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Incomunicación conyugal: el mutismo llega y el amor acaba

Resumen de la conferencia «Trastornos de la comunicación y conflictos conyugales» impartida en el Curso Anual para Padres de Familia de Colmenares A.C., celebrado del 29 al 31 de enero de 2002 en Guadalajara, Jalisco.

Autor: Aquilino Polaino-Lorente
Edición: Istmo, 265

 

Según una investigación que realicé hace unos años entre 5 mil mujeres casadas, de 27 a 55 años, 81% consideró que el principal problema conyugal era la incomunicación. Es verdad que los hombres hablamos menos que las mujeres, pero cualquier hombre habla más en la oficina que en su casa. El porqué es un misterio, aunque es un hecho que las personas necesitamos del diálogo; sin él nadie sería quien es.

Eso nos obliga a entender la vida humana como narrativa, una interacción con los demás que permite que nos conozcamos. La narrativa vital es algo tan sencillo como cuando alguien nos cuenta lo que le pasa o nosotros lo hacemos. Si la comunicación es fundamental para las personas a tal grado que sin ella no seríamos quienes somos, en el matrimonio es absolutamente necesaria, mucho más que en otra relación personal.

Esa narrativa debe estar fundada en la verdad de la propia vida, en la adecuación entre la realidad y lo que se dice entre el entendimiento y lo conocido, si no, no habrá relación alguna, mucho menos en las parejas, la familia y la entera sociedad. En ese contexto, el papel de la verdad es insustituible y primordial. Nuestra razón y entendimiento necesitan la veracidad, de lo contrario se atrofian.

Si los contenidos de la comunicación en el matrimonio palabras o gestos no son verdaderos, se abre paso al engaño, la manipulación y la mentira. Así, la primera condición para comunicarse es la veracidad. Al ser veraces, incluso gente de temperamento bravo que probablemente causen pequeños conflictos, los problemas se resolverán siempre. Sin veracidad da igual si se habla mucho o poco; es más, cuanto más se hable, peor: aquello terminará mal.

No hay que olvidar que, en general, la mujer está más predispuesta a comunicarse. Su hemisferio izquierdo procesa la información verbal más rápidamente que el varón, y su habilidad y competencia lingüísticas son también más fluidas. Él no es así, pero debe intentarlo, de lo contrario el ensamblaje hombre-mujer no funcionará.

Hablar exige otra operación muy importante: la de escuchar, una actividad agotadora que, lejos de ser pasiva, implica atender al otro, salir y olvidarse de sí mismo para poner los cinco sentidos en lo que nos dicen; atender, acoger y entender.

Comunicación con cuerpo y alma 

Hay dos niveles de comunicación: el verbal y el no verbal. Gracias a la palabra ese regalo inmenso e inconmensurable que tenemos los seres humanos uno participa su intimidad a otra persona, además de trasladar complejos contenidos de conciencia, sin apenas gastos de energía.

El otro nivel es el de los gestos. Aunque la palabra es más abstracta, más racional y conceptualmente más rica, rápida e imprescindible, la comunicación gestual no se queda atrás, pues transmite mejor las emociones. En este sentido, es más rápida que la verbal y sus matices de intimidad son inefables. Un abrazo, un beso, una caricia, dicen más que mil palabras porque trasladan y modifican nuestras vivencias de un modo imposible de decir para ellas.

Sin embargo, lo verbal y lo gestual no están enfrentados; al contrario, marchan y se apoyan simultáneamente. Si hay tanta diferencia entre el lenguaje verbal y el escrito, es porque al primero lo apoyan los gestos. A veces decimos más con dos miradas que con todo un discurso.

Incluso, cuando intentamos manipular a otro con muecas falsas, teatrales, usurpadoras de la verdad, el engaño se advierte enseguida: la comunicación gestual dice lo contrario de lo que decimos con palabras. Muchos conflictos en el matrimonio suelen iniciarse con engaños como esos. Veamos ahora los trastornos más frecuentes en la comunicación conyugal.

Indiferentismo

La indiferencia es no escuchar ni atender a los demás como personas, meterse en una concha, cerrar las puertas, decir sólo «sí», «probablemente», «quizá». Y nadie merece ese trato. La dignidad y el respeto de cada persona exige ese plus diferencial que singulariza a cada persona. Valdría más el insulto, porque significa que la persona aún nos importa.

