  
                                    1.  El origen del pacto conyugal 
  Parece que es legítimo sostener que,  desde cierta perspectiva, el ius connubii fundamenta y exige a su vez -y  legitima- todo sistema de derecho matrimonial 1, es más, tengo para  mí que el derecho matrimonial -cualquiera que sea- no es más que el despliegue  lógico del contenido de dicho derecho de la persona. Este sería, pues, el  primer nivel de relación entre la verdad antropológica acerca de la persona  sexuada, y el derecho 2. 
  La persona humana tiene derecho a  ejercer su posibilidad de amar conyugalmente. Ahora bien, ¿cuáles son los  límites de este derecho y qué contenido encierra? Para resolver estos  interrogantes deberemos referirnos al plano antropológico, y preguntarnos cuál  es el itinerario de ese amor conyugal, y dónde termina. Si partimos de los conceptos de persona, libertad, sociabilidad, sexualidad  y amor, y aceptamos la existencia de un amor específicamente conyugal, debemos  hacer referencia a sus consecuencias. 
                                     
                                    La primera de ellas,  puesto que el hombre es un ser personal, será que una donación a otro -y la  aceptación consiguiente- de todo lo que uno es como varón o mujer, no puede  darse sin el consentimiento de ambos 3: es más, los dos actos de  voluntad deben formar un único acto de consentimiento, puesto que la unión a  que da lugar es única. 
                                    La segunda consecuencia es  que cada uno de los contrayentes pasará a ser coposesor de la conyugalidad del  otro -del otro en cuanto conyugable-. Es decir, que del acto recíproco de darse  y recibirse se sigue un estado -o mejor, una condición o situación-: el  de esposos. Se trata por tanto de un acto fundante de una relación permanente:  y esta relación, en cuanto es querida como tal, nace y queda vigente a  título de deuda. Este constituirse como algo debido, convierte lo que antes  era hecho -el amor esponsal-, en derecho (con los matices a los que luego  habremos de referirnos). Y esa relación jurídica es la que recibe el nombre de  vínculo. O, más precisamente, tal relación comprende al varón y a la mujer  vinculados jurídicamente entre sí en una unidad comunitaria específica. Así  pues, la estructura jurídica del matrimonio vendrá dada por los elementos  propios de la relación: los sujetos, el vínculo, su contenido y el objeto. La  propia relación jurídica, conteniendo a todos ellos, se constituirá como esencia  del matrimonio, y el vínculo como su principio formal. 
                                    Por otro lado, el  matrimonio y su conexión con la prole –que veremos más adelante- obviamente  tienen que ver con la sociedad. 
                                     
                                    La constituyen como célula  -o unidad natural elemental-; la desarrollan a través de los nacimientos que de  ella se siguen; la condicionan con su comportamiento y con la inserción de los  hijos que ellas educan en el entorno social. El matrimonio y la familia constituyen,  en consecuencia, un bien social, que forma parte importante del bien  común 4. Por ello es natural que la sociedad imponga el deber de  encauzar la constitución de la relación conyugal a través de una forma  determinada que garantice públicamente su existencia. No se trata sólo de un  requisito formal. Constituye también una manera de proteger el mismo ius  connubii de los contrayentes: pues garantiza la seguridad jurídica -también  para el bien de ellos mismos- y ofrece una protección y un reconocimiento de unos efectos concretos  a los que tienen derecho (legitimidad de los hijos, patria potestad, cuestiones  patrimoniales, etc.). De este modo se ordena, a la vez, una realidad jurídica  que afecta a terceros: a los hijos potenciales, y a la sociedad misma 5. 
                                     
                                    Ya tenemos, pues, el  triángulo formado por la voluntad de los contrayentes, la  sociedad que la recibe, reconoce y protege, y el matrimonio mismo en cuanto objeto del  pacto conyugal6. Sin alguno de estos vértices, no puede existir el  matrimonio. Podemos decir, por tanto, que el contenido del ius connubii supone:  el derecho de contraer  o no matrimonio; el derecho de elección del cónyuge, y el derecho a que el matrimonio  sea reconocido, protegido y conservado por el ordenamiento jurídico. Deberemos  ahora hacer una referencia explícita  al contenido del objeto del pacto. 
                                     
                                    Para ello habremos de  considerar de nuevo la dimensión antropológica. En efecto, en el acto de contraer coinciden una verdad  ontológica  de particular riqueza -la estructura de donación propia de la dimensión sexuada  · de la persona-, y un acto de libertad de una peculiar  profundidad. La persona, por tanto, con sus actos, no inventa o decide lo que es el  matrimonio, sino que descubre su ser y su potencialidad, y lo acepta y  actualiza por medio de su voluntad. 
                                    Una precisión previa, por  tanto, consiste en afirmar que «el pacto conyugal es el origen de los derechos  y deberes conyugales, en el sentido de ser la causa de su paso a la existencia,  pero no su raíz y fuente, pues la raíz y fuente de las  situaciones jurídicas conyugales es la dimensión de justicia de la estructura  óntica de la persona humana y de la relación ontológica que une a varón y  mujer» 7. De ahí que «el matrimonio, jurídicamente considerado,  no es el pacto conyugal como contrato de existencia continuada; es la comunidad  conyugal en cuanto tiene una estructura jurídica, cuya raíz y fuente no es un pacto  -un contrato-, sino la propia estructura óntica de la comunidad conyugal» 8.  Corresponde ahora considerar cuál es la realidad que se descubre, cómo es esa  comunidad que el pacto origina, y cuál es su dimensión jurídica. 
                                    II. El vínculo, las propiedades, y los fines 
                                      Tal vez la  primera realidad que se muestra de esa particular donación, tiene  una doble dimensión: de una parte, la relación propia de los cónyuges en cuanto  coposesores mutuos -en la dimensión conyugable-; de otra parte, la relación  potencial que se establece entre ellos en cuanto principio único de generación  -en cuanto padres-, y por tanto respecto a los hijos engendrados. Esta doble  dimensión que se deriva del vínculo 9 que los constituye en esposos,  es inseparable: es más, cada una está interrelacionada intrínsecamente con la  otra. Pues los esposos forman una unión; o, más técnicamente, una comunidad. 
                                     
