que en 1805 Johann Bartholomäus Trommdorff publicó en su obra “El Arte del Arreglo para las Elegantes” en la que se recogen algunas recetas de polvos, pomadas y carmines para embellecerse. Veamos algunas de las más sencillas:
Polvo blanco para la cara: Reducir pintura blanca a polvo muy fino, y mezclarla después con tragacanto (…) Para esto, se toma un poco de pintura blanca hecha polvo, se pone en una taza de porcelana limpia y se echa por encima agua de tragacanto. (Esta se prepara dejando reposar el tragacanto machacado toda la noche, dejarlo asentar para que se aclare). Cuando el polvo blanco está cubierto con agua de tragacanto, revolver hasta que se haya conseguido una pasta espesa y untarla en un pedazo de papel blanco, al que se haya esparcido previa-mente polvo de pintura blanca. Formar pequeñas bolitas de la mezcla, del tamaño de un guisante, secarlas en un lugar libre de polvo y conservarlas en una caja. Para usarlas: preparar primero una buena pomada (con grasa, cera, etc.) Machacar en un mortero algunas de las bolitas secas, unirlas con la pomada y mezclar bien. Extender en la cara, retirando el exceso con papel absorbente. Esto hace que la cara se ponga brillante y que pueda recibir la pintura roja.
Rojo español: Poner una libra del mejor azafrán turco en una bolsa de lino, dejarlo toda la noche remojando en agua de río, exprimirlo y enjuagarlo en más agua de río hasta que no suelte más color rojo. Poner a hervir agua en una olla nueva, añadir 1/4 lb de potasa limpia. Retirar del fuego, añadir el azafrán y dejar reposar. Colar el líquido a un recipiente de vidrio. Añadir vinagre de vino fuerte, hasta que todo haya tomado un color rojo. Dejar reposar varios días. Pasado este tiempo, un polvo rojo se deposita en el fondo. Se seca y se guarda. Con una pluma de ave limpia se unta esta mezcla en trozos de papel bien liso. Los papeles se pasan por la cara para conseguir el rubor.
Los lunares también tuvieron su momento “de gloria”: cuando estaban en su apogeo, las damas elegantes llevaban consigo una cajita llena de lunares de seda o terciopelo en forma de media luna, estrella, o simplemente redondos para poder reponer enseguida los que se le cayeran en el transcurso de la jornada. Se untaban con alguna sustancia como clara de huevo, barniz, etc. No era raro usar 8 lunares en la cara.
Pero no pensemos que las exageraciones han afectado solamente a la moda femenina. En la Edad Media, por ejemplo, los hombres dieron en usar un tipo de calzado que se denominó “poulaines” o “crackowes”, porque eran fabricados en Cracovia (Polonia). La moda masculina fue determinando que la punta de los zapatos se fuera estilizando y alargando cada vez más; algunos llegaron a tener puntas de 18 pulgadas, que entonces se doblaban hacia arriba y se amarraban al tobillo. Es obvio que este tipo de calzado sólo podía ser usado por quienes no tuvieran mucho que caminar ni mucho trabajo manual que hacer.
La moda alrededor del S. XVI favoreció especial-mente el lucimiento del varón. Por algún motivo que no ha logrado aclararse completamente (algunos afirman que se relaciona con el atuendo de los soldados suizos al terminar una batalla) se puso de moda hacer cortes en la tela del vestido superior, para sacar por la abertura un poco de tela contrastante que estaba debajo. Primero se empleó por las mangas, pero poco a poco se fue extendiendo esta moda a todo el vestido del hombre. Como el traje femenino ofrecía menos posibilidades para ser decorado de esta manera, los hombres “señorearon como los pavos reales en la escena de la moda a principios del S. XVI”.
