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La condición sexuada

Pablo Prieto.

Más que función fisiológica o mecanismo psicológico, la sexualidad es dimensión de la persona: ser hombre es existir como varón o como mujer. Ahora bien, como todo lo humano, la sexualidad es una tarea siempre inconclusa.

¿Qué entendemos por sexo?

Más que una función fisiológica, el sexo es ante todo una dimensión de la persona humana en virtud de la cual el hombre existe únicamente según dos formas, irreductibles y complementarias: varón y mujer. Lo cual quiere decir que el sexo pertenece primariamente al núcleo ontológico de la persona antes que a su configuración psicológica, su género sociológico o su estructura fisiológica. El sexo se manifiesta en todos estos órdenes pero sin reducirse a ninguno de ellos.

La plena manifestación de la condición sexuada sólo tiene lugar en la presencia personal. Esta presencia se caracteriza por aparecer lo sexuado y lo cultural indisociablemente unidos, de tal modo que, para comparecer la persona como tal en la sociedad, necesita asumir e interpretar culturalmente su masculinidad o feminidad.

Esta presencia sexuada es ante todo una presencia visible: es resultado de “saber verse”, “verse visto” y “verse ver”. En consecuencia su elaboración cultural ha de realizarse a partir de aquellos elementos de la sexualidad que expresan visualmente a la persona en su identidad única, su continuidad biográfica, su carácter peculiar, etc.: en una palabra, todo lo que traduce a la persona en “figura sexuada”. Nos estamos refiriendo a los llamados “caracteres sexuales secundarios”, que constituyen el quicio de la estética (y la ética) de la figura corporal. El respeto por ellos y la sensibilidad hacia su exquisito simbolismo es clave de la elegancia y de la “honestas” en sentido clásico.

Caracteres sexuales secundarios

Se llaman así aquellas propiedades que distinguen a los sexos entre sí pero sin implicaciones reproductivas. Su pleno desarrollo y manifestación tiene lugar en la pubertad (palabra que usamos aquí como sinónimo de adolescencia). Básicamente son los siguientes:

- Diferente reparto del vello: más concentrado en la mujer, en cuya cabeza el cabello es más sedoso y crece más.

- Cara lampiña en la mujer y bozo en el varón.

- Hombros más estrechos y caderas más anchas en la mujer que en el varón.

- Diferente reparto de grasa corporal, que produce en la chica formas redondeadas y suaves, y en el chico, más robustas y angulosas, sobre todo en torso y brazos.
- Tono de la voz más agudo en ella que en él.
- Desarrollo de las mamas en la mujer.
- Por todo lo anterior y por la diversa distribución de masa corporal, el “centro de gravedad” es más bajo en ella que en él, lo que provoca un ritmo y cadencia en los movimientos netamente distinto.

- Diferente psiquismo, que se manifiesta en la figura corporal de innumerables maneras.

Significado antropológico de los caracteres secundarios

Damos a continuación algunas claves para interpretar los citados caracteres en la perspectiva de la ética y la estética:

a) En la medida en que integran la figura total de la persona, los caracteres secundarios la expresan en su feminidad y masculinidad, lo cual no sucede con los caracteres primarios, que son fundamentalmente los órganos genitales y las zonas erógenas. Esta peculiar expresividad de los caracteres secundarios se debe a estar situados en el “radio magnético del rostro”, lo que hace que el interlocutor los refiera espontáneamente a la mirada y a la palabra. Poseen, por eso mismo, un carácter naturalmente dialógico.

b) Por ser esenciales a la figura humana, su presencia o representación posee carácter ético intrínseco: siempre “dicen algo de alguien”. Apelan a una esfera de la ética que sin duda incluye la ética sexual, pero la rebasa ampliamente. Los caracteres secundarios, en efecto, aluden a la totalidad del cuerpo, no a un órgano; evocan una presencia estable y continuada, no un acto. En función de ellos se despliega la convivencia entre varón y mujer, que reclama una ética mucho más amplia que la moral sexual, ya que introduce en ella un factor intrínsecamente estético.

c) Este factor estético que reclaman los caracteres secundarios es principalmente el juego del arreglo, con el cual se subraya en un sentido u otro la dimensión sexuada del cuerpo.

d) Los caracteres secundarios no sólo aparecen en la adolescencia, sino que sitúan de diversa manera respecto a ella según se sea varón o mujer. La mujer interioriza, revive y “vuelve” a su adolescencia más profundamente que el varón, el cual sitúa su paradigma más bien en la madurez. De ahí que sea propio de lo femenino la gracia y el donaire, aun en la mujer madura, mientras que el estilo masculino acentúa la gravedad y el rigor, incluso entre jóvenes.

e) Precisamente por aparecer en la pubertad, los caracteres secundarios están íntimamente unidos a la educación afectiva en el seno del hogar. No se viven como un dato (ser chico o chica) sino como un proceso al que se asiste, inscrito en la historia personal, por el que se llega a ser “este chico” o “esta chica”. Los caracteres secundarios cobran así significado biográfico del que carecen los caracteres primarios (genitalidad).

f) En la mujer los caracteres secundarios están más expandidos por su cuerpo y los experimenta más íntimamente que el varón. Por consiguiente para ella son más expresivos, y no sólo de “su” persona, sino de “lo” personal. Dicho con otras palabras, para la mujer la feminidad es más corporal de lo que es la masculinidad para el varón. El carácter sexuado en la mujer está, por así decir, a flor de piel. De ahí que sea más connatural a ella el empleo de medios culturales para inventar su imagen. Esto significa que, aunque con frecuencia la presión social impone, manipula o deforma el “modo de ser” femenino, éste nunca se debe exclusivamente a los condicionantes sociales, como sostenía el feminismo radical.

Almudi