                                      Digamos ahora algunas  palabras acerca del lugar que ocupan las propiedades esenciales, antes de  entrar a estudiar esta doble dimensión que acabamos de mencionar. Antes hemos  apuntado que el vínculo  es el principio formal de la esencia del matrimonio, y que ésta reside en el  varón y la mujer unidos en una comunidad específica asentada sobre la  complementariedad de los sexos. Ahora podríamos añadir que las propiedades  esenciales constituyen notas o rasgos inherentes al vínculo matrimonial 10.  No es ahora nuestro objetivo ocuparnos de la fundamentación de cada una de las  propiedades esenciales: simplemente queremos hacer constar que la unidad y la indisolubilidad  del matrimonio no se refieren sólo a aquella primera dimensión de la que  hablábamos: la relación propia de los esposos en cuanto coposesores de lo  conyugable. Las propiedades esenciales dicen referencia también a la dimensión  de los cónyuges en cuanto generadores potenciales de prole11. Dicho  esto, volvamos a esa doble dimensión de la donación que se realiza en el pacto  conyugal, para tratar de analizarla más de cerca, especialmente desde la  perspectiva de los fines. 
                                     
                                      El amor esponsal lleva a una donación  comprometida, decíamos antes, de toda la dimensión conyugable de la persona en  cuanto varón o mujer: es decir, a una unión - comunidad- basada en la inclinación  natural que proviene del carácter complementario de la modalización sexual del  ser humano. Ahora bien, por un lado parece evidente  que se trata de una relación entre sujetos: una relación interpersonal y por  otro lado resulta innegable que la complementariedad propia de los sexos dice  relación a la posibilidad de la generación de nuevos seres. Parece, por tanto,  que no cabe una unión matrimonial que no contenga ambas referencias. Es más, si  se habla de la posibilidad de engendrar prole, ésta no puede entenderse sin tener  en cuenta el tipo de relación existente entre los sujetos personales concretos  que la encarnan. Si se habla de una donación interpersonal plena, en cuanto  varón y mujer, no cabe concebirla sin la aceptación de la paternidad y  maternidad potenciales que entraña. 
                                     
                                      De ahí que entendamos  tanto el bien de los cónyuges como la posibilidad de la prole en términos de ordenación de la misma estructura  del matrimonio en su totalidad 12. Es la misma unión –la misma  comunidad- la que tiende, por la propia fuerza de su naturaleza, a ambos fines. El  ser esposos supone y significa esa ordenación. 
                                      No se trata de una  yuxtaposición, ni de una superposición, ni de unos elementos separables. Es  necesario hablar de los fines al hablar de la comunidad conyugal; es necesario  tenerlos presentes en su ordenación  al referirnos tanto a la unidad -y fidelidad- debidas, como a la indisolubilidad de la unión  matrimonial.13 Cada una de las propiedades esenciales  del matrimonio vienen exigidas por ambos fines: y cada una de ellas contribuyen a la posibilidad de su realización, de una u otra  manera. 
                                     
                                      A su vez, cada fin  comprende al otro, lo exige, y contribuye a realizarlo. Cuanto se refiere a la  posibilidad de engendrar y educar a los hijos debe realizarse de modo esponsal:  como quien se debe al otro en su total conyugalidad. Cuanto se refiere a la  relación interpersonal  que busca el bien del otro debe ser realizado desde la paternidad o maternidad  potencial. No cabe ser esposo sin donarse y ser ¡recibido  como padre -potencial-, ni ser esposa sin donación y recepción como madre -potencial- En la  Constitución Lumen Gentium, esta unidad de los fines se expresa con las siguientes palabras:  «Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por  el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cfr.  Eph., 5, 32), se ayudan mutuamente  a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por  eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de  vida» 14. 
                                     
