Marco Legal / Matrimonio
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Reflexiones en torno al matrimonio a la luz del derecho natural
II. La función del amor en el Matrimonio
Javier Hervada

Introducción.
11. Hemos dicho antes que la sustitución del término sociedad por el de comunidad para designar el matrimonio ha tenido como una de sus causas el intento de resaltar la función del amor en el matrimonio. En honor a la verdad hay que decir que, ni la doctrina iusnaturalista de orientación clásica, ni la Escuela racionalista olvidaron la: estrecha relación entre el amor conyugal y el matrimonio. Si estos últimos autores hablaron con frecuencia del deber de amarse que tienen los cónyuges, no menores referencias al amor puede encontrarse en los primeros. Por tres vías, la doctrina, globalmente considerada, prestó atención a la función central del amor en el matrimonio: por vía de definición, entendiendo la unio animorum como el amor; por vía de significación sacramental, señalando que el matrimonio, en cuanto unión por el amor, es signo sacramental de la unión de Cristo con la Iglesia por la caridad; y por vía de los deberes conyugales, hablando del deber de amarse.
Empero esta doctrina pervivió en medio de un ambiente en el que el amor poco contaba a la hora de los enlaces matrimoniales. Es bien sabido que durante muchos siglos la sociedad ha vivido con una mentalidad que establecía una cierta ruptura entre el matrimonio y el amor conyugal. Este, el amor de los cónyuges, se entendía como un requisito de felicidad, pero no como el soporte del matrimonio, ni como la realidad a cuyo través puede comprenderse mejor esta institución.
Los datos más significativos de esta mentalidad -he dicho ya en otra ocasión- se encuentran en la misma vida reflejada en multitud de hechos históricos, en leyendas o en testimonios literarios. El matrimonio sería el deber, no el amor. Por eso los enlaces matrimoniales se hacían con mucha frecuencia y hasta tiempos no lejanos, por razones de Estado, patrimoniales, familiares, etc., sin que el amor previo entre los contrayentes fuese un motivo verdaderamente relevante. El amor, se decía, vendría luego; y en todo caso al cónyuge se pedía el cumplimiento de sus deberes, no el amor, al que sólo se estimaba como deseable factor de felicidad. Que esta mentalidad no ha sido erradicada totalmente, aunque se encuentra en período evolutivo, lo muestra el mismo hecho de que las Naciones Unidas hayan sentido la necesidad de proclamar expresamente, entre los derechos de la mujer, el de elegir libremente su esposo, a la vez que, en más de una ocasión, algunas de su Comisiones se han tenido que ocupar de su aplicación práctica.
Esta secular mentalidad tiende a ser superada y de hecho lo ha sido ya en muchos sectores sociales. Es el amor de los cónyuges, se dice, el que ha de protagonizar el matrimonio. El cambio lo resume muy bien Hüffner al escribir: «Entonces se decía: porque tú eres mi esposa, te quiero; hoy, en cambio, se dice: porque te quiero, serás tú mi esposa» (151). Sólo que este proceso de cambio de mentalidad no está exento de riesgos y desviaciones. Una visión simplista tiende a reducir el cambio, en términos que podrían 'expresarse así: el matrimonio era antes entendido como deber -esto es, como cosa de razón, de cabeza-, ahora hay que entenderlo como cosa de amor, es decir, de corazón, de sentimiento. De ahí a establecer una dialéctica u oposición entre ley natural y amor, entre amor y exigencias de justicia, entre amor e institución, no hay más que un paso, y este paso lo han dado, como es sabido, una serie de corrientes actuales.
Y ya antes, en el pasado siglo, el paso lo dieron todas aquellas corrientes que propugnaron el amor libre. Lo explica Radbruch (152), citando a Engels: «Con la ascensión del liberalismo, se introduce el ideal del matrimonio de amor, que busca en el contrato, pensamiento favorito del derecho natural, su forma jurídica. Matrimonio de amor y forma jurídica están, sin embargo, en una contradicción difícilmente superable. Lo erótico, el fenómeno más voluntarioso y lleno de capricho, y el derecho, la ordenación más racional y consecuente de la vida humana en común, difícilmente pueden tolerarse como forma y materia. Lo erótico puede ser éxtasis o puro goce sin pasión, puede ser mística o juego aéreo y sereno; sólo una cosa se defiende de ser con toda su esencia: deber conyugal. Por eso, parece que el matrimonio de amor tiene que serlo sin trabas de derecho, nada de matrimonio sobre el que pesen compulsiones, sino matrimonio de conciencia, y mejor aún que matrimonio de conciencia amor libre. De esta manera parece insertarse en aquella serie de fenómenos de los que siempre se apartó el derecho porque su esencia pertenece a la intimidad humana, intimidad que le es inaccesible: amistad y sociabilidad, arte y ciencia, moral y religión».
En lo que atañe al campo católico, el giro ha provenido (no se olvide que la Iglesia se proclama intérprete auténtico del Derecho natural) de las enseñanzas del último Concilio ecuménico. Por haber hablado el Vaticano II del amor conyugal con cierta insistencia, hasta el punto de haber llamado al matrimonio communitas amoris y por haber relacionado con él alguno de los bona matrimonii (153), además de la finalidad procreadora (154), es lógico que los autores hayan dedicado esfuerzos a dilucidar el papel del amor en el matrimonio (155). Mientras algunos entienden que el amor conyugal no tiene relevancia jurídica, otros proponen diversas novedades que a su entender han de ser acogidas como fruto del papel que el Concilio ha otorgado al amor (156). En todo caso, se ha producido un cambio de perspectiva, que ha llevado a la doctrina católica a intentar dilucidar el papel del amor en el matrimonio (157). Pero tampoco en estos intentos han faltado las dudas, las discusiones y las desviaciones. Lejos estamos todavía de que se haya encontrado la solución adecuada a los interrogantes que la enseñanza conciliar ha planteado.
Para explicar mejor este punto expongamos brevemente el magisterio del Concilio, contenido en la consto Gaudium et spes. En el n. 47 la communitas coniugalis es llamada communitas amoris. El n. 48 relaciona la communitas amoris con el institutum y el vinculum, se predica del amor conyugal la ordenación a la prole, igual que del matrimonio, y se relaciona ese amor con la sacramentalidad. El n. 49 repite alguno de estos conceptos y predica del amor la unidad y la indisolubilidad. Por último, el n. 50 insiste en la ordenación del matrimonio y del amor conyugal a la procreación y educación de la prole. Todos estos pasajes son importantes, porque manifiestan que la unio amoris no es un factor concomitante al matrimonio, sino que el matrimonio, sin dejar en absoluto de ser unio propter fines, se conforma también como unio amoris, puesto que de la unio amoris se predican factores esenciales del matrimonio. Luego se identifican unio amoris y matrimonio (158). Es cierto que el Concilio habla de communitas vitae et amoris y ,no sólo de communitas amoris, pero esta duplicidad no es en realidad tal duplicidad, pues la communitas vitae, no es otra cosa que resultado del amor conyugal. Es, junto con la unión carnal, la unio realis que es efecto del amor (159). La duplicidad vitae et amoris, o es un pleonasmo o más posiblemente se refiere a la doble unión, real y de afecto, que es propia del amor conyugal, como amor que es. Por su parte, el binomio matrimonium et amor coniugalis es lógico, puesto que, como veremos, el matrimonio no se identifica con el amor.

El concepto de amor.
12. El matrimonio pertenece al género de las uniones (160): unión entre varón y mujer. En efecto, la inclinación natural al matrimonio comprende la atracción o deseo de unión entre ambos; una unión que, teniendo diversas manifestaciones, encuentra su plenitud en la integración vital de las dos personas. Esta tendencia a la unión tiene su reflejo en la parte sensitiva de la naturaleza humana y está impresa también en la parte espiritual o racional. Y siempre el factor sensitivo se asume -el hombre es persona- en la instancia racional. Se trata pues, en, su aspecto fundamental, de una orexis o impulso (tendencia) connatural a la voluntad. Que esta tendencia pertenece al orden del amor es algo indiscutido e indiscutible. Menos claro puede aparecer que el matrimonio, sin dejar de ser unio propter fines, sea a -la vez unio amoris. Sin embargo, esto es fácilmente captable con una referencia a las causas del amor.
Según Santo Tomás la causa propia del amor es el bien según cierta connaturalidad y proporcionalidad respecto al sujeto en quien engendra amor (161). Siendo el amor conyugal amor del varón a la mujer y de la mujer al varón, el bien amado es el varón o la mujer, según cierta connaturalidad y proporcionalidad. La connaturalidad y proporcionalidad derivan, respectivamente, de la común condición humana y de la complementariedad de los sexos, por lo cual la mujer es connatural y proporcionada al varón y viceversa, como aparece bellamente narrado en Gen 2, 18-24. Propter hoc, esto es, porque la mujer es hueso de los huesos y carne de la carne del varón (proporcionalidad y connaturalidad, destinación de la una para el otro), serán los dos una sola carne, esto es, matrimonio (162). En consecuencia, el matrimonio es unio amoris, pues la atracción hacia un bien por connaturalidad y proporcionalidad es amor.
El bien es la causa propia del amor, pero al fundarse en una relación de connaturalidad y proporcionalidad, el amor se funda también en la semejanza (163). Y dice Gen 2, 18: «Dixitque quoque Dominus Deus: Non est bonum esse hominem solum; faciamus ei adiutorium simile sibi». Luego el matrimonio es unio amoris.
Se plantea también el Doctor Angélico si el conocimiento es causa del amor, y contesta: «Respondeo dicendum quod, sicut dictum est, bonum est causa amoris per modum obiecti. Bonum autem non est obiectum appetitus, nisi prout est apprehensum. Et ideo amor requirit aliquam aprehensionem boni quod amatur. Et propter hoc Philosophus dicit, IX Ethic., quod visio corporalis est principium amoris sensitivi. Et similiter contemplatio spiritualis pulchritudinis vel bonitatis, est principium amoris spiritualis. Sic igitur cognitio est causa amoris, ea ratione qua et bonum, quod non potest Amari nisi cognitum» (164). Que esto ocurre en el matrimonio, es manifiesto; luego es unio amoris.
Es, en efecto, el amor conyugal un amor en el que, por disposición de la naturaleza, es posible hacer realidad lo que desean los amantes -ex ambobus fieri unum- y a Aristófanes, según una cita de Santo Tomás (165), le parecía imposible, porque ex hoc accideret aut ambos aut alterum corrumpi. «Et erunt duo in carne una: [ ... ] Itaque jam non sunt duo sed una caro». El matrimonio es la unión a la que tiende el amor conyugal, según aquello de que el amor es virtus unitiva (166).
Pero, ¿qué es el amor? Es ésta una pregunta que hay que responder antes de seguir adelante. El amor en sentido propio es una passio o immutatio del apetito sensitivo y, por extensión, del apetito racional (167). Más precisamente, el amor es, como dice Santo Tomás de Aquino, la prima immutatio appetitus (168). El amor es el primer movimiento, la primera vibración, podríamos decir, del ser hacia el bien. Ciñéndonos concretamente al hombre, el amor es la primera reacción de su sentimiento y de su voluntad, que se complacen en el bien.
Es evidente que esta complacencia no es, propiamente, la complacencia intelectual en la belleza o en la bondad. Es la complacencia del sentimiento y de la voluntad, que se orientan -se abren- a la posesión, al logro, del bien apetecido. Como he dicho en otro lugar (169) quizás un término que exprese mejor que las palabras castellanas orientación o apertura el sentido de esta complacencia sea la palabra latina conversio. Por eso, el amor desordenado a las criaturas se expresa con el término conversio ad creaturas y el amor a Dios se llama conversio ad Deum.
La conversio hacia un ser, esa primaria y más profunda orientación a lo que es o aparece como bien, eso es el amor. Pero quizás convenga explicar un poco más qué se quiere decir con primera o primaria, qué significa aquí hablar de prima immutatio. Con estos calificativos no quiere expresarse sólo un dato meramente temporal. No se refieren a la primera vez que el hombre se orienta a un bien. Si así fuese, el amor sería un hecho transeúnte.
Prima o primera inmutación, quiere decir el más radical, el más profundo movimiento, aquella radical mutación del apetito que representa pasar a estar orientado al bien concreto: es la conversio, el inclinarse a. Lo que sigue a esa primaria y más profunda orientación -el deseo, las obras, la búsqueda, el sacrificio, el gozo, la posesión, etc.- son cosas subsiguientes al amor, pero no el amor mismo (170).
Sin embargo, aunque el amor propiamente dicho es el ya citado movimiento primero, el uso lingüístico tiende hacia un concepto más amplio, a un sentido lato que puede considerarse correcto, siempre y cuando no se pierda de vista que se trata de una noción amplia. Es, en efecto, frecuente llamar amor, por extensión, «a todo el movimiento o tendencia del hombre hacia el bien amado. En este sentido extensivo o lato amor es el dinamismo del ser hacia el bien; expresa la dinamicidad de la persona humana que tiende a la unión con lo amado; el amor, así entendido, no es sino la revelación del ser en cuanto tiende al bien (a la otra persona si ése es el bien amado) y lo posee» (171).

