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Entretejer biografías: la tarea del orientador

Tras acudir a un mediador familiar, muchos esposos han encontrado el camino para superar las dificultades y salvar su matrimonio

Marta Pedraz y Enrique Carlier
Palabra N° 579
Año: 2011

Mientras el gobierno del Reino Unido elabora actualmente un proyecto para potenciar la familia, aplicando una tasa sobre el divorcio de manera que esta sea la última opción ante una crisis matrimonial, en España los Centros de Orientación Familiar (COF) constituyen hoy casi el único ámbito donde se trabaja eficazmente para evitar las rupturas matrimoniales. El 80 % de los matrimonios que acuden a los centros de orientación familiar de la Iglesia logran salir a flote.

La orientación familiar es una disciplina terapéutica, con técnicas y métodos específicos, que trata de ayudar a las parejas y a las familias a superar las dificultades, a sanar las disfunciones relacionales y a fortalecer sus vínculos. Esta labor, cada día más urgente, evita la quiebra de muchos matrimonios (según los últimos datos del Consejo General del Poder Judicial, las rupturas aumentaron un 2,5% en 2010).

El trabajo del orientador consiste en conocer la forma en la que las personas se relacionan, el tiempo que se dedican, los valores que comparten y aquello que necesitan aprender y modificar en orden a recuperar el camino matrimonial. Para el orientador, los pacientes no son sólo las personas; también los son la pareja y la familia. El foco de su trabajo son esas relaciones conyugales, parentales y filiales.

Restañar heridas

No hace mucho recibí en la consulta del Centro de Orientación Familiar a Ana y Pedro (los nombres son ficticios), un matrimonio joven, padres de un niño de dos años y de un bebé recién nacido. Pedro se había marchado de casa porque “ya no podía más”. Ana y Pedro tuvieron un noviazgo maravilloso y se casaron enamoradísimos, pero tras tres años de matrimonio la convivencia “se había vuelto imposible”. Pedro estaba harto de enfados, de broncas y de someterse a las exigencias de Ana si quería tener el día tranquilo. «Trataba de quedarme en el  trabajo hasta tarde para llegar a casa justo a la hora de cenar y ahorrarme así el "¡acuesta al niño!", o el "¡nunca estás cuando te necesito!" y toda una retahíla de quejas». Ana, por su parte, esperaba que Pedro se diera cuenta de  todo lo que ella hacía por él, por sus hijos y por la casa. Él no se sentía valorado y ella no se sentía comprendida. El amor que se tenían al casarse se había perdido por el camino. No se veían ya capaces de ser felices y les aterraba seguir destrozándose el uno al otro.

Crisis necesarias

El problema de muchas parejas es que están acostumbradas a entender el dolor como síntoma de enfermedad, cuando tiene también otros significados: el dolor puede ser un mensaje. Al bebé lactante, por ejemplo, le duelen las encías porque al poco le saldrán los dientes y podrá masticar. También al adolescente, que crece a estirones, le duelen las piernas. Crecer o comenzar una nueva etapa vital a veces duele. Pero el dolor es tantas veces necesario para llegar al desarrollo humano al que la persona está llamada.

Y en la relación conyugal ocurre lo mismo: para lograr un matrimonio pleno y maduro es necesario recorrer un itinerario preciso, atravesar las distintas etapas por las que transcurre el ciclo de la vida conyugal: noviazgo, boda, llegada de los hijos, adolescencias, llegada de los hijos “políticos”, el vaciamiento del “nido”... Y con frecuencia estos cambios de etapa se traducen en crisis que conllevan dolor y sufrimiento.

Sentimientos cambiantes

Otro caso frecuente es el de Asun y Javier. Al conocerse, ella vio en él un reto: alguien a quien «podía ayudar a mejorar». Tras el nacimiento de su hija, el matrimonio experimentó un rápido deterioro. Él no había querido ser padre y se sintió traicionado y abandonado por Asun, porque ella sólo tenía ojos para la niña y le exigía que madurara. Y Asun ahora no se sentía tan dispuesta a ayudar a su marido.

 “Ya no siento lo mismo”, “ya no estoy enamorada”, “no sé si le amo”, “no soy feliz”. Son expresiones habituales en las primeras entrevistas, porque se ha generalizado la idea de que el sentimiento o se tiene o no se tiene, y no se puede forzar.

Sin embargo, amar no es sentir; amar es querer, lo cual implica voluntad y acción. El trabajo del orientador comienza precisamente afinando las expresiones, ayudando a los esposos a comprender que son los actos de amor los que inspiran los sentimientos y retroalimentan la entrega.

Para ayudarles a trabajar con los afectos, las parejas se llevan tareas a casa. Les prescribimos detalles de cariño, pequeños gestos de amor…, en la línea del conocido el slogan de la marca Nike: “Just do it: hazlo”.