El cuello fue otro de los elementos que tuvieron gran relevancia durante décadas. Enrique III de Francia usó un cuello que tenía más de 12” de anchura, hecho con 18 yardas de lino finamente plegado. En Inglaterra se consideraba una exageración, ya que por esa época los cuellos alcanzaban solamente 9”. De hecho, hizo fortuna una mujer que ofrecía el servicio de almidonarlos y plegarlos. Más adelante se introdujo una armazón de alambre, que podía incluso entretejerse con alambre de oro o plata. El efecto final, en cualquier caso, era de una cierta altivez; y se cuenta que una dama francesa de alcurnia que gustaba de usar cuellos amplios, se veía obligada a tomar la sopa con una cuchara cuyo mango medía 2 pies de largo. En Estados Unidos también se hacían sentir los dictados de la moda. George Washington recordaba que, cuando tenía 18 años, los pantalones se usaban tan apretados que algunos jóvenes –él, entre ellos– los colgaban de dos maderas y daban un salto para caer dentro de ellos. Sólo así era posible lograr el ajuste que los elegantes de la época requerían. En resumen, ningún sacrificio parece imposible si el deseo de estar de moda prevalece sobre el sentido común…
Quienes siguen los dictados de la moda a pie juntillas, no se detienen al considerar que una determinada tendencia o una prenda de vestir pueden ser dañinas para la salud. Wu Jingtan cuenta el caso del trágico accidente, reportado en el London Times, en el que perdió la vida una joven inglesa de 16 años en el siglo pasado: llevaba una falda muy amplia, muy a la moda, y un fuerte vendaval se metió bajo las ropas, convirtiéndolas en una especie de paracaídas. Según los espectadores, se levantó más de 20 pies sobre el suelo, y enseguida se vino abajo, golpeándose mortalmente. Como reflexión final declara el autor: “¡Si la pobre niña hubiera usado ropa china, este terrible accidente no habría ocurrido; su vida no habría sido sacrificada a la moda”.
Al leer estos ejemplos surge la tentación de asombrarse o incluso reírse de los esfuerzos empleados por nuestros antepasados para “ir a la moda”, una moda que les haría verse ridículos, según nuestros cánones actuales. Pero no está de más considerar unas palabras de Thoreau: “Cada generación se ríe de las modas antiguas, pero sigue religiosamente las nuevas”.
Es casi seguro que muchos de nosotros hemos padecido en carne propia la tiranía de la moda, o conocemos a una o varias personas que sufren bajo sus dictados. A finales del siglo pasado la moda dictaba unas cinturas tan estrechas –como la de Scarlett O’Hara, que presumía de tener la “más pequeña de todo el condado”, de menos de 18 pulgadas– que era necesaria mucha ayuda para poder amarrar las cintas del corset, medio indispensable para reducir la cintura a la mínima expresión. Nadie parecía estar incómoda con la figura de “reloj de arena” (o “de hormiga”, si se llevaba al extremo). Y si parece exageración, pensemos en cuántas muchachas jóvenes y mujeres ya hechas y derechas sufren lo indecible porque su figura no coincide con las de las supermodelos que cobran una fortuna por unas horas de posar o de recorrer la pasarela. Sin duda podríamos mencionar al menos media docena de “super-dietas” que pueden ayudarnos a parecernos de algún modo a las imágenes que conocemos por las revistas y la televisión. ¡Cuánto tiempo y cuánto sacrificio (hecho en aras de “lucir bien”), hechos con el único fin de poder usar un vestido tres, dos o al menos una talla menor de la que nos correspondería...!
Es la dictadura del “arquetipo delgado”, que ha ido haciéndose más férrea cada día. Kate Betts afirma que “en los tiempos antiguos, la gordura significaba realeza, y ser flaco denotaba pobreza. Durante el siglo XIX, las figuras han estado de moda y han pasado de moda, como el largo de las faldas y los cortes de pelo”. Refiriéndose a este carácter dictatorial, señala con acierto la misma autora que “la moda, que puede hacer que la gente se sienta bella y glamorosa, puede también hacerlas sentir peor sobre si mismas si no son tan bellas, o tal delgadas o tan fabulosas como los ‘cisnes’ que aparecen en las fotografías. Durante la última década, las imágenes de las revistas de modas han estado cada vez más divorciadas de la realidad de los lectores. Las modelos cada vez son más delgadas”. Y mujeres que podrían ser normales y felices, gastan gran parte de su vida en un esfuerzo incansable para reducir una pulgada, siquiera un centímetro. No es que esté mal cuidar la figura, incluso por razones de salud, pero...¡pasarse la vida pensando en eso! Es consecuencia de que la moda se ha constituido en un árbitro inflexible, con poder incluso para robarnos el sueño.