El amor conyugal.
13. Una vez hemos visto qué es el amor veamos con más detenimiento algunos rasgos del amor conyugal. El hombre no posee un solo amor, aplicable indistintamente a todas las personas -y cosas. Si bien es cierto que todo amor tiene unos rasgos comunes, no todos los amores son exactamente iguales. No existe un mismo amor que se aplica a los distintos objetos, porque el amor nace en una preexistente relación entre la persona y el bien; a bienes de distinto valor y en distinta posición con respecto a la persona, corresponden relaciones distintas y, por lo tanto, amores de características diversas. Qué duda cabe -por ejemplo- que el amor paterno es distinto a la amistad, y ésta distinta del amor del hombre hacia Dios; como peculiar es el amor conyugal, que nace en el contexto de la relación natural específica entre el varón y la mujer. Todos estos amores tienen un fondo común, pero todos tienen también rasgos que los diferencian. El amor conyugal, he escrito no hace mucho (172), se distingue de otro tipo de amor en su específico carácter sexual, y, por lo tanto, procreador. Varón y mujer se unen como dos personas, pero en cuanto son accidentalmente distintas en un conjunto de características psíquico-corpóreas. En este sentido, tan falso sería situar el amor conyugal sólo en lo que varón y mujer son diferentes, como situarlo únicamente en el carácter común de personas humanas. En el primer caso, el amor conyugal se degradaría y se despersonalizaría; en el segundo, se trataría de otra clase de amor.
No es difícil ver por qué es así. Varón y mujer son, ante todo, personas humanas y como tales son objeto del amor conyugal. Lo amado conyugalmente es, de modo básico y primario, la persona. Se ama al otro como persona y en su entera persona. Si no ocurriese esto, aparecería entonces el varón-objeto o la mujer-objeto; se produciría un proceso de despersonalización del amor y su embrutecimiento. El verdadero amor conyugal es personal; de la entera persona de uno se dirige a la entera persona del otro. Lo amado no son la feminidad o la virilidad de la persona -aisladamente consideradas y mucho menos sus aspectos corpóreos exclusivamente- sino la entera persona de la mujer o del varón.
Pero, al mismo tiempo, el amor conyugal no se reduce a la persona en lo que ésta tiene de común con todas las demás personas humanas; un amor de este tipo no sería otra cosa que amistad común, amor al prójimo, filantropía, etc. El amor conyugal pertenece a aquel tipo de amores que tienen por objeto al otro en cuanto posee una determinada condición o está en una relación peculiar. El amor materno, por ejemplo, se funda en la relación madre-hijo; el objeto de este amor es la persona del hijo, mas en cuanto es hijo y porque lo es. De modo semejante, lo amado conyugalmente es la persona del otro en cuanto distinta, esto es, en cuanto es masculina o femenina. Dicho de otra manera, el objeto específico del amor conyugal es la humanidad del varón en cuanto varón y la humanidad de la mujer en cuanto mujer.
Algunas de tantas tendencias actuales sobre el amor conyugal pretenden reducirlo al amor de amistad (la amistad común) o a alguna de sus formas menos altas como el compañerismo o la camaradería. Que entre ambos cónyuges reine una verdadera y profunda amistad (la amistad común, que sean amigos en el sentido corriente de la palabra) es un ideal al que deben tender todos los casados. Mas el amor conyugal no es la amistad común, ni el compañerismo, ni la camaradería. Todas estas manifestaciones del amor, del cariño, de la simpatía y del afecto entre los hombres se dirigen a la persona en cuanto tal persona, despojada –hecha abstracción- de aquello que es lo típico del amor conyugal: la virilidad y la feminidad en cuanto tales. Tampoco es el amor conyugal la suma de estos amores y de la tendencia procreadora. Es, sencillamente, un amor diferente, distinto, aunque por ser amor tenga factores y elementos comunes a los demás amores. Ya en otros escritos he dicho que amistad común más libido no es amor conyugal (173).
El amor conyugal se distingue de otro tipo de amor en su específico carácter sexual y, por tanto, procreador. Varón y mujer se unen como dos personas, pero en cuanto son distintas. En este sentido, tan falso es situar el amor conyugal sólo en lo que varón y mujer son distintos, como únicamente en lo que tienen de común (ser personas humanas). En el primer caso el amor conyugal se degrada y se despersonaliza; en el segundo, es otro género de amor. En efecto, varón y mujer tienen de común la personalidad humana y el principal y primario factor de amabilidad que poseen es precisamente ese carácter; son amables (posibles objetos de amor) primariamente por su naturaleza humana y por su condición de personas. Si el amor al varón o a la mujer en lo que son distintos no se integra en el amor a ellos como personas, se embrutece, pues naturalmente se despersonaliza. Por otra parte, el amor conyugal se asienta -necesaria y esencialmente, es su rasgo específico- en la diferenciación sexual al servicio de la procreación y educación de los hijos. Varón y mujer tienden a unirse precisamente en cuanto distintos. El objeto específico del amor conyugal es la humanidad del varón en cuanto varón (virilidad) y la de la mujer en cuanto mujer (feminidad), para constituir una caro. Virilidad y feminidad que, como luego se indica, equivalen primariamente a potencial paternidad y a potencial maternidad respectivamente.
Unión, pues, en lo que tienen de común y en lo que tienen de distinto. ¿ Supone esto una duplicidad? En absoluto, las distinciones explicativas no han de hacer olvidar la profunda unidad de la naturaleza. La sexualidad es una forma accidental de la persona humana; ésta se presenta como distinta y, en tal sentido, el objeto de amor es la persona distinta (la entera persona modalizada por la virilidad o la feminidad).
El aspecto primario de la estructura personal como varón o como mujer es la potencial paternidad (entendiendo por talla disposición de la virilidad a ella) o la potencial maternidad (disposición de la feminidad a esa función) respectivamente. En tal sentido, la paternidad o la maternidad potenciales son aspectos esenciales y primarios de la virilidad y de la feminidad. Por ello la contraposición amor-hijos (dejando de lado los problemas prácticos que no son de este momento por referirse a otra cuestión) es falsa, si con ella se pretende decir que el amor conyugal se refiere sólo a las relaciones de amistad y de mutua ayuda (compañerismo) entre los cónyuges, a la vez que a las relaciones físicas. En este sentido, la tendencia a los hijos se situaría en un plano distinto, quedaría sólo como un deber institucional puesto por Dios, consecuente al amor conyugal, pero no integrante de él. Este aislamiento entre amor conyugal y fin primario del matrimonio no es cierto; supone establecer una duplicidad de planos, que no responde a la naturaleza humana. Amar a una mujer como esposa, es amarla en toda su dimensión de mujer, precisamente en todo aquello en que es distinta, y por tanto como complemento a la propia persona en lo que se es varón, también (y primariamente) en la potencia generativa. Amar a una mujer y no amar al mismo tiempo su potencial maternidad no es un amor conyugal. O es una simple amistad, o un amor platónico, o un amor fornicario (corruptela del amor conyugal), según se la ame como persona, pero no en su carácter específico de mujer; como mujer, pero sólo en lo espiritual; o también como mujer, pero sólo en el aspecto determinado de relaciones físicas. Y lo mismo hay que decir del amor de la mujer hacia el varón.
Por esa razón, la paternidad y la maternidad potenciales son -como dimensiones esenciales de la virilidad y de la feminidad- dimensiones inherentes a la persona humana y objeto del amor conyugal. De este modo los hijos son algo pretendido en el seno de ese amor. El amor conyugal es amor procreador.

El amor conyugal como «dilección» o amor de voluntad.
14. Llegados a este punto quizás sea el momento de precisar un extremo sobre la naturaleza del amor conyugal. Antes, al tratar del amor en general, se ha hecho referencia al sentimiento y a la voluntad. El hombre tiene un apetito sensitivo -el sentimiento- junto al apetito racional -la voluntad-, y como el amor es el primer movimiento del apetito, en el hombre pueden darse dos amores, el sensitivo y el racional. No cabe duda de que eso es verdad. Pero en cualquier caso, sólo es amor propiamente humano aquel que nace o se asume en la voluntad.
Es, en efecto, la voluntad una característica fundamental de la persona, una de las dos potencias -la otra es la inteligencia o razón- por las cuales actúa como persona, y se diferencia de los seres irracionales. Por la voluntad actúa humanamente, esto es, libremente. La libertad es consecuencia de que la persona tiene el dominio, la autoposesión de su ser. Por eso, las tendencias, inclinaciones y movimientos (y el amor lo es como hemos visto: el primer movimiento del apetito) qué hayo se originan en el hombre se personalizan, se hacen personales -propiamente humanos- cuando son asumidos por la voluntad libre.
Consecuencia clara de esto es que el amor propiamente humano -aquel que es el propio de la persona humana- consiste en la inclinación voluntaria, o sea en la tendencia amorosa asumida -mediante el ejercicio de la libertad- por la voluntad; sin inclinación voluntaria no hay amor propiamente humano. Desde otra perspectiva García López expone excelentemente este rasgo del amor personal: «Centrándonos aquí en el amor humano (el amor divino será estudiado aparte), la primera división que podemos establecer es en sensible e intelectual. El amor sensible está ligado al conocimiento sensitivo y versa sobre los bienes o valores puramente materiales. Así entendido, el amor es una de las pasiones del apetito concupiscible. Por su parte, el amor intelectual está ligado al conocimiento intelectivo y, dado que éste se extiende tanto a lo sensible como a lo suprasensible, también el amor intelectual se dirige ora a los bienes sensibles, ora a los espirituales. Entendiéndolo así, el amor es un acto de voluntad» (174).
Queda, pues, patente que existe verdadero amor conyugal (el amor conyugal que es personal, humano) cuando la inclinación al otro cónyuge es asumida por la voluntad. Más exactamente, su núcleo fundamental consiste en el acto mismo de la voluntad. No es, en consecuencia, el sentimiento (el amor sensible) el factor fundamental del amor conyugal, porque este amor consiste principalmente -esencialmente, mejor dicho- en el movimiento o tendencia de la voluntad, que asume e integra al sentimiento.
La función de la voluntad en el amor es decisiva. Nos lo muestra el mismo lenguaje corriente cuando utiliza como sinónimos el verbo «amar» y otros verbos que designan el acto de voluntad: amar es querer.
Sin embargo, este factor volitivo adquiere características un tanto distintas en dos tipos de amor: el amor espontáneo o pasivo y la dilección o amor reflexivo. Detengámonos por unos momentos en este punto. La palabra latina amor tiene un sentido genérico, que comprende cuatro formas o tipos de amor: amor (en sentido restringido o específico), dilectio, charitas (o caritas) y amicitia (175). Traduciendo estas cuatro palabras, diríamos: amor, dilección, caridad y amistad. Sin embargo, la traducción es poco significativa, porque en castellano estos términos no dicen exactamente lo mismo que en latín, por lo menos no expresan con exactitud lo que los teólogos medievales querían indicar con ellas a través del lenguaje latino que utilizaban.
Como dice Santo Tomás de Aquino, la amicitia o amistad es el amor -en sentido genérico- en cuanto es permanente (quasi habitus dice él), algo parecido a la virtud que es el hábito de obrar el bien. Quiere decir que se llama amistad a aquel amor que no se limita a una ocasión o momento, sino que es una inclinación continuada y permanente. Un ejemplo puede aclararlo: quien se encuentra con un necesitado y lo socorre hace un acto de amor, su amor se vierte en un acto, pero ese necesitado desaparecerá de su vista y por ello no habrá una relación continuada y permanente. Ese acto será amor, dilección o caridad, mas no amistad (176). En cambio, los amigos son personas que, aún estando separados o viéndose intermitentemente, tienen entre sí una relación afectiva –de afecto- permanente y continuada; eso es la amicitia.
Decíamos que las palabras castellanas antes indicadas no correspondían exactamente a las latinas. Y aquí tenemos el primer ejemplo. Para nosotros la amistad es lo que antes he llamado (previendo lo que enseguida voy a decir) la amistad común: un cariño específico y concreto, una forma de amor entre personas humanas en cuanto tales personas humanas; una forma, especialmente honda y estable, de amor al prójimo, que conlleva una cierta intimidad. Y así, si a un hombre y una mujer se les pregunta si son novios, es corriente que contesten, para dejar claro que no lo son: «No somos novios; simplemente somos buenos amigos». Como se dice que los padres deben ser también amigos de sus hijos (dando a entender que el amor paterno no es de suyo amistad), o que el ideal es que los esposos lo sean. La amistad no la referimos más que a ese amor concreto del que hablamos. La palabra latina correspondiente -amicitia- también tiene este sentido, pero incluye además cualquier tipo o clase de amor en cuanto es una relación amorosa estable y continuada. El amor núbil -en cuanto es una relación afectiva permanente- es ya amicitia; como lo es el amor conyugal, el amor paternofilial, el fraterno, el amor entre familiares, etc. Cualquier amor se llama amicitia cuando hay una relación afectiva continuada. Eso no quiere decir que quienes se aman con tales amores sean amigos en el sentido de la amistad común, sino que no se trata de un amor reducido a actos aislados, antes bien de un afecto permanente (habitual).
Es evidente que, como acabo de decir, el amor conyugal es amicitia o amor continuado, y lo es por su propia naturaleza de relación afectiva estable y permanente. Esta precisión es importante para entender bien ciertas expresiones, que a veces no se interpretan correctamente. Así cuando el Concilio Vaticano II habla de amicitia coniugalis (amistad conyugal) hay quienes creen que está hablando de que los cónyuges deben ser amigos, o piensan que el amor conyugal no es otra cosa -según el Concilio- que la amistad común, y no hay nada de eso. Amicitia coniugalis es sencillamente el amor conyugal con todas sus peculiares características (se trata de un amor peculiar), que se llama así -amicitia, amistad- por las razones expuestas (por ser una relación amorosa permanente). Lo mismo hay que decir de algunos textos de la Sagrada Escritura -v. gr. el Cantar de los Cantares- en los que el esposo llama amiga a la esposa, o cuando los autores medievales usan la expresión que utiliza el Concilio, u otras parecidas como amicitia coniugum. Es verdad que pueden encontrarse textos en los que amicitia referida a los cónyuges quiere decir amistad común, pues no es de ahora desear que los esposos la tengan, pero no es lo corriente ni habitual.

Algo parecido ocurre con la charitas (caridad); tampoco en este caso hay correlación exacta entre el castellano y el latín. Para nosotros caridad quiere decir amor sobrenatural o, por derivación y degradación, filantropía o beneficencia. En cambio, charitas, si bien tiene en la literatura cristiana el sentido derivado de amor sobrenatural, se aplica en general a cualquier amor (sea acto o hábito, es decir, sea acto o amicitia) que estima en mucho al amado. Estimar no quiere decir aquí querer o amar, sino darse cuenta de su valor, fijar su precio (apreciar una cosa es comprender su valor, darse cuenta de su precio, de donde ha pasado a designar el acto de amar). Charitas es el amor que tiene al amado por algo de mucho precio, de mucho valor, como algo caro. Así, la expresión «caro amigo» equivale propiamente a amigo que se tiene en gran valor, aunque luego el uso haya degradado su significado. Dado este sentido de charitas o caridad, es natural que pasase a designar el amor sobrenatural, pues ese amor, por su objeto último que es Dios, siempre estima en mucho al amado. El amor conyugal, por su parte, debe ser charitas, porque está llamado a ser un amor que estime en mucho al otro cónyuge; por eso algunos Santos Padres y autores medievales dan al amor conyugal el nombre de charitas con este significado. Es además charitas en sentido de amor sobrenatural, cuando el matrimonio es sacramento, porque recibe una dimensión sobrenatural por la gracia.