Si los hijos no llegan

Carmen y Alfredo habían pasado los primeros años de su matrimonio posponiendo el momento de tener hijos. Cuando Carmen sintió que “el reloj biológico no se detenía” convenció a Alfredo para, por fin, abrirse a la vida. Pasaron dos años y los niños no venían. Finalmente, decidieron someterse a un tratamiento de fertilidad. Cuando llegaron al COF llevaban tres intentos fracasados, reproches mutuos y grandes dosis de amargura y frustración. “No me siento su mujer, soy como una vaca y todo porque he esperado demasiado”, comentaba desanimada Carmen. Alfredo, por su parte, se sentía “como un semental”. Tuvimos varias sesiones individuales alternándolas con las de pareja, porque el deterioro personal era notable. Poco a poco fueron tomando conciencia de por qué se amaban y qué debía pasar si los hijos no llegaban.

Mirar atrás y al presente

En cuanto empezamos a trabajar con una pareja, necesitamos mirar hacia atrás en el tiempo y conocer las características familiares, lugar en el que se establecen los primeros vínculos. Suele ocurrir que, al indagar acerca de los padres y hermanos, lo que denominamos “familia de origen”, los cónyuges suelen afirmar: «Mi familia, pues… es muy normal».  Pero, ¿existe en realidad un prototipo de familia sana y normal?

Lo cierto es que si un cónyuge considera a su familia normal, tendrá a la del otro, que es necesariamente distinta, como extraña o anormal. Ese pensamiento con respecto a la familia política suele anidar en la mente de muchos esposos. De ahí que se achaquen al marido o la mujer rarezas, gustos extraños o manías incómodas para la convivencia.

«Pues mi padre se pone la ropa que le elige mi madre, y siempre va estupendamente vestido», sentenciaba Ana. Pedro, que había salido de casa a los diecisiete años, no podía entender que «mi mujer trate de decirme lo que me tengo que poner como si fuera un crío».

En las sesiones de orientación se revisa el pasado y lo que ha ocurrido, pero trabajamos también el aquí y el ahora, para que en la convivencia no se pierda de vista que el otro no es el único proveedor de la felicidad conyugal, sino alguien que complementa la felicidad de uno, porque los decidieron en su día vivir conjugar la primera persona del plural, el nosotros.

Perfil del que acude

¿Qué tipo de personas acuden a un COF para una consulta de orientación? Son personas y parejas que sufren al atravesar situaciones muy difíciles. Por un lado, se ven ante la tentación de abandonar y de romper con todo; por otro, consideran que deben luchar por el matrimonio. Suelen tener amigos o familiares que les han aconsejado en una u otra dirección.

En cualquier caso, se trata de personas que necesitan que un profesional les confirme que sus problemas tienen solución, y les ayude luego a salir de aquella penosa situación. Unas veces se tratará de una crisis aguda, tal vez porque acaba de descubrirse una infidelidad o un engaño y es necesario llevar a cabo una “contención emocional”; otras veces será un dolor crónico ante una relación que no marcha.

Decía Kapuscinski que el comienzo de las guerras no lo marca el primer disparo con arma de fuego, sino un cambio del lenguaje. En efecto, en las parejas “que no funcionan” se instala el reproche y la queja, y se rompe la comunicación. En la consulta practicamos la expresión positiva de los deseos y de los anhelos; enseñamos a cambiar el «¡ya era hora!, llevo dos horas peleando con los niños y no puedo más y tú cada día más tarde» por el «¡qué alegría, ya has llegado; hoy estoy reventada y supongo que tú también, aun así me gustaría que me ayudaras!». En definitiva, aconsejamos a tratar al otro como si fuera la primera o la última vez que hablamos.

Reconciliación a la vista

Diego y Pepa solicitaron una mediación porque estaban decididos a separarse. Él había cometido una infidelidad y ella no era capaz de vivir con eso. Eran universitarios, con formación cristiana y padres de tres hijos adolescentes. Pertenecían a “buenas familias en las que todos se llevaban muy bien”… y esto era parte del problema: los padres de Pepa se habían separado cuando ella era adolescente. Ella no se sentía capaz de perdonar, ni tenía una referencia clara, un modelo a seguir. El principal argumento de Pepa y Diego para separarse era el supuesto bien de sus hijos: «No podemos evitar pelear delante de nuestros hijos; sufren muchísimo al vernos discutir, así que nos vamos a separar», argumentaban. No caían en la cuenta de que ningún padre está obligado a ser perfecto y a no perder los papeles alguna vez. No es tan preocupante que los padres discutan delante de los hijos; lo realmente preocupante es que no se reconcilien, que no se perdonen también delante de ellos. Porque ocurre que los padres discuten en público, pero la reconciliación siempre se produce en privado. Y así hurtan a los hijos un aprendizaje clave en la convivencia: que aunque los padres discutan, se acaban perdonando siempre. «Comprender es perdonar todo», aseguraba Tolstoi.