                                      Si se entiende  adecuadamente y sin reducciones que extraigan la afirmación del contexto en que  se encuentra, la prioridad de 1 ordenación a la prole parece susceptible de ser sostenida desde un  punto  de vista antropológico. Pues parece indudable que una cierta especificación de la unión  matrimonial viene dada por esta ordenación. 
                                      Es decir, no cabe una  relación sexual perfecta -y perfectiva- sin referencia a lo conyugal: al matrimonio en sí. En cambio cabe un amor  perfecto sin referencia a lo conyugal (amor a Dios, amor de parentesco o amistad... cualquier tipo  de amor de dilección). Pues el amor, en cuanto perfectivo de la persona,  constituye un género, que lógicamente no se agota en el amor conyugal -y  de por sí el amor conyugal no constituye el amor más perfecto- Y precisamente  el amor recibe su especificación de conyugal al querer al otro como esposo: lo cual significa la plena  aceptación de lo que la misma naturaleza  ofrece como complementario entre los sexos: su paternidad o maternidad  potencial. 
                                     
                                      Desde el punto de vista existencial  y subjetivo, sin embargo, con frecuencia se percibe primero el amor -aun el  amor conyugal como el deseo del bien del otro, y posteriormente, como algo que lo  cualifica intrínsecamente, la ordenación a la prole 15. Con todo, me  parece que no cabe, en la realidad, la ausencia radical de uno de los fines sin  que lleve consigo el deterioro esencial del otro; o, mejor, pienso que no cabe la ordenación  adecuada a uno de ellos, sin que exista la ordenación debida al otro: «Por su  índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están  ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole...» 16  Desde el punto de vista procesal -a efectos de prueba- no cabe duda de que puede  resultar más sencillo, de ordinario, hacer notar la ausencia de ordenación a la  prole, pues la ordenación radical a la prole se descompone en unos elementos  más fácilmente divisibles y -en cierta medida- mensurables, como veremos  enseguida. 
                                    III.  La ordenación a la prole, como fin del matrimonio 
                                      Por lo que se refiere a la ordenación a  la prole, el respeto a la realidad de las cosas genera diversos derechos y  deberes. En primer lugar, el derecho a realizar humano modo los actos de  por sí aptos para dicha generación: es decir, el derecho a la ordenación a la prole ab initio. Tal derecho -y deber- se refiere por tanto directamente a los  actos respecto al otro cónyuge. Se trata del derecho a poner los medios para  constituirse en causa común de un efecto único -la posible prole-, a través de  la paternidad y maternidad potenciales. 
                                      En segundo lugar, el derecho -y deber-  de permitir el proceso natural de generación al que tales actos pueden dar  lugar. En definitiva, el derecho -y deber- de asumir la propia causalidad  mediante el respeto a los efectos producidos 17. 
                                     
                                      En tercer lugar, siguiendo los momentos  o fases del despliegue natural del proceso generativo y sus efectos, hay que  afirmar el derecho -y deber- de recibir y educar a los hijos en el seno de la  comunidad conyugal 18. Recientemente ha  escrito Juan Pablo II con expresión sugerente: «Engendrar según la carne  significa preparar la ulterior 'generación', gradual y compleja, mediante todo  el proceso educativo» 19. 
                                     
                                      Conviene observar cómo la  ordenación a la prole mira a ésta como a su fin: radical -en su inicio-, y  potencial -en su logro-Ahora bien, la prole es personal. La consideración de  esta dimensión personal de la prole ilumina y concreta el ejercicio y la  actualización de la ordenación a ese fin. Por eso, porque la prole son  personas, la relación de sus padres con ella no puede suspenderse con el nacimiento; por el contrario,  las necesidades básicas de los hijos –hasta la consecución de una autonomía  madura-, se constituyen en deberes  de los padres -ambos- para con ellos. A la vez, el ejercicio de la libertad y  la protección de los intereses de la propia prole queda limitado en su  ejercicio por la salvaguardia de los padres, en función igualmente del grado de  madurez 'reconocido socialmente. 
                                     
                                      En definitiva, la  ordenación a la prole exige el respeto y protección del proceso generativo desde el acto inicial por parte  de los padres, hasta el inicio de la madurez ·alcanzada por parte de la prole y  protegida por el ordenamiento jurídico. «Los padres -dice el C. 1136- tienen la  obligación gravísima y el derecho primario de cuidar en la medida de sus  fuerzas de la educación de la prole, tanto física, social y cultural como moral  y religiosa». Por tanto, en todo el proceso puede hablarse de un derecho deber específicamente interconyugal, independiente  del derecho -deber que  cada uno de los esposos contrae  con la prole concebida, y con la misma sociedad 20. 
                                      Conviene ahora referirnos  a la otra dimensión de la relación que constituye la estructura jurídica del  matrimonio, es decir, a la unión personal de los esposos. Aquí existe también  una radical exigencia de justicia,-el bien de los cónyuges- que se traduce  igualmente en un derecho, deber. Podemos decir que así como la anterior dimensión  de justicia expresaba la vida matrimonial como unión en las naturalezas, la que  analizamos ahora expresa la vida matrimonial en cuanto unión de las personas, y  viene a hacer común otros ámbitos vitales de los cónyuges en cuanto personas 21. 
                                     