Vayamos ahora a lo que más nos interesa, la distinción entre amor y dilectio, entre el amor espontáneo o pasivo (amor) y el amor reflexivo o de elección (dilectio).
Al amor se le llama amor espontáneo, porque se origina espontáneamente en el amante. Al entrar en contacto por el conocimiento con el posible objeto de amor, surge de modo espontáneo el movimiento amoroso en el amante. Unas veces se origina súbitamente, en el primer o primeros instantes del conocimiento; otras veces el amor nace poco a poco, a través del trato continuado. En cualquier caso, el amante aparece como sujeto pasivo; el amor es algo que nace en él y no producido por él.
El amante aparece como pasivo, como atraído por el ser amado, y por eso a este amor se le llama amor pasivo. Es una pasión, algo que se padece, algo que está en el amante sin haber sido producido por él. Pasivo no quiere decir, pues, que tal amor no tienda a las obras; por ser una pasión del apetito en relación a un bien apetecible, es, como todo amor, dinámico u operativo. Se dice que es pasivo en el sentido de ser una mutación o movimiento producidos en la persona, no por la persona.
En cambio la dilección es distinta. No es un amor que nazca espontáneamente, sino un acto completamente original de la persona a que se orienta al otro reflexivamente, mediante un raciocinio o juicio de razón. Advirtiendo que el posible ser amado es verdaderamente digno de amor, la persona se abre voluntariamente a él. Lo que ha producido el amor es la decisión voluntaria de amar, fundada en la reflexión, es decir, en el juicio de razón. El movimiento amoroso no es, por tanto, un movimiento espontáneo sino producido por la voluntad misma. Este tipo de amor no es espontáneo ni pasivo (en el sentido antes indicado) y reside sólo en la voluntad. Es característico de la dilección llevar consigo una elección -una decisión libre-; consiste en un acto electivo y de ahí le viene el nombre (177). El amor pasivo reside principalmente en el sentimiento, pero también en la voluntad (178); la dilección, en cambio, es sólo voluntad.
De todas formas, amor espontáneo y amor de dilección no deben entenderse como dos categorías totalmente separadas. Todo amor humano requiere, como se ha dicho antes, su asunción por la voluntad, es un acto de la voluntad. Pero ese acto de voluntad no es un acto ciego sino racional; comporta una decisión libre, que tiene las características de un acto de elección. Por ello, todo amor humano, aunque nazca espontáneamente y sea de suyo pasivo, tiene los rasgos de la dilección. Esta es la razón por la que hay autores que llaman sin más dilectio o dilección a todo amor propiamente humano. Con todo, firme la idea de que todo amor propiamente humano es acto de la voluntad, es muy importante, tratando del amor conyugal y del matrimonio, saber distinguir el amor pasivo de la dilección, por ser harto frecuente que en esta materia, al contrario de lo que sucede en otras, se llame corrientemente amor sólo al amor pasivo, como si la dilección o amor reflexivo no lo fuese, siendo así que es tan amor como el pasivo. El error es tanto mayor cuanto -además de lo que diremos después- todo amor propiamente humano (propio del hombre) es voluntad y, por tanto, es más dilección que pasivo. Por eso se dice que el amor pasivo reside principalmente en el sentimiento, sin que falten, como advertíamos, quienes entiendan que el amor propiamente humano o intelectual -el que reside en la voluntad- es siempre dilección, aunque vaya acompañado del amor sensible.
Cerrando estas observaciones, digamos que será siempre dilectio todo aquel amor que, por su índole, implique la elección del amante, o todo aquel que, también por su índole, no nazca espontáneamente, esto es, que por razón de naturaleza o de circunstancias no se desencadene necesaria o espontáneamente el amor. Por eso es dilección el amor de Dios a los hombres, el amor cristiano a los enemigos, etc. Esto no quiere decir que dilección y amor pasivo no puedan ir juntos. Puede haber amor espontáneo en una relación amorosa que, por su índole, exija una elección. En tal caso, este amor es siempre dilectio, pero enriquecida por el amor; cuando esto ocurre, tal amor es mejor amor (no más meritorio) que cuando hay sólo el puro acto de voluntad (179). Sin que esto sea óbice para que pueda ser mejor amor la sola dilectio, cuando alcanza mayor intensidad.
Es ahora el momento de responder a una pregunta clave para entender el amor conyugal. ¿A qué tipo pertenece? ¿Es amor espontáneo o dilección?
Si atendemos a la forma psicológica de producirse, habría que decir que el amor conyugal puede ser amor y dilectio, amor espontáneo y amor reflexivo. Pero contrariamente a lo que parece indicar la mentalidad común, el amor conyugal, de suyo, esencialmente, no es el amor pasivo, sino la dilección. Como escribí en otra ocasión, no cabe la menor duda de que el amor conyugal puede ser amor, amor que nace espontáneamente. Pero nunca es sólo amor. Siempre es dilectio. Por eso, el amor conyugal pertenece propiamente al tipo de amor así llamado, al que nosotros preferimos dar el nombre de amor reflexivo y también el de amor de elección o electivo. En efecto, el amor conyugal, aunque nazca espontáneamente, tiene siempre -por su propia índole:.- un momento electivo, aquel en el que, manifestándose las personas mutuamente el amor, ese amor es aceptado o rechazado, lo que supone una decisión y una elección. Asimismo -aunque esto no sea lo más decisivo-, el amor conyugal, pudiendo tener por objeto posible distintas personas de otro sexo, y por objeto real a una sola, presupone la elección del cónyuge. Es, pues, por su propia índole y la de la unión a la que tiende un amor siempre electivo. Es, por su índole y objeto, dilección.
Si todo amor es, en cuanto humano, voluntad, en el sentido de ser por ella asumido y regulado por la razón, la dilectio lo es de modo más radical. El amor de dilección es un movimiento originario de la voluntad, que en ella nace como fruto de una decisión reflexiva. Aunque vaya acompañada del amor espontáneo, la dilectio como tal es una decisión voluntaria. Consecuencia importante es que el amor conyugal, aunque puede ir acompañado del amor espontáneo, es radicalmente un acto de voluntad y, por consiguiente, allí donde hay voluntad seria de ser cónyuge, allí hay amor conyugal (180).
Llegados a este punto quisiera hacer otra precisión. No se trata de que haya unos matrimonios que se casan con sólo amor reflexivo o de dilección y otros que lo hacen con sólo amor espontáneo. Todos se casan con amor de elección, porque éste es necesario y esencial en el matrimonio; lo que ocurre es que en algunos casos sólo hay este amor y en otros -repito que de suyo es lo mejor- este amor va acompañado del amor espontáneo.
Lo que acabamos de ver nos pone de relieve la cautela con que, desde un punto de vista rigurosamente científico, hay que acoger la afirmación de que se contraen matrimonios sin amor. No cabe duda de que, al decir esto, se quiere poner de manifiesto algo muy verdadero: que hay quienes eligen cónyuge y se casan sin amor espontáneo, sin estar enamorados, por pura reflexión. Pero esto no significa que no hay ningún amor. La voluntad seria de ser cónyuges y vivir como tales, eso es amor, pero de dilección. Otra cosa es que la intensidad de este amor sea a veces muy fuerte y otras veces lo sea muy poco.
Siendo el amor conyugal en su esencia amor de dilección, sin embargo y tal como he dicho antes, es mejor aquel amor conyugal que nace espontáneamente, aquel amor conyugal que, sin dejar de ser dilección, contiene el amor espontáneo. Es mejor que los casados estén enamorados y así sigan toda su vida; su amor es, de este modo, más perfecto. Pero no hay que caer en la exageración de negar que existe amor entre quienes se casan sin ese amor espontáneo. Quede bien claro, pues, que el amor pasivo es mejor que la sola dilección, presupuesta la misma intensidad de amor. Aunque es obvio que si el amor pasivo es menos intenso y menos fuerte que la sola dilección, esta última es entonces, sin ningún género de dudas, mejor amor.
Tampoco hay que olvidar que el amor espontáneo, estar enamorados, perfecciona el amor conyugal, pero no es su esencia. Por ello, la intensidad y la fortaleza del amor conyugal no residen en el amor pasivo, sino en la dilección, en el acto de la voluntad. El amor espontáneo mejora, perfecciona, al amor conyugal, mas no le da sus propiedades esenciales. La fuerza del amor reside en el acto decisorio de la voluntad, al que la espontaneidad añade facilidad y aún ayuda, pero no lo sustituye. El éxito o fracaso de la vida conyugal dependen, en consecuencia y como muestra tan largamente la experiencia, de la decisión de la voluntad, que sabe superar tantas dificultades de la vida matrimonial.
Teniendo en cuenta lo que acabamos de decir, se comprende bien que los términos con que Hoffner resume la mentalidad pasada y presente, según veíamos antes, reflejen muy ajustadamente un hecho social, pero no lo que propiamente debe ser. Ni «te quiero porque eres mi esposa», ni «serás mi esposa porque te quiero» expresan totalmente lo que es mejor en el matrimonio. Antes de ser esposos, lo mejor es que los contrayentes puedan decirse con toda verdad «me caso contigo porque te quiero», pero una vez contraído matrimonio, lo que expresa la esencia del amor conyugal es más bien «te quiero porque me he casado contigo».
Hay personas a quienes esta última proposición les parece poco adecuada al amor y en su interior se rebelan contra ella. Pero sin razón. No advierten que los mejores y más altos amores encuentran en ella su expresión. Una madre dice al hijo «te quiero porque eres mi hijo» y lo mismo cabe decir del amor a Dios. Y es que pocos se han dado cuenta de lo que son los esposos, el uno respecto al otro. Los esposos no son simplemente dos personas entre las que reina un amor específico. No son meramente dos amigos (según el sentido de amicitia que antes hemos indicado: relación afectiva permanente y continuada). Su unión es mucho más profunda. El matrimonio les hace una caro, una sola carne, en cuya virtud cada cónyuge pasa a ser carne de la carne del otro; ambos forman como un solo cuerpo. Se produce entonces un hecho importantísimo, que ha de reflejarse decisivamente en el motivo supremo del amor conyugal y en su orientación. Se ha de amar al otro cónyuge porque es parte de uno mismo. El motivo supremo del amor ha de ser precisamente el hecho de ser el propio esposo o la propia esposa, pues por serlo es como parte de uno mismo; ambos esposos son miembros el uno del otro. De modo semejante a como uno se ama a sí mismo por el hecho escueto y desnudo de ser él mismo, los esposos se deben amar porque cada uno es, para el otro, una sola carne, como parte de sí mismo. Lo dice San Pablo inequívocamente, hablando a los maridos: «Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y abriga... Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y serán dos en una carne ... Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo» (181). Se entiende así que, para los ya casados, la mejor expresión de su amor sea «te quiero porque me he casado contigo».

Amor de benevolencia y amor de deseo.
15. Por último, es preciso tener en cuenta que el amor no es siempre igual, sino que existen varios tipos o clases del mismo. No sólo grados, sino también tipos. Y el amor existe, desde el momento en que existe un grado y un tipo de él, puesto que es capaz de desencadenar sus efectos, esto es, su fuerza unitiva.
Como es sabido, se ha distinguido tradicionalmente entre el amor concupiscentiae (o amor de deseo) y el amor benevolentiae o amor amicitiae. Se habla de amor concupiscientiae cuando se ama algo o alguien en utilidad propia o ajena, mientras que el amor de benevolencia o amistad existe cuando se ama lo amado de modo absoluto, es decir, por sí mismo; este amor de amistad se llama de benevolencia, porque su rasgo es querer el bien para el amado (182).
También el amor conyugal puede ser amor benevolentiae y amor concupiscentiae. El primero es el aspecto de amor de entrega o donación, o sea, el querer ser bien para el amado; en otras palabras, existe el amor conyugal como amor de benevolencia, cuando se quiere la conyugalidad propia -la estructura masculina o femenina en cuanto ordenada al otro y a los fines del matrimoniocomo bien para el otro cónyuge. El segundo, o amor de deseo, es el aspecto de amor de apropiación. Existe el amor conyugal como amor concupiscentiae cuando se quiere la conyugalidad del otro cónyuge como bien para uno mismo.
No cabe duda de que, en el matrimonio, el amor benevolentiae es el ideal; es más, en tanto hay una entrega, hay siempre un cierto amor benevolentiae. Siempre ha de quererse algún bien -la propia conyugalidad- para el otro cónyuge. Sin este amor benevolentiae -aunque de grado ínfimo- es imposible el matrimonio (183). Sea espontáneo o reflexivo este amor es necesario. No le quita su carácter de dilectio el hecho de tratarse de una entrega debida, que se presente como deuda. Puesto que la deuda no preexiste antes de contraer matrimonio, el hecho de asumirla sólo es posible por ese acto de la voluntad, que a través de un iudicium rationis, quiere un bien -la propia conyugalidad- para el otro. Y esto ya es amor, aunque sea amor reflexivo, un mero acto de voluntad –está in voluntate tantum-, que es el núcleo esencial del amor de dilección. A esto, el lenguaje común no le llama, in re matrimoniali, amor, pero es ciertamente amor.
Al propio tiempo el amor conyugal no sólo no excluye el amor concupiscentiae, sino que este tipo de amor es el más habitual. Para que el amor conyugal fuese sólo de benevolencia sería preciso que la atracción al otro sexo provocase exclusivamente el deseo de entrega; el hecho psicológico sería quererse a sí como bien para el cónyuge. Pero lo común es lo contrario, querer al otro cónyuge como bien para sÍ, y esto es por definición amor concupiscentiae, sin que aquí la palabra concupiscencia se refiera a un desorden contrario a la ley natural, sino al hecho de querer algo para sí, lo cual no es una cosa en sí desordenada, como no lo es el alimentarse, el poseer los bienes necesarios para la vida, etc.
Aunque el amor conyugal de deseo (amor concupiscentiae) es menos perfecto que el de benevolencia, no entraña un desorden. Está perfectamente en la línea de lo enseñado en Gen 2, 18 ss., donde se habla de una ayuda para el varón, porque no es bueno que esté solo. Que el varón ame a la mujer como un bien para él no es, pues, desordenado. Y lo mismo puede decirse de la mujer (184). Sólo que el matrimonio tiene un aspecto de amor de benevolencia que es igualmente necesario. Cosa distinta es que el varón, al asumir a la mujer como ayuda semejante a él, sublime esa asumpción y supere lo que en ella puede haber de amor concupiscentiae (y lo mismo se diga de la mujer). Entonces el amor conyugal alcanza su más alta perfección, su idea1 (185).
Alguna duda sobre la existencia del amor conyugal podría plantearse cuando la elección del cónyuge se funda en un amor concupiscentiae no basado en la conyugalidad. Esto es, cuando dicho amor no se funda en el amor de deseo (que no es libido, es el hecho de amar como bien para sí) provocado por la virilidad o la feminidad, sino por las circunstancias de la persona: riqueza, posición social, etc. ¿Hay en estos casos amor conyugal? Como es lógico no puede darse una respuesta única, puesto que los casos posibles son infinitos. Puede ocurrir que, existiendo amor espontáneo, ese amor concupiscentiae sea el motivo que, en última instancia, determine la elección. En tal supuesto no hay problema. Puede también ser el caso que sin haber amor espontáneo la orientación hacia la persona movida por dicho amor concupiscientiae, lo provoque. Tampoco aquí hay cuestión. El problema puede plantearse con el típico matrimonio por interés que no da lugar al amor espontáneo. Pero también en este caso puede haber algún amor conyugal y ciertamente hay verdadero matrimonio. Como dice Santo Tomás: « ... desiderium rei alicuius semper praesupponit amorem illius rei. Sed desiderium alicuius rei potest ese causa ut res alia ametur: sicut qui desiderat pecuniam, amat propter hoc eum a quo pecuniam recipit» (186). El interés puede dar origen a dos actitudes. No querer la conyugalidad del otro (su virilidad o su feminidad en cuanto complemento de la propia conyugalidad) y en tal caso esto se resuelve en un supuesto típico de simulación. O quererla como bien a cuyo través se puede alcanzar la riqueza, la posición social, etc. Yeso puede llegar a ser amor, por supuesto reflexivo, de concupiscencia y de grado ínfimo.