3- ¿Por qué seguimos la moda?
Tiene que haber fuerzas muy poderosas que nos hagan someternos a cosas que ni se nos ocurriría hacer, dejados a nuestro libre albedrío. Si alguien nos ordenara tomar vinagre, dejar de comer, llevar un gran peso en la cabeza, caminar en zancos, untarnos la cara con grasa, o apretarnos la cintura hasta casi no poder respirar... le diríamos que no. ¿Con qué derecho nos manda a pasar tales incomodidades? Pero si la moda nos obli-ga...entonces es otra cosa. No hay que cuestionarse lo que pide, sino encontrar cómo hacerlo, y lo más pronto posible. ¿Qué nos hace proceder de esta manera? ¿Por qué personas que tal vez incluso se precian de “no obedecer a nadie”, se sujetan dócilmente al imperio de la moda? En resumidas cuentas, ¿qué es lo que nos hace someternos a los dictados arbitrarios de la moda?
Detrás de cada decisión relacionada con el atuendo hay un complejo entramado de razones, internas y externas al usuario, que van mucho más allá de las meras necesidades de cubrirse. Aunque no sea fácil percatarse de ellas en el trasiego de la vida diaria, existen y ejercen una influencia considerable. Si nos preguntaran por qué nos vestimos de una determinada manera y no de otra, sin duda tendríamos algunas respuestas. Pero probablemente no todas, a no ser que hayamos hecho un profundo estudio de lo que es y lo que implica la moda. Muchos de los autores que se han detenido a considerar el tema, coinciden en señalar, entre las razones más importantes, las siguientes, que se podrían expresar en pocas palabras: “Nos vestimos así y no de otro modo, porque queremos ser aceptados y atraer a los demás; para lograrlo, tratamos de parecernos a todos, y a la vez buscamos distinguirnos de los otros; y también enviamos mensajes sobre nosotros mismos, que nos ayuden a ser mejor conocidos y apreciados”.
3.1 El deseo de ser aceptado y de atraer
Radica en lo más íntimo de la persona, y es el que lleva a vestir de manera parecida a los “otros”, para pertenecer al grupo, para no ser excluido, para no “desentonar”. Queremos agradar, atraer, necesitamos ser aceptados por los demás; de algún modo presentimos que la dignidad innata que nos corresponde por ser personas nos hace merecer ese reconocimiento. Hay pocas situaciones tan incómodas como presentarse, por error, en una fiesta elegante con ropa de hacer deporte. La situación contraria también es molesta: excederse en el nivel del vestuario. Seguramente es por eso que las invitaciones indican el tipo de vestido que se espera de los asistentes. Se sentiría también muy mal quien se pusiera un vestido de raso bordado en pedrería brillante para asistir a un partido de tennis en un club deportivo. De alguna manera, la uniformidad puede dar seguridad.
“Desde los albores de la humanidad, tanto los hombres como las mujeres han estados preocupados por su apariencia. Hacían bien en estarlo, porque...¿qué hay que no se relacione con ella? Encontrar compañía y amistades, tener éxito en los negocios, dar la imagen de la propia personalidad y muchos otros elementos importantes se facilitan con una apariencia agradable”
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“En todos los hombres, en mayor o menor medida, existe la tendencia a ser aceptado en la sociedad. Para conseguirlo, es necesario en muchas circunstancias adaptarse a lo que se sabe que la sociedad espera de uno. Esta tendencia es en sí misma positiva, pero cuando no está unida a una reflexión sobre sí mismo y sobre los valores que quiere realizar en la vida, se puede convertir en un foco de inautenticidad”.
