Carlos Guembe y Elvira González-Guinea en su domicilio.
Tras ellos, un retrato de Elvira cuando era joven.
"Lo mejor que he hecho en mi vida es casarme con ella", asegura Carlos.
Sonsoles Gutiérrez
Nuestro Tiempo, N° 666. enero-febrero 2011
Elvira González-Guinea tenía quince años cuando perdió a una de sus amigas más queridas. A la salida del funeral, en la madrileña iglesia de San Fermín de los Navarros, lloraba a mares junto a otras tres amigas cuando se les cruzó Carlos Guembe, un abogado once años mayor que ella. Conmovido por la escena, se había parado a interesarse por el motivo de tal desconsuelo. Ni él ni ella hubieran podido calibrar la trascendencia de ese encuentro fortuito. No hubieran podido imaginar que se casarían siete años más tarde, ni mucho menos, que seguirían juntos 67 años después.
El “Sí, quiero” tuvo lugar en la ermita del Cristo de El Pardo el 31 de mayo de 1950, el mismo día que Elvira cumplía 22 años. Fue una ceremonia muy sencilla, puesto que su padre se encontraba ya gravemente enfermo. Con esa celebración de alegría ensombrecida comenzó el recorrido de un matrimonio donde, definitivamente, han pesado más los buenos momentos: “No me habré levantado una mañana con un problema del día anterior”, asegura Elvira.
¿A qué se deben tantos años de convivencia sin graves contratiempos? “A que nos queremos”, contesta Carlos convencido. Ella lo atribuye también a la educación y los valores de ambos: “Para mí, de mi tiempo hasta ahora, es como si hubieran pasado 27 generaciones”. Además de los valores, les parece importante que haya intereses comunes, que en su caso se han manifestado sobre todo en el cuidado y gusto por su propio hogar: “Unas veces ha habido más trabajo y otras menos –resume Carlos–, pero cuando hemos tenido ocasión, siempre hemos estado de acuerdo en invertir en nuestra casa”.
Creen que un buen consejo para las parejas jóvenes es que hablen y que intenten escucharse, pero son conscientes de las dificultades actuales: “En Pamplona –cuenta Carlos de su ciudad natal– solo se oía la corneta y la campana. Había regimientos de las cinco armas, y conventos e iglesias, no digamos. Las tentaciones de ahora, antes no se conocían. Los matrimonios pasan mucho tiempo separados, y se le obliga al otro a una soledad llena de tentaciones. Antes la sociedad estaba muy quieta, y ahora se mueve muchísimo”. “Pero no hay más remedio”, concluye Elvira.
Sus propios hijos no han escapado a esas circunstancias difíciles: Carlos es directivo de una multinacional, y Bea es azafata de Iberia, pero sus padres se muestran orgullosos de que hayan sido capaces de asimilar los valores por los que apostaron en su casa: honradez y trabajo, y de que hayan formado familias con hijos “estupendos, y de su tiempo”, matiza su abuelo.
Probablemente ese equilibrio sea el fruto esforzado de una familia en la que todos han remado en la misma dirección, como se ve de forma gráfica en las fotos de cumpleaños, donde abuelos, hijos y nietos aparecen soplando las velas a la vez: “Es que ponemos todas las velas –explica Elvira–. Si se cumplen 89 años, nada de una tarta con un 8 y un 9: se ponen 89 velas, así que se necesita que soplemos todos”.
Pero remar en la misma dirección no implica que todos lo hagan con el mismo remo: “No se puede estar uno encima del otro todo el rato”, dice Elvira, que enseguida se ve ratificada con las palabras de su marido. Para él es fundamental que cada uno de los cónyuges se haga cargo de un ámbito propio con total autonomía. Y así lo han vivido: hasta que Carlos se jubiló a los 75 años de su trabajo, primero como abogado y luego como industrial, Elvira se ocupó del trabajo de casa, y ahora cada uno mantiene su espacio de independencia. Carlos reconoce que la limitación que le provoca la degeneración macular que padece desde hace años es su principal problema: apenas puede ver, pero no se deja vencer por el aburrimiento. Por las tardes, cuando Elvira sale a sus partidas de bridge y a reunirse con sus amigas de siempre, él se sienta en su butaca y enciende su grabadora. Comienza entonces a desgranar en voz alta historias en las que mezcla recuerdos y vivencias, y que una vez transcritas, dan forma a novelas como Itziar o María, publicadas en la editorial Sahats. Antes de ir a la imprenta, Elvira las lee todas: “Es una censora durísima –advierte Carlos–, sobre todo, cuida mucho la cronología”.