                                      La comunión de personas  instaurada por la relación esponsal -por el hecho de hacerse y ser esposos-  origina de ordinario una particular comunidad en la vida de ambos cónyuges. Es  decir, constituye en común, como algo debido, ciertas necesidades y actividades  en cuanto están conectadas con el desarrollo de la vida matrimonial. 
                                      Por ello cada uno,  respecto al otro, tiene la obligación de atender y servir -como algo propio-  determinados aspectos de su vida... y de, be comunicar y contar con él para los  aspectos correspondientes de la vida propia. Se trata en definitiva de entender  que la unión de los esposos otorga un título jurídico de coparticipación en lo  conyugable. De ahí se derivan las obligaciones y derechos ya estudiados acerca  de la ordenación a la prole; pero de ahí se deriva también la obligación y el  derecho de participación en el desenvolvimiento vital del otro cónyuge en  las demás dimensiones de su conyugalidad. Este derecho, deber puede entenderse  en clave de comunicación, atención y servicio. 
                                     
                                      Ciertamente no resulta  fácil determinar el alcance jurídico de  este  deber. Por una parte es evidente que las circunstancias desempeñan -o pueden  desempeñar, por lo menos- un papel importante en su determinación. Por otra  parte, es claro que el mínimo requerido debe referirse a las necesidades  básicas. Tal vez puede señalarse que debe comprender: en cuanto  a los bienes materiales, en primer lugar la atención de lo imprescindible  -nutrición, alojamiento, sanidad-; y en segundo lugar, el deber de tener en  común -en cuanto al uso- los bienes propios de cada uno que de por sí son  comunicables o participables. En cuanto a los bienes inmateriales, referentes a  prestaciones personales, este deber abarca la comunicación -el hacer común- de  las actividades y circunstancias insertas en la vida conyugal, en términos de  compañía y apoyo. De ahí que pueda resumirse como la obligación -y el derecho-  de poner en común lo propio, de tomar como común lo del otro, y del servicio a  su bien... todo ello en la medida en que sea comunicable, participable, y venga  modalizado por la dimensión de complementariedad intrínseca a la relación  matrimonial. 
                                    V. El matrimonio y la vida matrimonial 
                                      Al tratar de esta  cuestión, no podemos perder de vista que estamos contemplando el matrimonio  desde la perspectiva formal del derecho: el canon 1135 establece: «Ambos  cónyuges tienen igual obligación y derecho respecto a todo aquello que  pertenece al consorcio de la vida conyugal». Es patente que la unión  matrimonial comporta también unos deberes morales: no hay más que pensar en el  matrimonio como una de las concreciones de la vocación cristiana; como una  particular vía de realización de la llamada a la santidad de cada fiel 22  Pero el tema que ahora nos ocupa trata de los derechos y deberes jurídicos que  comprende el vínculo constitutivo de la relación matrimonial. 
                                     
                                      Es necesario recordar que  no existe identidad entre matrimonio y vida matrimonial. Como puro hecho  vital, la vida llamada quasi-matrimonial  puede existir sin el matrimonio: piénsese en una unión estable  de hecho, o -más aún- en un matrimonio putativo. 
                                      También ocurre el fenómeno  inverso: puede existir un verdadero matrimonio con una reducción muy importante de la posibilidad de realización  de la vida matrimonial. Este supuesto puede tener lugar tanto por motivos  voluntarios -como la abstinencia en el uso del matrimonio-, o por la separación  física, involuntaria o no -por motivos  laborales, de salud, de abandono, de emigración, de prisión, etc-, o por otro  tipo de imposibilidad real -matrimonio con un agonizante, o un condenado a  muerte, por ejemplo-. Ciertamente el matrimonio está ordenado a la vida matrimonial, que constituye el  medio lógico y ordinario para obtener plenamente los fines que persigue. Pero es cierto igualmente que el matrimonio goza de una  condición tal que es capaz de subsistir aun cuando se den vicisitudes como las  descritas, que interrumpen, reducen,  o hacen prácticamente imposible la vida matrimonial en algunos - incluso en todos-  sus aspectos. 
                                      Esta distinción apunta -  subraya- el hecho de que el matrimonio  en sí mismo reside en la condición de esposos, es decir, en las personas que  lo constituyen a través de una relación vincular. La relación de esposo dice  referencia, en efecto, a la persona -reside en ella-; la vida matrimonial en su  desarrollo dinámico, se refiere, en cambio, a la actividad de la persona: a sus actos. 
                                     
                                      En opinión de Hervada «los  fines y los bienes del matrimonio son elementos institucionales, esto es, de  justicia legal, o lo que es lo mismo obligaciones impuestas por la ley natural,  sin ser solamente deberes correlativos a los derechos conyugales» 23. Es  decir, aparecen como absolutos, como referidos al matrimonio mismo. En cambio, no  existe una obligación institucional e incondicional de este mismo orden,  en lo que se refiere al desarrollo de la vida matrimonial. Eso significa, a mi  entender, varias cosas. En primer lugar, que puede darse el matrimonio -el ser  esposos- sin vida matrimonial, o con una vida matrimonial reducida. En segundo  lugar, que esa limitación de la vida matrimonial puede provenir  de causas externas o incluso de la voluntad de los cónyuges. Pero, como se  puede comprender, eso no significa que no exista obligación de instaurar la  vida matrimonial, ni que los cónyuges puedan prescindir de ella a su arbitrio. 
                                     
