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"Feminismo y femineidad"
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Martina Barros de Orrego a 150 años de su muerte"

Ana María Stuven

Nunca un pueblo ha perecido de exceso de vino;
todos perecen  por el desorden de una mujer
   Rousseau a D’Alembert

El debate siempre vigente en torno a los derechos de la mujer induce al equívoco de sobredimensionar lo contemporáneo de la historia de las reivindicaciones femeninas y del feminismo. Contribuye también a crear en alguna opinión pública la impresión de que éste es uno más de los excesos del llamado mundo post-moderno, el cual pone en riesgo la estabilidad familiar y los valores éticos y morales de la sociedad. Sin embargo, es conveniente hacer notar que el feminismo tiene un largo recorrido por la historia, también en Chile, siempre defendiendo los derechos de la mujer, y por tanto contestando los intereses de un mundo de poder exclusivamente masculino, pero no siempre atentando contra los valores de la sociedad tradicional.

Los estudios de género son ciertamente más recientes; se inician aproximadamente en la década de 1970. Estos estudios han situado las reivindicaciones femeninas en un terreno que incorpora la construcción social y cultural como antecedentes esenciales para el análisis de la situación social de la mujer actual. En ese contexto, tienden a diluirse las diferencias biológicas como factor diferenciador de ambos sexos, y lo que éstas condicionan, para privilegiar los elementos de socialización y producción cultural como desencadenantes de conductas que estereotipan los roles, y mantienen o niegan la emancipación de la mujer de un mundo de dominación masculina.  Dentro de la perspectiva de género, las mujeres tradicionales tienden a reproducir estructuras de dominación masculina, y tienen gran dificultad para salir de las posiciones de doble estándar que las sitúa en muchos casos en lo peor de ambos mundos. No obstante, por un proceso propio de deformación de marcos de análisis que sirven a propósitos tan complejos, y por el temor de que éstos conduzcan a que algunos sectores saquen conclusiones que afecten el mundo de los valores,  las categorías de género y los conceptos vinculados al feminismo han sido asociados con ciertos radicalismos que no son necesarios a su definición.

Es complejo definir el feminismo, especialmente si no se pretende caer en las redes de algún extremismo. En primer lugar, el feminismo no es necesariamente una posición anti-masculina ni destructora de las características convencionales y maravillosas de la feminidad. En general, y siguiendo la definición propuesta por Karen Offen en su artículo “Defining Feminism: A Comparative Historical Approach”, las feministas se caracterizan por asignar valor a las interpretaciones del mundo hechas por mujeres, incluyendo sus visiones del mundo masculino. Asimismo, las feministas tienen conciencia de ciertas situaciones de injusticia o falta de equidad que les afectan, y quieren luchar para la eliminación de esas desigualdades.

El feminismo no es un producto del Siglo XX.  Aparece en escena en conjunto con el surgimiento de la opinión pública y de la crítica en la Francia del siglo XVIII, relacionadas con fenómenos como la despersonalización de la autoridad estatal que dio origen a la sociedad civil, y el aparecimiento en consecuencia de una esfera pública concebida como la esfera de los privados que se reúnen usando como medio la razón. La nueva esfera de lo social constituyó el campo de batalla entre la opinión pública y el poder político; una forma de contacto entre el estado y la sociedad.

En Chile, una de las primeras manifestaciones de la mujer reunida como opinión pública fueron las tertulias que organizaban en sus hogares. Entre ellas, destaca el salón cultural que mantuvo doña Luisa de Esterripa, mujer del Presidente don Luis Muñoz de Guzmán, donde se interpretó por primera vez la obra de Juan Egaña,  “El Amor vence al Deber”. También tuvieron tertulias, Javiera Carrera y Luisa Recabarren de Marín. A esta última asistía Camilo Henríquez. A comienzos de la República, fueron famosas las tertulias de Antonia Salas, Enriqueta Pinto, mujer del Presidente Bulnes, e Isidora Zegers, a cuya casa asistían Andrés Bello, Manuel Antonio Tocornal, Rugendas y Monvoisin, quien pintó su retrato.

En todo momento, las incursiones de la mujer en lo público han sido miradas con recelo. Baste recordar que el gran historiador francés Jules Michelet escribió que cuando las mujeres salen de hogar son “brujas” y “fuerza de mal”, que descomponen la historia. No obstante, la decisión de reivindicar derechos y el compromiso con causas públicas ha sido en muchas ocasiones en defensa de los valores tradicionales.