Notas del amor conyugal: plenitud y totalidad.
16. El amor conyugal tiene dos notas características: la plenitud y la totalidad. Es un amor pleno y total. Pero conviene al respecto, advertir que frecuentemente estas notas se extrapolan y se les da un significado que no tienen. En efecto a veces se dice que el amor es pleno y total como si condujese a una fusión de intimidades personales en todas las dimensiones de la persona de los cónyuges. Yeso no es cierto. En primer lugar no hay amor humano capaz de ser así, por muy fuerte e intenso que sea. En segundo lugar, el amor conyugal es más modesto. Une al varón y a la mujer en la virilidad y la feminidad. En todo cuanto sobrepasa de las estructuras que las componen no hay amor conyugal, sino, en todo caso, amistad común (187).
Decimos que el amor conyugal es total para indicar que abarca toda la extensión, todos los aspectos, de la conyugalidad. Dicho ,de otra manera, que se orienta a la unión de los esposos en la posesión mutua y total de su feminidad y virilidad (en cuanto son varón y mujer), pero no en todos los aspectos de la persona. Un análisis de esta característica nos pone de relieve, entre otras, las siguientes facetas: l.a) El amor conyugal implica que amar a una mujer como esposa es amarla en toda su dimensión de mujer, en todo aquello en que es distinta y, en consecuencia, como complemento de la propia personalidad en lo que se es varón, también -y primariamente- en la potencia generativa. Y lo mismo ocurre con el amor de la mujer hacia el varón. Excluye, por tanto, lo mismo el amor platónico, que el fornicario. 2.a) Comporta también la exclusividad, es decir, la donación de todo el amor al otro cónyuge, con exclusión de otras personas distintas del propio cónyuge, no sólo en lo que se refiere a la unión de cuerpos (adulterio), sino a las restantes manifestaciones del amor conyugal, incluída la comunidad de vida propiamente matrimonial. 3.a) Asimismo es consecuencia de la totalidad, tanto la entrega al cónyuge de todas las facetas de la feminidad o virilidad, como su entrega total. Subvertiría la naturaleza del amor conyugal la donación de todos los aspectos de la propia sexualidad, pero sólo parcialmente.
La plenitud significa que el amor conyugal tiende a una integración del varón y de la mujer en toda su intensidad. Dicho de otro modo, que el amor conyugal tiende a la unión para toda la vida.
El amor conyugal, como tendencia unitiva que es, se opone a la separación de los cónyuges y a la disolución de su unión. Por definición, es contradictorio a la naturaleza misma del amor conyugal -repetimos, tendencia unitiva- que contenga en sí algún elemento de desunión. Por eso toda desunión supone un elemento distinto del amor conyugal que impide su normal desarrollo. Pero al decir que la plenitud es una característica del amor conyugal, queremos decir además que ese amor tiende a ser unión perpetua y que contiene en sí la potencia suficiente para llegar a serlo.
«Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y estará unido a su mujer, y los dos vendrán a ser una sola carne» (Gen 2, 24). Este pasaje bíblico -tantas veces citado- nos muestra que el amor conyugal representa la tendencia unitiva más fuerte que puede existir -en el plano natural- entre dos personas, aún cuando de hecho no sea la que alcance mayor grado de intensidad. Tan fuerte es, que prevalece sobre cualesquiera otras uniones personales -aún las más intimas-, incluso las paterno-filiales.
El amor conyugal, en tanto orienta y dirige al varón y a la mujer al matrimonio, a formar una unidad en las naturalezas y una unión de dos personalidades, une a los cónyuges, a través de esa unidad y de esa unión, del modo más fuerte posible. No significa por tanto, que sea el amor más fuerte en cuanto es un movimiento o inclinación espontáneos del ser humano, sino que lo es en razón del objeto al que naturalmente se ordena (o sea el matrimonio), de los valores personales que compromete y de la exigencia de amor (amor debido) que a ese objeto y a esos valores es inherente. En otras palabras, es el amor más fuerte en razón de las responsabilidades que compromete.
Sin embargo, el amor no debe desvincularse de la responsabilidad que engendra más allá de sus justos términos. Si el amor conyugal origina unas fuertes responsabilidades es porque tiene la capacidad de asumirlas en la tendencia amorosa, de convertirlas en actos de amor. Pero para entender esto es preciso recordar que el amor en general, y concretamente el amor conyugal, sólo es dado -sólo nace espontánea o reflexivamente en germen; su consolidación, potenciación y aumento exige siempre, en mayor o menor grado, una construcción, un esfuerzo personal, sin el cual irremediablemente se agosta. Sólo su constante actualización y la superación de las dificultades (voluntariedad actual) consolida y da al amor la capacidad para asumir enteramente las responsabilidades que origina.
Por ser la potencia voluntaria aquella en la que reside el amor y por ser la voluntad una potencia libre, siempre el amor es capaz de asumir las responsabilidades; sólo pueden impedirlo defectos y alteraciones de la voluntad (perturbaciones psíquicas) que obstaculicen la libertad. En consecuencia, cuando estas responsabilidades no se asumen, puede hablarse de un fracaso de la persona (188).
La fuerza potencial y el dinamismo inherente al amor conyugal no se miden en razón de su espontaneidad ni del grado estadístico que alcancen en un medio social durante un período de tiempo determinado. Se miden por la exigencia y por la estructura de las relaciones interpersonales en cuyo seno nace o se desarrolla ese amor.
En este orden de cosas hay que entender la plenitud y la totalidad del amor conyugal. Ambas notas son propias de todo amor conyugal verdadero (no, por supuesto, del sentimiento o del afecto ni mucho menos de la libido), pero según sus grados (historicidad del amor conyugal) se manifiestan de diversa manera. En todo amor conyugal están presentes como potencia, como tendencia y como exigencia; sólo en ciertos grados de intensidad -unido esto a otras circunstancias- se revelan de hecho altamente desarrolladas.
Esto se ha de entender a la luz de la historicidad propia del amor conyugal, que es un aspecto de la historicidad de la persona humana. Como todo lo que se refiere a su vida y a su actividad y como todo lo que atañe a su perfección personal, el hombre no es un ser ya hecho totalmente desde el principio de su existencia, sino que es más bien un poder ser, a partir de una naturaleza (su esencia como principio de operación) ya dada. En tal sentido, el hombre se ordena y dirige a un plenum esse, a una perfección contenida potencialmente en su ser. Ahí radica que el amor conyugal no sea algo que ya existe en su plenitud desde el principio; el amor conyugal se hace, se construye -mediante su constante y voluntaria actualización- a partir del momento en que ha prendido germinalmente. Pero al mismo tiempo, ese devenir del amor está ya potencialmente contenido en toda persona humana y en todo amor conyugal (siempre entendiéndolo de la dilección, radicada en la voluntad). Todo amor conyugal, vivido conforme a su orden y a sus exigencias, es capaz de alcanzar, en toda su hondura, las notas de plenitud y totalidad.
Al mismo tiempo, esa dimensión de historicidad implica la posibilidad de regresión; ningún amor conyugal, por alta que sea la solidez y la perfección que haya alcanzado, deja de tener la posibilidad de decaer. Cuanto mayor esa esa solidez menor es la posibilidad, mas nunca deja de existir.
El punto clave de la cuestión no es, pues, el hecho de que un amor conyugal haya conseguido su plenitud y su totalidad. Ambas notas son propiamente predicables de la potencia -el amor reside en una potencia- y por tanto como tales se predican del amor conyugal. Todo amor conyugal contiene potencialmente la plenitud y la totalidad y, en consecuencia, es capaz de llegar a ser pleno y total con tal que se viva conforme a su orden y a sus exigencias. Pero como todo hombre puede no vivirlo conforme a ese orden y a esas exigencias -en cualquier estadio de su desarrollo y madurez personal, puesto que nunca adquiere ese desarrollo y esa madurez como irrevocables (nuevamente la historicidad)- el amor conyugal no es nunca pleno y total en acto según toda su extensión e intensidad.
Las notas de plenitud y totalidad están en el amor conyugal como potencia. Todo amor conyugal si se desarrolla conforme a su recto y potencial dinamismo es un amor pleno y total al otro cónyuge, capaz de ser vivido conforme a esas notas en todo el tiempo que dura el matrimonio. Están también como tendencia: no representan una simple capacidad o potencia, que puede ser o no actualizada de acuerdo con la libre elección de los cónyuges. Cuando el verdadero amor conyugal nace, surge ya con la tendencia a la plenitud y a la totalidad, esto es, como un amor que aspira a conseguir la unión plena y total con el otro.
Por último, la plenitud y la totalidad están contenidas en el amor conyugal como exigencia. No sólo como tendencia o aspiración, sino como características exigidas por la relación interpersonal en cuyo seno nace y se desarrolla dicho amor.
Ya hemos dicho antes que el amor es inseparable, por su propia naturaleza, de las exigencias inherentes a las relaciones interpersonales, pues no es otra cosa que el momento dinámico unitivo de esas relaciones. Por ello el amor presenta unas exigencias y contiene un factor de lealtad, fidelidad y justicia.
La plenitud y la totalidad son características del amor conyugal, contenidas en él como tendencia y capacidad; pero al mismo tiempo son exigencia -que engendran responsabilidad- inherentes a la relación interpersonal varón-mujer en cuanto tales. No pueden, pues, ser contempladas como características puramente de hecho ni como meramente subjetivas. Si todo amor conyugal -por su naturaleza- es capaz de ser pleno y total, desde el principio tiene esas características como exigencia. En virtud del compromiso en el que consiste el pacto conyugal, el amor, en toda su intensidad y extensión, ha quedado comprometido en una relación que es, a la vez, de lealtad, fidelidad y justicia. Pero además, la exigencia de justicia reside en la relación interpersonal (el matrimonio) que se instaura. Varón y mujer, en cuanto que son personas humanas, aparecen ante el otro como portadores de valores (lo que se acostumbra a resumir en la expresión «dignidad de la persona humana»), y, por tanto, de exigencias, que no se refieren sólo a lo que es común a todo hombre sino también a la específica relación como varones y mujeres; la feminidad y la virilidad no son, en definitiva, otra cosa que una estructura diferencial de la persona humana. Digamos, por último, una vez más, que el amor conyugal no puede considerarse exclusivamente bajo la perspectiva de su subjetividad, sino que sus valores y exigencias han de verse también en conexión con los valores y exigencias objetivas de la relación interpersonal en cuyo seno se produce. Ello es así porque el amor es voluntad.