                                      Lo que quiere decir es  que, debido a situaciones extraordinarias, puede haber motivos para que los  cónyuges tomen legítimamente una decisión de ese tipo. En cualquier caso, sin  embargo, desde el momento en que se instaura la vida matrimonial, las  obligaciones institucionales hacen efectiva su vigencia. 
                                      Así pues, el derecho-deber  de instaurar de hecho la vida matrimonial, aunque obviamente está  contenido en la relación matrimonial, puede depender, en parte, de la voluntad  de los cónyuges -, en cuanto a su ejecución, de otras circunstancias objetivas-  Este derecho-deber no está contenido como obligación institucional -propia de  la justicia legal: por razón del matrimonio mismo-, pero sí como derecho-deber  intersubjetivo -propio de la justicia conmutativa derivada de aquél- 24. De  ahí que sea suficiente la decisión de uno de los cónyuges para hacer operativo  ese derecho, para ponerlo en acto; y de ahí también que ellos -en cuanto  esposos- y no el matrimonio mismo, sean el origen de la realización fáctica -efectiva-  de la vida conyugal. 
                                      Por esta razón el  matrimonio no es hecho bueno por los actos propios que se siguen de la  vida matrimonial: pues ésta no le otorga su ser -ni su razón de bondad- El  matrimonio -el ser esposos es, y es un bien, por sí mismo, y la vida que de  ordinario lo desarrolla «es expansión y desarrollo de esa bondad del  matrimonio, sin ser esencialmente el matrimonio. Es su historia, su dinamismo.  Pertenece a su perfección segunda» 25. 
                                     
                                      Por esta misma razón los  defectos en la vida matrimonial, aun cuando provoquen fracasos, y aun cuando  sean motivados por la ausencia de virtudes, intenciones menos rectas, etc., de  alguno de los cónyuges -incluso anteriores al momento de contraer-, por sí  mismos no hacen nulo el consentimiento matrimonial. Los hechos no dicen  el derecho. Esas malas disposiciones de por sí no hacen al sujeto incapaz de  comprometerse en lo conyugal 26, ni pueden impedir el ejercicio  efectivo de su ius connubii. Me parece que este punto resulta de especial interés, por  ejemplo, a la hora de valorar los dictámenes periciales acerca de la incapacidad para asumir las obligaciones esenciales del  matrimonio (canon 1095, & 3), pues para quien no es jurista puede ser más  difícil tener claro el alcance de la distinción que hemos señalado. Será una cuestión diferente, en cambio,  cuando tales disposiciones hayan llevado al contrayente a incurrir en otro capítulo  de nulidad, como el dolo, -más frecuentemente-, la simulación"  total o parcial. 
                                     
                                      Otra consecuencia de la  distinción que hemos apuntado entre matrimonio y vida matrimonial estriba en  que no puede entenderse como obligaciones esenciales del matrimonio todos los  factores y elementos  propios de la vida matrimonial, sino aquellos que están contenidos en el vínculo · jurídico.  Es decir, aquellos que son debidos en justicia: y, por tanto, que se refieren a conductas externas mensurables en función de lo debido. Pues, como es  sabido, sólo éstas penetran en el ámbito del derecho. 
                                    VI. Fines y derechos y deberes esenciales 
                                      Recapitulando, podemos  decir que la esencia del matrimonio infacto esse en rigor reside en la  totalidad de la relación jurídica establecida entre varón y mujer en orden a los fines propios a los  que está orientada su mutua complementariedad. O, lo que es lo mismo, en el  varón y la mujer en cuanto esposos. 
                                     
                                      El principio formal de  esta relación está constituido por el vínculo jurídico que hace a los esposos  copartícipes y coposesores en lo conyugable. Ellos mismos, a su vez, se  constituyen como sujetos-como extremos- de la relación vincular. Y el contenido  jurídico de ésta concreta en derechos y deberes el despliegue necesario  de la exigencia radical de justicia derivada de los fines: pues como éstos  están inscritos como tendencias y a la vez se presentan como tarea -a partir de  la instauración de la vida matrimonial-, la posibilidad de su logro requiere  que sean exigibles determinadas pautas de conducta. Así, tales derechos y  deberes concretos se manifiestan como exigencias del desenvolvimiento dinámico  de los fines. Por ello en su inicio, en su aceptación radical por parte de los  contrayentes, no pueden estar del todo ausentes en la voluntad matrimonial:  pero sin embargo su consecución efectiva no afecta a la relación jurídica ya  establecida entre ellos. 
                                     
                                      En consecuencia, se puede  hablar de la ordenación a la prole y del bien común de los cónyuges como  exigencias de justicia insertas a radice en la esencia misma del  matrimonio; y de los derechos y deberes derivados de ellos -los referentes a la  prole, y el derecho a la comunidad de vida- como concreciones de esa  exigencia en el desarrollo vital del matrimonio. 
                                     