Cada uno es único, irrepetible, insustituible, incognoscible, impredecible, inabarcable; y tratar a alguien con indiferencia es destruir todos esos valores personales. Si alguien quisiera asesinar el amor humano por una vía rápida y fulminante, le bastaría introducir la indiferencia en esa relación.
 
La indiferencia conyugal se vive de muchas maneras. Una muy frecuente es confundir los niveles de conocimiento o epistemológicos. Por ejemplo, él siempre besa a su mujer antes de irse al trabajo. Un día ella le retira la mejilla porque la noche anterior no se pusieron de acuerdo en qué iban a hacer el fin de semana con sus hijos, está enfadada Eso, además de indiferencia y desprecio, es injusto, lo miren por dónde lo miren.

El problema es que ella está enojada porque no sabe qué hacer el domingo. Ése es un nivel, pero la manifestación de afecto de su marido pertenece a otro. Tal actitud, inaceptable por dónde se vea, puede desencadenar dudas en el cónyuge. «A lo mejor es que no me quiere, está muy rara. ¿Y si le gusta alguien más joven que yo?» Las consecuencias de la negación y el rechazo de un afecto pueden ser desastrosas hasta conducir a la destrucción del matrimonio y la familia.

No se deben confundir los niveles epistemológicos de los diversos ámbitos en las relaciones interpersonales. Por ejemplo con los hijos. Si sólo se les exige, el riesgo de destrozarles la vida es muy alto. Es muy distinto decir a un hijo que va mal en la escuela: «Es que tú tienes que estudiar más, porque eres un sinvergüenza: eres muy listo y no estudias. Además te voy a ayudar. Me he venido antes del trabajo». Y más tarde se le dice: «No te cambiaría por ningún hijo del mundo. Simplemente porque antes de nacer ya te quería». Exigen pero quieren.

Dependencia afectiva

Surge por dos errores conceptuales. Primero: «la afectividad es un pastel que se reparte hasta que se acaba». Esto es falso. Un matrimonio con 12 hijos puede quererlos a cada uno con la misma o mayor intensidad que si tuviera solo uno. Segundo: «yo valgo por el cariño de los demás». Esto es falso también; cada persona vale por sí misma, independientemente del cariño de los demás.

Todas las personas somos interdependientes y nuestras relaciones las pasadas, presentes y futuras son muy importantes para cada uno: amigos, enemigos, antepasados, padres, familiares, profesores, compañeros, empleados, superiores [1]. Pero es una dependencia libre: reconozco, como cualquiera, que quiero querer y quiero ser querido; ejercer ese derecho libremente es normal.

Sin embargo, hablamos de dependencia afectiva cuando alguien no quiere ni sabe querer y sólo aspira a ser querido. Su necesidad de afecto es patológica, no puede hacer nada sin la persona que desea que la quiera. Es capaz de prostituirse con tal de conseguir una migaja de ese afecto. Y la unión marido-mujer no significa dependencia afectiva, sino al contrario.

Hay muchos matrimonios que se rompen a causa de una alta dependencia afectiva. Al menos en España, es muy frecuente que la mujer no rompa el vínculo con su madre. No olvidemos lo que afirma la Biblia: «hay que abandonar al padre y a la madre, para que los dos se unan y sean una sola carne». En la jerarquía de los afectos, la mujer y el marido deben estar antes que los padres. Y no hay razón para que se lesione la justicia ni piedad hacia ellos. La ayuda, la compañía y las obligaciones y responsabilidades para con los padres no son incompatibles con el matrimonio. Pero no debe haber dependencia de ellos.

Si los padres no deben saber lo que pasa en casa de sus hijos, mucho menos lo que pasa en la intimidad del matrimonio. Cuando después del viaje de novios la esposa cuenta a su madre lo que pasó, casi habría que aconsejar al marido el divorcio. Lo que ha ocurrido dentro del matrimonio pertenece por igual a los esposos y a nadie más. Si uno de ellos rompe ese misterio humano está robándole la intimidad al otro y arrojándola a la calle.