Amor y matrimonio.
17. Una obra de la antigüedad cristiana, que trata sobre los nombres divinos y que se atribuyó a Dionisio el Areopagita 189, recoge una idea que Santo Tomás de Aquino termina por aceptar, no sin mostrar cierta reticencia respecto a su expresión literal. El amor, dice esa obra, es una virtus unitiva, una virtud o fuerza que une. Muchos siglos antes Aristófanes lo había puesto de relieve, indicando que la fuerza unitiva del amor es tal, que tiende a un imposible: hacerse una sola cosa quienes se aman. El escrúpulo del Aquinate no se refería al hecho mismo, que es una experiencia bien conocida, sino a la terminología utilizada; el amor, aclara, no es una virtus (una virtud), sino un motus (un movimiento).
Pero, dejando de lado este razonable prurito de exactitud, y puesto que ya hemos indicado la naturaleza del amor, nos podemos permitir la licencia de hablar del amor como virtud unitiva, fuerza de unión. Es el resultado de presentarse el bien como apetecible, con una vis attractiva; el bien, en cuanto apetecible, atrae, es atractivo, atrayente. O por usar otros términos, el amor tiende a la posesión del amado. Es este deseo de posesión el que engendra los celos, el amor celoso, cuando no admite la coposesión con otros.
En lenguaje vulgar eso suele decirse con una frase en la que la fuerte tendencia unitiva se pone de relieve, identificando el amor con la unión: el amor -se dice- es unión. Sin embargo, esta frase no puede tomarse literalmente, porque entonces en lugar de expresar de modo hiperbólico una verdad, manifestaría un error. Santo Tomás de Aquino tuvo buen cuidado de precisarlo. Con su consabida agudeza escribe que el amor no es la unión, sino que ésta es algo que sigue al amor, algo que de él fluye, pero sin identificarse con él: «La unión, dice, pertenece al amor en cuanto por la complacencia del apetito el que ama se refiere al objeto amado como a sí mismo o como a algo suyo. Y de este modo es evidente que el amor no es la relación misma de unión, sino que ésta sigue al amor» (190).
Con esto llegamos al punto clave que señala la relación entre amor conyugal y matrimonio. El matrimonio es la peculiar y típica unión entre varón y mujer que sigue al amor conyugal (191).
En efecto, el amor conyugal no se limita, cuando es verdadero, a un encuentro pasajero; por su propia dinámica lleva en sí la estabilidad y conduce a una relación interconyugal muy profunda. La unión a la que conduce el amor conyugal es aquella unidad en las naturalezas a la que antes me he referido, esto es, la formación de la unidad varón-mujer o comunidad conyugal, el matrimonio.
Esta unión no es un simple hecho, pues presupone una vinculación mutua, una participación en la naturaleza, en cuya virtud cada cónyuge hace en cierto modo suya (de ahí la relación de justicia) la naturaleza del otro en cuanto modal izada por el principio masculino o femenino. En esto radica la unidad en las naturalezas. Esta mutua vinculación sólo se produce por la decisión personal -voluntaria y libre- de entregarse a sí mismo, en el momento querido, como esposo y esposa y de recibir al otro como esposa o como esposo. En efecto, característico de la persona es la posesión plena e independiente de su propia naturaleza. Por ello, la comunicación de la naturaleza, que otra persona entre, aunque sólo sea de algún modo, a participada, exige un acto de donación de sí mismo; tiene que haber un momento de entrega, un momento de producción de la vinculación mutua, fundado en la libre decisión. y esto es precisamente el pacto conyugal.
Expliquemos esto con mayor amplitud. Es cierto que el matrimonio no es reductible a una entidad jurídica ni es sólo un vínculo jurídico. El matrimonio no es el vínculo de unión, no es el puente, por así decir, que existe entre el varón y la mujer; el matrimonio es el varón y la mujer unidos. Es, además, una realidad ontológico-vital que compromete muy profundamente el ser humano y su personalidad. La unidad en las naturalezas no es sólo una relación jurídica. Es la persona la que, a través de sus potencias, queda marcada, orientada hacia el otro cónyuge y a través de ellas unida a él, como orientación ontológico-vital estable hacia una enriquecedora intercomunicación de personas, que modaliza y compromete la vida y aún la personalidad del casado.
Pero esto no es óbice para que el matrimonio tenga, esencialmente, una dimensión de justicia, una estructura jurídica, sin la cual es imposible que exista. Esto también es cierto. El matrimonio tiene como estructura esencial suya, una estructura jurídica (192). A modo de ejemplo: así como el esqueleto es componente del cuerpo humano, pero no el cuerpo, así la estructura jurídica es necesaria y esencial al matrimonio, pero no todo el ser del matrimonio.
La estructura jurídica es esencial al matrimonio, porque es aquello que le da su formalidad. El matrimonio no es sólo, decía antes, una intercomunicación personal que comporta un diálogo amoroso -hecho de palabras, de gestos amorosos y de obras de servicio- sino una participación y una comunidad en las naturalezas, en cuya virtud los esposos son dos en una caro, que es unidad establecida. A ello se refiere la idea común de que el matrimonio es una unión estable ó permanente. Estos adjetivos no significan la mera continuidad en el tiempo de una intercomunicación personal, sino que el matrimonio (la unidad en las naturalezas) no es un simple hecho, ni siquiera un proceso continuado de hechos. Es estable o permanente porque es unidad establecida a través de algo que no es un puro devenir como el hecho, los actos o el acontecer. La una caro en que consiste el matrimonio es comunicación y participación constituída, es unidad en las naturalezas ya hecha. En este sentido radical es estable y permanente, no en el sentido temporal de una comunicación y participación que se va haciendo en un proceso que de hecho, por su propia dinámica, es estable y permanente, ni tampoco porque necesite de esa estabilidad o permanencia para hacerse, para ir haciéndose. La unidad en las naturalezas no se va haciendo, se constituye ah initio. El fieri del matrimonio -su hacerse es instantáneo y transeunte, pasa en un instante, porque el matrimonio es, todo él, algo constituido; pasado el fieri, el matrimonio es ya una realidad, factum est, está hecho.
Esa formalidad constitutiva es la estructura jurídica, porque la comunicación y participación, antes que un hecho, es una donación, un compromiso. La esencialidad de la estructura jurídica tiene su fuente en la personalidad del hombre, en el hecho de ser persona. Rasgo característico de la persona es el dominio sobre su ser, la posesión de su naturaleza. « Para la idea de persona –dice Scheeben (193)- son igualmente necesarias estas dos condiciones; que ella sea portadora y poseedora verdadera, independiente, de la naturaleza, y que esta naturaleza sea espiritual. La segunda condición modifica la primera. Precisamente porque la persona es portadora de una naturaleza espiritual, debe poseer también su naturaleza de una manera incomparablemente más perfecta que como la poseen las demás hipóstasis, y, en consecuencia, debe ser también incomparablemente más independiente que éstas. El árbol, el animal poseen sus partes, poseen sus fuerzas, y obran mediante las mismas; mas no tienen un derecho propiamente dicho sobre las mismas, un uso consciente de las mismas, un dominio libre sobre ellas. La persona, en cambio, tiene un derecho verdadero, invulnerable, sobre sus partes y fuerzas; por virtud de su naturaleza espiritual es una hypostasis cum dignitate, una propietaria digna, respetable, de todo cuanto es y posee».
Esto supuesto, no puede haber unidad en las naturalezas -no simple unión, sino unidad establecida- que no comporte participar de ese dominio de la persona sobre su naturaleza individualizada (comunicación de dos naturalezas, a cuyo través se hacen una unidad). Pero esa participación sólo es posible, en un contexto de personas, a través de una participación entregada por lo que es el constitutivo de la personalidad: la voluntad libre. Las dos naturalezas se unen, comunicándose las personas el dominio sobre ellas. Por otra parte, este dominio no es ese radical -al que con palabras de Scheeben aludíamos- que ejerce el constitutivo personal, ya que sólo puede entregarse un cierto dominio a través de una relación jurídica –por la cual cada cónyuge tiene por suya la naturaleza del otro en cuanto virilidad y feminidad-, por una relación de justicia, que compromete el dominio real, ontológico, que la otra parte ejerce sobre su naturaleza. Entregar ese dominio real ontológico no es posible de hecho sino anulando la personalidad; únicamente es posible entregar el dominio -estableciendo así una verdadera unidad en las naturalezas, que a la vez respeta totalmente la personalidad- por medio de una relación jurídica, por un obligarse a la libre entrega constantemente actualizada al requerimiento del otro. Y esto es el vínculo jurídico o coniunctio.
De ahí que sea doctrina constante negar que un acto, hecho o circunstancia de las personas pueda originar el matrimonio, si no es en relación a esa libre decisión. Ni la convivencia marital, ni el amor por sí mismos unen en matrimonio; es la libre decisión, un acto de voluntad, el que lo engendra. Es éste el sentido último de las conocidas reglas de Derecho: «nuptias non concubitus, sed consensus facit», «liber consensus et non amor, facit coniugium» y otras similares.
Esta necesidad del pacto conyugal proviene, repito, de que la unidad en las naturalezas no es sólo una unión de hecho, sino que se forma por la integración de ambos cónyuges a través de una intercomunicación y coparticipación en la naturaleza. Como ya he dicho, la unidad en la naturaleza no existe como puro acontecer, sino como unidad establecida (194). Sólo a través de la donación y entrega real y verdadera -válida- el varón puede decir que la mujer es suya y la mujer que el varón es suyo. Sólo a través del foedus varón y mujer pueden decir que son una caro, una unidad en las naturalezas. La mera unión de hecho es un engaño y un fraude amoroso. No por conocida menos fraudulenta. Es siempre un precario, que no los hace real y verdaderamente una caro. La misma unión carnal es en tal caso un signo vacío, porque dicha unión es por naturaleza expresión y manifestación de la una caro, que en estos casos no existe. Es una manifestación fraudulenta, indigna del ser humano, cuya personalidad exige la autenticidad.
El pacto conyugal es el acto de dilectio (opus amoris) en cuya virtud los contrayentes realizan una peculiar unio amoris, a la vez que comprometen en ella toda su conyugalidad y por tanto toda su capacidad de amor conyugal. De esta suerte, la unión real que es propia del amor conyugal -la communitas vitae, la unión marital- queda comprometida (195).
No se piense en una incompatibilidad en: tre deber y amor, como sería creer que si es deber o derecho ya no es amor. Esto puede ser cierto en el amor espontáneo, en el sentido de que obviamente este tipo de amor no es capaz de ser comprometido, precisamente por ser pasivo; deber y amor espontáneo pueden, en cambio, ser concomitantes. Pero éste no es el caso de la dilectio. Por eso el amor de Dios a los hombres es un amor que se vierte en un pacto. Por eso el amor del hombre a Dios es exigencia, por eso Cristo pudo hablar de mandato respecto del amor al prójimo, etc. El amor de dilección puede comprometerse, porque es voluntad. Y eso es el pacto conyugal, a cuyo través la unio amoris puede ser unidad establecida. Ni se piense en un amor que poco tiene de amor; precisamente el compromiso es índice de su capacidad unitiva. Con el amor divino –del que es signo- el conyugal es el único amor en el que es posible, por el compromiso, que los amantes se hagan una sola cosa sin destruirse ambos o sin desaparecer uno de ellos. Que luego haya hombres que se conformen con un amor interesado, no es más que uno de tantos testimonios de la capacidad del hombre de usar de su libertad, quedándose a mitad de camino del bien que le ha sido ofrecido, o de que no siempre las condiciones pasadas y actuales de la sociedad han sido y son aptas para que el hombre alcance plenamente sus posibilidades de desarrollo personal. En todo caso, la libertad es un riesgo y la dilectio es libertad por ser elección.
No hay ninguna incompatibilidad entre amor conyugal y unión establecida. Esta es producto del amor conyugal, porque el compromiso es paso necesario del amor como medio de realizar la unión a la que tiende: la unidad en las naturalezas o matrimonio.
Pero el matrimonio no es sólo unidad en las naturalezas; es también unión de las dos personas (unión tú-yo) por el amor. También por esa parte el matrimonio exige el pacto conyugal. La razón es clara, si partimos de que el amor conyugal es en sí pleno y total, esto es, que no admite una entrega parcial de la capacidad de amor, sino de todo el amor conyugal. En tal sentido, el pacto conyugal es el único modo por el que el amor conyugal puede desarrollarse en toda su potencia y alcanzar su plenitud. Sólo cuando varón y mujer entregan su amor total y plenamente, en un acto que compromete su total capacidad de amar ante el otro, el amor conyugal se realiza en su plenitud. Pero esto sólo ocurre en el pacto conyugal. El hecho social es una sucesión de presentes, en los cuales nunca se agota toda la persona, pues no se agota en ninguno de ellos toda la vida de la persona. El único medio que el hombre tiene de entregarse de una vez para siempre, actualizando toda su capacidad (potencia) de amor, es a través de un acto en el que compromete (hace donación de) esa capacidad ante el otro para toda la vida. Esto es lo que ocurre en el matrimonio, de suerte que la vida conyugal, en cuanto producto del amor, no es otra cosa que el cumplimiento y realización de la entrega ya hecha.
La función del compromiso se entiende mejor si se tiene presente la dimensión tiempo del ser humano. El tiempo es una dimensión de los seres que no son capaces de actualizar en un acto único y perpetuo toda su capacidad de ser; por eso, esta capacidad de ser se va actualizando sucesivamente. En esta dimensión adquiere su perspectiva el compromiso, propio sólo de seres personales, a la vez que inmersos en el tiempo, esto es, capaces de dominar su ser y por tanto de configurar su futuro, e incapaces de actualizarlo en acto único. El compromiso representa una de las posibilidades más perfectas del ser personal inmerso en el tiempo, y la que más se acerca al acto puro; por eso es sólo propio de seres espirituales. Consiste en la libre decisión de la persona que, por un acto de voluntad y libertad, orienta su capacidad de desarrollo vital en un sentido determinado. Cuando el ser es acto puro no hay compromiso, sino la realidad ya dada; así, cuando respecto de Dios se habla de compromiso o de pacto, se trata de una versión a lo humano, pues Dios no se compromete en sentido estricto, sencillamente da o hace en un acto único y eterno. Cuando se dice que Dios ha hecho con el hombre un pacto o compromiso de amor y de salvación, se quiere decir que Dios ya ha dado el amor y la salvación en un acto eterno e irreversible; sólo falta que el hombre acepte lo que ya está dado.