                                      De ahí que entendamos que  el bien de los cónyuges no es, stricto sensu, un elemento esencial del  matrimonio, sino un fin inseparable del otro que ordena tendencialmente a la  esencia y especifica –en parte- la misión de la vida conyugal. En cambio, en  sentido jurídico estricto, la comunidad de vida y amor vendría a ser una  concreción de conductas -exigibles en justicia- derivada de ese fin. Por eso si  alguien excluyera esa dimensión de justicia en su raíz, excluiría el  matrimonio mismo, porque estaría excluyendo el mismo fin del bien de los  cónyuges. Sin embargo, quien excluyera la concreción de ese deber estaría  excluyendo un elemento esencial del matrimonio: el derecho, deber a la  comunidad de vida. En este sentido, es obvio que cuando utilizamos este término  -comunidad de vida- lo hacemos con una acepción diversa a la que se emplea  cuando se usa para referirse al matrimonio en su totalidad, o a la existencia  de la convivencia matrimonial en su generalidad. 
                                    7. ¿Y los 'bienes' del matrimonio? 
                                      En cuanto a los tres  bienes tradicionales del matrimonio, parece una enumeración particularmente  feliz desde la perspectiva del análisis descriptivo del matrimonio 27,  Y también un resumen especialmente  apto para el desarrollo lógico de los procesos de nulidad. Desde esta óptica, puede  entenderse que en esta enumeración no se encuentre el bien de los cónyuges 28. De una parte es  más difícil su concreción en el derecho-deber de la comunidad de vida; y de otra parte  tal concreción -dentro de unos márgenes- puede variar más sensiblemente con el  transcurso de la historia y en el contexto de las diversas culturas. Por lo  demás, podría suponerse implícito el mismo bien de los cónyuges como el modo o condición de posibilidad y  desarrollo de los otros tres bienes. 
                                      Entrando ya en el análisis  de estos bienes, parece necesario, sin embargo, señalar que existe -a mi  juicio- una diferencia entre el bien de la prole y los otros dos bienes  tradicionales. En efecto, desde el punto de vista jurídico puede afirmarse que  el bien de la unidad -y fidelidad- y el bien de la indisolubilidad, imponen  restricciones: y restricciones referentes a terceros -prohíben conductas- Y eso  sucede porque precisamente vienen a delimitar los confines de la voluntad matrimonial: por eso también  son notas o propiedades, aunque esenciales, del matrimonio. 
                                     
                                      Por el contrario, el bien  de la prole se ordena, supuesta la vida matrimonial, a una conducta no sólo  positiva, sino también activa por parte de los esposos. Ya hemos visto, además,  que los deberes derechos  en relación con la prole potencial están directamente derivados de la radical  exigencia de justicia propia de uno de los fines del matrimonio. En este sentido,  entiendo que se trata de un bien de 'naturaleza algo  diversa a los otros dos: si bien, como la concreción del fin -su desglose en contenidos jurídicos, en conductas concretas-  es más fácil técnicamente, puede analizarse desde la perspectiva que  tradicionalmente se emplea con los otros bienes. Sin embargo, por el motivo que acabo de  exponer, pienso que si alguien excluyera  de raíz toda posibilidad de prole, esta exclusión significaría el rechazo  del otro como esposo, padre potencial: y debería entenderse como una verdadera  simulación total, pues no se estaría simplemente aceptando algún mal para la  posible prole, sino negándose a darse y recibirse de modo esponsal. Para mí,  quien rechazara de modo total y absoluto toda posibilidad de relación conyugal  no estaría sin más excluyendo la prole, sino que estaría queriendo un tipo de unión  distinto de la comunidad conyugal y, por tanto, excluyendo el matrimonio mismo. 
                                     
                                      De modo paralelo, quien  rechazara toda relación interpersonal, estaría en el supuesto de simulación  total. En cambio estaría excluyendo el derecho a la comunidad de vida si  excluyera absolutamente alguno de los deberes básicos que ésta  comprende. Es cierto, con todo, que en este caso sería más difícil determinar  tanto el contenido subjetivo de lo rechazado -el elemento voluntario-, como el  mínimo requerido objetivamente para la instauración de la vida matrimonial: el  límite, probablemente está más cercano -más vinculado- a la exclusión del  propio 'bien de los cónyuges' y -en consecuencia  a la del matrimonio mismo. 
                                    VIII. A modo de conclusión 
                                      En resumen, pienso que  cuando se rechaza radicalmente la asunción de uno de los fines del matrimonio,  no se puede -a la vez-, estar queriendo el matrimonio; y se incurre en la  simulación total. Cuando no se rechaza radicalmente, pero se excluye alguno de los  derechos básicos a que tales fines dan lugar -y que están insertos en el  vínculo jurídico como su contenido propio- entonces se incurre en una  simulación - exclusión- parcial.  
                                    Y finalmente, cuando se excluyen compromisos  de conductas que no impiden la instauración de la vida matrimonial, sino que  son perfectivas de ella, entonces nos encontramos ante un supuesto  fáctico que no incide en la validez del matrimonio, si bien probablemente no  deje de tener incidencia en el logro efectivo de sus fines como tarea o misión  de ambos cónyuges. 
                                      Esta es, para mí, la  relación entre la estructura del matrimonio, la esencia, los fines, las  propiedades esenciales y los bienes. Otra cosa es que, en muchas ocasiones, se  utilicen los mismos términos para designar realidades con matices jurídicos  diversos, y en muchas otras se nombre a una misma realidad jurídica con  términos distintos. Lógicamente los términos pueden usarse con distintas  acepciones. Pero tengo para mí que si se delimitan bien los contenidos  antropológicos y la dimensión de justicia que se incluye en cada uno,  lograremos un diálogo más fluido y abierto y -sobre todo- más fructífero. 
                                     
