Imprimir
Los valores femeninos en bioética Perspectivas bioeticas

Dra. Ma. de la Luz Casas M.
Maestra en Bioética
Escuela de Medicina. Universidad Panamericana.

En torno a la reflexión bioética y biojurídica, aparecen nuevas teorías que se centran en la cuestión femenina para afrontar las nuevas tecnologías biológicas: se plantea una contribución del pensamiento femenino en el ámbito ético y jurídico frente a las nuevas posibilidades de intervención en la vida humana, desde su fase incial como terminal.

En torno al debate actual, existe una tendencia cada vez más extendida a pensar que carece de sentido hablar de bioética y bioderecho humanos, pues la bioética humana es tachada de in-diferente por dos razones: en el sentido etimológico de la palabra, ya que no considera las diferencias entre uno y otro sexo; y porque asimila lo femenino a lo masculino, anulando por completo dichas diferencias (es un falso universalismo particularista, machista y androcéntrico). Esta crítica se fundamenta en el hecho de que el sujeto humano, asociado con el individuo abstracto, carece de connotaciones particulares y concretas como, por ejemplo, la sexualidad: el sujeto humano neutraliza las diferencias.

Podemos apreciar  la existencia de dos teorías feministas en el ámbito bioético y biojurídico: la bioética del cuidado (care bioethics) y la bioética de la libertad de la mujer (según denominación propuesta por Tong).

La restauración de los valores tradicionalmente femeninos en la ética del cuidado ha tenido gran repercusión en la bioética feminsita, derivando en lo que se conoce como “bioética del cuidado”. Se trata de una teoría que, siguiendo los pasos de la conocida distinción psicológico-moral de Carol Gilligan entre el enfoque femenino y el masculino de la ética, propone una bioética femenina basada en el cuidado. El objetivo principal de este punto de vista, es poner en tela de juicio la bioética humana, a la que se acusa de neutral, individualista y abstracta. Lo que cuenta no es tanto si el individuo que tenemos delante es o no persona; lo esencial es que ese individuo se relaciona con otro individuo. Hace hincapié en la relación concreta entre individuos, asociándola a la experiencia típicamente femenina del cuidado (procrear, alimentar, cuidar y educar), con el fin de que éste se convierta en el paradigma relacional en bioética para todos los seres humanos, tanto hombres como mujeres.

Sobre la base de esta particular característica femenina, el cuidado, es posible aprender a desarrollar los sentimientos necesarios para tener una conducta ética en medicina. La medicina establece una relación entre desiguales, una relación que presupone una asimetría entre el que cuida (al agente: médico) y el que recibe los cuidados (el paciente), donde el agente es aquel que asume la responsabilidad y el compromiso solidario hacia quien precisa ayuda, y el paciente es el que se encuentra en inferioridad de condiciones.

Una de las versiones feministas más difundidas en la biética del cuidado es el llamado “modelo maternal” (Ruddick y Held), que ve en la práctica y la experiencia de la maternidad la fuente de los valores éticos femeninos. La maternidad enseña, a partir del caso concreto, a proferir una atención y cuidados responsables y empáticos hacia las necesidades inductivamente emergentes.

No obstante, el feminismo ético va mucho más allá. Las feministas alegan que la dimensión femenina del cuidado, tradicionalmente considerada “privada”, referida a la vida doméstica de la mujer, debería alcanzar importancia pública en el ámbito jurídico-político. El razonamiento es el siguiente: como la mujer ha experimentado la maternidad y la preocupación y el cuidado hacia alguien (su hijo), con lo que ha vivido en carne propia la ética del cuidado, ella es el verdadero sujeto bioético. Se trataría, pues, de feminizar, o incluso maternizar, la bioética pública gracias a los valores maternales, personificados en la actitud protectora hacia los demás. La figura materna se suele asociar con la persona maternal, es decir, con aquel individuo que muestra un comportamiento análogo a aquél de la madre con su hijo. Cualquiera puede tener esta conducta: no sólo las madres, sino también las mujeres sin hijos y los hombres.