3.2 La tendencia a la imitación
Usar lo que los demás usan (especialmente aquéllos que son considerados como modelos de estilo o elegancia en el grupo social) da seguridad. Si esas personas lo usan, seguramente es adecuado y conseguirá con más facilidad el fin deseado: sentirse parte del grupo. Gracias a la tendencia humana a la imitación –que, por otra parte, tiene su función, especialmente en el campo de la formación– los empresarios de la moda pueden fabricar millones de piezas de vestir idénticas y venderlas en todo el mundo. Se llegan a usar verdaderos “uniformes”, especialmente entre los adolescentes y jóvenes.
La Duquesa alemana Isabel Carlota, que se casó en 1671 con Felipe I, Duque de Orléans, no fue muy estimada en Versalles hasta que su hijo fue constituido regente para el joven rey Luis XV varios años después. Era una infatigable escritora epistolar, y sus cartas están llenas de comentarios que permiten conocer detalles de la vida en la corte. En una de ellas se refiere a la tendencia a la imitación, en este caso movida por el afán de adular: “Cualquier cosa que yo diga o haga es tan admirada por los cortesanos, que cuando uso en este tiempo frío mi vieja estola de piel de nutria para calentarme el cuello, todos se han mandado a hacer una igual y ahora es la gran moda, lo cual me hace reír porque las mismas gentes que ahora admiran esta moda y la usan, son los que hace cinco años se burlaban tanto de mí a causa de mi piel de nutria que no había podido usarla más. Así ocurre en esta Corte, si los cortesanos saben que tú tienes el favor real, puedes hacer lo que quieras y estar segura de que será copiado”.
3.3 Necesidad de distinguirse y de afirmar la propia individualidad
El vestido es, generalmente, una expresión más de nuestra forma de ser, porque al escogerlo buscamos en el una cierta identificación. Por eso no es algo tan ajeno a nosotros como podría suponerse, al comprobar que no somos nosotros quienes hacemos las modas. “Las palabras, los gestos, la ropa exteriorizan nuestra manera de ser, en definitiva constituyen un reflejo, una sombra, –para utilizar el símil platónico– de lo que realmente es sustantivo en el ser humano: su espíritu”.
Aunque parece contradecir lo que se ha dicho sobre la necesidad de ser aceptado, la necesidad de distinguirse es también una motivación detrás de las decisiones sobre la propia imagen. Tanto como necesitamos parecernos a los demás, integrarnos en un grupo humano, necesitamos “ser nosotros mismos”. Normalmente, no se tratará de una “copia fotostática” perfecta. La riqueza de la Creación es manifiesta: cada hoja de árbol, cada copo de nieve es diferente, único, y mucho más los seres humanos. Aunque imitemos, para parecernos a los otros, siempre ponemos algo propio, que de alguna manera nos distinga y afirme nuestra personalidad. Algunos autores llegan a dar precedencia a este factor, ubicándolo por encima incluso del deseo de aceptación, aunque esto es cuestionable. Probable-mente sea más acertado el comentario de H.G. Orwell, que recoge esa “tensión” entre dos extremos aparentemente opuestos: “Cada uno de los pobres mortales se ve afligido por los temores contrapuestos de “ser ordinario” y de “ser excéntrico”. El –y especialmente ella– está continuamente imitando y evitando la imitación; tratando de ser singular y a la vez igual que los demás…”.
Nuestra imagen, querámoslo o no, está sometida a escrutinio e interpretación. “No sólo usamos el vestido: de alguna manera, nuestro vestido nos define”, afirma Jane Plausell . Otra autora señala que “con el vestido, el ser humano se relaciona, busca ser visto, se integra en una sociedad, buscando al mismo tiempo distinguirse de ella. La moda es uniformización y, al mismo tiempo, individualización”.