Es como una demostración más de que han sabido formar un buen equipo, donde la diferencia de edad tampoco ha supuesto un inconveniente. A sus 82 años, Elvira lleva una vida más activa que Carlos, de 93, pero él se adhiere a un refrán que enuncia con la convicción de la propia vivencia: “Quien se casa con una mujer más joven tendrá pasión en la juventud, placer en la madurez, y un báculo en la vejez”. Lo dice con las palabras del refrán, y con las suyas propias: “Lo mejor que he hecho en mi vida es casarme con ella”. Mientras, Elvira menea divertida la cabeza: “Menos coba, menos coba”. No es para menos que se sienta orgulloso de su acierto, teniendo en cuenta que para Carlos, “el principal problema de un hombre es ese: saber elegir una mujer”. ¿Y de qué depende el éxito de esa elección? “De la casualidad” interviene Elvira rápidamente: “Porque podía haber salido un churro, y no salió”.
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Un "sí" que en realidad era un "siempre"
Vicente y Rosario, en el balcón de su casa de Pamplona, un día de nevada. Se casaron hace 62 años y aseguran que la comunicación es “imprescindible” para que un matrimonio funcione.
Marta Mojonero
Nuestro Tiempo, N° 666, enero-febrero 2011
Responder con un “Sí” a la pregunta ‘‘¿Te quieres casar conmigo?’’ sin pensar en un ‘‘¿Hasta cuándo?’’. Esa es la filosofía que preside la convivencia de Vicente Albéniz y Rosario García-Falces. No les ha ido mal, porque llevan casados 62 años, son padres de ocho hijos y abuelos de trece nietos. El día en que se dieron el “Sí” decisivo, ambos eran conscientes de que ese ‘‘Hasta cuándo’’ se convertiría en un “Hasta siempre’’.
Se conocieron gracias a unos amigos que empezaron a salir juntos. Ellos cumplían inicialmente la función de acompañantes, pero también se enamoraron. Rosario tenía 18 años y Vicente había cumplido los 21 y se encontraba haciendo la mili en Pamplona. ‘‘Cuando conocí a Rosario me arrebató y ya no pude desligarme. Era muy guapa… y lo sigue siendo. Parecía una muñequica de porcelana’’, dice Vicente mientras mira a su mujer con los ojos llenos de nostalgia. Mantuvieron un noviazgo de cuatro años, muy distinto a la mayoría de los que comparten las parejas actuales: ni se conocieron de noche ni salían hasta la madrugada. A las nueve de la noche como máximo, Rosario tenía que estar en su casa. Así que sus planes consistían en ir al cine, salir al monte de excursión y rezar el Rosario. ‘‘Éramos más buenos entonces que ahora’’, se ríe Vicente con la cabeza gacha.
El 2 de octubre de 1948 un tío sacerdote de Rosario les casó en la catedral de Pamplona. El viaje de novios consistió en una ruta turística por España: fueron a San Sebastián, Barcelona, Madrid, Valencia, Villacañas (Toledo)… Para empezar bien la nueva etapa se repartieron las tareas: Vicente se encargaría de traer dinero a casa y Rosario se ocuparía de las tareas del hogar. Vicente es el octavo de ocho hermanos y Rosario la sexta de otros ocho, así que decidieron tener ocho hijos. Rosario aún se sorprende cuando lo cuenta: ‘‘La verdad es que no sé cómo he podido tener tantos hijos…’’. Se han dedicado al 100% a su familia, y se han sacrificado lo máximo que han podido. Vicente empezó a trabajar en una industria de artes gráficas que su padre había fundado en 1910. Se ha dedicado toda su vida al mismo oficio y nunca ha sufrido una mala temporada. ‘‘Siempre he tenido mucha suerte: con la mujer, con los hijos y con el trabajo’’, afirma sonriendo.