 

Distinción real entre amor y matrimonio.
18. Una consecuencia, a mi entender importante, se deduce de lo que acabamos de ver: el matrimonio y el amor conyugal no son de ningún modo identificables. Frente a aquellas corrientes actuales que pretenden reducir el matrimonio al simple hecho del amor, y contraponer ambas cosas, como si la institución fuese una superestructura impuesta, se alza, por una parte, el dato firme de que el matrimonio es la unión consiguiente al amor conyugal, del cual procede; no es, por tanto, una superestructura, sino un fruto del amor. Por otra parte, la causa eficiente del matrimonio es un compromiso indisoluble y no el mero hecho de amarse. Compromiso y matrimonio tienen su motor en el amor pero son distintos a él. Tienen, por lo tanto, una vida propia, cuyas incidencias no son confundibles con los avatares del amor. A causa de la distinción real entre amor y matrimonio y por la fuerza del compromiso, no hay una relación necesaria entre las vicisitudes existenciales del amor y la permanencia del vínculo conyugal.
De ahí que sea inadmisible el especioso argumento que a veces se oye: «el matrimonio se funda en el amor; luego, en acabando el amor, se acaba el matrimonio».
 El error está en pasar sutilmente de la relación amorosa o afectiva al matrimonio. Al decir que el matrimonio se funda en el amor -cosa que dicha así, a grosso modo, es desde luego verdad- se forma la idea de que el matrimonio es aquella relación amorosa que vitalmente sigue a cualquier amor (en este caso con las características peculiares que dimanan de la singularidad del amor conyugal); por eso, terminado el amor, la relación amorosa, el matrimonio, desaparecería, debería desaparecer. O también, la expresión «se funda en el amor». puede sugerir la idea de que la existencia del matrimonio, en su origen y en su mantenimiento, depende del amor. De ahí que, terminado el amor, se termine, se deba terminar, el matrimonio. Pero ambas ideas son falsas.
Todo amor –y en esto no es especial el conyugal- da lugar a dos tipos de uniones. La unión afectiva, de afectos, que siempre se produce. Y la unión de hecho, es decir, el estar juntos, el trato e incluso la convivencia, al que todo amor tiende, pero que puede faltar por muy diversas circunstancias. Esta unión de hecho es, en el amor conyugal, el hecho de estar y vivir juntos, la comunidad de vida de hecho.
Pues bien, ninguno de estos dos tipos de unión es el matrimonio, aunque ambos se den dentro del matrimonio; las dos uniones hasta ahora citadas pertenecen a la vida matrimonial, que es el desarrollo del matrimonio, pero no el matrimonio mismo. El matrimonio propiamente dicho es la pareja, esto es, los esposos unidos por el vínculo jurídico.
Pues bien, el matrimonio se funda en el amor en el sentido de que su origen puede remontarse al amor, pero lo que hace surgir el matrimonio, el factor constituyente, no es el amor, sino el compromiso, el pacto conyugal. «Non amor sed consensus matrimonium facit». Ocurre con esto algo parecido a cuando se dice que el hijo es fruto del amor de los padres; desde luego que sí, pero la causa del hijo es la generación, pues no es el amor lo que da de por sí el ser al hijo, sino la fecundación. De semejante modo a como si los padres dejan de amarse, no por eso desaparece el hijo, así tampoco el matrimonio desaparece porque los cónyuges dejen de amarse.
El amor no da origen al matrimonio, al modo como la luz del sol causa la luminosidad de los cuerpos, porque el matrimonio no es la relación afectiva, ni la unión de hecho. No es mero desarrollo existencial ni sólo un hecho vital; es un vínculo jurídico.
Que el matrimonio se funda en el amor no quiere decir que el amor sea causa continuada del ser del matrimonio -y por tanto que éste dependa del amor como la luz depende del sol o de su fuente-, sino que en el amor radica el origen primero, en el orden de la dinamicidad (y sólo en este orden), de la decisión de contraer matrimonio. Hablo del matrimonio, no de la vida matrimonial, que exigiría ulteriores precisiones.
El matrimonio no es la relación amorosa, entendida tal relación como la unión afectiva e, incluso, como la unión de hecho en cuanto sustentada por esa unión afectiva. Ambas uniones (la afectiva y la de hecho) pertenecen a lo que se llama la perfección segunda del matrimonio, a su dinamicidad (la vida matrimonial), no a su perfección primera, a su ser. El matrimonio puede llamarse relación amorosa con verdad, pero en un sentido análogo, es decir, en cuanto contiene el compromiso de amor, no en el sentido propio de relación afectiva.
Por lo demás, la existencia del matrimonio (su ser actual) no se sustenta en el amor, sino en la ley natural, esto es, en las exigencias objetivas de justicia inherentes a la unión del varón con la mujer, nacida del pacto conyugal. Tanto si hay amor, como si no lo hay, la existencia del matrimonio no se sustenta en él. Por eso, acabado el amor, no se acaba el matrimonio.
Menos todavía puede admitirse que, acabándose el amor, el compromiso (y su efecto el vínculo) ha de considerarse terminado. No puede pensarse seriamente que el compromiso consista en comprometerse mientras haya inclinación espontánea, o mientras el contrayente quiera. Esto no es un compromiso, sino una vaciedad. Algo así como si el deber dependiese de la virtud: obligaría el deber en tanto uno fuese virtuoso; mientras se fuese honrado, existiría el deber .de no robar, deber que desaparecería si se dejase de serlo.
El compromiso nace del acto de voluntad, pero la voluntad no es la fuente de los derechos y deberes conyugales, ni de su fuerza. La fuerza del vínculo, sus propiedades esenciales y los derechos y deberes que de él derivan, no proceden de la voluntad (no son así, porque así lo han querido los contrayentes), sino de las exigencias de justicia que son inherentes -por naturaleza- a la unión del varón con la mujer. Estas exigencias no dimanan del amor -de modo que desaparecerían, desaparecido el amor-, sino de la condición y dignidad de la persona varón en relación a la persona mujer y viceversa. La exigencia de permanecer unidos no nace de suyo del amor, sino de las exigencias de justicia inherentes a la unión varón-mujer. No es del amor de donde nace la exigencia de la unión, sino que de esta unión nace la exigencia del amor, el deber de amarse, presupuesto el compromiso aceptado.
Para terminar quiero indicar que hoy algunos conciben el compromiso de un modo ciertamente curioso. El pacto conyugal sería, en realidad, un acto de constatación y declaración de un hecho. Hemos constatado que nos queremos, así lo declaramos ante la comunidad y decidimos realizar totalmente nuestro amor, estableciendo íntegramente la relación amorosa. Tal constatación no es, desde luego, un compromiso, y si así fuese el pacto conyugal, no cabría duda de que, en acabando el amor, se acabaría el «compromiso». Por fortuna, esas modernas vaciedades no son el matrimonio, ni el compromiso nupcial.