La dependencia suele ocurrir en uno de los dos niveles siguientes: 1) de uno de los cónyuges con respecto a su familia de origen; y 2) de uno de los cónyuges respecto al otro.
 
Un ejemplo del segundo defecto es lo que sucede cuando una mujer llama al marido al trabajo a las 11 de la mañana y le dice: «Oye, se fue la luz, ¿qué hago?». A las 12 vuelve a llamar: «No sé qué hacer de comer». A las dos horas: «Ya están listos unos zapatos que me arreglaron pero no puedo ir sola a recogerlos, acompáñame». Esa mujer no es una esposa, es una niña que necesita estar en una guardería infantil. Los maridos adultos necesitan mujeres adultas y viceversa: personas libres, autónomas, que quieren porque les da la gana, que quieren más allá de la necesidad de ser queridos.

Un querer esclavo e impuesto no sirve. ¿Se puede obligar a alguien a que quiera a otro? ¿Puede el Estado decretar una ley obligándome a que yo quiera cinco veces más a Mengano o a Fulana? Lo bueno del querer es que es libre, porque es un regalo y se hace a quien nos da la gana.

Por si fuera poco, en un matrimonio es imposible que ambos quieran por igual, como tampoco manifiestan del mismo modo el afecto, ni sus corazones son los mismos corazones, ni experimentan los mismos sentimientos, y eso poco importa; cada uno quiere al otro tanto como puede. Ése es el amor humano.

Apropiación posesiva

Sucede cuando uno de los cónyuges trata al otro como una cosa que le pertenece. Cierto, en el matrimonio hay una donación, él es de ella y al revés, pero no como si se tratase de una cosa, de por ejemplo un reloj. La donación y el compromiso conyugales son libres. Los dos deben respetar el ámbito de autonomía y libertad personal natural de cada uno.

Incluso, ver al cónyuge como cosa deviene en aberraciones como la violación dentro del matrimonio. Porque la mujer es libre y, aunque se ha dado en cuerpo y alma a su marido, no está obligada a tener relaciones sexuales con él si hay una causa razonable, proporcionada y grave para negarse a ello.
 
Si no existe una causa y la mujer no explica por qué no, y sistemáticamente dice que no, tampoco hay que forzarla, en ningún caso deben forzar. La solución, de nuevo, es hablar, en este caso sobre la sexualidad conyugal.

Siempre que se produce una violación es porque antes no se trató a aquella persona con respeto. Ése es un buen indicador: cuando en la intimidad matrimonial no hay respeto mutuo, la violación está cerca. Y la mujer tiene tanto derecho a las relaciones sexuales con su marido como el marido con ella. Y hay maridos muy meritorios que, en cuanto ven en su mujer ciertas insinuaciones, la satisfacen aunque no tengan ganas de nada. Eso es saber querer.

Desconfianza

No podemos querer a alguien si desconfiamos de él. Vigilar, hurgar, revisar al cónyuge y sus pertenencias son signos inequívocos de desconfianza, que a veces produce cuadros auténticamente paranoicos, de muy difícil tratamiento psiquiátrico.

La desconfianza consiste en escuchar al otro con la firme convicción de que me está engañando; y si hablamos con tan poca precisión, pensar que nos están engañando continuamente. Si uno se siente engañado busca confirmar la veracidad del engaño. Por eso empieza a vigilar, a sospechar. Y esto se repite lo mismo una y otra vez.

Cuando una persona se siente vigilada empieza a desconfiar de quien la vigila. Entonces la desconfianza se vuelve recíproca y el amor se acaba: a alguien que se acosa y espía, nadie en su sano juicio le regalaría su vida. La desconfianza puede darse en muchos ámbitos: económico, educación de los hijos, relación con los abuelos y los suegros, amistades, negocios, profesión, trato con compañeros, etcétera. En todos ellos hay casi siempre una mala comunicación previa.
 
Independentismo

Una vez casados, hombre y mujer se han dado recíprocamente, pero en algunos casos resulta que cada uno desea seguir siendo independiente. Esto ocurre más en las parejas no casadas. Me detendré especialmente en este ejemplo, porque ilustra muy bien el problema de fondo, que es el miedo actual a ejercer la libertad.
 
La libertad da miedo porque supone renuncia y compromiso.