Han compartido alegrías enormes. Por ejemplo, el nacimiento de su hija Eliana. Fue una especie de milagro porque, además de ser la primera chica después de cuatro varones, nació por cesárea y con solo ocho meses de gestación. Tuvo muchos problemas, pero salió adelante, y a sus padres todavía se les ilumina el rostro al recordarlo.
También se han entristecido juntos en más de una ocasión. Afrontaron unidos las muertes de algunos familiares y aún se estremecen al recordar el sarampión que sus cuatro primeros hijos padecieron simultáneamente. El tercero también sufrió meningitis: el médico acudía a su casa y le ponía las inyecciones en la espalda mientras el pequeño intentaba escapar, sujetado por su madre. Fueron momentos duros que superaron apoyándose en la fuerza familiar.
Después de los hijos vinieron los nietos, y otra vez volvieron a la misma labor, aunque de distinta manera, claro está. A sus trece nietos les permiten caprichos que a sus hijos jamás les hubiesen consentido. Siempre que quieren comer golosinas, o cuando piden un juguete y sus padres no les dan permiso, ahí están los abuelos para cumplir sus deseos. ‘‘Una vez, nuestros nietos querían unas bicicletas, y sus padres no querían comprárselas. Pusieron carteles por todas las paredes de casa con el lema ‘¡Queremos bicicletas!’. Y nosotros se las regalamos’’, cuenta Rosario. Y se ríe al recordarlo.
Para celebrar las Bodas de Diamante hicieron una comida familiar “fabulosa”. La familia es ya muy amplia y se divierten mucho cuando se reúnen todos. Vicente es una persona muy risueña. Dice que se ríe de todo, incluso de sí mismo: ‘‘A veces voy andando solo por la calle y me entra la risa. No lo puedo evitar, me río de todo. La gente debe de pensar que estoy loco, pero yo me lo paso muy bien’’.
Vicente y Rosario son una pareja muy compenetrada. No tienen grandes diferencias y, según cuentan, apenas discuten. ‘‘El 98% de las riñas las empieza ella, y el otro 2% yo, y además sin darme cuenta’’, bromea Vicente. Aconsejan a los matrimonios de hoy que se respeten, que tengan paciencia, que se traten bien, y sobre todo, que hablen. ‘‘La comunicación es imprescindible para sacar adelante el matrimonio’’, asegura Rosario con solemnidad.
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Una boda para cerrar heridas
Demetrio Napal y Rita Lecumberri se casaron hace 62 años. Trabajaron juntos
en la carnicería que abrieron en casa después de la boda.
“El trabajo nos unió mucho”, explican.
Joaquín Lecumberri
Nuestro Tiempo Número 666, enero-febrero 2011
El noviazgo de Demetrio Napal y Rita Lecumberri fue como un puente entre dos mundos enfrentados. Corría el año 1948, y ambos vivían en Murillo El Fruto, un pueblo navarro que no superaba los 1,300 habitantes y en el que la Guerra Civil había dejado algunas heridas que aún se mantenían abiertas. Eran primos segundos, y sus familias procedían de distinto bando, por lo que su relación enseguida dio pie a pie a murmullos y a palabras a media voz entre los vecinos.
Ellos continuaron quedando. El día de la Virgen de Agosto fue el parabién, como se decía entonces, y tres después, el 18 de agosto de 1948, se celebró la boda. Debido a su parentesco, tuvieron que pedir dispensa papal. Rita aún se permite algunas bromas al recordarlo: “Siempre le digo a Demetrio que tuvo que pagar por mí”. Además de unirles para siempre, el enlace también sirvió para que salieran por primera vez de Murillo: “Mi primer viaje a Pamplona fue para comprar el vestido de novia –cuenta Rita–. En el viaje de novios visitamos Bilbao, Logroño y San Sebastián”. Ella tenía 26 años. Él, uno más. Hasta entonces, la expedición más larga de Rita había sido a Carcastillo, a apenas dos kilómetros, para vender leche. “Mis hermanas mayores y yo nos levantábamos a las cinco de la mañana para ordeñar, a las siete íbamos a misa y, al salir, desayunábamos y partíamos con una burra hacia Carcastillo”, recuerda de aquellos años lejanos y difíciles.