3.4 Necesidad de expresarse y de comunicar algo a los demás
Con la manera de vestir el usuario proporciona información abundante sobre sí mismo. Sin caer en la semiótica, que nos diría que “todo es signo”, es fácil comprender que el vestuario es una manera de transmitir mensajes sobre nosotros mismos; a la vez, aprendemos desde la infancia a descifrar los mensajes que transmiten los demás mediante su vestuario y forma de presentarse. El vestido puede brindar información –o la ha brindado, en algunas épocas– sobre muchos datos, entre ellos:
3.4.1 Lugar de procedencia: Es el caso de los que llamamos “trajes típicos”, en los que una pequeña variación del colorido o de la forma de usar una prenda permite saber de donde proviene la persona. Los vestidos profusamente bordados de algunos países centroeu-ropeos, los sombreros tiroleses, el kimono japonés, las tocas de encaje de las campesinas de varias regiones francesas, serían algunos ejemplos.
3.4.2 Grupo étnico: Las diferencias de vestuario y arreglo entre los grupos tribales, por ejemplo, entre los masaai y los kikuyu de Kenya; los huipiles multicolores de Chichicastenango, en Guatemala, permiten en un golpe de vista identificar a la usuaria como originaria de ese departamento del país, y reconocerla al mismo tiempo como perteneciente al grupo étnico quiché, una de las principales etnias de origen maya.
3.4.3 Edad: En siglos pasados las jóvenes pasaban su infancia y su adolescencia con el pelo suelto, cayendo por la espalda, o recogido en la nuca y adornado con un lazo. Peinarse con el pelo hacia arriba, formando un rodete en lo alto de la cabeza, era signo claro de haber llegado a la edad casadera. A la vez, ninguna mujer pasada la juventud se presentaba con el pelo suelto, sino recogido –y con sombrero, al menos para salir a la calle–. Y durante mucho tiempo, el momento en que los muchachos podían usar pantalón largo era el que marcaba su salida de la niñez.
3.4.4 Situación social: Hoy en día es difícil comprender la lógica que se ubica detrás de medidas rígidas sobre qué puede usar una persona y qué no puede usar. Pero es sumamente interesante conocer las Leyes Suntuarias, por ejemplo las promulgadas en Inglaterra por Enrique VIII y sus sucesores, que afectaban específicamente el modo de vestir. La idea no era nueva: en la Antigüedad, varias leyes romanas habían tratado de controlar, los gastos de cada celebración, los alimentos que podían servirse durante el convite… No es que se cumplieran escrupulosamente, especialmente en los períodos en los que el emperador se ausentaba de Roma, pero es evidente que en algún momento parecieron necesarias.
Pero las Leyes Suntuarias de la época de los Tudor tienen una connotación especial: de lo que se trataba en primer lugar es que la forma de vestir de cada persona proporcionara una indicación exacta de su ubicación precisa en la escala social. Esto se consideraba esencial, porque se pensaba que lo contrario daría pie a muchos equívocos, de lamentables consecuencias. En la época victoriana, aún sin estar ya en vigor este tipo de leyes, la sociedad seguía sometida a ese rigor, voluntaria o involuntariamente. Se consideraba intolerable que una mujer de rango social inferior –una costurera, por ejemplo– vistiera de la misma manera: podrían sus interlocutores cometer el imperdonable error de admitirla en su trato como una igual, y después verse en una situación embarazosa. La rigidez de la ordenación jerárquica se extendía también a los empleados domésticos en aquellas mansiones donde había varios: sus funciones y sobre todo el lugar exacto que cada uno ocupaba en la escala del servicio se manifestaba, entre otras cosas, en su vestido.
Con el advenimiento de la ropa elaborada en serie a finales del S. XIX, la calidad de los materiales, el corte y el acabado de los trajes aportaban una información preliminar sobre la condición económico-social del usuario. Especialmente en el caso del traje masculino era más fácil apreciar el “status”: Si el hombre que trabajaba la tierra, el minero, o quien desempeñara un oficio rudo quería tener un traje nuevo y no tenía los medios para mandarlo a hacer a su medida, se veía obligado a comprar uno de los muchos idénticos que se ofrecían en las ventas del ramo. Ahora bien, esos trajes habían sido cortados según patrones cuyas medidas se acercaban más al hombre de ciudad que al desarrollo muscular de un campesino o un operario de maquinaria pesada. Por esa razón la chaqueta casi siempre le quedaría apretada o las costuras fuera de lugar, tal como puede apreciarse en muchas fotografías de la época. Sólo con verlo, los demás sabían que no se trataba de una persona de alcurnia, sino de alguien que se ubicaba en los estratos que consideraban inferiores en la sociedad: alguien a quien no era posible mandarse a hacer el traje con un buen sastre.