Doña Martina Barros Borgoño de Orrego (1850-1944)

Fue una de las grandes feministas de fines del siglo XIX y comienzos del XX; sobrina de Diego Barros Arana, y educada bajo su alero formador y libertario. Miembro privilegiado de la clase dirigente de su época, Martina era hija de Eugenia Borgoño, a cuya tertulia asistían Manuel Blanco Cuartín y otros intelectuales de la época. Era hermana de Luis, contendor de Arturo Alessandri en las elecciones de 1920, y mujer de Augusto Orrego Luco, con quien se repartían los horarios nocturnos del hogar para las tertulias que organizaba cada uno. La hermana de su madre, Julia, era casada con el Almirante Patricio Lynch. A la larga suma de parientes destacados en el mundo público, Martina agregaba una interminable lista de relaciones sociales que ella y su familia cuidaron con esmero. Así, a lo largo de su vida larga, pudo conocer a Benjamín Vicuña Mackenna, Ramón Sotomayor Valdés, Pedro Lira, Enrique MacIver, Joaquín Walker Martínez, Ramón Barros Luco, José Victorino Lastarria, Manuel Blanco Encalada, José Tomás Urmeneta, los hermanos Blest Gana, los hermanos Amunátegui y los hermanos Matta. Departió con todos los presidentes de Chile, desde Manuel Montt hasta Arturo Alessandri. Disfrutó asimismo de las pocas bondades cosmopolitas que ofrecía el Chile de la época, manteniendo contacto con los extranjeros Courcelle-Seneuil, Philippi, Gay y Domeyko. Fue amiga personal de los exiliados argentinos y futuros presidentes de Argentina, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, así como del ex-presidente peruano, Manuel Pardo. Sus Recuerdos de mi Vida, publicados en 1939, son un pintoresco relato de todos estos encuentros, y de los episodios que vivió como testigo de primer agua: el incendio de la Compañía donde se libró de morir calcinada porque su mamá insistió en que la acompañara “de visitas”, la Guerra con España, el cólera, la Revolución del 91, la viruela de Valparaíso.

Martina Barros fue feminista, en el marco del respeto a las tradiciones y requisitos sociales de su época, aunque con mayor conciencia de que la mujer vivía un período de transición hacia el ejercicio y necesario reconocimiento de sus capacidades. Martina expresó su feminismo a través de la literatura y el periodismo. Incluso en los círculos más selectos, como el Club de Señoras, ejerció como conferencista, con planteamientos tan osados como atribuir a Bacon la autoría de las obras de Shakespeare. En sus Memorias relata:  “Como fui la primera mujer que abordó en mi tierra este problema y siempre me ha interesado vivamente... Era natural, por lo demás, que a la independencia que se toma por asalto en la juventud y sin preparación previa, siguieran consecuencias más o menos dolorosas. Vivimos una hora de transición...”. Así como en otras obras asume un feminismo liberal para su época, la autora también concilia el feminismo con sus visiones más conservadoras de la sociedad, adoptando posiciones que niegan la construcción social de las identidades masculinas y femeninas:  “Mi anhelo al interesarme en favor de la independencia y mayor cultura de la mujer no fue para hacerla rival del hombre sino para constituirla en su digna compañera.  La superioridad del hombre es indiscutible en todo lo que significa esfuerzo, capacidad mental y resistencia física. La mujer en cambio posee fuerzas morales, jamás superadas por el hombre, que constituyen su valer y su poderío.  En el hogar ella debe ser la soberana, siempre que tenga las condiciones necesarias para imperar, y son esas precisamente las que ella debe cultivar.”

La Esclavitud de la Mujer

En 1872, a los 22 años, Martina Barros publicó su traducción de la obra del filósofo inglés, John Stuart Mill, La Esclavitud de la Mujer, antecedida del Prólogo escrito por ella, aunque con la corrección literaria de su entonces novio, Augusto Orrego Luco. El trabajo de Martina apareció en varios números de la Revista de Santiago, que habían fundado Orrego Luco y Fanor Velasco. En sus Memorias, la autora relata que recibió las felicitaciones del mundo literario masculino, entre los que cuenta a Benjamín Vicuña Mackenna y a Miguel Luis Amunátegui. En cambio, “asusté a todas las mujeres. Las chiquillas mismas, mis propias amigas se me alejaron como si se hubiese levantado una valla que nos separaba en absoluto”. Tanto desilusionó a Martina ese rechazo que no volvió a hacer publicaciones, y se entregó por entero a “sus afectos más hondos”. Es decir, paradójicamente, el mundo del poder masculino la acogió en su feminismo, y el mundo de la mujer a quien reivindicaba la condenó, especialmente por su Prólogo.