Vista así, la bioética del cuidado nos invita a hacer una interesante reflexión: lo que es cuestionable no es la bioética del cuidado en sí, sino la radicalización de este enfoque. Si el cuidado desplaza a la justicia, si se enaltecen los valores femeninos hasta el punto de olvidar que la prioridad debe ser la dignidad humana y los derechos humanos, se introduce inevitablemente un factos subjetivo en la valoración moral: el estatuto del otro depende de la relación de cuidado que se establece. Pero ¿y si la madre abandona a su hijo? ¿Y si el médico o el enfermero prefieren dejar morir o quitar la vida al paciente que sufre en exceso? Entendida así, la bioética del cuidado corre el riesgo de convertirse en una bioética del poder, el poder (subjetivo) de quien puede decidir sobre la vida de otro que (objetivamente) no está en grado de decidir por sí mismo. En este caso, la relación asimétrica, derivada de la propia teoría del cuidado, ante la inexistencia de un estatuto objetivo que vele por la dignidad humana, puede pasar de ser un “cuidado del otro” a un “disponer sobre su vida”.

Más aún, y como se ha visto ya desde perspectivas feministas, con esta propuesta bioética se corre el riesgo de reinsertar la diferencia tradicional de los sexos, exaltando los valores femeninos que en el pasado llevaron a la mujer a una posición de sometimiento respecto del varón. Valga de ejemplo la opinión de Janet Biehl para quien las imágenes que la bioética del cuidado mantiene sobre lo femenino, retienen los estereotipos patriarcales de aquello que los varones esperan de las mujeres. Tales estereotipos, advierte Biehl, paralizan a la mujer como un ser dedicado exclusivamente al cuidado y a la crianza, en lugar de permitir la expansión completa de sus potencialidades y habilidades humanas, llegándose a una condición que la mantiene en el nivel de lo intuitivo, alejándola proporcionalmente de lo racional. En cualquier caso, resulta cuestionable la generalización de conductas consideradas típicamente femeninas: si bien es cierto que las relaciones de cuidado son más frecuentes entre las mujeres, eso no significa que tales actitudes sean exclusivamente femeninas, y por lo tanto, no constituye una prueba de la existencia de una especie de moral femenina igual o superior a la masculina. Aun cuando esto fuera posible, se correría el riesgo de estereotipar la imagen de la mujer puesto que se estaría haciendo caso omiso de las diferencias existentes entre las propias mujeres, además de entre los hombres y mujeres, y acabaríamos idealizando y elevando a la mujer a la condición de superior, capaz de saber cómo actuar en cada situación, por el simple hecho de ser mujer.

Cabe añadir que la relación materno-filial no puede extrapolarse a todos los demás tipos de relaciones: las relaciones humanas son únicas e irrepetibles; no es posible generalizar, y menos aún en este caso, pues la relación entre madre e hijo es un vínculo íntimo y exclusivo, difícil de trasladar, al plano colectivo, general, público. Además, tampoco hay que olvidar que no todas las relaciones materno-filiales son de cuidado, sino también de abandono o de exceso de cuidados, rozando en la opresión.

Ahora bien, junto a la bioética del cuidado, el pensamiento feminista también ha fomentado la difusión de la bioética de la libertad de las mujeres. Ésta es la bioética de la reivindicación: no sólo de la emancipación, sino también de la liberación de la mujer del dominio partiarcal. Entre los nombres propios de esta corriente destacan los de autoras como Mary Daly, Shulamith Firestone, Françoise D´Eaubonne, Donna Haraway entre otras, en cuyo pensamiento podemos localizar un hilo conductor que apunta hacia la superación del androcentrismo, reivindicando un acceso igualitario a los medios técnicos, cuyo empleo libre rompa las ataduras biológico/reproductivas que impiden a la mujer lograr la igualdad con el varón.

