Testimonio / Matrimonio
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Hay que ganar el amor cada día

Agustín y Esperanza en una calle de Pamplona próxima a su domicilio.
Los dos están jubilados, pero afirman que no tienen tiempo para aburrirse.

Fernanda González
Nuestro Tiempo, N° 666, enero-febrero 2011

Todo empezó a la salida de una clase de Matemáticas. Esperanza y Agustín ya habían coincidido en otras ocasiones, pero aquel encuentro no fue una simple casualidad: cuando ella le preguntó a dónde se dirigía, él le confesó que había ido a visitarla. Esperanza no sabía que Agustín se había fijado en ella la primera vez que la vio. Han pasado muchos años, pero él aún recuerda con nitidez aquel primer momento: la descubrió de espaldas cuando entraba a un chalet vecino, sin saber aún que también acababa de entrar en su vida, y para siempre.

Se fueron conociendo poco a poco. La relación se fue estrechando y contrajeron matrimonio en la iglesia de San Francisco Javier el 14 de septiembre de 1954, fiesta de la Santa Cruz. En su luna de miel viajaron a Mallorca, donde permanecieron un mes. En 1958 nació su primer hijo, al que luego seguirían otros ocho. Esperanza se quedó en casa para atender las necesidades del hogar, mientras Agustín trabajaba de traumatólogo para sostener a la familia. Le habían ofrecido un puesto como profesor de Traumatología y Cirugía Ortopédica en la Universidad de Navarra, pero notaba que tenía algunas lagunas en su formación. Por eso, con el consentimiento y apoyo de su mujer, decidió trasladarse a Florencia a estudiar un curso de ortopedia que duraba nueve meses, dejando a Esperanza en Pamplona, con cuatro hijos y sin sueldo. Fue una etapa difícil, pero salieron adelante. Agustín recuerda que, cuando regresó, la encontró más guapa, y fue para ambos como crear un nuevo matrimonio. A lo largo de su vida, tuvo que rechazar algunas ofertas de trabajo porque la exigencia en los horarios le impedía estar con su familia, hasta que instaló su propia consulta.

Educar a nueve hijos supuso para ellos algunos sacrificios, y también algún susto. Un día, Esperanza recibió una llamada del colegio porque uno de ellos se había rasgado el lagrimal con un alambre. Angustiada, lo llevó al oculista, pero no fue nada grave. Esperanza procuraba conocer a sus hijos, entender su temperamento y su forma de ser para educarlos. Si un hijo era tímido, lo mandaba a comprar el pan para que aprendiera a superarse.

Fue duro cuando sus hijos partieron de casa. Sin embargo, verlos crecer y desarrollarse constituyó para ellos una nueva fuente de alegría. Gracias a los móviles y a las nuevas tecnologías, Agustín y Esperanza se comunican con sus hijos por lo menos dos veces por semana. Unos viven en Mallorca, en Vigo y en Barcelona. Otros se han quedado en Pamplona y visitan a sus padres con mucha frecuencia. Tienen veintitrés nietos. Esperanza suele decirles a sus nietas cuando empiezan una relación que el noviazgo, como el matrimonio, no es cuestión de dos, sino de tres: que en medio del cariño entre marido y mujer siempre esté Dios.

Como todo matrimonio, han tenido algunas discusiones, pero han sabido superarlas y olvidarlas. Esperanza lo expresa con sencillez: “Cada uno tenemos nuestros defectos, ¿quién no los tiene? Es importante no fijarse en tonterías que no conducen a ninguna parte sino a reñir. Las pequeñas cosas hay que tratarlas sin darles importancia, porque no merecen la pena”. Agustín continúa: “Como en todos los temas fundamentales de la vida estamos de acuerdo, no son problema de discusión. Son pequeños roces de la convivencia del día a día, normal. Enfados hay a lo largo de la vida, pero hay que procurar que duren muy poco, que no quede ningún resentimiento, sino hacerlo pasar rápidamente. La convivencia siempre es difícil. Hay que considerar las cosas en presencia de Dios, salir de esa posición y transmitir la alegría que tienes”.

