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Cuando prolongar la agonía no ayuda a vivir

El encarnizamiento terapéutico que extiende artificialmente la vida de los pacientes terminales dispara un debate ético, científico y económico sobre los costos y las consecuencias de una práctica médica que no destina sus mayores recursos a la prevención.

Llevado al extremo de la irracionalidad, el esfuerzo de la medicina por preservar y cuidar la salud de las personas ha demostrado que es capaz de volverse en contra de aquellos a quienes pretende proteger. Cuando los médicos se empecinan en extender la vida aún más allá de las posibilidades fisiológicas y del deseo de sus pacientes aparece lo que se ha dado en llamar el encarnizamiento terapéutico.

"La agonía injustificadamente prolongada, el sufrimiento extremo, la desfiguración y el aislamiento del paciente; cualquiera de ellas puede ser la consecuencia del encarnizamiento terapéutico que conlleva formas de morir que resultan una caricatura de la dignidad personal", señaló el doctor Carlos Gherardi, en el simposio "Cuestiones éticas al final de la vida", organizado por el Consejo Académico de Etica en Medicina.

Y es que, a veces, "el intento de respetar la vida puede acabar en trato inhumano o degradante, es decir, indigno", escribió hace algunos años Diego Gracia, miembro de la Fundación de Ciencias de la Salud, de España, en el prólogo del libro Morir con dignidad (Fundación de Ciencias de la Salud, 1996).

Podría decirse que la muerte indigna -aquella que se demora sin ofrecer nada a cambio, más que sufrimiento y humillación- es un invento reciente. Nace como resultado del avance que protagonizó en los últimos cincuenta años la medicina, avance que permite hoy prolongar la vida a través de instrumentos que proporcionan a los pacientes un soporte vital que suple funciones biológicas perdidas o cuando menos suspendidas.
Pero estirar la vida innecesariamente no sólo perjudica a quienes se les priva del derecho a una muerte digna. En un mundo donde los recursos públicos que se destinan al cuidado de la salud no sólo son finitos, sino que muchas veces resultan insuficientes, su uso irracional parece cercenar aún más el acceso de la población en general al cuidado de su salud.

Por eso, cabe preguntarse, ¿hasta cuándo es lícito extender artificialmente la vida de una persona? Desde hace algunas décadas, los expertos en bioética han elaborado una serie de criterios que permiten ponerle freno al afán desenfrenado de los médicos por vencer a la muerte, evitando así el encarnizamiento terapéutico.

"Es una larga historia la que relata la domesticación del morir por parte de la medicina", señala el doctor José Alberto Mainetti, director del Instituto de Bioética y Humanidades Médicas. De lo que no cabe ninguna duda es de que la invención del respirador artificial significó un antes y un después.

El respirador se gestó durante la epidemia de polio que asoló al mundo en la década del cincuenta. Por aquel entonces, un médico danés decidió utilizar bolsas de aire para bombear oxígeno a los pulmones de niños que, afectados por la enfermedad, morían asfixiados; claro que el método era imperfecto: los mantenía con vida siempre y cuando la enfermera no dejara de bombear oxígeno. La solución llegó semanas después de la mano de la feliz idea de acoplar una bomba mecánica a la bolsa de aire. Como era de esperar, la tecnología no tardó en extenderse; pero no habría de pasar mucho tiempo hasta que el avance obligó a los médicos a enfrentar situaciones clínicas hasta ese momento impensables. "Cuando comenzaron a aparecer los métodos de soporte vital, principalmente el respirador, los médicos se encontraron con que tenían pacientes que eran ventilados artificialmente, pero que sufrían cuadros neurológicos absolutamente irreversibles", comentó la doctora Rosa Angelina Pace, master en bioética de la Universidad Complutense de Madrid.

Lentamente, las unidades de cuidados intensivos estaban comenzando a poblarse de un nuevo tipo de pacientes: personas que jamás recuperarían la conciencia, pero que podían ser mantenidas con vida artificialmente durante décadas. Sucede que por aquel entonces estaba aún vigente la idea tradicional de muerte, que la asocia al cese de la actividad cardíaca y respiratoria.