Al elegir a una persona como pareja se renuncia a todas las demás y al amor de cualquier de ellas. Casarse implica tomar la propia libertad y comprometerse con otra persona, queriéndola hasta donde cada uno puede. Una vida sin libertad se vuelve basura, desamorada, arruinada, empobrecida, aislada, solitaria, estúpida y frustrada.

La renuncia es mucha cuando elegimos, pero una vez dado el paso hay que ir a por todo. Si se eligió a alguien no hay que pensar en nadie más, sino vivir todo lo que se pueda con esa persona, unirse hasta que se rompan los huesos de los dos: un solo sentimiento, una sola cabeza, un solo corazón. Entonces valdrá la pena la renuncia que se ha hecho.

Los independentistas «eligen», pero no se comprometen porque renuncian sólo en parte. Algunos incluso eligen no elegir: renunciar a todo sin elegir nada. Y eso los convierte en nada, porque no existe compromiso alguno con nadie.

Cuando la libertad se compromete, crece; cuando se teme al compromiso o la renuncia, decrece. Quienes huyen de ella se convierten en esclavos de sus temores y, por tanto, en personas sin libertad. ¿De qué sirve una persona sin libertad? ¿Puede amar si no es libre? ¿Puede ser amada? ¿A eso se llama independencia, racionalidad, madurez?

Esto también sucede en los hijos que no se marchan de casa. Todos debajo del «paraguas» de papá y mamá, que sufren a causa de sus hijos malcriados: ganan su dinerito y no dan nada, y a cambio tienen asistencia, cama, ropa, comida, teléfono y a los 30 años todavía no se han independizado de los padres. Ésos no son hombres ni mujeres, son adolescentes maleducados.

La libertad está para gastarla, para comprometerla. Cuanto más la comprometemos más libres, más opciones, más posibilidades y más madurez. Conviene no equivocarse cuando uno elige, ciertamente, pero no hay que temer elegir.

Una atención especial merece el asunto del miedo en el matrimonio, porque el temor es incompatible con el amor. La mejor forma de llegar a una neurosis es someter a alguien simultáneamente al temor y al amor; a la repulsión y a la atracción. Es como una persona que corre a un lado y regresa, corre y se para y vuelve a correr en la dirección anterior.

Por eso es muy importante el primer año de la vida conyugal. En esa etapa ambos están aprendiendo a convivir, a adaptarse y habrá bastantes discusiones. El temor sobreviene en las situaciones de descontrol, cuando discuten algo y ella grita, él la insulta, ella grita más y él le da una bofetada. Gritando no se resuelve nada, sólo que se quedan afónicos. Puede haber grandes discusiones, pero sin gritos; así se evita esa helicoidal de la violencia que acaba en el temor. Cuando una mujer ha recibido dos bofetadas hará cosas por temor a recibir la tercera o abandonará a su pareja. Ahí se han roto muchas cosas, como respeto, confianza, sinceridad, veracidad y la comunicación entre ellos acaba en fingimientos; viven como si estuvieran de visita.

Infidelidad

Esto no es de hoy ni de ayer, viene de antiguo. Y en México hay mucha, incluso más que en España. Se trata de un problema delicado, que también tiene que ver con la comunicación conyugal.
 
La crítica actual a la fidelidad puede sintetizarse en una pregunta: ¿cómo comprometerse para siempre con otra persona, si la vida es incierta y está llena de cambios? Contra esta postura hay dos argumentos. Primero, la existencia de los valores que se desprenden de las exigencias propias del amor humano. Segundo, la persona es el único animal que puede prometer y cumplir lo prometido. Analicemos los dos argumentos.

La exigencia de los valores

Las propiedades del amor natural son unidad, exclusividad y eternidad. De ellas se deriva la exigencia de la fidelidad al cónyuge. Alguien podría decir «eso es para los católicos», pero no se trata de un asunto de religiones. El matrimonio católico adoptó esas características porque son las propiedades naturales que caracterizan al amor, no por invento de unos curas.