                                      Por ejemplo, en mi opinión  los fines, como he señalado, son ordenaciones de la esencia, y por tanto los  que dan razón de su ser y de su bondad. Constituyen, junto con el vínculo  -principio formal de la esencia- la dimensión radical de justicia inserta en la  misma realidad. Y los elementos esenciales constituyen los derechos y deberes  que se derivan de esos fines y los concretan: derechos y deberes referidos a la  vida matrimonial -y que son efectivos supuesta su instauración- A estos  elementos se añaden las propiedades esenciales, que son rasgos o notas del  vínculo, pero que vienen igualmente exigidos por cada uno de los fines y su  interrelación. Sin embargo, si alguien sostiene que emplea el término elementos  esenciales de modo amplio, no tendría inconveniente en admitir como tales a las  propiedades. Del mismo modo al hablar de la comunidad de vida, de consorcio,  etc. -y del derecho a la comunidad de vida, al consorcio, etc- hay que aclarar  si se entiende por esos términos el matrimonio mismo, o su esencia, o uno de  los elementos esenciales: porque cabalmente estos tres conceptos -matrimonio,  esencia, elemento esencial-,  en sentido propio no pueden tener el mismo contenido.  
                                    Notas 
                                      1. Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium  et Spes, n. 87; cfr. J. 1. BAÑARES, El  'ius connubii', ¿derecho fundamental del fiel?, en «Fidelium  Iura» (Suplemento de Persona y Derecho), 3, (1993), pp.  233-261. 
                                      2. Un  desarrollo más completo de la base antropológica a la que aquí nos referimos  puede encontrarse en la ponencia acerca de «La estructura jurídica de la comunidad conyugal», que tuve ocasión de exponer en las Jornadas  organizadas por la Asociación Española de Canonistas en abril de 1994, cuyas  Actas se encuentran actualmente en prensa. 
                                      3. Como recuerda el c.  1057, & 2, por el acto de consentimiento «el varón y la mujer se entregan y  aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio»; y  este acto no puede ser suplido por «ningún poder humano» (c.  1057, & 1). 
                                      4. «Pues  es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con  bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación  del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su  suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma  familia y de toda la sociedad humana (Concilio  Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 48). 
                                      5. Por lo demás, toca  también al ordenamiento jurídico establecer las condiciones concretas que  -desde la misma realidad natural- determinan los confines del 'ius connubii' en  su desarrollo: las condiciones que configuran el libre ejercicio de la  capacidad de obrar -en materia matrimonial: los impedimentos- y las condiciones  mínimas que exige el propio acto de consentimiento. Como es lógico, no vamos a  detenernos en la explicación de estos aspectos y su  conexión con el derecho de la persona al matrimonio. 
                                      6. Cfr. E. Graziani, Essenza del matrimonio e definizione del consenso, en «La nuova  legislazione matrimoniale canónica. II consenso: elementi essenziali, difetti,  vizi , Citta del Vaticano 1986, pp. 25-33. 
                                      7. J. Hervada-P. Lombardia, El Derecho del Pueblo de Dios. Hacia un sistema de Derecho canónico.  III. Derecho matrimonial 1), Pamplona 1973, p. 181. 
                                      8. Ibid. 
                                      9. Sobre las  características del vínculo, cfr. J. Fornes, Derecho matrimonial canónico, Madrid  1990, pp. 172-173. 
                                      10. Cfr.  c. 1056, donde se subraya que tales propiedades «en el matrimonio cristiano  alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento». Como puntualiza el c. 1134, por el sacramento no  sólo se fortalece el vínculo, sino que también quedan fortalecidos los esposos  «y quedan como consagrados (...) para los deberes y la dignidad de su estado»; cfr. Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, 22-XI-1981, nn. 19-20. 
                                      11 Sobre la relación entre las  propiedades esenciales del matrimonio con su esencia y con sus fines, cfr. E. Molano, Contribución al estudio sobre la esencia del matrimonio, Pamplona 1977,  pp. 85-108. 
                                      12. Cfr.  J. Hervada, La 'ordinatio ad fines' en el matrimonio canónico, en,  'Vetera et Nova', Cuestiones de derecho canónico y afines  (1958-1991)>> 2, Pamplona 1991, pp. 295-390. 
                                      13.  "Esta íntima unión, como mutua  entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal  y urgen su indisoluble unidad» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n.  48). 
                                      14. Concilio  Vaticano II, Lumen Gentium, n. 11 
                                      15. «Paternidad  y maternidad son en sí mismas  una particular confirmación del amor, cuya extensión y profundidad originaria  nos descubren (...) La lógica de la entrega total del uno al otro implica la  potencial apertura a la procreación (...) ciertamente la entrega recíproca del  hombre y de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos,  sino que es, en sí misma, mutua comunión de amor y de vida» JUAN PABLO II, Carta  a las Familias, 2-lI-1994, nn. 7 y 12). 