Agustín lleva dos años en el Programa Senior de la Universidad de Navarra. Esperanza se incorporó este año animada por él. Ven en el programa una oportunidad para crear nuevas amistades y salir de ellos mismos. Según Agustín, “es muy bueno tener todo el día ocupado en algo, no tener tiempo libre para pensar en tonterías”. Los dos leen todos los días, y a veces ven la televisión. Siguen las noticias, debates y algunos partidos de fútbol y tenis, aunque a Esperanza no le gustan los programas de deporte. Para ellos la formación es algo habitual, no termina nunca. Sacan provecho de su vida senil y disfrutan cada momento: “Nos ayudamos, nos apoyamos el uno en el otro y no nos aburrimos. No tenemos tiempo para aburrirnos”.

Agustín y Esperanza aconsejan a los matrimonios que vivan con alegría, amor y buen humor, que pidan ayuda al Cielo porque con la gracia de Dios todo se supera. “Nosotros nos casamos con la idea de que el matrimonio es indisoluble, para toda la vida, que tienes que querer a la otra persona. Lo que hay que hacer es ganar el amor cada día”. Los animan a vencer las dificultades y a no romper ante los primeros obstáculos. A disfrutar de los buenos momentos y a ignorar las insignificancias. “Pasan muchas cosas a lo largo de tantos años, muchas buenas, otras adversas, pero las adversas se olvidan”.

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En la salud, en la enfermedad y en la normalidad

Dicen que el matrimonio es una conquista diaria. De las parejas que llegan a cumplir sesenta años de convivencia habría que añadir que han completado una dilatada epopeya. Quizá por eso se habla de Bodas de Diamante: es el mineral más duro y resistente que existe, y su valor se multiplica con los cortes finísimos que lo transforman en un brillante. Los nueve matrimonios que comparten su historia en estas páginas hacen justicia a la metáfora: llevan seis décadas unidos “en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas”, y han convertido su amor en un brillante de calidad incalculable.

 

Yugo Azcárate y Feliciano Bustamante.

Sonsoles Gutiérrez
Fotografía Jesús Caso
Nuestro Tiempo, N°  666, enero - febrero 2011

Yugo Azcárate y Feliciano Bustamante se casaron en Pamplona el 24 de junio de 1949 en la parroquia de San Miguel, que entonces no era el destacado templo que es hoy, sino una bajera en la misma plaza donde después se construyó la iglesia. Les casó el párroco, don Paciente Sola, y su boda fue, como tantas en la época, muy sencilla: “Fuimos andando y volvimos a pie”, dice Yugo sonriendo. Después de la boda no hubo viaje de novios “ni nada de eso”. Lo que no podía faltar, eso sí, era un vestido de novia: “Pero no blanco, me hicieron un traje azul, muy bonito, en Tudela”. La familia aún estaba de luto por un hermano de Yugo que había muerto en la guerra. O eso creían, porque reapareció años más tarde, como legionario, después de un enrevesado cruce de casualidades en el que intervino incluso una tía religiosa que vivía en Argentina. “Mi madre fue a buscarlo a Zaragoza en cuanto se enteró, se lo trajo al pueblo y le dieron tres días de permiso para estar con la familia”. Resulta fácil imaginar la emoción de ese reencuentro: “Sé en qué esquina nos abrazamos, yo iba de luto. La gente me dice que tengo muy buena memoria, pero ¡cómo no iba a acordarme! La casa se llenó de gente, todo el mundo le quería, de derechas y de izquierdas”. Yugo tenía doce años cuando estalló la guerra que enfrentó a esas “derechas” e “izquierdas”: “Me acuerdo de todos los que fusilaron en el pueblo. Todavía los recuerdo como si los viera, y rezo por ellos todos los días. Eso de matar... Se puede castigar, pero matar...”. También es capaz de reconstruir con toda nitidez aquellos días agitados e inciertos que precedieron a la contienda y, muy especialmente, la ocasión en que sus padres le mandaron a recoger unas alpargatas: “Tuve que volver corriendo a casa porque la calle se había llenado de gente armada con palos y de todo”.

