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Tres mujeres, tres ideales de mujer

Inés Pou

Cuando se escriba la historia de la Humanidad en el año 5000, seguramente toda la información se podrá recoger en una superficie igual a la de la uña de un dedo meñique, y tal y como hacemos ahora, se buscará dividir la Historia en grandes períodos. Así, el siglo XV será el siglo de los descubrimientos, el XVIII, el de las luces, y el XX quedará como el de las revoluciones. Seguramente, el análisis del cambio cultural en el siglo XX incluirá algunos temas fundamentales, como la sexualidad humana o la condición de la mujer. Lo que todavía no sabemos es cuál será el concepto de mujer triunfador: ¿La liberación pasional de Simone de Beauvoir? ¿La abnegación heroica de Simone Weil? ¿La entrega al amor de Edith Stein? Esto es algo todavía por dirimirse, que seguramente dependerá en gran parte de lo que hagamos nosotros desde ahora hasta el año 5000.

Simone de Beauvoir

Simone de Beauvoir es el prototipo de la mujer que quiso construir su vida dando un valor absoluto a su libertad. Claro, es un concepto de libertad inspirado en Hobbes, y en la tradición que nace de Baruch Spinoza: «Es libre quien se guía sólo por la razón», escribe éste en Ética demostrada según el orden geométrico; y Thomas Hobbes, en Leviatán, dice: «Un hombre libre es quien, en las cosas que por su fuerza o ingenio puede hacer, no se ve estorbado en realizar su voluntad». Tratando de ser coherente con esas definiciones, en Simone de Beauvoir nunca hubo un espacio para la fe ni para algo que no fuera –según ella– racional, y su vida fue una continua lucha, entre amarga y desesperada, por desprenderse de cualquier estorbo, hasta de su propia autoestima, que le pesaba como un lastre insoportable. Vivió amando violentamente la vida, y angustiada constantemente por la vejez y la muerte. Es seguramente en su libro El segundo sexo (1949), en el que estudia la condición femenina, donde refleja mejor su ideal de mujer. Simone nos presenta una mujer atribulada, más preocupada de romper cualquier lazo que coarte su libertad, que de construir un proyecto de vida, una mujer independiente y retraída que ve con sospecha al mundo que la rodea y confunde la sinceridad de sí misma con la puesta en vitrina de su propia confusión interior.

Simone de Beauvoir rechazó la maternidad como algo que coartaba su libertad. Le parecía más importante escribir un libro que tener un hijo; nunca pensó que las dos cosas pudieran ser compatibles. Para ella, ser mujer suponía pasar a una segunda clase en los seres humanos: «Aceptar vivir como ser secundario, ser relativo, habría sido rebajarme como creatura humana: todo mi pasado se rebelaba contra esta degradación», escribe en La fuerza de la edad. Eso le resultaba inaceptable. Simone de Beauvoir postula una igualdad entre el hombre y la mujer, que no es sólo igualdad de derechos y oportunidades basada en una igual dignidad fundante, sino asimilación, aniquilación de las diferencias. Su ideal de mujer es masculino, aunque parezca una contradicción. La mujer se libera imitando al varón, su salvación se encuentra sólo en el rechazo, libre y conscientemente asumido, de todo lo específicamente femenino. Está convencida de que la liberación de la mujer sólo se alcanzará borrando toda diferencia. Su ideal de mujer se identifica con la utopía marxista: «Es fácil imaginar un mundo en el que hombres y mujeres fuesen iguales, exactamente como el que había prometido la revolución soviética: las mujeres, educadas y formadas lo mismo que los hombres, trabajarían en las mismas condiciones y con los mismos salarios; la libertad erótica sería admitida por las costumbres. La mujer estaría obligada a asegurarse otro modo de ganarse la vida. La maternidad sería libre, es decir, que quedaría autorizado el birth-control y el aborto, y por eso mismo se otorgaría a todas las madres y a sus hijos los mismos derechos, fuesen o no fuesen casadas. Los gastos del embarazo serían pagados por la colectividad, que asumiría la carga de los niños, lo que no quiere decir que los retirarían de manos de los padres, sino que no los abandonarían» (El segundo sexo). En este texto se percibe su concepción de la sexualidad y de la maternidad, tan lejana de una fundamentación en el amor. Para Beauvoir, la sexualidad es un servicio que debe pagarse y el hijo se reduce a una carga.