                                      16. Concilio Vaticano II, Gaudium  et Spes, n. 48: inmediatamente se habla de la ayuda  y sostenimiento mutuos. En el n. 50 de la misma Constitución se  reitera: «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia  naturaleza a la procreación y educación de la prole», y a continuación se  refiere también a los demás fines. Sobre la relación entre los fines, con  especial referencia a los textos conciliares, puede verse A. Bernárdez Cantón, Compendio de Derecho Matrimonial Canónico, Madrid 1986, pp. 36-37; cfr.  también R. Llano Cifuentes, Novo Direito Matrimonial Canónico, Rio de  Janeiro 1990, especialmente pp. 69-91; cfr. igualmente A. De La Hera, Il diritto matrimoniale divino nel Codex Iuris Canonici del 1983, en .Studi  sulle fonti del diritto matrimoniale canónico», Padova 1988, pp.  87-104. 
                                      17. Tal deber no se refiere ya  exclusivamente al otro cónyuge, pues el efecto propio –al iniciarse el proceso  generativo- es una nueva vida humana: un absoluto en sí mismo, por tanto, que  se constituye como interlocutor válido -como sujeto- en el mundo jurídico; y  que se constituye además, en cuanto persona  humana, como fin mismo del bien común de la sociedad. El  hijo concebido, en conclusión, no es un bien propio, no es susceptible ya de ser elegido o rechazado: se  escapa a la posibilidad de opción de los cónyuges precisamente porque su  desarrollo está sometido a la necesidad de la naturaleza; y porque, debido a su  condición de persona, se posee radicalmente a sí mismo a través de su identidad  singular, y queda ya inscrito en la sociedad humana, aunque sea -en un primer momento-  a través de quienes lo engendraron. De ahí que no se pueda dejar de considerar  los derechos del nasciturus, y de ahí que el ordenamiento jurídico esté llamado  a protegerlo adecuadamente como un 'bien social' de primera magnitud: el bien de la riqueza  de la persona. «¡Sí, el hombre es un bien  común!; bien común de la familia y de la humanidad,  de cada grupo y de las múltiples estructuras sociales» Juan Pablo II, Carta  a las Familias, 2-Il-1994, n. 11). 
  18. Cfr.  Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 52. 
                                      19. Juan Pablo II, Carta  a las Familias, 2-Il-1994, n. 16; cfr. también Exh. Ap. Familiaris  Consortio, 22-XI-1981, nn. 36-41. 
                                      20. Con todo, hay que  hacer notar que de por sí los actos propios de la ordenación a la prole  constituyen un aspecto del amor conyugal, pero no lo agotan. Precisamente  porque por su origen están inscritos antes en el plano de la naturaleza que en  el de la persona -aunque no lo excluyen-, el matrimonio puede subsistir sin el  ejercicio de estos actos: y no sólo por las circunstancias externas, o por la  propia voluntad... sino también porque la misma naturaleza, en su  evolución, provoca el debilitamiento o la desaparición de la  facultad generativa. En el orden del amor conyugal, el acto matrimonial no es  necesariamente la expresión más plena y perfecta -como lo es en el plano de la  naturaleza- sino cuando está asumido y dirigido propia y directamente al bien de  la persona. Piénsese, por ejemplo, en la plenitud personal de vida conyugal que  puede existir en un matrimonio cuando los cónyuges llegan a la ancianidad. 
                                      21. «Este  amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a  persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona ... » (Concilio  Vaticano 1I, Gaudium et Spes, n. 49. Cfr. A.  Stankiewicz, L.:importance canonique de la communion conjugale, 
                                      en <Vátican 1I: bilan  et perspectives» 2, París-Montreal 1988, 231-245 (especialmente pp. 
                                      237-240). 
                                      22. Cfr. Concilio Vaticano  ll, Lumen Gentium, n. 11. "Casarse  -dice el Sumo Pontífice-se considera la vocación ordinaria del hombre, la cual  es asumida por la más amplia porción del pueblo de Dios» JUAN  PABLO ll, Carta a las Familias, 2-II-1994, n. 18). «El matrimonio no es,  para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio  para las debilidades humanas (...)  Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa  unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual  a espaldas y al margen de su hogar» (Beato J. Escriva De Balaguer, El  matrimonio, vocación cristiana, en «Es  Cristo que pasa. Homilías. 1», 2 ed., Madrid 1973, n. 23). 
                                      23. J.  Hervada, Obligaciones esenciales del matrimonio, en «Incapacidad  consensual para las obligaciones matrimoniales», ed. dirigida  por J. A. Fuentes, Pamplona 1991, p. 18. 
                                      24. Cfr. J. Hervada, ibid.,  18-19. 
                                      25. J. Hervada, ibid. 
                                      26. Excepto en el caso de  que las disposiciones y conductas de ellas derivadas hayan dado lugar  a una patología tal que afecte sustancialmente a  la libertad del contrayente:" en cuyo caso la causa de la incapacidad  residirá en la anomalía psíquica, y no en el supuesto de hecho que tal vez la provocó. 
                                      27. Cfr. U. Navarrete, Structura  iuridica matrimonii secundum Concilium Vaticanum II: momentum iuridicum  amoris coniugalis, 2 ed., Roma 1988, especialmente pp. 19-20. 
                                      28. Sobre esta cuestión  puede verse una propuesta reciente de C. BURKE, El 'bonum prolis' y  el 'bonum coniugum' ¿fines o propiedades  del matrimonio?, en «Ius Canonicum» 29, (1989), pp. 711-722. 
                                    Ius Canonicum XXXIV 68/2                                    |