Por ejemplo, una pareja de novios cualquiera, únicamente quiere estar uno con el otro, a solas (no con la amiga ni el hermano), y siempre. Eso significa exclusividad y unidad. Porque si él le dice a ella, «Oye, Rosi, fíjate que voy a Cancún con mi prima y dos amigas de ella y naturalmente voy a salir con las tres. Lo digo para que no te enojes», podemos imaginar lo que sentirá ella.

Además quieren estar juntos siempre. «Siempre» es una palabra muy fuerte, porque en cierto sentido es un referente e implica a la eternidad. Pero como aún son novios no están siempre juntos, y sufren cada separación, aunque sólo se trate de cuando él la deja en su casa. Tratan de estirar el tiempo en la puerta, la despedida se alarga y ninguno de los dos quiere decir adiós. Eso es la eternidad, ese «siempre» que buscan los enamorados. La fidelidad es un algo natural en la relación amorosa marido-mujer, porque aglutina las tres propiedades del amor natural a las que antes se aludió.

La incertidumbre y el cambio

Es un hecho que la vida da muchas vueltas y está llena de vicisitudes que podrían condicionar a alguien a que fuera infiel. Pero también es un hecho que hay algo que, a pesar del cambio, permanece en el ser humano: la identidad personal, lo que en cada uno, más allá de todos los cambios, no ha cambiado jamás. Sin ella no se puede ser persona ni se puede tener salud psíquica. La palabra empeñada y su cumplimiento es signo de nuestra identidad.

Sin embargo, pasar de la teoría a la práctica no siempre es fácil y los casos de infidelidad, lamentablemente, se dan con no poca frecuencia. La única solución es evitarlos. Para eso toda prudencia es poca. Nadie que desee ser fiel a su mujer se va a tomar un whisky con su secretaria, después de un día de trabajo intenso. Porque acabará contándole los conflictos con su mujer y percibirá a la secretaria como muy guapa, muy atenta y muy comprensiva. Luego, los whiskys serán cada 15 días, y más tarde todos los días, hasta que se enamoren.

También conviene hablar de fidelidad antes de casarse. A ambos debe quedarles muy claro que una relación extra-conyugal supondría casi el finiquito del matrimonio. Una vez casados, cuando alguno de los dos tenga sospechas fundadas, habrá que exigir. No vale hacer la vista gorda. A veces la mujer consiente, se calla. Hace mal, su obligación no es ser una esclava. Ella es tan libre, adulta y responsable como el marido. Ella no tiene por qué consentir eso al marido, y viceversa. Tenemos que prevenir lo que no debe ocurrir en una pareja, para nunca llegar a la infidelidad.

Que existe el riesgo, sí, pero hay que atajarlo y resolverlo; lo ideal es prevenir la infidelidad, pero si uno de ellos llega a ella habrá que perdonar, olvidar, empezar de nuevo.
 Si la prevención no ha funcionado y alguno de los cónyuges ha sido infiel, la situación es más complicada. En algunos casos se admite la infidelidad, pero esto exige mucha madurez por parte de ambos. Entre los dos vive una tercera persona que siempre se interpone y los separa en la cabeza y en el corazón. Luego sucede que no hay prudencia y empiezan las preguntas: «¿Y qué tal el otro?, ¿y en la cama?». No hagan preguntas, no contesten.

El problema no tiene más que dos soluciones: el perdón y el olvido. El perdón es el don al cubo. La donación a la enésima potencia. Dar algo que no se debe es un regalo. Perdonar es más que regalar, porque es suprimir, tachar, aniquilar, diluir, romper, aplastar, extinguir la ofensa que se nos ha hecho (lo que tiene que ver no con la gratuidad del regalo, sino con la justicia). Y es el mayor regalo del mundo, el regalo por antonomasia. Pero hay que hacerlo bien.

Muchas mujeres dicen «Yo perdono, pero no olvido». Eso es falso. Si no se olvida no se perdona. El perdón exige luchar contra la memoria y olvidar. A no ser que cada vez que se recuerde se vuelva a perdonar, pero eso es mucho más difícil. No se puede vivir con el recuerdo de la persona que se puso entre ellos, evocándola de continuo. Eso es un infierno, causado casi siempre por la falta de generosidad para perdonar. En México hay mucho por avanzar en este terreno. Porque la mujer quiebra su alma recordando, reviviendo la infidelidad del marido. Y da igual que haya perdonado al marido, y que el marido quiera luchar para seguir siéndole fiel a partir de ahora a su mujer, si ella ya está en un sin-vivir que no tiene solución. Sea generosa, perdone, olvide.