Cuando, a raíz de la Revolución Industrial, emergió en Inglaterra una amplia clase media burguesa, el vestuario se consideró una de las formas más importantes de atestiguar la riqueza recién adquirida. Especialmente los trajes de mujer sirvieron para dar ese testimonio: se usaba muchísima tela, abundancia de vuelos, encajes, adornos, bordados y pieles; por otra parte, el vestido también atestiguaba que la usuaria era una persona muy adinerada, que se podía permitir tener muchas personas a su servicio: porque las telas finas, las mangas largas con puños de encaje y vuelos eran vestuario adecuado sólo para quien no tuviera que realizar trabajos manuales. Y la larga hilera de pequeños botones forrados con la que se cerraba el vestido exigían alguien que los abrochase. Es ésta una idea muy antigua: los mandarines chinos usaban cubreuñas de metales preciosos, porque las uñas larguísimas eran signo de imposibilidad de hacer nada personalmente, y por lo tanto señal de tener quién lo hiciera.
3.4.5 Profesión u ocupación: Muchas profesiones u ocupaciones tienen un modo de vestir propio, para usar mientras se esté desempeñando ese trabajo. Han surgido mediante largos procesos y por muchas causas –eficiencia, origen, etc.–: identificamos enseguida al policía, al bombero, al médico, o al juez dentro del tribunal; muchos de los que sirven a la comunidad tienen uniformes: los carteros, encargados del tendido eléctrico, enfermeras... Muchos centros de enseñanza tienen también uniforme. Los sacerdotes católicos, por ejemplo, visten habitualmente lo que se denomina “traje talar”, para indicar su condición de clérigos y su disposición continua de servicio a las almas.
3.4.6 Estado civil: En muchas culturas el vestido, tocado, peinado y adornos permiten saber a la primera mirada si la mujer es soltera, casadera, casada o viuda.
3.4.7 Ocasión: Por ejemplo, el vestido nupcial, las togas de los universitarios, el “faldón” del bautizo; los vestidos de luto (aunque varía el color en las distintas culturas, es común el tener un atuendo especial para los períodos de duelo).
3.4.8 Filiación religiosa: La mujer islámica se cubre totalmente –o al menos la cabeza– con la burqa o elchador, aunque bajo el “hijab” (de “hijaba”, palabra árabe que indica ocultar) se vista al estilo occidental. Los cuáqueros en Estados Unidos conservan el vestido sencillo del S. XVIII. Dentro del Cristianismo, los sacerdotes visten traje talar y alzacuellos. La forma de vestir de los judíos ortodoxos permite reconocerlos fácilmente.
3.4.9 Personalidad: La forma de vestir y de comportarse da, normalmente, indicios sobre la interioridad de la persona. Puede decirse que el vestido “traduce” lo que ocurre dentro. Vestirse de “saco y ceniza” es indicativo de la contrición interior por haber ofendido a Dios. En el antiguo pueblo de Israel el “rasgarse las vestiduras” era expresión de una gran conmoción interior. Una persona tímida probablemente no se pondrá “el último grito de la moda”, y una joven de actitud rebelde no tendrá inconveniente –al contrario– en usar lo más moderno, aunque sea excéntrico. Aunque hay que tener en cuenta que la relación personalidad– forma de vestir no es siempre adecuada. Puede ocurrir que no concuerde el vestido con la interioridad. Una persona de vida desarreglada puede vestirse de manera tal que su situación de deterioro moral no se transparente. Puede ocurrir también –y es lamentable– que por seguir la moda, la mujer se vista como si su conducta fuera desarreglada, aunque sea una honrada madre de familia. También se busca, muchas veces, “impresionar”: dar una imagen que nos “eleve” en la estima y consideración de los demás, pero que no corresponde a nuestra realidad.
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