Amor conyugal y fines del matrimonio.
19. Es bien conocido que existen algunas tendencias que consideran al amor como fin del matrimonio. En concreto, algunos autores, basándose en los textos del II Concilio Vaticano, sostienen que el amor conyugal ha de ser considerado como fin primario del matrimonio o como fin coprincipal junto con los hijos (196). A todo ello me limito a decir que el amor no es, ni puede ser, fin del matrimonio, cualquiera que sea la relevancia que al amor se otorgue. Ni fin primario, ni secundario, porque el amor no es fin del matrimonio. El fin es aquello que -no existiendo o no estando en posesión de uno- se quiere conseguir, es lo último en la ejecución, aunque sea lo primero en la intención; por eso tiene razón de causa (197), causa final o principio movente (motor). Con la obtención del fin se termina la tendencia, el movimiento o actividad del agente; por eso, fin ha pasado a significar también el final, el acabarse de algo. Pero esto no es evidentemente el amor, que está en el polo opuesto. Como ya se ha dicho antes, el amor es precisamente el punto de partida de esa tendencia; no el final, sino el comienzo. El principio de la tendencia hacia el fin, eso es el amor. Por eso el amor es siempre, unas veces como movimiento espontáneo o amor pasivo, otras veces como simple elección reflexiva, previo al matrimonio.
Para que el amor fuese fin, sería preciso que, como los hijos, fuese algo que viniese después de contraído el matrimonio en virtud de unos actos tendentes objetivamente a producirlo, algo que, no existiendo antes de contraerlo, fuese un efecto directo y objetivo del matrimonio (no sólo efecto concomitante) y esto no se puede sostener (198). ¿Varón y mujer se casan para llegar a amarse –así sería el amor si fuese fin- o porque se aman? Luego si se casan porque se aman, el amor no es fin, sino fuerza movente, appetitus. Ni fin secundario, ni fin primario; el amor no es un fin sino una passio (199). Decir que el amor conyugal es fin del matrimonio no tiene fundamento válido.
¿Será, en cambio, fin del matrimonio la communitas amoris como alguno ha sostenido? A esta pregunta baste decir que, pues esta opinión se funda expresamente en el Vaticano II, el propio Concilio la desmiente, ya que no dice tal cosa, sino que llama al matrimonio intima communitas vitae et amoris (200). Luego, en todo caso, la communitas amoris no es fin del matrimonio. Por otra parte, ya hemos dicho antes que communitas, communio, communicatio, societas (en el primero de los sentidos que en su momento indicamos), unio y consortium son términos prácticamente sinónimos, que se refieren todos ellos al matrimonio.
Quizás podría pensarse que el amor no es fin del matrimonio, sino el mismo matrimonio, fundiendo así amor con communitas amoris. Se confundiría, entonces, el amor con la unión amorosa, como antes se ha indicado.
El amor no es fin del matrimonio; en cambio los fines del matrimonio tienen relación con el amor conyugal. Además de ser virtus unitiva, el amor es virtus operativa; las obras son consecuencia propia y connatural del amor, hasta el punto de ser su signo y manifestación más importante. En España suele expresarse gráficamente este rasgo con un refrán muy popular: «Obras son amores y no buenas razones». En otra ocasión (201) me he permitido aplicar este refrán al matrimonio para poner de relieve la relación que existe entre el amor conyugal y los fines del matrimonio: «los fines del matrimonio son amores conyugales». La frase, hay que reconocerlo, no es literariamente demasiado afortunada, pero puede servir para poner de relieve dos puntos importantes.
En primer lugar, que la primordial y más nuclear manifestación del amor conyugal reside en el cumplimiento de los fines del matrimonio (202); tales fines representan el servicio a los demás -al otro cónyuge, a los hijos-, que constituye la perfección y el ordenado despliegue del amor conyugal.
El segundo punto podría resumirse diciendo que la ordenada dinámica del amor conyugal consiste en el recto desarrollo de la vida conyugal hacia los fines del matrimonio; y por ello, en la misma medida en que los hijos representan el fin primario, el amor conyugal está ordenado -como hemos recordado con palabras del Vaticano II- al fin procreador y educador del matrimonio (203).
Hace tiempo, estudiando la definición del matrimonio en los canonistas y teólogos de los siglos XII y XIII, me encontré con la frase de un teólogo, no demasiado conocido, que me pareció muy ilustradora. El autor es un «sentenciario», un comentador del famosísimo Liber Sententiarum de Pedro Lombardo, y se llamó Francisco de Marchia. «Amicitia coniugum secundum rationem –escribiónon debet esse maior ad invicem quam ad filios» (204). El amor de los cónyuges entre sí no debe ser mayor hacia ellos que hacia los hijos. ¿Qué quiso poner de relieve cuando escribió estas palabras? Quizás alguien piense que es una muestra más de un rigorismo medieval, que hubiese pretendido poner cerrojos al corazón en aras del deber. Pues no, no es así; estos mismos autores, cuando señalaban el orden del amor al prójimo, ponían en primer lugar al cónyuge, después a los hijos y en tercer lugar a los padres.
Lo que quería señalar Francisco de Marchia es que los cónyuges, y por tanto su amor, están al servicio de los hijos, porque tienen por ley natural la misión de transmitir la vida, recibiendo los hijos, alimentándolos y educándolos. En otras palabras, que el amor conyugal, no sólo no puede cerrarse a los hijos, sino que está positivamente abierto y ordenado a ellos. Cerrarse a los hijos, no sólo comportaría un desorden en la vida conyugal, sino que sería también un desorden del mismo amor conyugal.
Al respecto, quisiera salir al paso de un posible equívoco. Hay quienes parecen reducir el amor conyugal a la relación interpersonal, a aquel aspecto del amor conyugal que se vierte en la mutua ayuda y en la vida íntima. En este sentido, la tendencia a los hijos se situaría en un plano distinto, quedaría sólo como un deber institucional, consecuente al amor conyugal, pero no integrante de él. A mí me parece que establecer esta duplicidad no es correcto. Ya he dicho antes que el amor conyugal tiene por objeto al otro en cuanto persona humana que es varón o mujer. Ahora bien, la disposición natural del varón a la paternidad y de la mujer a la maternidad son aspectos primarios de su estructura personal como varón o como mujer.
Por esta razón, la paternidad y la maternidad potenciales -como dimensiones esenciales de la estructura natural del varón y de la mujer- son dimensiones inherentes a la persona humana y objeto del amor conyugal. De este modo los hijos son algo pretendido en el seno de ese amor, que es amor procreador (205).
El amor conyugal que se cerrase únicamente al aspecto de «amor mutuo» sería un amor incompleto y egoísta. Sería incompleto, porque el amor conyugal contiene el amor al otro cónyuge como padre o madre potenciales. Cuando se dice que el amor conyugal está ordenado a la procreación y educación de los hijos, no debe interpretarse esta afirmación como si quisiera referirse solamente a un deber sobreañadido al amor, algo así como una mera carga, extrínseca al amor conyugal, que hubiese sido impuesta a modo de un deber yustapuesto, advenedizo. No, no es así la relación entre el amor conyugal y su orientación a los hijos. El amor conyugal, por su propia índole, tiende a tener hijos cuando está bien constituido. Los hijos no son deseados por la esposa sólo como algo que ella quiere a modo de prolongación de sí misma, ni únicamente como cumplimiento de un deber impuesto. La mujer, cuando ama con amor verdaderamente conyugal al varón, desea dar hijos al marido. Y el varón desea tener hijos de su esposa, como plenitud de su amor a ella. El hijo es deseado como fruto del amor que ambos se tienen. Y es que el amor conyugal está naturalmente orientado hacia los hijos, de modo que cuando nace con toda su fuerza y orden naturales, espontáneamente desea al hijo.
El deseo del hijo, que es normal y natural en los matrimonios, obedece a la constitución natural del varón y de la mujer en cuanto tales y a la inclinación natural del amor conyugal, cuyo objeto es el otro cónyuge en cuanto varón o mujer. Sólo el amor que nace incompleto o desordenado (mal orientado hacia el objeto) no alcanza -e incluso excluye positivamente- a los hijos como fruto del amor mutuo. En virtud de esa constitución natural del amor, el deseo de no tener hijos obedece a causas sobrevenidas, que pueden ser muy diversas: desde la ya indicada del desorden con que nace el amor, hasta razones de salud o complejos psíquicos.
Para que los cónyuges -por espontaneidad natural- deseen tener hijos no hace falta darles razones. Las razones hacen falta para que no los quieran; que los cónyuges no quieran tener hijos es producto de causas -educación, propaganda, etc.- o reflexiones sobrevenidas al deseo natural y espontáneo de tenerlos. Este hecho de experiencia es una muestra más de que el amor conyugal, de suyo, está por naturaleza orientado a los hijos. Lo mismo se ve si del amor conyugal pasamos a las obras propias de la vida conyugal. Los actos naturales propios de la vida conyugal, cuando los esposos no tienen defectos corporales, dan lugar, por su propia constitución, a los hijos. No hacen falta píldoras ni tratamiento médico -estando los esposos bien constituídos- para que venga prole; las píldoras o las artes humanas son necesarias para evitarla. Si tales artes son precisas, en ciertos casos, para que puedan engendrarse hijos, decimos que hay algún defecto, bien en uno de los cónyuges, bien en el acoplamiento mutuo de los principios respectivos; es decir, porque hay esterilidad, infecundidad o infertilidad. De donde aparece con toda claridad, que la vida conyugal está naturalmente ordenada a la generación de los hijos. Cuando los cónyuges no tienen defectos, cerrar su intimidad a los hijos sólo les es posible interviniendo positivamente, por la destrucción de la natural estructura de la vida conyugal o impidiendo su natural funcionalidad. Y si la ordenación a la generación es una estructura natural, es obvio que tales artes son, por definición, desnaturalizaciones de la vida conyugal.
Romper esa orientación, su defecto, es un defecto del amor conyugal, una carencia que, como ocurre con toda carencia, representa un amor defectuoso, minimizado.
Sería también un amor egoista. Un egoismo, claro está, de la pareja como tal (cerrarse sobre sí misma). Muchas veces -es lo habitual- será fruto de un egoismo personal; de los dos, si ambos están de acuerdo en cerrarse a los hijos, de uno de ellos, si este es el caso. Algunas veces no podrá hablarse de agoismo personal, por lo menos según la acepción común de esta palabra, pues tal actitud puede nacer de sentimientos no propiamente egoistas, aunque siempre errados. Pero de cualquier modo representa un egoismo de la pareja como tal.
Digo que es egoísta, porque la orientación a los hijos constituye la apertura de la pareja (de la unidad varón-mujer) al otro (el hijo).
La ordenación a la prole es su dimensión altruista, la salida de sí para entregarse al otro, según un amor que es creador, que es capaz de dar la existencia al otro, al hijo. Por otra parte, siendo esta apertura una dimensión natural, inherente al amor conyugal según su propia orientación natural, cerrarse a los hijos sólo puede ser consecuencia de una actitud autosumida, que cierra a la pareja sobre sí misma. Es un egoismo, que impide al amor conyugal alcanzar su plenitud.
Antes de pasar a otro tema, desearía referirme a un último punto en relación al amor conyugal. Existe hoy una cierta tendencia a considerar la unión carnal como la única o más importante realización del amor y al respecto quisiera hacer un somero comentario.
El amor conyugal se realiza a través de los fines del matrimonio. De todos ellos. Se realiza por la mutua ayuda, por la procreación y educación de la prole y por usar del matrimonio con sentido común, de modo que el otro cónyuge encuentre en el matrimonio la satisfacción de su tendencia natural, evitándole situaciones que comprometan la fidelidad conyugal. No es la unión carnal, ni mucho menos, la única expresión del amor.
Como ya he dicho, las obras del amor, aquellas obras a las que el verdadero amor conyugal tiende, son los fines del matrimonio. El acto conyugal es realización del amor en tanto es tendencia a los fines que a su través se obtienen. Fuera del orden de estos fines no es, de suyo, expresión de amor, sino puro y simple desorden y abuso del derecho.
Cosa distinta es que la relación conyugal aparezca como deseo de unión amorosa. Este deseo es la manifestación de que la unión de cuerpos es unión de amor, a cuyo través los casados se expresan como una caro, como unión de dos naturalezas. Esta dimensión amorosa es, no sólo buena y honesta, sino enriquecedora, manifestación de que son personas humanas y no brutos los que se unen. Que la vida íntima sea producto del impulso amoroso es, pues, bueno. Como dice el Concilio Vaticano II, el amor conyugal «tiene su manera propia de expresarse y de realizarse. En consecuencia, los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí, son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» (206).
Pero «amoroso» y «amor» no son sinónimos de instintivo e instinto, que eso sería brutalidad, animalidad. Como sea que amoroso y amor indican humanidad, expresan también espiritualidad, racionalidad y por ende finalidad. Impulso amoroso, deseo de unión, sí, pero ni impulso ni deseo ciegos, sino racionales, esto es, con mirada y visión de los fines. Con la mirada puesta en el sentido y en la finalidad del acto, que son los hijos posibles, que es la recta satisfacción del instinto natural del otro. Y con la mirada puesta en su significado profundamente humano, que es la mutua compenetración y el fomento del amor total.
Decía que no es, desde luego, la única expresión del amor conyugal. Debo añadir ahora que no es de suyo la más importante. Mucho más importantes son todas aquellas obras del amor que se ordenan a la mutua ayuda, material y espiritual.
Es más, la unión carnal es temporal. Con los años termina por perderse el vigor corporal necesario, o pueden sobrevenir circunstancias que hagan necesaria la continencia. No por eso decae, ni debe decaer, el amor. Incluso el mutuo fomento del amor' aconseja abstenerse a veces, para evitar que el impulso amoroso termine por ser mero instinto. Respecto a este punto, San Agustín tiene un pasaje, ya citado, que vuelvo a transcribir aquí: «Y, sin embargo, en el verdadero y óptimo matrimonio, a pesar de los años y aunque se marchiten la lozanía y el ardor de la edad florida, entre el varón y la mujer impera siempre el orden de la caridad y del afecto que vincula entrañablemente al marido y a la esposa, los cuales cuanto más perfectos fueren, comienzan a abstenerse del comercio carnal; no porque más tarde hayan de verse forzados a no querer lo que ya no podrían realizar, sino porque les sirve de mérito y loanza haber renunciado a tiempo a aquello que más tarde habría de ser forzoso renunciar» (207).
En torno al tema planteado, todavía quisiera decir algunas palabras sobre la relación conyugal como expresión y realización del amor. Que la intimidad conyugal es expresión y realización del amor nupcial lo dice el propio Vaticano II (208), Y parece de interés exponer de qué manera este significado del amor se relaciona con la finalidad de la procreación.
Como he dicho antes, el hombre se realiza por el cumplimiento de sus fines. Parejamente, el amor conyugal se realiza a través de sus fines propios. Por eso, el acto conyugal, para ser realización del amor, ha de conservar su natural ordenación a los hijos. Lo exige su estructura natural, pero lo pide también su significado de realización del amor conyugal, pues, estando ese amor ordenado a los hijos -como ha repetido expresamente el Vaticano II-, la realización del amor sólo es auténtica y verdadera si el acto conyugal conserva su natural ordenación a la prole.
También se llega a esta misma conclusión si lo consideramos como expresión del amor conyugal. Cuando de expresiones o signos de amor se trata, conviene tener presente dos tipos de expresiones o signos distintos. Hay algunas de estas expresiones que se agotan en ser signos; un beso, un apretón de manos, una caricia, no tienen otro contenido que ser expresiones o signos amorosos. En su condición de mera exteriorización del amor o del cariño agotan todo su contenido. Hay, en cambio, otro tipo de conductas o de gestos que son también signo y expresión del amor, pero no se agotan en el puro gesto exterior, porque tienen un contenido específico. Quien por amor da un vaso de agua a un sediento, no hace, como el que da un beso, un simple gesto exterior; realiza un acto de entrega de un bien -agua- para calmar la sed. ¿ Qué diríamos de quien, excusándose en que el gesto exterior es el mismo, diese al sediento el vaso vacío, por evitarse la molestia de llenarlo? Siendo el símbolo el mismo, ¿por qué molestarse en llenar el vaso de agua? Bien claro está que tal gesto no sería expresión de amor, sino de egoismo.
Pues bien, el acto conyugal no es expresión de amor según el primer tipo, como el saludo, el beso o el apretón de manos; es expresión de amor, pero conforme al segundo tipo. Es expresión de amor, sí, pero tiene una entidad biológica concreta: el acto de fecundación. Romper su ordenación a la prole es un fraude amoroso, amén de una inmoralidad.