Mantener con vida a estos pacientes representaba tanto una prolongación injustificada del sufrimiento de sus familiares que asistían a una agonía eternizada, como un acaparamiento inconducente de recursos monetarios y de infraestructura hospitalaria. "Ante esta nueva perspectiva, fue estrictamente necesaria la reformulación del concepto de muerte", dijo Pace.

En agosto de 1968, un comité de expertos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard expidió al respecto en un informe publicado por el Journal of American Medical Association (JAMA). Había nacido el criterio de muerte cerebral, que estableció que el fin de la vida llega cuando coinciden la muerte del tronco y de la corteza del cerebro. Sin embargo, algunos estudiosos del tema sugieren la incidencia de otro factor en la adopción de este nuevo criterio de muerte. Meses antes, más precisamente el 3 de diciembre de 1967, el doctor Christian Barnard había realizado el primer trasplante de corazón: esta nueva posibilidad trastrocaba la mirada que se posaba sobre los pacientes con daños neurológicos irreversibles que eran mantenidos vivos en forma artificial. "La definición de muerte cerebral es un artificio de técnica -opina el doctor Mainetti-. Tiene por único fin introducir la posibilidad de retirar un soporte vital y dar por muerta a una persona a la que se mantiene con vida sin ningún sentido, abriendo así la posibilidad de utilizar sus órganos para un trasplante."

Los pacientes y sus derechos

El criterio de muerte cerebral es una de las primeras respuestas sobre los límites en la atención médica de aquellos pacientes que ya no son capaces de verse beneficiados por ningún tratamiento. Pero no es la única. Un paso más allá se encuentra el derecho del propio paciente -o de su familia- a rechazar un tratamiento que se considera inútil. Se pueden señalar varios casos como impulsores del debate que finalmente diera lugar a la instauración de este derecho, aunque no cabe duda de que aquel que aún perdura en el imaginario colectivo es el de Karen Ann Quinlan.

"En 1975, la joven Quinlan entró en un coma profundo que la llevó al síndrome vegetativo persistente -recuerda Mainetti-. Si bien había sufrido la muerte de su corteza cerebral, sus funciones vegetativas estaban intactas." Esto implicaba que su caso no reunía los criterios de muerte cerebral. Por lo que a pesar de que los médicos reconocían que jamás se recuperaría, se negaban a acceder al pedido de los padres de desconectar el respirador artificial que la mantenía con vida. En 1976, la corte de Nueva Jersey decidió aceptar el pedido de desconexión (aun así la paciente permaneció en estado vegetativo diez años más).

En la Argentina, casi veinte años después, el caso Parodi sentó jurisprudencia en relación con el derecho de los pacientes a rechazar un tratamiento médico, aun cuando la negativa conlleve un riesgo de muerte. "En 1995, el juez Pedro Hooft, de Mar del Plata, falló en favor de este paciente diabético que se negaba a que le amputaran una pierna gangrenada que ponía en peligro su vida", comenta Mainetti. Pero la adopción por parte de la medicina del derecho de los pacientes de rechazar un tratamiento médico no fue tan sencilla. Pronto surgió la pregunta: ¿qué decisión tomar cuando el paciente se encuentra imposibilitado de expresar su voluntad como resultado de lo avanzado de su dolencia?

El caso testigo que llevó a la luz este problema fue el de Karen Cruzan. En 1983, víctima de un accidente de tránsito, esta joven de 25 años entró en coma irreversible; como su tronco encefálico se hallaba intacto, Karen era capaz de seguir respirando sin necesidad de ser ventilada. Carecía sin embargo de la posibilidad de alimentarse, por lo que los médicos decidieron darle de comer mediante un tubo que se conectaba directamente con su estómago. Ese destino no era el que los padres de Karen deseaban para su hija, por lo que acudieron al tribunal. El problema era que no sólo no reunía los criterios de muerte cerebral, sino que estaba incapacitada para expresar su voluntad que, según sus padres, hubiera sido poner fin a su existencia.

El juicio duró años, hasta que "antiguos amigos de Karen recordaron que les había dicho cosas que sugerían que desearía morir si estuviera en una situación semejante -escribió el bioeticista Peter Singer en su libro Repensar la vida y la muerte (Paidós, 1997)-. El tribunal aceptó entonces que había pruebas claras y convincentes de que su deseo era que no la mantuvieran viva en ese estado y permitió que le retiraran el tubo de alimentación".