Estamos creados por amor y para amar. Estar casado y no ser feliz porque no se puede amar o no se es amado genera mucho sufrimiento, y hay que hacer algo para acabar con ese dolor. Nuestra sociedad civil invita a la separación, incluso a separarse “bien” acudiendo a instituciones de mediación familiar, por medio de acuerdos que eviten conflictos, sobre todo en lo referente a los hijos.

Evitar la ruptura

Pero las estadísticas son tozudas a la hora de resaltar las consecuencias nefastas de las rupturas matrimoniales. En febrero de este año la Union des Familles de Europa publicó los resultados de una encuesta realizada entre hijos adultos de padres separados o divorciados. Para el 88% de los encuestados, la separación de sus padres supuso “un seísmo”. Una vez superado el sufrimiento, algunos había aprendido a ser más flexibles o maduros, pero otros habían perdido la esperanza de alcanzar la felicidad en pareja. Otros, en fin, experimentaron depresión, anorexia o falta de confianza en sí mismos.

El 56% sintieron depresión, desmotivación y dificultades de concentración en los estudios y el 41% ha experimentado luego falta de confianza, parálisis, ansiedad e inestabilidad al afrontar su vida profesional.

Ayudarse a sí mismos

Sin embargo, si se aceptan y se gestionan las disensiones con la ayuda de profesionales, inteligencia y voluntad, se pueden modificar actitudes, se puede aprender a escuchar, a comprender al otro, a perdonarle, a entregarse y, finalmente, a ser feliz.

Ana y Pedro, Pepa y Diego, Asun y Javier, Carmen y Alfredo decidieron un día acudir a la consulta de un experto en orientación familiar para contar sus problemas conyugales y desde ese momento comenzaron a ayudarse a sí mismos en la superación de sus dificultades. En efecto, el 80% de los matrimonios que acuden a los COF de la Iglesia logran salir adelante.

Los profesionales de la orientación procuramos contribuir a sanar y reforzar el vínculo conyugal, tratamos de tejer la trama y la urdimbre del matrimonio, intentamos entrelazar de nuevo aquellas dos biografías con el hilo conductor que da sentido a la vida de la pareja: el amor esponsal.

 

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Cómo evitar el conflicto por la familia política
Enrique Carlier

Entre los motivos más frecuentes de disensión matrimonial se encuentra la actitud negativa de algunos cónyuges con respecto a la familia política. Es muy habitual, por ejemplo, que uno de los esposos se sienta molesto porque el otro llama demasiado a los suyos y considere excesivas las visitas a sus suegros. ¿Qué aconsejar a los cónyuges al respecto?

La Sagrada Escritura (Génesis 2, 24) establece el criterio fundamental: «Dejará el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne». Así pues, en caso de conflicto, prevalece siempre el deber respecto al cónyuge y a sus hijos.

Sin embargo, la virtud de la piedad filial obliga a todo el mundo, también a los casados, como apunta el libro del Eclesiástico: «Hijo, acoge a tu padre en la ancianidad, y no le des pesares en su vida. Si llega a perder la razón, muéstrate con él indulgente» (3, 1-18). Pero eso no significa que el marido o la esposa carguen sobre el otro cónyuge el peso de su familia de origen. Ambos deben evitar una excesiva presencia de los suyos en el propio hogar. La ayuda que presta cada uno a su familia debe realizarse de modo prudente y discreto (que no significa en secreto).

Cuando alguien se casa, al igual que tiene en cuenta las obligaciones profesionales del otro, es también consciente de que los suegros y cuñados seguirán siendo los padres y hermanos de su futuro marido o mujer.

El marido y la mujer deben evitar que su cónyuge se sienta oprimido por un conflicto de lealtades y abstenerse de mostrar desagrado porque el otro viva sus deberes de piedad hacia sus consanguíneos. Antes al contrario, han de animarse recíprocamente a hacerlo; así robustecen el propio matrimonio.

Y, en concreto, no es oportuno llevar contabilidades de las veces que se visita a una u otra familia, ni hablar mal al cónyuge de su familia. Incluso si uno de ellos comienza a hablar mal de los suyos, es conveniente que el otro los defienda. En cualquier caso, si alguno de los esposos necesita desahogarse por causa de la familia política, mejor que lo haga con un buen amigo o con el director espiritual, nunca con el cónyuge.

Marta Pedraz. Médico Experto en Psicoterapia Breve. Orientadora familiar y de pareja, mediadora familiar y de pareja y orientadora del COF Boadilla de la Fundación COF Getafe

Fuente: www.almudi.org


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