Sin lugar a dudas, esta línea propositiva es heredera de una tradición de pensamiento que tendría como mérito más destacable la crítica e intento de superación del paternalismo, llevando a cabo una clara defensa a favor del principio de autonomía, o imputación moral. No obstante, al igual que la postura anteriormente comentada, esta teoría ha conducido a la radicalización de la diferencia, que a veces llega hasta el extremo de la polaridad femenina. El razonamiento es el siguiente: precisamente porque la mujer es distinta del hombre en cuerpo y sexualidad debe tener poder de decisión sobre su propio cuerpo. En este caso, la diferencia no es un recurso o un medio, sino que se exalta hasta el punto de fundamentar reivindicaciones de soberanía y, en consecuencia, de nuevos derechos, asociados a reivindicaciones donde la mujer puede valerse de las tecnologías biomédicas para combatir el patriarcado. Así, por un lado, se hallan el derecho de no procrear, o lo que es lo mismo, el uso de las tecnologías para controlar la natalidad; el derecho a la contracepción y la esterilización voluntaria, que permiten separar sexualidad y procreación, y el derecho al aborto, como garantía de la posibilidad de decidir sobre el destino del feto, considerado objeto de propiedad privada de la mujer.

Esas teorías también reclaman el reconocimiento del derecho a la subrogación del vientre materno, es decir, a la posibilidad de continuar la gestación del hijo propio o ajeno en el vientre de otra mujer (portadora o sustituta), previo acuerdo contractual. Aquí, los argumentos femeninos se fundamentan en la necesidad de ofrecer a la mujer las mismas oportunidades que al hombre; al igual que se admite la disociación entre donación de semen y paternidad, debería admitirse también la disociación entre alquiler de útero y maternidad.

Así mismo, se solicita el reconocimiento del derecho a reproducirse en solitario, a prescindir de la heterosexualidad. Comienza a hablarse de un posible derecho a la clonación o a la autofecundación de la mujer, que podría reproducirse a sí misma sin tener la necesidad de donación heteróloga del gameto masculino.

De igual manera, en cuanto a la genética, esta postura feminista reivindica el derecho de la mujer a elegir someterse a diagnósticos prenatales, incluso sin indicación médica previa, y de seleccionar el embrion (en caso de diagnósitcos preimplantatorios) o de abortar (en caso de diagnósticos post-implantatorios).

Finalmente, bajo los mismos criterios surgen teorías que abogan por un derecho asexuado, o sea, aquél donde la diferencia sexual es irrelevante para determinar la subjetividad. Esta teoría se nutre de las posibilidades que ofrece la ciencia: se plantea el grado de intercambiabilidad de los órganos reproductores femeninos y masculinos, y la posibilidad de crear un útero artificial. Hacia esta dirección apunta la figura posmoderna de la transexualidad, la desmaterialización de la corporeidad en el cyborg o la imagen del útero artificial.

Dicho lo anterior puede apreciarse cómo la bioética de la libertad de la mujer presenta también incongruencias, sobre todo en el sentido de que corre el riesgo de convertirse en un machismo feminista, ya que propone la exaltación unilateral de lo femenino, en cuanto sexo, frente a la exaltación unilateral de lo masculino; estaría pues, cayendo en el mismo error que el machismo, pero a la inversa, y en definitiva, acabaría sustituyendo un patriarcado por un matriarcado. Incluso entre los partidarios de esta perspectiva se alzan voces detractoras: muchos han visto en el avance de la ciencia y la tecnología en biomedicina no tanto la oportunidad de liberarse de la opresión patriarcal, sino más bien el riesgo de la artificialización. La liberación de la sexualidad, de la heterosexualidad y de la procreación de la mujer puede convertirse en la ilusión óptica de una falsa emancipación del condicionamiento masculino: se corre el riesgo de que el cuerpo de la mujer quede reducido a un mero objeto, víctima de la expropiación y el desposeimiento de su experiencia sexual femenina.

Además se ha advertido, a través de estudios serios, que las nuevas posibilidades que ofrece la ciencia conducen a excesos tecnológicos médicos que inevitablemente instrumentalizan el cuerpo de la mujer, o al menos tienden a separar la sexualidad y la esfera reproductora de la integridad corpórea femenina. Pensemos en la medicalización y en los riesgos que suponen para la salud de la mujer la contracepción y la esterilización (sin mencionar los costes), con las cuales la mujer tendría más deberes y responsabilidades que derechos sexuales; pensemos en las presiones a las que estaría sometida la mujer que no se sometiera a estudios genéticos, tanto por interés propio como por el futuro del niño, en la medida en que una patología incurable sería incompatible con una vida normal, o incluso se puede pensar en las manifestaciones de coacción social que llevaría a una mujer a decidir la interrupción de un embarazo, a veces incluso contra su propia voluntad, con tal de tener el hijo perfecto, o siguiendo los imperativos de una política demográfica.