«¿Y si después de que incluso he olvidado me la vuelve a jugar?» Pues él por esa puerta y usted por aquélla. Separación. Y eso debe estar claro antes de casarse. La primera causa de divorcio en el mundo es la infidelidad conyugal. No importa si es testigo de Jehová, agnóstico, hijo de su madre y de su padre, filisteo con pimienta, cualquier raza o religión. Ésta es la causa número uno. Da igual, es lo que sucede en todas las culturas. Lo que quiere decir que el amor humano natural exige fidelidad.
 
En los casos que me han consultado y escuchado en México, se ve que la incidencia de ese tema en la sociedad mexicana es lamentablemente muy alto. Hay que ponerle remedio. ¿Se han metido en la cabeza de un niño de 11 años, que sabe que su padre es infiel? ¿Se han metido en el corazón de una niña de 15 años, que se ha enterado en la calle que su padre es infiel? ¿Saben que eso puede cambiar la vida futura de los hijos para siempre? ¿Vale la pena un orgasmo de tres horas a cambio de esto? Ordinariamente no es tan bruto como esta pregunta, sino que hay una rampa ascendente: una caricia, un afecto; «ella me valora, mi mujer no»; «este señor es muy tierno, mi marido no»; «la otra me grita, ésta no»; «él me escucha, mi marido no me comprende».

En cualquier caso, también hay que afirmar con toda veracidad que hay, afortunadamente, miles de matrimonios que son fieles. A mí me enfada mucho que en las páginas de los periódicos salga este tema y se amarillea la noticia con estadísticas fingidas, falsas, no veraces, ineficaces, y que además dejan a la condición humana por debajo de los animales.

¿Secretos? Nunca

Hemos visto los trastornos más frecuentes en torno a la comunicación conyugal. En la mayoría de los casos, éstos se dan paulatinamente; no llegan de golpe sino que van precedidos de pequeños vicios que deben evitarse.

En muchas parejas se guardan secretos, a veces con buenas intenciones ahorrar, para una posible emergencia, sin que el otro se entere, pero en ningún caso es bueno tener reservas con el cónyuge, mucho menos en cuestiones que a ambos atañen.

Al hacer pequeñas trampas en la comunicación, todo el lenguaje se volverá un engaño. Si eso sucede, la amenaza de divorcio está muy cerca. Y además no avisa, sino que un buen día por la mañana empiezan a desaparecer cosas y maletas y ya se separaron.

Es lamentable la pequeña y pobre cantidad de tiempo que dedican los matrimonios a conversar entre ellos, mucho más si se compara con lo que hablaban antes de casarse. Muchos cónyuges no se conocen ni hablan de ellos; no comparten lo que son, sino que sólo se refieren a asuntos accidentales. La comunicación suele ser abstracta o, en el mejor de los casos, funcional: «¿Me pasas el aceite?», «¿Cerraste la persiana?», «Ya hablé con el tutor de los niños». Eso no es hablar de «tú y yo»; y es primero hablar de eso antes que del tutor de los hijos.

Los cónyuges, sobre todo los varones, deberían preguntarse qué han platicado con el otro que sea de verdad íntimo. Por lo general no le han contado nada. Han dicho: «Buenos días», «¿Qué tal te ha ido en la oficina?» «Mucho trabajo». Y si un esposo se topa con un amigo en un bar tomándose un whisky, ¡le cuenta la Traviata!: que hoy tuvo un conflicto interior porque dudaba si ponerse los calcetines negros o rojos; si se ponía los rojos su mujer le reclamaría porque no le gustan con ese traje, etcétera. ¡Se lo está contando a un amigo en un bar! ¿Por qué no contárselo también a su mujer?

Lo más importante en un matrimonio es la verdadera comunicación, hablar de la intimidad de ambos, como en el noviazgo. No hay que permitir que ese tipo de comunicación se acabe.
 

[1] La relación más importante es la que el hombre tiene con Dios, sin eso, el hombre no sería quien es, sin las demás relaciones tampoco.


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