En su Prólogo, Martina Barros aboga especialmente por la igualdad de derechos sociales de la mujer, a los cuales vincula con la educación formal y la educación familiar. Culpa a esta “educación viciosa” de mirar al hombre “desde la cuna como un ser superior...”. En cambio, a la mujer, esa misma educación crea un sentimiento de inferioridad que “... echa raíces en su espíritu, se apodera de su corazón y llena su vida entera.”. Critica que la sociedad señale a la mujer el matrimonio como su único destino, lo cual confirma posteriormente en sus Memorias cuando escribe que “Sin preparación alguna se nos entrega al matrimonio para ser madres...” Para Martina, mientras “la sociedad dice: la mujer ha nacido para el matrimonio; la naturaleza dice: la mujer ha nacido para vivir”.

A juicio de Martina, “todas estas inconsecuencias singulares deben atribuirse a las falsas ideas sobre el carácter y la naturaleza de la mujer, que sin examen de ninguna especie circulan libremente en el mundo intelectual”. En ese punto, se apoya en Stuart Mill, quien como precursor de la idea de género sostuvo que lo que se considera la naturaleza de la mujer es un producto artificial. No obstante, continúa sosteniendo Martina Barros que las diferencias fisiológicas entre los sexos son determinantes. Así, atribuye a la conformación del cerebro femenino, el razonamiento “con impaciencia”, y el dejarse dominar “...por todo lo que impresiona con vehemencia su corazón”. De ahí que los sexos no sean iguales, pero tampoco haya ninguno superior al otro.

En su cruzada por abrir puertas para que la mujer ingrese al mundo de las decisiones, Martina Barros apeló a la libertad como “... la única solución de ese problema social.” Esa libertad debe ser la misma que tiene el hombre en el uso de sus facultades, enfatizando la posibilidad del cultivo intelectual, cuyos frutos serán complementarios a los del hombre porque la mujer posee facultades que “...el hombre espontáneamente no posee”. De allí su defensa al acceso de la mujer a la educación superior.

El feminismo que defiende Martina Barros no aspira al otorgamiento de derechos políticos para la mujer, representando con ello a la mayoría de las feministas de su época, incluso a las francesas más combativas, como Eugénie Niboyet, Jeanne Deroin y Marie Deraismes, o liberales como George Sand. Tan solo se rebela contra las razones que se esgrimen para mantenerlas al margen de la participación:  “Si se pretende negarle esos derechos porque se la cree incapaz de ejercerlos... detrás de ese pretexto hiriente ella verá la injusticia y la inconsecuencia... de los que le reconocen las aptitudes necesarias para elegir un esposo que va a representarla y dirigirla durante su vida entera, y le niegan esas mismas aptitudes para una elección harto menos grave y trascendental.” Y concluye que la sociedad teme a la mujer justamente por el poder que ejerce. “Lo que se teme es ver a la generalidad de los hombres y a la mujer apoyando ideas que les son antipáticas, pero a cuya merced las han abandonado.”

A pesar que el feminismo de hace un siglo atrás no adopta estrategias de combate que aparezcan atentatorias contra el mundo de influencias masculino, ni que pretenda la igualdad de derechos políticos, hay un elemento fundamental que Martina Barros hace evidente. Independiente de la pasión o la beligerancia con que el feminismo reivindica sus causas, toda lucha de la mujer por ocupar espacios que parezcan amenazar su apego a los roles femeninos tradicionales ha sido vista históricamente con alarma y desconfianza. Sin embargo, no parecen ser la mayoría de las mujeres quienes quisieran abandonar esos roles.  El temor a un cambio en la inserción femenina en la sociedad indica, en beneficio de los logros feministas, un reconocimiento de su situación de poder. Un poder distinto, pero poder al fin. Negociar con la sociedad civil desde una posición consciente de los logros que se quieren alcanzar, sin por ello desdeñar los roles que incluso la mujer más feminista tiende a asumir como propios, pondría sus reivindicaciones en lugares de mayor legitimidad y menor recelo.

** Artículo publicado en El Mercurio el 09/07/2000.