Después de aquellos años negros la vida continuó, y en la de Yugo apareció Feliciano: “Eran Sanfermines, y yo estaba trabajando en Pamplona, en una casa de comidas en la calle San Lorenzo. Feliciano iba allí con sus amigos a merendar, y le conocí un día que le pilló la vaca”. “Vaca no, toro” puntualiza Feliciano. Desde ese encuentro empezaron a tratarse: “Íbamos hablando, hablábamos mucho, luego fuimos conociendo a las familias”, recuerda Yugo. En poco menos de un año se casaron. Yugo tenía 25 años, y Feliciano 26. Ella siguió sirviendo en casas hasta que le contrataron en una panificadora en el barrio de La Milagrosa, y él era albañil. Enseguida llegaron los hijos: Carlos y José Luis, que a su vez les han dado dos nietas y cuatro bisnietos.

Quizá por todo lo que habían vivido antes de casarse durante la guerra, tienen que hacer memoria para recordar algún momento especialmente complicado en sus 61 años juntos. Pero sí lo hubo. Llevaban tres años casados cuando avisaron a Yugo de que a su marido le habían ingresado en el hospital porque una fuerte descarga eléctrica le había hecho caer desde la tercera altura de un andamio. Al principio le dieron por muerto y estuvo un año entero de baja, sin saber si podría recuperarse. Yugo pasó junto a la cabecera de su cama los días más difíciles que recuerda en todos sus años de matrimonio. Ella acababa de sufrir un aborto del que aún no se había recuperado, y tenía los pies y las piernas hinchados de pasar tanto tiempo sentada junto a su marido. No solo no cobró ninguna indemnización, sino que además le redujeron el sueldo de 150 a 118 pesetas. “Fui a la Vasco (la aseguradora Vasco Navarra) y les dije que no era justo”. Tampoco lo fue que su padre, que había trabajado de guarda en las Bardenas durante muchos años, se jubilara sin recibir ni un céntimo: “Pero nunca les faltó nada –cuenta Yugo– ni a él ni a mi madre, porque yo me hice cargo de todo lo que pude”. Y para poder hacerlo, no había otra que trabajar, cosa que los dos han hecho hasta los 65 años.

También ha habido ocasión de disfrutar las alegrías familiares. El mismo año en que Yugo y Feliciano celebraron las Bodas de Oro, su hijo Carlos cumplía las de Plata. “Nos llamaron de San Miguel –explica Yugo sosteniendo un cuadrito con la imagen del arcángel– y nos regalaron este recuerdo, a nosotros y a todos los que se casaron ese año. Luego también lo celebramos con la familia”.

Precisamente las visitas de la familia son una de las alegrías frecuentes que rompen la rutina diaria. Cuando van los bisnietos “lo tocan todo” cuenta Yugo abriendo los brazos, “y nunca se van sin darle un beso a la imagen de San Fermín y al Niño Jesús”.

Yugo y Feliciano son la despreocupación en persona, y por duplicado. Quizá ese es el secreto para permanecer tanto tiempo juntos. Ellos se encogen de hombros cuando se les pregunta por eso, no saben nada de secretos ni fórmulas para que funcione un matrimonio, ni tampoco hacen cálculos de lo que aporta cada uno a su relación: “Feliciano nada, lo hago yo todo”, suelta Yugo sin el menor resentimiento, y Feliciano hace honor a su nombre, asintiendo plácidamente. “Él no se mete en nada, vive la vida. Yo le hago todo, le pelo la fruta, le pongo el café... A los hijos les pongo el azúcar y todo”. Feliciano no se mete en nada, pero explica orgulloso que pasa la mopa por la sala “todos los días”.

No saben qué consejo darían a los matrimonios jóvenes, ni siquiera a sus hijos les dijeron nada “trascendental” cuando se casaron: “Ya nos ven”.


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