Notas
151. J . Hoffner, Matrimonio y familia, ed. castellana (Madrid 1962), pág. 24.
152. Filosofía del Derecho, cit., pág. 201.
153. «Amor ille mutua fide ratus, et potissimum sacramento Christi sancitus, inter prospera et adversa corpora ac mente indissolubiliter fidelis est, et proinde ab omni adulterio et divortio alienus remanet». Consto Gaudium et spes, n. 49.
154. «Matrimonium et amor coniugalis indo le sua ad prolem procreandam et educandam ordinantur». Consto Gaudium et spes, n. 50.
155. Entre otros vide A. De La Hera, Sobre la significación del amor en la regulación jurídica del matrimonio, en «Ius Canonicum», VI (1966), págs. 569 ss.; U. Navarrete, Structura iuridica matrimonii secundum Concilium Vaticanum II, en «Periodica de re morali canonica liturgica», LVII (1968), págs. 169 ss.; P. J . Viladrich, Amor conyugal. " , cit., págs. 267 ss.; A. Gutiérrez, Il matrimonio. Essenza'- Fine. Amore coniugale (Napoli 1974).
156. Las distintas posiciones pueden verse recogidas en P. J. Viladrich, Amor conyugal ... , cit., págs. 272 ss.
157. Cfr. J. Hervada, Cuestiones varias sobre el matrimonio, cit., págs. 47 S. ¿Por qué haber relacionado con el amor los tres bienes del matrimonio ha producido un cambio de perspectiva en la doctrina de inspiración católica? Porque era común entre los autores -fundamentalmente teólogos y canonistas- entender que el amor entre los cónyuges es un factor deseable de felicidad; el amor -decían- asegura el buen éxito del matrimonio, mas es, no sólo una realidad que no debe confundirse con el matrimonio (cosa que no puede negarse como luego veremos), sino también ajeno a su ser. El matrimonio es un vínculo jurídico, en cuya esencia el amor, de suyo, no interviene de ningún modo. Por otra parte, la esencia del matrimonio ha sido comúnmente descrita a través de los tres bienes del matrimonio. De ahí que, si de la esencia del matrimonio y del amor conyugal son predicables los tres bienes -si estos tres bienes son fin o propiedades esenciales del matrimonio y a la vez son también atribuibles al amor conyugal- alguna relación debe existir entre ambos, y mucho más fuerte de lo que afirmaba la doctrina anterior al Vaticano II.
158. Esta identificación, en realidad, no es total. Matrimonio parece tomarse en varias ocasiones -no siempre- como referido a la estructura jurídica: institutum, vinculum. En cambio, la communitasamoris parece tener un sentido más pleno y total. Pero la identificación sin ser total, se da, porque el institutum, vinculmn o matrimonium aparece como la dimensión o estructura jurídica de la realidad total que es la commltnitas amoris.
159. «Respondeo dicendum quod duplex est unio amantis ad amatum. Una quidem secundum reputatum amatum praesentialiter adest amanti. Alia vera secundum affectum [...]. Primam ergo unionem amor facit effective: quia movet ad desiderandum et quaerendum praesentiam amati, quasi sibi convenientis et ad se pertinentis. Secundam autem unionem facit formaliter: quia ipse amor est talis unio vel nexus. Unde Augustinus dicit, in VIII De Trin., quod amor est quasi vita quaedam duo aliqua copulans, vel copulare appetens, amantem scilicet et quod amatur. Quod enim dicit copulans, refertur ad unionem affectus, sine qua non est amor: quod vera dicit copulare intendens, pertinet ad unionem realem». S. Tomás, I-II, q. 28, a. 1. «Quadam vera unioest effectus amoris. Et haec est unio realis, quam amans quaerit de re amata. Et haec quidem unio est secundum convenientiam amoris: ut enim Philosophus refert, II Politic., Aristophanes dixit quod amantes desiderarent ex ambobus fieri unum: sed quia ex hoc accideret aut ambos aut alterum corrumpi, quaerunt unionem quae convenit et decet; ut scilicet simul conversentur, et simul colloquantur, et in aliis huiusmodi coniungantur». Loc. cit., ad. 2. La conversatio a la que se alude quiere decir tratarse, estar o vivir juntos. Por eso hay traducciones que vierten conversentur por vivan juntos. Cfr. Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, ed. BAC, IV (Madrid 1954), pág. 721.
160. Suppl.) q. 44, a. 1.
161. «Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, amor ad appetitivam potentiam pertinet, quae est vis passiva. Unde obiectum eius comparatur ad ipsam sicut causa motu s vel actus ipsius, oportet igitur ut illud sit proprie causa amoris quod est amoris obiectum. Amoris autem proprium obiectum est bonum: quia, ut dictum est, amor importat quandam connaturalitatem vel complacentiam amantis ad amatum; uniquique autem est bonum id quod est sibi connaturale et proportionatum. Unde relinquitur quod bonum sit propria causa amoris». I-II, q. 27, a. 1.
162. Cfr. nota 61.
163. L-II, q. 27, a. 3.
164. I-II, q. 27, a. 2.
165. Cfr. nota 159.
166. «Estque hoc virtutis cujusdam unificae et collectivae ... ». Pseudo Dionisio Areopagita, De divinis no mini bus, c. 4, § 12 (PG, III, 710).
167. Más exactamente es la prima immutatio appetitus: « ... appetibile enim movet appetitum, faciens se quodammodo in eius intentione, et appetitus tendit in appetibile realiter consequendum, ut sit ibi finis motus, ubi fuit principium. Prima ergo immutatio appetitus ab appetibili vocatur amor, qui nihil est aliud quam complacentia appetibilis [ ... ] manifestum est quod amor est passio: proprie quidem, secundum quod est in concupiscibili: communiter autem, et extenso nomine, secundum quod est in voluntate». S. Tomás, I-II, q. 26, a . 2. Cfr. U. Navarrete, ob. cit., págs. 191 ss.
168. Cfr. la nota anterior. También, I, q. 20, a. 1 y I-II, q. 27, a. 2.
169. Diálogos sobre el amor y el matrimonio, cit., págs. 23 s.
170. Cfr. Santo Tomás De Aquino, I-II, q. 26, a. 2 ad. 3.
171. J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., pág. 99.
172. J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., pág. 94.
173. P . e., J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., págs. 99 y 105.
174. J. García López, voz Amor (l. Filosofía), en «Gran Enciclopedia Rialp», 2, pág. 108.
175. Santo Tomás De Aquino, I-II, q. 26, a. 3.
176. Quizás alguien piense que esto no está tan claro. La persona que socorre a un necesitado es que tiene amor al prójimo, que es una disposición suya continuada y permanente. Y, en efecto, no cabe dudar de esa disposición, pero' eso -aunque se llame amor al prójimo- no es, en sentido propio, lo que llamamos amor. El amor no es disposición -que es apertura al amor- sino el movimiento de la voluntad. Este movimiento se da propiamente al entrar en relación con la persona concreta que será objeto de amor. El amor es acto y relación concreta entre personas, no disposición, que es algo precedente. Esta disposición es una virtud que corrientemente se llama también amor (la virtud del amor), pero en realidad no debe confundirse con el amor propiamente dicho.
177. Cfr. S. Tomás De Aquino, I-lI, q. 26, a. 3.
178. No faltan autores que parecen negar que el amor espontáneo o pasivo resida en la voluntad. En consecuencia, dividen el amor en amor sensible y amor de dilección o voluntario. Sin duda tienen una poderosa razón para ello. Puesto que la voluntad es libre, todo amor propiamente humano es -en último término- un acto de la voluntad libre y, por eso, es dilección. Y es verdad. Pero a mí me parece que esto no impide que la voluntad tenga movimientos amorosos pasivos o espontáneos; lo que ocurre es que estos movimientos -en tanto no se asumen por la libre decisión- serán apelaciones o llamadas al amor, que deben ser asumidos por la voluntad, mediante un acto de libre elección, como ya hemos dicho antes. Santo Tomás de Aquino dice con claridad que el amor comporta una cierta pasión principalmente en el apetito sensitivo, lo que supone que también en la voluntad se puede dar el amor pasivo. Hablando en concreto del amor a Dios, escribe que es más divino (más perfecto, por tanto) que el hombre tienda a El por el amor que por la dilectio. Y es evidente que este amor -más divino que la dilección- no puede ser el amor sensible: «Ad quartum (ad Sed contra) dicendum quod ideo aliqui posuerunt, etiam in ipsa voluntate, nomen amoris esse divinius nomine dilectionis, quia amor importat quandam passionem, praecipue secundum quod est in appetite sensitivo; dilectio autem praesupponit iudicium rationis. Magis autem homo in Deum tendere potest per amorem, passive quodammodo ab ipso Deo attractus, quam ad hoc eum propia ratio ducere possit, quod pertinent ad rationem dilectionis, ut dictum esto Et propter hoc, divinius est amor quam dilectio». S. Tomás, I-lI, q. 26, a. 3, ad 4.
179. Cfr. nota anterior.
180. J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., págs. 99 s.
181. Eph 5, 28-33. La misma idea expresa Domingo de Soto: «Sunt enim coniuges ... unum in unitate charitatis: quia debent se ambo mutuo, sicut uterque seipsum, diligere» (ob. y loco cits.).
182. Vide S. Tomás, I-II, q. 26, a. 4.
183. Todo amor conyugal, para que exista matrimonio, tiene que contener un cierto grado de amor de benevolencia, pues el pacto conyugal para ser válido y la vida conyugal para ser mínimamente posible exigen una entrega. Pero sólo en casos muy excepcionales alcanza a ser puro amor benevolentiae, aunque este último sea el ideal. Lo común es que el amor conyugal contenga una dosis, más o menos alta, de amor concupiscentiae. Bien entendido que la palabra concupiscencia no designa aquí al desorden, sino que equivale a deseo, esto es, designa el querer al amado como bien para uno mismo. Al respecto es oportuna la precisión de Santo Tomás: «Amor non dividitur per amicitiam et concupiscentiam, sed per amorem amicitiae et concupiscentiae. Nam ille proprie dicitur amicus, cui aliquod bonum volumus: illud autem dicimur concupiscere, quod volumus nobis». I-II, q. 26, a. 4 ad 1.
184. Ocurre, sin embargo, que dada la contextura natural de las relaciones varón-mujer, es más aparente y al mismo tiempo más profundo, el hecho de que, al casarse, el varón toma esposa (un bien para si) y que la mujer se entrega como esposa (bien para el otro), que el aspecto contrario. Por ello el contraer matrimonio y aún la vida matrimonial, aparece en el varón más como amor concupiscentiae y en la mujer más como amor benevolentiae. Y porque esto obedece a una profunda estructura natural, el varón parece más egoista (más movido por el amor de concupiscencia) y la mujer más generosa (más movida por el de benevolencia); que de hecho sea así o no en cada caso, es cosa distinta.
185. El amor conyugal descrito en la consto Gaudium et spes es amor amicitiae. Se habla de personarum donatio, mutua deditione, liberum et mutuum donum, se dice que el acto conyugal es expresión de la mutua donatio, etc. Este es el amor al que los esposos están llamados, es el amor tipo o ideal. Pero estas expresiones del Concilio no significan que sólo el amor amicitiae sea amor conyugal. Si así fuese no tendría sentido este pasaje: «Ubi autem intima vita coniugalis abrumpitur, bonum fidei non raro in discriminem vo cari et bonum prolis pessundari possunt». Si el amor conyugal fuese sólo donatio, la interrupción de la intimidad conyugal -la continencia temporal o perpetua- no causaría estos efectos. Son efectos típicos del amor concupiscentiae (insisto, no se trata del desorden del jomes peccati, sino del amor de deseo, o del bien para sí). El amor amicitiae es aquel que hace posible la continencia en cuanto quiere o no quiere el acto conyugal en razón de ser bien, no para sí, sino para el otro conyuge para posibilitar la generación. Y por tanto, cuando el acto conyugal, en razón de los hijos o del .c6nyuge, no aparece como bien, se abstiene. Lo que hace ardua la continencia no es el amor amicitae, sino el amor de deseo y el desorden de la concupiscencia (aqui si concupiscencia significa el jomes del pecado). No puede decirse seriamente que el amor de benevolencia, si no se expresa en el acto conyugal, pone en peligro el bonum fidei.
186. I-II, q. 27, a. 4 ad 2.
187. El amor conyugal no es la suma de la libido más la amistad. Libido más compañerismo o amistad no es amor conyugal. Es fornicación. Como decía Santo Tomás, amor non dividitur per amicitiam et concupiscentiam, sed per amorem amicitiae et amorem concupiscentiae (cfr. nota 183). El amor conyugal tiene siempre algo de amor amicitiae, como hemos visto, y el ideal es que todo amor conyugal sea todo él amor de amistad. Pero no amistad común. La amicitia conyugal no es la amistad común, sino el amor conyugal en cuanto es hábito. Propiamente recibe este nombre el amor de benevolencia, pero también puede aplicarse, con los adjetivos útil o deleitable, al amor de deseo (cfr. S. Tomás, 1-11, q. 26, a. 4 ad 3). La amicitia coniugalis es una especie, un tipo peculiar de amor; es el amor conyugal en cuanto es hábito. Propiamente -en su sentido más estricto- es el amor conyugal de benevolencia tomado como hábito.
188. Vide el apartado « ¿Caben en el cristianismo vocaciones irrevocables?» del dossier de J. A. Souto, La disolubilidad del matrimonio rato y consumado, en «Ius Canonicum», XI (1971), n. 21, págs. 163 ss.
189. Cfr. nota 166.
190. I-II, q. 26, a. 2 ad 2.
191. En este sentido podría decirse que el matrimonio es fin del amor, aquello a lo que este tiende; sin embargo esta afirmación exige matizarla, teniendo en cuenta la precisión que hace S. Tomás: «Ad tertium dicendum quod amor, etsi non nominet motum appetitus tendentem in appetibile, nominat tamen motum appetitus quo immutatur ab appetibili, ut ei appetibile complaceab». I-II, q. 26, a. 2 ad 3. El amado es el bien en el que se complace el amor, por el cual se mueve el sujeto a la unión, esto es, al matrimonio.
192. Cfr. nota 57.
193. Los misterios del cristianismo, cit., pág. 77.
194. Sólo de una unión que contenga una dimensión jurídica es predicable la indisolubilidad. «Ecco perche ho insistito piu sopra fra la correlativita fra patto o contratto e indissolubilita. Non certo, nel senso che il contratto per natura sua postuli l'indissolubilita del vinco lo, ma nel senso che solo ad un vincolo giuridico puo quella applicarsi, e cioe solo un patto o contratto puo dirsi (nel suo effetto) dissolubile o indissolubile giuridicamente. 1 meri fattí non ammettono que sta predicabilita». O. Robleda, Amare caniugale e atta giuridica, en «L'amore coniugale»,  (Citta del Vaticano 1971), pág. 221.
195. p. J. Viladrich, ob. cit., págs. 311 ss.
196. Para estas doctrinas y su crítica, vide P. J. Viladrich, ob. cit., págs. 270 ss.
197. «Ad primum ergo dicendum quod finis, etsi sit postremus in exsecutione, est tamen primus in intentione agentis. Et hoc modo habet rationem causae». S. Tomás I-II, q. 1, a. 1 ad 1.
198. Como dice el n. 49 de la consto Gaudium et spes, el acto conyugal favorece la unión de los cónyuges, pero es manifestación («exprimitur») y realización (<<perficitur») del amor. Si es manifestación y realización obviamente es opus amoris, no su causa. Por lo demás, el aludido favorecimiento no está en el orden de los efectos directos y objetivos de la unión carnal (fines operis), sino en el orden de la historicidad de lo humano, a saber, el amor humano se aumenta con la posesión y goce de lo amado. En otras palabras, no es efecto objetivo o finis operis de la unión carnal objetivamente considerada, sino consecuencia de una passio del sujeto: la delectatio. Sobre los efectos de esta pasión, vide S. Tomás, I-II, q. 33, aa. 1, 2 Y 4. Sobre la prioridad del amor respecto a la delectación, vide I-II, q. 25, a. 2.
199. Cfr. nota 167.
200. Lo que de ella dice el Concilio es lo que ha sido predicado comúnmente del matrimonio. Y el texto conciliar expresamente relaciona la comunitas amoris con el institutum y con el vinculum. «Intima communitas vitae et amoris coniugalis, a Creatore condita suisque legibus instructa, foedere coniugii seu irrevocabili consensu personali instauratur. Ita actu humano, quo coniuges sese mutuo tradunt atque accipiunt, institutum ordinatione divina firmum oritur, etiam coram societate; hoc vinculum sacrum intuitu bonitas coniugum et prolis tum societatis non ex humano arbitrio pendet. Ipse vero Deus est auctor matrimonii, variis bonis ac finibus praediti...». Consto Gaudium et spes, n. 48. El texto es bien claro. La communitas amoris se instaura por el consentimiento. Del consentimiento nace una institución que es vínculo sagrado. En consecuencia, el vínculo es la institución que nace o se instaura por el consentimiento, es decir, la communitas amoris. Por lo demás, la communitas amoris no puede entenderse como referida al mero hecho sociológico, pues en tal caso la alusión al foedus coniugii y al consentimiento irrevocable no tendría sentido. Si nace de un consentimiento irrevocabl'e es porque se trata de un vínculo indisoluble. Si la instaura un foedus, es que se trata de algo nacido de una fides pactionis, esto es, de un compromiso de naturaleza jurídica. Luego esa communitas no se comprende, si no incluye una dimensión jurídica, el institutum o vinculum. Otra cosa es que la communitas amoris no se reduzca a lo jurídico; no cabe duda de que esta expresión significa la total realidad de la unión varón-mujer, que no es sólo vínculo jurídico; pero aunque no sea sólo vínculo jurídico, lo contiene. Cfr. nota 158.
201. J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., pág. 104.
202. Cuando hablamos de obras, esta palabra puede tener un doble sentido: a) el fruto conseguido, el producto, y así decimos que los cuadros son las obras del pintor o que tales estatuas son las obras de ese o aquel escultor. En este sentido, hablamos en el texto de que los fines del matrimonio son las obras del amor conyugal; más exactamente, son las obras de los cónyuges movidos por el amor. b) En un segundo sentido, llamamos también obras a la actividad conducente a realizar las obras en el primer sentido; obras son también la realización misma del producto. La obra del escultor es el acto de esculpir. En este sentido, las obras del amor conyugal son el conjunto de actividades conducentes a lograr los fines del matrimonio. Ambos sentidos están relacionados : las obras como actividad han de estar ordenadas a las obras como producto o fin; de otro modo se desvirtúan. Si el acto de golpear la piedra no se dirige y ordena a hacer una escultura, ya no consiste en esculpir, ya no es obra de un escultor en cuanto tal. O es una actividad de picapedrero, o de hacer grava, o es un acto sin ton ni son. Por consiguiente, las obras, en cuanto vida matrimonial, han de estar dirigidas u ordenadas a los fines del matrimonio; de lo contrario ya no son obras del verdadero amor conyugal, sino su corruptela. El acto conyugal es obra del amor en este sentido y por ello ha de mantener su natural ordenación a los hijos; si los cónyuges rompen esa natural ordenación, no están movidos por el amor conyugal verdadero, sino por una tendencia o amor desordenados.
203. J. Hervada-P. Lombardía, ob. cit., pág. 104.
204. In IV Sententiarum Barb. Lat. 791, fol. 149 vb.
205. Cfr. J. Hervada-P. Lombardía ob. cit., págs. 95 s. y 105.
206. Const. Gaudium et spes, n. 49.
207. De bono coniugali, cap. nI.
208. Const. Gaudium et spes, n. 49.

Persona y Derecho I/02


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