Cuando Karen murió, habían pasado casi ocho años desde el día del accidente. En el cementerio de Missouri donde descansan sus restos, hay una lápida que dice: "Nancy Beth Cruzan. Hija, hermana, tía muy querida. Nació el 20 de julio de 1957. Murió el 11 de enero de 1983. En paz el 26 de diciembre de 1990".

El concepto de futilidad

"El avance científico básico y sus aplicaciones tecnológicas han permitido a la medicina logros y metas impensadas hace apenas 50 años, pero también han transmitido a la sociedad un mensaje de omnipotencia y de poder que tiende a olvidar que la muerte es siempre el fin de la vida", señaló el doctor Gherardi en el citado simposio. Surge entonces la fantasía de vivir más allá de la muerte que ya se prenuncia.

Así, en los últimos años la pregunta por los límites que se deberían establecer a la prolongación artificial de la vida ha sumado un nuevo aspecto. "El conflicto ya no lo plantea el médico que propone una terapia que conduce al encarnizamiento terapéutico, sino que nace del paciente o de sus familiares que piden un tratamiento que no se considera eficiente", afirma el doctor Mainetti. La respuesta de la bioética se centra en el llamado concepto de futilidad, que de por sí es bastante controvertido. "Los tratamientos fútiles, esto es inútiles, lo único que logran es dar al paciente dolor, daño, incomodidad y gasto económico", define la doctora Pace. Ahora, ¿cómo se determina la futilidad de una terapia médica?

Existen dos criterios, responde. "La futilidad fisiológica es el más simple: es cuando el tratamiento demuestra no modificar las variables fisiológicas del paciente que uno busca. Otras personas sostienen que se puede definir la futilidad mediante criterios estadísticos: un tratamiento sería fútil cuando tiene menos del 1% de posibilidades de resultar exitoso." No hace falta aclarar que para determinar la futilidad de un tratamiento es necesario actuar caso por caso. "Los límites que delimitan este concepto son muy controvertidos y discutibles; por eso las instituciones médicas cuentan hoy con comités de bioética", señala el doctor Edgardo A. Liaño, coordinador de la Unidad de Cuidados Paliativos del Cemic.

Los comités de bioética son, en su propia definición, espacios multidisciplinarios y pluralistas que se nutren del aporte de expertos no sólo provenientes de la medicina, sino también del derecho, la antropología, la filosofía y, en algunos casos, de representantes de la comunidad.

"La medicina como actividad artesanal destinada al cuidado y eventual curación de las personas siempre tuvo límites, pero el final de la vida llegaba por factores externos alejados de una decisión cercana de efectos inmediatos y directos. Ahora, y como resultado del progreso tecnológico, la posibilidad del manejo de la función vital influye en la determinación y el tiempo de muerte -señaló el doctor Gherardi-. Esta cuestión central, que atiende la realidad médica cotidiana y que se encuentra en el marco de las decisiones posibles con el hombre enfermo, marca el comienzo de toda una época de muerte intervenida, por oposición a la natural."

De alguna forma, comenta por su parte el doctor Mainetti, "se ha producido una suerte de asalto tecnológico a la disponibilidad de los individuos sobre su propia muerte. Este asalto ha dado lugar a la medicalización de la muerte, obligando incluso a cambiar su definición a través de la adopción del criterio de muerte cerebral".

Para este experto en bioética, hoy la muerte no sólo es técnicamente controlable y administrable, sino que resulta en cierta forma negociable. "La dramática situación actual de los recursos destinados a la salud lleva a que se establezcan criterios para decidir qué enfermedades se tratan y cuáles no -aseguró-. En Inglaterra, por ejemplo, el sistema de salud ha introducido recientemente medidas al consumo de salud al final de la vida." ¿Un ejemplo? "El sistema de salud inglés no provee de diálisis a los pacientes de más de 50 años", respondió.

"No se si se puede hablar de negociación -dice por su parte la doctora Pace-, pero probablemente esta situación nos obligue a ser más racionales en la práctica médica, a cuidar más los recursos, pero teniendo en cuenta que en medicina lo más terrible sería hacer menos de lo que uno tiene que hacer."

Por Sebastián A. Ríos
De la Redacción de LA NACION