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No es lo mismo estar que ser feliz
Francisco Ugarte

Dicen los expertos que «por cada cien artículos especializados sobre la tristeza, sólo se publica uno sobre la felicidad». Dato revelador si nos enfocamos en la desesperanza que respiramos en el ambiente. En contra de toda estadística, este artículo incita a recorrer el difícil pero libre camino de la felicidad que perdura y que, en efecto, es posible conseguir.

La escurridiza felicidad
Todos queremos ser felices. Difícilmente se puede refutar esta afirmación, sobre todo si entendemos el verbo querer como deseo y como búsqueda. ¿Quién desea la infelicidad para sí mismo? ¿Quién no busca ser feliz, en el fondo de cada una de sus acciones? El niño que se empeña en entrar en una juguetería no busca un juguete, sino la felicidad; el estudiante que pretende un título universitario para luego tener éxito en la vida, no persigue la fama, quiere ser feliz; el investigador que pretende encontrar la piedra filosofal, no desea alcanzar sólo sabiduría, sino felicidad.
Por eso, lo peor que puede ocurrir a una persona es que no resuelva con acierto su inclinación a la felicidad, como lo hace notar Borges en uno de sus poemas: «He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz. Que los glaciares del olvido / me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego / arriesgado y hermoso de la vida, / para la tierra, el agua, el aire, el fuego. / Los defraudé. No fui feliz».

Ser feliz: búsqueda irremediable
Y es que estamos hechos para la felicidad, por eso tendemos naturalmente a ella, con la misma naturalidad con que la piedra tiende a caer. Sólo que en el hombre esta inclinación necesaria es a la vez libre: no puede querer otra cosa que ser feliz y, al mismo tiempo, lo desea libremente. Tomás de Aquino lo señala así: «la voluntad apetece libremente la felicidad, aunque la busque a la vez necesariamente». Pero se podría objetar que hay acciones humanas que parecen ir directamente contra la felicidad de quien libremente las realiza, como dañar la propia salud mediante el consumo de drogas, agredir a una persona querida, o simplemente aislarse de los demás para sumirse en la tristeza.
¿Se tratará de excepciones a ese deseo universal de felicidad? Pascal afirmaba enfáticamente que no, incluyendo el caso más extremo, el del suicidio: «Todos buscan ser felices. No hay excepciones a esta regla. Aunque utilicen medios distintos, todos persiguen el mismo objetivo. Ésta es la fuerza motriz de todas las acciones de todos los individuos, incluso de los que se quitan la vida».
Otra cosa es lograr que, en la práctica, el deseo subjetivo de ser feliz, que siempre está presente, se resuelva satisfactoriamente. Una cosa es desear ser feliz y otra, muy distinta, serlo de hecho. Cuando se ha visto radicalizada esta dificultad, lo que suele postularse es la imposibilidad de ser feliz, como inherente a la condición humana; tal fue la concepción de los existencialistas radicales. Tanto Heidegger como Sartre sostenían una visión de la existencia marcada por la angustia: el hombre es un ser-para-la-muerte, una pasión inútil.
Si acudimos a la experiencia personal, seguramente encontraremos ahí la confirmación más convincente de las palabras con que hemos iniciado estas líneas: «todos queremos ser felices», aunque intuyamos que no resultará fácil conseguirlo.

Una carrera sin fin
El camino hacia la felicidad parece ser progresivo, en el sentido de que nunca se puede decir, mientras lo recorremos, que hemos llegado a la meta. Siempre se puede ser más feliz, pues la felicidad «es la plenitud de la vida», como afirma Julián Marías; esto equivale a tener «la vida lograda», como lo han advertido con acierto otros autores contemporáneos, y cuya consecuencia subjetiva consiste en una sensación de paz permanente, que se distingue del simple placer y también de la alegría.
C. S. Lewis ilustra estas diferencias con una experiencia personal dolorosa, que tuvo lugar cuando aún era niño: «Con la muerte de mi madre desapareció de mi vida toda felicidad estable, todo lo que era tranquilo y seguro. Iba a tener mucha diversión, muchos placeres, muchas ráfagas de alegría; pero nunca más tendría la antigua seguridad. Sólo había mar e islas; el gran continente se había hundido, como la Atlántida». La felicidad, por tanto, ha de ser algo estable.
Siempre que el hombre alcanza o posee un bien, experimenta una vivencia favorable que puede calificarse con el término gozo, que, en el lenguaje filosófico, se entiende como «descanso en la posesión de un bien». Esto puede dar lugar a tres situaciones distintas: si el bien es algo material, lo que se experimenta es placer sensible, que ordinariamente se caracteriza por su fugacidad y su falta de permanencia; si el bien en cuestión tiene mayor entidad y a la vez es algo concreto –el amor de una persona, por ejemplo– o se refiere a un logro particular –como haber terminado la carrera universitaria–, el gozo que se experimenta recibe el nombre de alegría. En cambio, si el gozo procede no ya de una situación particular, sino de la situación vital integral en que la persona se encuentra, entonces tiene carácter permanente y podemos hablar propiamente de felicidad.
Dicho con otras palabras, «la alegría está por encima del placer y por debajo de la felicidad. El placer tiene un tono fugaz, transitorio, huidizo; es importante y nos abre una ventana de aire fresco. Pero la alegría tiene un tono más duradero y se presenta como consecuencia de haber logrado algo tras un esfuerzo y lucha personal. A otro nivel, en otra galaxia, nos encontramos con la felicidad: suma y compendio de la vida auténtica y de ver el proyecto a flote».
Consiste, por tanto, en el gozo que procede, ya no de un bien o de una circunstancia particular, sino de la situación vital integral en que la persona se encuentra; es una condición de la persona misma, está en el orden del ser, y no del tener. Por eso, cuando se alcanza, es algo más profundo y permanente. Sin embargo, hay quienes no estarían de acuerdo con esta triple distinción, por tener una concepción reduccionista de la felicidad (que acaba identificándose con el placer), como es el caso de John Stuart Mill, principal representante de la corriente utilitarista, quien considera que «por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer».