De igual manera, muchas feministas están en contra de la subrogación de vientre como práctica lucrativa, ya que, además de convertir a la mujer en un objeto, conduce a una clara discriminación entre mujeres ricas y pobres, ejercitando una especie de coerción económica sobre la mujer más necesitada. A su vez, la subrogación altruista también es blanco de críticas, ya que convierte el papel femenino materno en una “trampa compasiva”.

Llegados a este punto, volvamos al interrogante mencionado al principio acerca de los valores femeninos en bioética y bioderecho: ¿existen valores humanos y derechos humanos, o hay valores y derechos femeninos y masculinos, radicalmente opuestos?

Desde nuestra perspectiva, el pensamiento bioético y biojurídico feminista de la diferencia sexual fundamenta, mediante diversos caminos, la distinción masculino-femenino en una antropología radicalmente dualista, o sea, en la tradicional dicotomía de los sexos. La fuente de este pensamiento es el “no cognitivismo”, es decir, la reducción del ser a factualidad contingente (sólo existen los hechos) y la reducción del conocimiento a la constatación de los hechos (conocemos sólo los hechos que se manifiestan). En este sentido, la sexualidad agota su significado precisamente al manifestarse, y la constatación de la diferencia sexual se convierte en la prueba de la negación (que dificulta el reconocimiento de) de la existencia y de la cognoscibilidad de una naturaleza ontológica común en el hombre y la mujer. La autora norteamericana Karen Warren nos ofrece un lúcido ejemplo de la lógica desarrollada a partir de criterios dualistas, a través de su teoría sobre el “marco conceptual de opresión”. Esta idea describe el método de identificación por exclusión, donde las diferencias entre dos sujetos, entidades o realidades, no tienen un status secundario o accidental, sino que constituyen los rasgos que los definen. Más aún, con esta forma de comprender la realidad, no solamente se obstaculiza el ejercicio de la analogía y la eficacia de la complementariedad a través de aquello que pueden compartir los diferentes, sino que los jerarquiza axiológicamente: así, la realidad definida por exclusión es superior en la medida en que posee las virtudes que su contrario o alterno no posee, y de igual manera, carece de las anomalías que, por el contrario, caracterizarían al “otro”.

Bajo estas coordenadas, los valores y las normas los dispone la voluntad del sujeto sexuado: sólo existen valores y derechos femeninos en oposición a los masculinos, y esta contraposición tiende a transformarse en asimilación, en la bioética del cuidado, o en sustitución en la bioética de la libertad). La universalidad ética y la igualdad jurídica dejan paso a la diferencia sexual, o sea, a la particularidad ética y a la desigualdad jurídica.

El eje central del debate bioético y biojurídico es la negación feminista (o de cualquier índole) de lo humano, la negación de la originaria comunidad ontológica de lo femenino y de lo masculino.

A partir de aquí creemos que el punto de partida puede ser una investigación fenomenológica, metodológicamente realista, que arribaría al descubrimiento de una verdad empírica: no nacemos hombres en el sentido abstracto, sino concreta y biológicamente con un cuerpo sexuado. Es decir, la diferencia entre masculinidad y feminidad es una realidad biológica y fisiológica indiscutible, puesto que factualmente objetiva. Pero, si bien nacemos como machos y hembras, tal y como afirma el pensamiento feminista que venimos analizado, también es cierto que el propio nacimiento, actualizado en la concepción, es prueba de nuestra naturaleza común: el carácter relacional del ser. Nacemos gracias a otra persona, de tal manera que la alteridad nos precede ontológicamente. Y en este mismo sentido es posible afirmar que el ser humano es estructural y relacional por constitución, tal y como ha intentado comprobar Alasdair MacIntyre en su Animales Racionales y Dependientes al sostener que, dada su condición vulnerable, la historia de un ser humano no es sólo el relato de un individuo particular, sino también la historia de otros individuos cuya presencia o ausencia, cuya intervención o falta de intervención, tiene una importancia fundamental no sólo para mantenerse en vida y obtener los recursos necesarios para tal efecto, sino además para descubrir las oportunidades que se tienen delante, y en muchas ocasiones, para asistirnos en los momentos de mayor vulnerabilidad, en definitiva, que el otro es la condición de posibilidad ontológica del yo.