La boda logró cicatrizar las heridas que hasta entonces habían separado a las familias. La de Demetrio regentaba una carnicería y poseía ganado. Él trabajó en el establecimiento desde joven junto a su hermano Epifanio. Tras la boda, el hogar recién creado de Demetrio y Rita pasó a ser la sede de la carnicería: “Trabajábamos mucho. Mi hermano y yo matábamos los cerdos y vendíamos la carne, y Rita hacía las longanizas. Nunca teníamos vacaciones”, relata Demetrio. “El trabajo nos ha unido mucho porque ha sido una parte importante de nuestra vida. De hecho, solo después de jubilarnos es cuando hemos podido viajar mucho”, añade su mujer.
También las enfermedades les han unido. “En el tercer embarazo, estuve desde los cuatro meses en cama por tifus y no salí de Murillo. El médico del pueblo era el que me traía los medicamentos de fuera”, cuenta Rita, que también recuerda el cuidado de sus padres: “Demetrio me ayudó mucho. Entre él y yo nos ocupamos de atenderlos cuando eran ya mayores”.
La unión de las dos familias se estrechó aún más el 18 de octubre de 1964, cuando contrajeron matrimonio Conchi, la hermana pequeña de Rita, y Epifanio, el hermano mayor de Demetrio. “Nadie puso ningún inconveniente a nuestra boda –explica Conchi– porque Epifanio era el ojito derecho de Marcelina Gabari, su madre. Lo adoraba. Si él había decidido que se casaba conmigo, su madre no solo lo aceptaba, sino que lo apoyaba totalmente”. De hecho, desde el primer momento quedó claro ese apoyo: “Nada más casarme, Marcelina me dijo que no quería tener dinero, que ya no le servía, y me lo dio todo –cuenta Conchi–. Darle todo lo que tienes a una chica bastante joven como entonces era yo, no lo hace cualquiera; demuestra que el apoyo fue incondicional. Más adelante, cuando quería dar la paga a sus nietos, se la daba yo de lo que ella me había dado”. Epifanio y Conchi celebraron sus Bodas de Oro hace seis años junto a sus seis hijos y ocho nietos. En 2007 falleció Epifanio.
Rita y Demetrio estuvieron alejados geográficamente durante siete años, pero solo de lunes a viernes. El motivo merecía la pena: los estudios de sus hijos y sobrinos. Rita se trasladó a un piso de la calle del Carmen, en Pamplona, con sus tres hijos, (Víctor, Dolores y Katy) y sus tres sobrinos, para que los seis pudieran completar su formación, ya que en Murillo no había instituto. De todas formas, siguieron viéndose: Demetrio iba todos los viernes a Pamplona y se quedaba el fin de semana. Y si no había ningún examen a la vista, entonces Rita la que volvía a Murillo con sus hijos y sobrinos para pasar allí el sábado y el domingo. “Mereció la pena la separación y el esfuerzo porque todos han sido muy estudiosos”, afirma Rita.
Hace dos años, con motivo de las Bodas de Diamante, Demetrio y Rita recibieron muchas cartas de felicitación: de sus tres hijos, de sus cuatro nietos y hasta de sus cuatro bisnietos. Aquella pareja que sesenta años antes había estrenado su vida en común en una sociedad tan polarizada ha demostrado con su convivencia que siempre queda espacio para el entendimiento. Tanto su boda como la de Conchi y Epifanio han servido para disipar algunos de los prejuicios de un pueblo que encasillaba a sus vecinos por los orígenes familiares: el tiempo y el amor acallaron los comentarios a media voz y demostraron que una ideología no está por encima de las personas
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