Circo de tres pistas: placer, alegría y felicidad
Los tres fenómenos anteriores corresponden a tres estados que, en el lenguaje coloquial, se suelen calificar en función de la palabra alegría: decimos ponerse alegre, cuando nos referimos al resultado inmediato de un estímulo concreto y placentero, como puede ser el alcohol; decimos estar alegre, cuando ha ocurrido algo que nos produce una alegría más estable, como haber alcanzado una meta, lo cual se identifica propiamente con la alegría; y podemos decir ser alegre, para referirnos a una situación permanente de la persona, que ya no depende de unas circunstancias determinadas: esto es lo propio de la felicidad.
Sin caer en el extremo de los estoicos, que consideraban el placer como algo necesariamente malo, contrario a la naturaleza del hombre –Séneca afirmaba que «el placer es algo bajo, servil, flaco y mezquino, cuyo asiento y domicilio son los lupanares y las tabernas» –, sí podemos reconocer que el placer sensible, aun cuando sea lícito y bueno, tiene la característica de ser transitorio: dura poco tiempo. La felicidad, en cambio, señala Pieper, «no es felicidad si no es perdurable; la felicidad pide eternidad». De aquí que el placer, por su transitoriedad, por su fugacidad, no pueda resolver el problema de la felicidad. Quien centra su vida en el goce sensible tiene la experiencia de con qué angustiosa facilidad el placer se le escapa de las manos; las satisfacciones derivadas de momentos placenteros se desearían prolongar pero se acaban. La consecuencia es el vacío interior, se frustra quien pretendía ser feliz por ese camino, y queda más insatisfecho de lo que se encontraba antes de la experiencia placentera.
Ante la insuficiencia del placer, cabe enfocar la vida de manera que se oriente hacia contenidos de mayor valía, que requieren poner en juego lo mejor de nosotros mismos, es decir, nuestras fortalezas, cuyos actos originan gratificaciones más que placeres, como lo advierte Seligman: «La “vida placentera” puede encontrarse tomando champán y conduciendo un Porsche, pero no la buena vida. Yo diría que la buena vida consiste en emplear las fortalezas personales todos los días para lograr una felicidad auténtica y abundante gratificación. Es una actividad que puede aprenderse a desarrollar en cada uno de los ámbitos de la vida: el trabajo, el amor y la educación de los hijos».

Muchas piezas y… siempre falta alguna
Por tratarse de una realidad profunda, que no se reduce ni al placer ni a la simple alegría, es de esperar que la conquista de la felicidad no resulte fácil. Séneca advertía que «todos los hombres quieren vivir felices, pero al ir a descubrir lo que hace feliz la vida, van a tientas, y no es fácil conseguir la felicidad en la vida, ya que se aleja uno tanto más de ella cuanto más afanosamente se la busque».
El pesimista Schopenhauer afirmaba que «“vivir feliz” sólo puede significar vivir lo menos infeliz posible o, dicho más brevemente, de manera soportable».13 Y resulta significativo el hecho de que «los expertos estiman que sólo entre un diez y un quince por ciento de los norteamericanos se consideran verdaderamente felices»,14 y que «sólo tres de cada diez alemanes se consideran felices».15 Por eso muchos, al no encontrar solución a lo que más desean, acaban renunciando a la felicidad o rehuyendo el problema. También es significativo que hoy en día, «por cada cien artículos especializados sobre la tristeza, sólo se publica uno sobre la felicidad»,16 lo cual nos hace pensar que andamos muy necesitados de una cultura que nos diga cómo ser felices.
Ordinariamente la dificultad procede de buscar la felicidad donde no está. Con frecuencia pretendemos saciar nuestras ansias de felicidad mediante bienes sensibles, que sólo proporcionan placeres transitorios, o a través de situaciones particulares, que únicamente nos ofrecen alegrías parciales. En consecuencia, si realmente queremos encontrar esa felicidad profunda que procede de tener la vida lograda, habremos de averiguar dónde se encuentra para abocarnos a su conquista.
En el proceso de aproximación, teórica y práctica, a la verdadera felicidad, es preciso tener en cuenta que, por tratarse de algo complejo, no cabe simplificar las cosas y pretender una especie de fórmula barata que dé con la solución. Bossuet decía que «la felicidad de los hombres se compone de tantas piezas que siempre falta alguna». Aunque la afirmación pueda resultar pesimista en su segunda parte, vale la pena tener en cuenta la primera, porque enuncia una gran verdad. La conquista de la felicidad consistirá en descubrir e integrar armónicamente esas múltiples piezas que la componen. Y hay una característica común a todas ellas, que deberá estar presente para que puedan dar como resultado la felicidad: la calidad o perfección con que habrán de construirse.

A pesar de todo, quiero ser feliz
Hemos visto que todos estamos inclinados a la felicidad y que, a la vez, se trata de una tarea difícil. La pregunta que surge ahora es si la dificultad es superable. ¿Es realmente posible ser feliz? Las respuestas negativas a esta pregunta van desde la imposibilidad constitutiva del hombre para la felicidad, que sostiene el existencialismo radical como hemos visto, al escepticismo de Savater en nuestros días: «en cuanto a conquistar la felicidad, la felicidad propiamente dicha… sobre esto yo no me haría demasiadas ilusiones».17 Y, desde una perspectiva teológica, el enfoque negativo consistiría en reducir la posibilidad de ser feliz a la otra vida, después de la muerte, de manera que ser infeliz ahora sería como el requisito para merecer la felicidad futura. Detengámonos en esta última idea.
Hay quienes conciben la felicidad en la tierra como contrapuesta a la felicidad en el cielo: o se es feliz aquí o se es feliz allá; quien desee alcanzar la felicidad definitiva deberá resignarse a ser infeliz ahora, es el precio que habrá que pagar para merecer la felicidad eterna. Este planteamiento llevaría, por tanto, a la resignación ante una vida por fuerza infeliz.
Quien tiene fe sabe que «Dios ha depositado en el corazón de cada hombre el deseo de la felicidad, como un impulso primario, y quiere responder a él comunicándonos su propia felicidad, si nos dejamos conducir por Él»,18 es decir, que Dios quiere positivamente que seamos felices y desea que nosotros, libremente, aceptemos su ofrecimiento de ayudarnos a conseguirlo. Pero, ¿dónde se encuentra esa felicidad que Dios quiere que alcancemos, en esta vida o sólo en la vida posterior a la muerte?; ¿existe alguna relación entre ser feliz ahora y ser feliz después?

La felicidad ¿tarea para después?
San Josemaría Escrivá señalaba que «el Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad que sólo Él puede colmar enteramente».19 Esto quiere decir que no sólo no hay oposición entre una felicidad y otra, sino que se da una continuidad, porque la felicidad de ahora suele ser el preludio de la felicidad definitiva. Más aún, puede afirmarse que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra».20 En este enfoque no cabe la resignación ante una vida con problemas y dificultades, sino la búsqueda activa de esa felicidad para la que Dios nos ha creado.

Sufrimiento y felicidad ¿paradoja sin solución?
¿Acaso no son las desgracias y las tragedias de la vida el precio a pagar para ganar el cielo? El modo de proceder de Jesucristo, recogido en tantas escenas del Evangelio, responde a estas preguntas: «Dios quiere la felicidad de los hombres así en la tierra como en el cielo. Es falso que nos haga comprar la dicha futura a costa de nuestros males presentes. ¿Permaneció indiferente Jesús a los sufrimientos de los hombres? ¿No se compadeció del dolor de las hermanas de Lázaro ante la tumba de su hermano hasta llegar a llorar también Él? Si nuestros males actuales fueran la condición de nuestra dicha futura, ¿hubiera curado Jesús a tantos lisiados y a tantos enfermos, privándolos en esta hipótesis de su más segura posibilidad de ser dichosos?».21
Por tanto, aunque Dios permita el dolor y el sufrimiento en la existencia del hombre, quiere también que aprendamos a llevar esos males de manera que no nos conviertan en personas desgraciadas, sino por el contrario y paradójicamente, que sean camino de felicidad también en esta vida. La clave está en descubrir el sentido positivo del dolor, tanto desde el enfoque sobrenatural –nos ofrece la oportunidad de aumentar el merecimiento de la vida eterna– como desde la perspectiva humana –nos puede hacer más humanos, más maduros, interiormente fuertes, humildes, comprensivos con los demás.
Las consecuencias prácticas de los dos enfoques planteados son muy claras. Quien considera que ser infeliz ahora es condición para ser feliz después, vive la vida con una actitud negativa, que le impide disfrutar los bienes que Dios mismo ha puesto a su disposición, le inclina a renunciar a los placeres lícitos y a las alegrías válidas, para abocarse unilateralmente a todo lo que sea sufrimiento, tristeza o amargura. Una vida así difícilmente se puede vivir con intensidad y lo más probable es que no permita que los talentos recibidos fructifiquen, y que acabe, por tanto, en la frustración. En cambio, quien descubra la estrecha conexión y continuidad que existe entre la felicidad presente y la futura, adoptará una actitud positiva, que le llevará a aprender cómo ser feliz ahora para ganarse después la vida eterna. Entre otras cosas, vivirá agradecido con Dios y con sus semejantes por los dones que recibe de ellos, y procurará hacer el mayor bien posible, de manera que los talentos rindan al máximo, lo cual será fuente fundamental de satisfacciones aquí y preparación para la felicidad definitiva. Los problemas, el dolor y el sufrimiento, cuando aparezcan, se aceptarán y se procurará descubrir su sentido para que se conviertan también en fuente de felicidad, aunque esto suponga un aprendizaje especial.

Llenar la vida de esperanza
Si Dios quiere que seamos felices, ¿ha concretado la vía para lograrlo?, ¿ha dado alguna pista que nos oriente? Jesucristo señaló el camino mediante las Bienaventuranzas que enseñó en el Sermón de la Montaña:22 son su respuesta a la cuestión de la felicidad –en esta vida y en la otra–, bajo la forma de una serie de promesas que llenan el corazón de esperanza. Son también el cauce para descubrir el sentido más profundo del dolor y del sufrimiento, que la sola inteligencia no logra alcanzar, para que se conviertan en sendero que conduzca a la felicidad auténtica. Su conocimiento, por tanto, será una luz que oriente el rumbo de esa felicidad profunda que todos buscamos.

Notas
1 Borges, Jorge Luis, El remordimiento.
2 Tomás de Aquino, De Potentia, 10, 2, ad 5.
3 Citado en Poupard, Paul, Felicidad y fe cristiana, Herder, Barcelona 1992, p. 22.
4 Marías, Julián, La felicidad humana, Alianza Editorial, Madrid 2005, p. 295.
5 Cfr. Spaemann, Robert, Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991; Llano, Alejandro, La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002.
6 Lewis, C. S., Cautivado por la alegría, Encuentro, Madrid 1989, p. 29.
7 Rojas, Enrique, Una teoría de la felicidad, Dossat 2000, Madrid 1966, p. 8.
8 Mill, John Stuart: «Qué es el utilitarismo», capítulo 2 de El utilitarismo / Un sistema de la lógica, introd., trad. y notas Esperanza Guisán, Alianza, Madrid 1991, p. 46. Aunque hay que advertir que, para este autor, el placer no se reduce al mero placer sensible, propio de los animales, sino que incluye también el correspondiente a la satisfacción de las facultades superiores de la persona humana.
9 Séneca, Sobre la felicidad, C. 7.
10 Pieper, Joseph, El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid 1962, p. 330.
11 Seligman, Martin E. P., La auténtica felicidad, Byblos, Barcelona 2006, p. 34.
12 Séneca, Sobre la felicidad, C. 1.
13 Schopenhauer, Arthur, «El arte de ser feliz o Eudemonología», en El arte de ser feliz: explicado en cincuenta reglas para la vida, ed. bilingüe de Franco Volpi, trad. apéndices Angela Ackermann, Herder, Barcelona 2005, p. 59.
14 Powell, John, La felicidad es una tarea interior, Sal Terrae, Bilbao 1996, pp. 10-11.
15 Klein, Stefan, La fórmula de la felicidad, Urano, Barcelona 2004, p. 323.
16 Seligman, Martin E. P., La auténtica felicidad…, p. 23.
17 Savater, Fernando, en el prólogo a La conquista de la felicidad de Russell, Bertrand, Debolsillo, Barcelona 2004, p. 13.
18 Pinckaers, Servais, En busca de la felicidad, Palabra, Madrid 1981, p. 38.
19 Escrivá, Josemaría, Es Cristo que pasa, Editora de Revistas, México 1990, n. 126.
20 Escrivá, Josemaría, Forja, Minos, México 2006. n. 1005.
21 Chevrot, Georges, Las Bienaventuranzas, Rialp, Madrid 1987, p. 32.
22 Cfr. Mt 5, 3–12 y Lc 6, 20–26, y Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera parte, Planeta, México 2007, pp. 91-129.

Istmo, 300


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