Pero eso no es todo, el ser humano percibe una comunidad con los demás, pasando por alto las diversidades empíricas. Comunidad, en este sentido, no significa otra cosa que el reconocimiento de que la propia identidad del ser humano se conquista únicamente con la condición de incluir en ella no sólo las características del sexo propio, sino también las del contrario. Así, comunidad significa posesión común de la capacidad ontológica relacional. La diferencia de los sexos no está entendida, en este sentido, como modalidad inexplicable que segrega, sino como modalidad relacional; de hecho puede decirse que es la modalidad donde el carácter relacional del yo adquiere más importancia en el plano existencial.

En este sentido, la bioética y el bioderecho están llamados a defender el carácter relacional entre los hombres, como condición esencial de la identidad humana.

Concretamente, el bioderecho tiene la tarea mínima de garantizar la relación universal (de respeto), regulando las conductas según la justicia: todos los hombres como tales, independientemente de su sexo, son sujetos de derecho. El ser humano es la condición fundamental e irrenunciable para poder comenzar una relación jurídica. En este sentido, el derecho defiende en primera instancia la igualdad ontológica, o sea la igualdad natural de los seres de manera simétrica (el derecho que reivindico para mí, debo reconocerlo a cualquier otra persona en mi misma situación) y recíproca (a cada derecho le corresponde un deber). Por lo demás, la igualdad implica diferencia: no hay igualdad si no hay diferencias entre los elementos contrapuestos, aun existiendo una característica importante similar: si no fueran diferentes, serían idénticos, no iguales.

Por otro lado, la función mínima coexistencial del bioderecho debe integrarse con la bioética como exigencia máxima de valorización y promoción, además de defensa, del carácter relacional del ser humano. La bioética tiene en sus manos la tarea de defender la vida del ser humano, como condición esencial del desarrollo de la identidad; por tanto, debe amparar en primer lugar los “valores humanos”: la dignidad intrínseca del hombre, sea cual sea la diversidad existencial sexual o cronológica. En este sentido, cada intervención biomédica en la vida queda justificada sólo si es terapéutica, o sea, si tiene fines curativos. En este sentido, la relación bioética del cuidado, tal y como ha sido descrita inmediatamente, abarca la relación biojurídica de justicia. Si el derecho defiende la igualdad, la simetría y la reciprocidad entre los hombres, la ética se ocupa de las diferencias, asimetrías y de la no reciprocidad. La bioética va más allá del bioderecho; el cuidado va más allá de la justicia. Cuidar del otro significa, además de respetar su dignidad y proteger su vida, asumir una conducta de solidaridad, de ayuda al más débil, y en definitiva, de acogida y donación gratuita hacia la persona necesitada.

Si el derecho está llamado a defender el carácter relacional, vemos que los derechos reproductivos positivos, entendidos como derechos absolutos de la mujer, niegan el significado intrínseco de la juridicidad: son derechos incoherentes (asimétricos y no recíprocos) que exaltan la individualidad y rompen los lazos entre sujetos (con el sexo contrario, y también con el hijo). Frente a las nuevas posibilidades científico-tecnológicas para la reproducción, el derecho debe defender los derecho humanos en la relación; si el derecho debe defender al ser humano coexistente, esto significa que debe defender a los sujetos involucrados en el proceso procreador, no sólo a la mujer, sino también al hombre, y sobre todo al embrión. Las reivindicaciones de libertad deben estar limitadas necesariamente por las exigencias de libertad de los otros, estén éstos en grado de expresarlo o no. El embrión, que es, aunque a veces parezcamos olvidarlo, el fin mismo de la reproducción, es el sujeto que exige una protección incondicionada. Desde el momento de la fecundación, el embrión es un ser humano como cualquiera, un sistema combinado irreductible a sus elementos, los gametos, que lo han originado al fundirse, que inicia un proceso de desarrollo continuo, coordinado y gradual.

Podemos hablar pues de la configurabilidad de derechos reproductivos, con tal de que se trate de derechos terapéuticos, o sea, subordinados a la condición imprescindible de ser remedio a una condición de esterilidad o infecundidad, y que sean respetuosos con el embrión.