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De leyes y géneros sexuales

José Antonio Márquez González

La necesidad del lenguaje por adecuarse a la llamada "equidad de género" provoca curiosas trampas lingüísticas.

Desde hace algunos años, la moda es decir «señoras y señores», «niñas y niños», «notarias y notarios», etcétera, en lo que se juzga como una escrupulosa precisión lingüística en homenaje a la equidad de género. Además, no basta con la mención expresa del femenino, sino que además conviene que el llamado «sexo débil» aparezca primero.

Pero la costumbre ha trascendido a discursos oficiales y a nuestra legislación. En Veracruz, por ejemplo, existe una Ley de asistencia social y protección de niños y niñas, y, a nivel federal, una Ley para la protección de los derechos de niñas, niños y adolescentes.

La Constitución mexicana dice en su artículo 4 que «los niños y las niñas tienen derecho a la satisfacción de sus necesidades […]» y en la adición del artículo 2° B, V dice «las mujeres indígenas» (pero, a pesar de ello, insiste en las expresiones «todo individuo», «los habitantes», «todo hombre», «el paisano», «el obrero», «los mexicanos», «los ciudadanos»).

La cuestión puede dar lugar a situaciones embarazosas. Extremando el purismo, en el futuro se tendría que decir los sustantivos epicenos y comunes «el mosquito y la mosquita» (o mejor «la mosquita y el mosquito»), «la testiga y el testigo», «la jueza y el juez» (como ya dicen en España) y habrá que escribir constantemente entre paréntesis, como acostumbra hacerse en los formularios o «machotes», aclarando en cada caso la distinción y naturalmente anteponiendo el género femenino.

Quizá ocurra lo contrario, y el género masculino tenga que reivindicar la injusta prevalencia del femenino en voces como la cal, la comezón, la serpiente, la pelvis, la colitis, etcétera.

La situación puede volverse enojosa cuando haya necesidad de hacer valer esta actitud feminista –por otra parte muy legítima– en un concepto como el de patria potestad. Habida cuenta de que en el pasado la madre no tenía este derecho, ¿deberíamos decir ahora mater potestad?

Sin embargo, fuera de eso, no hay desde el punto de vista lógico, una razón valedera para hablar de ambos géneros como si fueran distintos entre sí. En efecto, no me parece que pueda pensarse, con toda seriedad, que la mujer deba sentirse excluida si sólo se dice «hombre» o «ser humano» o «humanidad», como reza el título de la famosa Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

Tal vez la solución radique en una observación genérica inicial como la que se encuentra en ciertas leyes internacionales de derecho uniforme. La leyenda en cuestión suele decir así: «Toda referencia a las funciones mencionadas en el presente estatuto debe comprenderse en masculino y femenino».

El asunto no es nuevo. Desde Justiniano ya se decía que «no se duda de que la palabra hombre comprende tanto la mujer como el varón» y que «Las palabras en género masculino comprenden corrientemente los dos sexos» (Dig., 50, 16. 152-195).

Cuando la ley ha querido referirse sólo a la mujer y excluir al hombre, lo ha dicho expresamente, como en el Código civil de El Salvador en su artículo 25:

«Por el contrario, las palabras mujer, niña, viuda y otras semejantes, que designan el sexo femenino, no se aplicarán al otro sexo; a menos que expresamente las extienda la ley a él».

Otra solución sería utilizar –como proponen algunos– la genérica indefinición del signo @ para designar ambos sexos (una vez autorizado, desde luego, por la Real Academia de la Lengua Española, lo cual parece más que improbable).

Mientras tanto, no parece haber más remedio que seguir aclarando el género en cada caso –como hacen por ejemplo los norteamericanos (to his or her)–, lo que recuerda el verso con que Ramón López Velarde remataba las estrofas de Mi Villa: «el niño iría de luto, pero la niña no».

Y es que, como decía Benedetti, «ningún padre de la iglesia ha sabido explicar por qué no existe un mandamiento que ordene a la mujer no codiciar al hombre de la prójima».

ISTMO N° 276
Año 2005