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  En la educación de los sentimientos y la  sexualidad, el autor pasa revista a las dificultades naturales que ofrece la  complejidad de la afectividad y se plantea la cuestión de si es posible la  educación en la afectividad. La contestación es afirmativa, después de  considerar la naturaleza de los sentimientos y su evolución en la educación de  los hijos. En este ámbito analiza qué estrategias son aconsejables seguir por  padres y profesores, de manera que se pueda afirmar a los hijos y alumnos en el  desarrollo de su afectividad. Se afronta también qué se entiende por madurez  afectiva, una de las cuestiones que ha sido desatendida en el emotivismo  actual. Por último, el autor expone la necesaria educación de la sexualidad,  por su vinculación con la afectividad, a la vez que esboza los contenidos y  principales objetivos que es preciso desarrollar en él, de acuerdo con la edad  de los educandos. 
  Descriptores: educación en  la afectividad, educación sexual (contenidos y objetivos), estrategias para  padres y profesores, emotivismo, madurez afectiva. 
                                    Introducción 
  Las personas, por lo general, suelen  quererse a sí mismas, quieren querer a los demás y quieren que los otros les  quieran. En principio, esto no hace de las personas seres menesterosos y  necesitados de afecto. Estos hechos manifiestan, sencillamente, que la persona  está hecha para amar y ser amada; que el fin de su vida es la felicidad, que no  encontrará si no se abre a los otros; y que ninguna persona se satisface a sí  misma en un mero quererse y replegarse en su propio yo. Algunas notas parecidas  caracterizan a la sexualidad humana, a la que se atenderá al final de esta  colaboración. 
  La evidencia de estas realidades, no  obstante, no hace de ellas una cuestión sencilla que, en algunas personas, no  pueda devenir en un problema. Es lo que suele acontecer cuando las personas no  se aceptan como son, cuando se comparan con sus compañeros y se sienten inferiores  a ellos o cuando perciben la gran distancia existente entre su persona  idealizada (que hasta ese momento habían tomado como realidad) y su persona  real. 
  En otras ocasiones, basta con que la persona  se escandalice a sí misma por algo negativo que ha hecho o le ha acontecido, para  que su vida afectiva se transforme en algo dramático e incluso trágico. 
  Cuando esto sucede la imagen que de sí misma  se tiene se hace añicos y la persona no entiende, ni sabe, ni quiere, ni se siente  con las fuerzas necesarias para recomponerse a sí misma. En esas  circunstancias, la persona no es capaz de perdonarse a sí misma. Y sin perdón  no es posible la aceptación de sí, como sin ésta no hay nada o muy poco que se  pueda estimar. 
  Otra dificultad que no debe soslayarse es  la que acontece en aquellas personas que no se dejan querer, sea a causa de su  introversión o de su radical inclinación a la independencia. Son personas que se  tornan huidizas y esquivas —se avergüenzan— ante cualquier expresión de afecto  de las personas que les quieren. 
  Comportarse de esta forma —he aquí la paradoja—  no suele estar reñido con disponer de un excesivo talante sentimental (Polaino-Lorente,  2004 y 2006). 
  La posición contraria es también muy frecuente.  Me refiero, claro está, a quienes sitúan en el núcleo de sus vidas la necesidad  de afecto. Son personas que dependen de los demás y, por tanto, afectivo- dependientes.  Esta dependencia puede ser muy acentuada, lo que encapsula, restringe o sofoca  su libertad, llegando a someter su entera persona a la satisfacción transitoria  y pasajera de su inmaduro emotivismo. 
  A ello se añade el hecho de la  ignorancia, de no saber a qué atenerse para lograr lo uno y lo otro: querer y  ser querido. 
  Lo que manifiesta la necesidad de la  educación en la afectividad, una necesidad que no se ha atendido como debiera y  que —dada su complejidad e intensidad— afecta a lo más profundo de las  personas. Es conveniente insistir aquí en que los afectos es  probablemente la dimensión que más afecta a la persona. 
                                    El  laberinto de la afectividad 
  La afectividad, qué duda cabe, colorea todo  el vivir humano y, aún en las personas menos influenciables, da a su vivir esa  pátina alcanforada o fresca, vivaz o enmohecida, antipática o simpática que  modifica de forma sustantiva cualquier pensamiento, diálogo o actividad. 
¿De que serviría una vida desnuda y  vacía de sentimientos?, ¿es acaso posible?, ¿no condicionaría tal vez el mismo  mensaje, la percepción de lo que el otro cuenta, y hasta el modo en que se le  acoge?, ¿pueden expresarse y trasmitirse a los demás, de forma nítida e  inconfundible, la mayoría de los sentimientos propios?, ¿sirve para algo tratar  de comunicarse, si la transmisión de los sentimientos se bloquea?, ¿no cambia  esto quizás el significado mismo de lo que se trataba de comunicar?, ¿es o no  es un laberinto ese continuo tejerse y destejerse de la vida afectiva? 
                                    Sin duda alguna, puede hablarse hoy del laberinto  sentimental, de ese jardín encantado donde es demasiado fácil perderse; en  una palabra, del oscurantismo de la emotividad. Como la primavera, también los  sentimientos han venido o sobrevenido a la persona, pero nadie sabe cómo ha  sido. 
                                    En realidad, es casi imposible tratar de  explicar qué es un sentimiento, cuál es su génesis, qué lo suscita, de qué  factores personales y ambientales depende, cómo y por qué se extingue, etc.  Nada de particular tiene que no resulte una tarea fácil conocer la afectividad  propia y la de los demás y que, en consecuencia, se ejerza sobre ella tan  escaso control (Marina, 1997 y 1998). 
                                    El mismo hecho de la empatía, de  experimentar una cierta simpatía por alguien —algo natural que toda persona ha  experimentado—, es muy asequible como experiencia personal, pero muy extraña y  compleja cuando se trata de explicar. 
                                    Algunas teorías se han postulado para  dar cuenta y razón de esas afinidades afectivas. Pero el resultado es  casi siempre el mismo: la gente queda muy insatisfecha y con la mente llena de  objeciones porque el fundamento de esas teorías resulta un tanto oscuro. Pero  es un hecho cierto que los afectos expresados por los otros nos afectan, como  también nuestros propios afectos nos afectan y les afectan. 
                                    Es preciso reconocer que se han hecho algunos  intentos en la última década —por cierto, con mucho éxito editorialista— por  poner un cierto orden en las emociones, tanto en lo que se refiere a sus fundamentos  neuropsicológicos, como en lo que atañe a sus manifestaciones (expresión de  emociones, entrenamiento asertivo, habilidades sociales, etc.) y a algunos  eficaces procedimientos para la modificación de los sentimientos patológicos (reestructuración  cognitiva; cfr., Beck, Rush, Shaw y Emery, 1980). 
                                    Pero no es menos cierto que los  problemas siguen en pie y que los conflictos que suscitan no acaban de  encontrar las esperadas soluciones. Es decir, que la educación sentimental  continúa siendo «la asignatura pendiente». No parece sino que persistiera una  cierta razón de la magnificación del supuesto innatismo «inmodificable» de los  sentimientos. 
                                    Razón y corazón, pensamientos y  sentimientos, ideas y emociones, cogniciones y afectos no parecen sino ir a la  greña por los caminos de las biografías humanas, sin encontrar el ámbito  precioso en el que definitivamente encontrarse y sin que pudieran entre sí  distanciarse hasta el punto de no perjudicarse uno a otro en la persona en que  habitan. 
¿Quién, en determinadas circunstancias, no  se ha dejado invadir por la nostalgia ante una escena fílmica, la mirada de un  niño, el rostro apergaminado de un anciano o la mera observación de un cielo  límpido tachonado de estrellas?, ¿y por qué esa misma persona ante idéntica escena  ha experimentado otras veces una completa indiferencia?, ¿de qué depende sentir  aquello o experimentar esto?, ¿por qué algunos padres están tan atentos a sólo  el cumplimiento de las normas familiares por sus hijos, mientras otros velan también  por su cumplimiento, pero sobre todo ponen un mayor énfasis en el talante de  cada uno de sus hijos, al que tratan de ajustarse?, ¿en cuál de los dos  ejemplos anteriores se está educando mejor en la afectividad? 
Muchos ejemplos se podrían poner también  respecto del comportamiento afectivo de los hijos en relación con sus padres.  ¿Acaso han puesto de manifiesto los hijos la grandiosa capacidad de ternura, alegría,  generosidad y vivacidad de que disponen para comunicar todas esas energías a  sus cansados padres?, ¿lo han intentado alguna vez?, ¿conocen los efectos que  han generado en ellos?, ¿han procurado comportarse con sus padres, siquiera en  lo que a la afectividad se refiere, del mismo modo que lo hacen con sus  amigos?, ¿es que esto no cambiaría acaso el entero clima familiar y los  sentimientos y las vidas de sus progenitores? 
A lo que se ve, hay mucha ignorancia al  respecto. Tal vez por ello la afectividad no sea sólo un laberinto, sino un  laberinto en la más completa oscuridad y, lo que es peor, un laberinto por el  que forzosamente han de transitar todas las personas que componen una familia (Polaino-Lorente,  2004). 
¿Se siente la mujer contemplada por su  marido, hasta en los detalles más pequeños y modestos?, ¿acaso experimenta el  marido, la admiración que despierta su propio trabajo en su mujer?, ¿se ha sentido  alguno de ellos incomprendido, aislado e incomunicado?, ¿no son todos ellos  sentimientos, en alguna forma? 
Y si lo son, ¿por qué no tratan de  manifestarlos o expresarlos a las personas a las que, sin duda alguna, más  quieren?, ¿tan fuertemente incapacitados están para ello?, ¿es esto seguro o  sólo probable? Si fuera probable, es muy cierto que un pequeño esfuerzo en este  sentido o el mero hecho de acordarse y tenerlo presente pondría en marcha un  comportamiento bien diferente, tanto en la persona que así se comporta como en  quienes le rodean. Y, desde luego, todos serían más felices, objetivo al que  cada familia está orientada. 
¿De qué depende el que una persona expanda  y vuelque o no su afectividad en quienes le rodean?, ¿es que acaso se siente tal  vez acogida cuando habla?, ¿es tenida en cuenta su opinión?, ¿se cuenta con  ella lo suficiente? Las anteriores preguntas se encaminan a suponer que la responsabilidad  es siempre de los otros. Pero no es esto lo que suele pasar. 
Es preciso formular también otras  preguntas a la supuesta víctima. ¿Cuál es la persona de su familia que tiene  siempre en cuenta antes que usted?, ¿a dónde se le va el pensamiento cuando  está lejos de casa?, ¿en qué piensa cuando regresa al hogar?, ¿considera que lo  de los otros es siempre más importante que lo suyo?, ¿sabe relativizar su  cansancio, el peso de la jornada, las pequeñas o grandes frustraciones que tal  vez ha sufrido en la última hora?, ¿se le ilumina la cara con sólo imaginar el  rostro de sus hijos cuando duermen? 
Algunas de estas cuestiones podrían ser  de cierta utilidad para remover el animus educandi de los padres. Si  algunas familias no funcionan es porque se han olvidado de las emociones,  porque perciben a los suyos como una caja en la que únicamente resuenan o  estallan los conflictos, en definitiva, porque han adoptado el papel de  víctimas. 
                                    El victimismo familiar se ha  convertido hoy en moneda de amplia circulación. 
                                    Pero no es que hoy la familia sea o esté  obligada a ser peor que la de antaño. Es que el laberinto sentimental se ha  vuelto más opaco, a causa de que los sentimientos están más enmarañadamente  intrincados en las personas. 
                                    Este retorcimiento antinatural de las emociones  —nunca expresadas y casi siempre sometidas a presión—, es lo que está  condicionando en forma poderosa la infelicidad familiar. El victimismo familiar  —como una profecía anunciada por los mass media— acaba por cumplirse. 
                                    Es preciso reflexionar acerca de los sentimientos  y sus agrupamientos laberínticos. Tal vez sea conveniente preguntarse por qué  no se lo pasa bien cuando está con los suyos; si sirve para algo la mera  exigencia sin cuidado y sin ternura; si se depende demasiado (dependencia afectiva)  o demasiado poco (independentismo; indiferentismo) de los otros miembros  de la familia, en el ámbito afectivo; si se está demasiado flexionado sobre sí  mismo (hermetismo) o incapacitado para la natural y espontánea apertura  a los otros (desinterés); si preocupa en exceso la imagen del propio yo (egoísmos), la opinión de los compañeros acerca del prestigio profesional o la labor  realizada cara a la historia (egotismo; cfr., Polaino-Lorente, 1987 y  2004). 
                                    ¿Es  posible la educación en la afectividad? 
  A lo que parece, la afectividad, como cualquier  otra función humana, puede ser objeto de educación. Hay varias razones en que  fundamentar lo que se acaba de postular. En primer lugar, en el hecho de que la  afectividad del niño no está desarrollada en el momento de su nacimiento, sino  que ha de ir madurando a lo largo de su desarrollo. El hecho de que la afectividad  esté incompleta e inacabada (inmadura) durante un largo periodo evolutivo, la  hace muy permeable a lo que suceda en su entorno. 
                                    En segundo lugar, porque la  afectividad no está completamente determinada en cada persona por su biología.  Otra cosa muy diferente es que las estructuras biológicas de las que depende el temperamento —principalmente, el sistema nervioso y el sistema  endocrino— contribuyan a modular y configurar el talante afectivo de las  personas. 
                                    Estas influencias son más bien invariantes,  es decir, bastantes estables y difíciles de modificar. Por eso, el viejo Hipócrates  sostuvo que «tu temperamento es tu destino». Pero más allá de esas determinaciones,  la afectividad está abierta a la acción de otros factores no biológicos que  también le impactan y pueden modificarla. 
                                    En tercer lugar, porque la general  experiencia personal resulta coincidente en detectar esa característica de la plasticidad natural de los sentimientos, cuyo ensamblaje a lo largo de la vida puede realizarse  de modos muy diversos, configurando en la persona un determinado talante  afectivo que no porque le singularice está cerrado a la acción educadora de  padres y profesores. 
                                    En cuarto lugar, por último, porque la  persona es también libre, incluso respecto de sus sentimientos, siquiera  sea de un modo relativo. La persona puede acrecer el sentimiento que  experimenta o disminuirlo en su intensidad, duración y frecuencia; la persona  puede extinguirlo, reprimirlo, «olvidarlo» o sublimarlo, como también  obsesionarse con ello, reiterarlo, excitar su presencia y manifestación, sentir  que lo siente y querer tratar de sentirlo. 
                                    Las anteriores posibilidades, que  concurren en cualquier persona, ponen de manifiesto el hecho de que la persona  disponga de una cierta libertad para dirigir su vida afectiva o, si se  prefiere, de una cierta capacidad de control sobre su vida afectiva. 
                                    Por estas y otra muchas razones, en las  que ahora no puedo penetrar, hay que concluir que la afectividad es educable. 
                                    Aunque todo depende de lo que se  entienda por educación sentimental. 
                                    Los  padres y la educación de los sentimientos 
  En realidad, la educación sentimental que  hoy se imparte por los padres es más bien escasa. Y, sin embargo, los primeros educadores  sentimentales son siempre los padres. Es abundante la literatura científica  disponible sobre este particular, especialmente en lo que atañe a las primeras  experiencias afectivas de los hijos en relación con sus padres. 
  Es lo que se conoce con el término de apego (attachment; cfr., Vargas y Polaino- Lorente, 1996). 
  El vínculo afectivo singular que se  establece entre los padres y cada uno de sus hijos es el lugar donde se acunan  los primeros sentimientos del niño, de los que tanto dependerá en el futuro su  personal estilo afectivo. Ese vínculo es natural, espontáneo e innato en el  niño y, además, necesario, no renunciable, y algo conforme a la naturaleza de  su condición, en cuya ausencia no puede crecer. 
  Es cierto que los padres educan a sus hijos  en la afectividad —de forma natural y espontánea—, cuando los consuelan, los  corrigen, les riñen, les animan, les sonríen, les acarician, etc. