Por Ramón Pi, periodista barcelonés que cuenta con una amplia trayectoria profesional. Ha trabajado en diferentes medios de comunicación. Fue columnista de ABC y actualmente lo es de La Gaceta de los Negocios y de OTR/Press (servicio de opinión de Europa Press). Fue director del Diario. Está considerado como uno de los creadores del género de las tertulias políticas radiofónicas.
Se ha generalizado en los últimos años el uso del término “género”, empleado no como accidente gramatical. Los medios de comunicación hablan normalmente de “violencia de género” para referirse a los malos tratos que algunos hombres perpetran contra las mujeres, en especial las de su ámbito propio de convivencia. Y no faltan los que usan “género” para hablar de cualquier cosa en la que haya hombres y mujeres.
Muchos han supuesto que eso del “género” debe de ser una forma más delicada de mencionar el sexo, y eso no deja de resultar desconcertante, porque cuando se habla de personas “de ambos sexos”, o cuando un impreso oficial pregunta por el “sexo” del solicitante de cualquier cosa, parece evidente que el término no quiere significar en absoluto el aparato genital, sino la mera condición de varón o mujer. La innovación del significado de “género”, haciendo este extraño trasplante de la gramática a la anatomía o la fisiología, parecía de todo punto innecesaria.
Y, en efecto, es innecesaria si a lo que trata de referirse es a la anatomía o a la fisiología. Lo que sucede es que el “género” así usado no quiere aludir a nada de eso, sino que es la consecuencia terminológica de algo de más calado. La novedad parte de determinados ambientes feministas de EE UU, que han elaborado una teoría según la cual la conducta masculina o femenina, o la misma psicología, e incluso la mera condición masculina o femenina no vienen determinadas por la anatomía o la fisiología, sino que son construcciones culturales impuestas. Según eso, el “género” sería el resultado de la elección de cada individuo o de la asunción de una determinada orientación sexual. En consecuencia, los “géneros” no serían dos, sino cinco: masculino homosexual, masculino heterosexual, femenino homosexual, femenino heterosexual, y bisexual. Hay quienes amplían esta relación a siete, añadiendo transexual y travestido.
Todo esto puede parecer una majadería intelectualoide sin más fundamento que el sectarismo de cierto feminismo militante, pero lo cierto es que, tras una larga operación de introducción de esta terminología en los documentos de la ONU, las consecuencias prácticas del nuevo lenguaje son enormes. Por lo pronto, el nuevo término da por supuesta la necesaria desaparición de toda organización social atendiendo a la diferenciación entre hombres y mujeres; eso se aceptó por muchos sin mayores complicaciones, porque el fantasma del “sexismo” o del “machismo” era un sambenito que nadie quería llevar colgado. Pero si se acepta esa idea, se desmoronan el derecho de familia, la legislación hereditaria, la moral elemental vigente desde hace 30 siglos y, evidentemente, las bases sobre las que construir una sociedad tal como hasta ahora las conocemos. En las agencias de la ONU se están produciendo mutaciones de calado hondo, que llegan a condicionar ayudas y subvenciones a la aceptación de la trampa del “género”, palabra que, usada de esta forma, es cualquier cosa menos inocente.
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