Simone Weil

La segunda mujer prototipo del agitado siglo XX es Simone Weil, una mujer singular. En sus 34 años de vida hizo prácticamente de todo, vivió con intensidad, a fondo. Convencida de que, para comprender las luchas obreras, hay que compartir las condiciones de vida del proletariado, abandonó la enseñanza y, de 1934 a 1936, fue obrera de la fábrica Renault, experiencia que describió en La condición obrera (1951). Al estallar la guerra civil española, acudió al frente de Barcelona, donde luchó al lado de los republicanos.
Simone Weil se educó en una familia judía donde siempre se sintió muy querida. Desde pequeña se sintió inclinada a compartir la suerte de los desgraciados. La lectura de su vida (Simone Pétrement, La vie de Simone Weil, Paris 1973) produce entusiasmo, pues está marcada por el heroísmo y la autenticidad. Simone Weil es una mujer que huye de su feminidad; toda su vida es una lucha callada, sorda e interior por escapar de su condición de enferma habitual, que ella identifica como una consecuencia de su ser mujer. Desde su infancia sufre dolores intensos. A ello se une la especial relación con su hermano, tres años mayor que ella, robusto y dotado de una inteligencia portentosa. Ella lo quiere y se siente segura con él, que la domina. Así, Simone comienza a admirar lo grande, lo que importa de verdad, lo que hacen los hombres. En casa, Simone recibe una educación masculina. La llaman Simón, no Simone, y se refieren a ella como nuestro hijo número dos, pero para Simone todo esto es fuente de gozo.

A los catorce años sufrió una crisis de identidad que la hizo sentirse perdida. Ella misma nos lo cuenta: «A los catorce años, caí en uno de esos estados de desesperación sin fondo, propios de la adolescencia, y pensaba seriamente morir, a causa de la debilidad de mis facultades naturales. Las dotes extraordinarias de mi hermano, que ha tenido una infancia y una juventud semejantes a las de Pascal, me obligaban a caer en la cuenta. No envidiaba sus triunfos exteriores, sino el no poder entrar en aquel reino trascendente donde entran solamente los hombres de auténtico valor y donde habita la verdad». Resuelve esta crisis con un afán de búsqueda de la verdad que marcará su vida: «Después de algunos meses de tinieblas interiores, tuve de improviso y para siempre la certeza de que cualquier ser humano, aun cuando sus facultades naturales sean bien pobres, puede penetrar en ese reino de la verdad reservado al genio, con tal que desee la verdad y haga un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla». Poco tiempo después, descubre el concepto de pureza que llenará su alma: «El concepto de pureza, con todo lo que lleva consigo, se apoderó de mí a los 16 años, después de haber atravesado por espacio de algunos meses las inquietudes sentimentales propias de la adolescencia. Tal concepto me vino de repente, mientras contemplaba un paisaje alpino, y poco a poco se me ha impuesto de manera irresistible». Este ideal de pureza marcará su vida, pero no la llevará a abandonar su visión negativa de todo lo que la rodea.

Es una mujer obsesionada con el dolor; lo concibe como algo que ayuda al hombre a salir de su autonomía. Para Simone, la desgracia es un elemento de redención que supera el apego a la vida que se da en el ser humano; es el camino del amor y de la victoria del hombre contra sí mismo. Simone es una luchadora continua contra el hedonismo, que tanto se ha metido en la cultura actual.

Al final de este recorrido, Simone Weil se presenta como una mujer en rebeldía con su feminidad que, sin embargo, acepta el dolor y el sufrimiento, complementados con un concepto de belleza sumamente metafísico. Se siente defraudada por muchos de sus proyectos oníricos en los que había puesto toda su ilusión, como el de participar en la guerra civil española, que ella creía una causa altruista. En una carta a Bernanos habla de su remordimiento por haber participado, y la describe como una guerra de mercenarios con muchas crueldades, y se generó en ella un sentimiento de culpabilidad que nunca pudo vencer.

Edith Stein

Edith Stein es, de las tres mujeres, la única que nació en el siglo XIX, concretamente en 1891. Era también filósofa, como las dos anteriores, y judía, como Simone Weil. Fue, de las tres, la única que murió violentamente, en una cámara de gas, durante la persecución nazi, el 9 de agosto de 1942. Edith Stein fue una niña educada con afecto. Su padre murió cuando ella tenía dos años, pero su condición de la pequeña de la casa, después de diez hijos, la hacía estar siempre rodeada de cariño. 

Fue enfermera durante la primera guerra mundial, y discípula aventajada del gran filósofo Husserl. En 1933 se le prohíbe toda actividad docente por ser judía, tiene que huir de Alemania por la persecución nazi, y es trasladada a Holanda. La policía política nazi la encuentra y la lleva a Auschwitz, donde murió en una cámara de gas. Su vida fue un tesoro de armonía. Transmitía paz y era amante del orden. Siempre afirmó su feminidad con una personalidad fuerte.

En sus escritos nos sorprende la riquísima interioridad de esta mujer, y su aceptación de sí misma. Siempre se muestra orgullosa de ser judía, no vive atribulada, como Beauvoir y Weil, tratando de liberarse de fantasmas del pasado, y esto le confiere una seguridad, una fortaleza y una consistencia interior invencibles. Su pensamiento sobre el hombre y la mujer refleja la armonía en que ella vive. Hombre y mujer se completan en la ayuda mutua. Considera al amor, tema central de su obra, como el vínculo de unión más profundo entre seres humanos, cuerpo y alma. Entiende la sexualidad como reflejo de la unión espiritual, y afirma categóricamente que el ser humano debe ser fruto del amor y sólo puede desarrollarse en un clima de amor.

Uno de sus temas preferidos fue lo que ella llama el alma de la mujer. Edith Stein es una mujer que se plantea el problema de la mujer y quiere darle una proyección muy personal, partiendo de su propia vivencia. Por eso, en Edith Stein, la mujer aparece como testigo del amor. Estudia cómo es diversa en ella la relación alma-cuerpo porque se da en una relación más estrecha que en el varón. Aunque la función del alma sea la misma en los dos, sin embargo en la mujer el alma «está presente con mayor intensidad en todas las partes del cuerpo»; ya que la predisposición para la maternidad ha configurado en ella una mayor compenetración entre lo corpóreo y lo espiritual.

«Las características femeninas –escribe en La mujer– están muy relacionadas con el hecho de ser la mujer destinada a esposa y madre: la particularidad del modo de conocer la mujer, que tiene una fuerza singular para la intuición del concreto viviente, especialmente personal; la disponibilidad para hacer propia la vida espiritual de otro, como los fines y los trabajos de otro; la importancia fundamental que en ella tiene el sentimiento, como potencia que penetra en el objeto en su singularidad, en su valor específico, y la dispone para adoptar una posición congruente con él; el deseo de llevar a la máxima perfección posible la propia humanidad en sus realizaciones específicas o individuales, tanto en sí misma cuanto en los demás; el puesto predominante del elemento erótico (no sexual) en toda su vida; el desarrollo de toda su vida como acto de amor entregado a servir sin interés.».

Considera frecuentemente el trabajo de la mujer en función de la necesidad, no como un medio de realización personal. Edith apunta que la profesión es, además, un bien para responder a la vocación que siente en el fondo de su alma. A diferencia de Beauvoir y de Weil, el hecho de que la mujer trabaje, para Edith Stein, no implica renunciar a la feminidad; al revés, lo ve como una ocasión para entregar al mundo la riqueza de la propia feminidad, la mujer puede contribuir como el hombre a conformar el mundo a su medida, poner su parte en la común tarea que hasta ahora se ha reservado sólo el hombre. La mujer trabaja no sólo porque tiene que mantenerse, sino porque la sociedad requiere para su progreso del trabajo de la mujer.

Edith Stein considera que el ejercicio de una profesión tiene muchas ventajas para la mujer y para la sociedad, con tal de que la mujer mantenga su identidad: «Por todo ello la entrada de la mujer en las diferentes especies de profesiones puede ser una auténtica bendición para toda la vida social, sea privada, sea pública, con tal que ella mantenga el auténtico ethos femenino».

Hasta aquí el recorrido por las tres filósofas. Pero todavía falta mucho para el año 5000, y puede ser que surjan nuevas Weil, o nuevas Beauvoir, u otras Stein que enriquezcan el mundo con su filosofía y su testimonio. Incluso, alguien que está leyendo este artículo y que tuvo el suficiente interés en el tema para llegar hasta aquí, puede cambiar el curso histórico de las ideas. Aún estamos a tiempo de construir un nuevo ideal de mujer, o de inclinar la balanza de la Historia hacia alguno de los que hemos examinado.

Inés Pou
Biblioteca Almudí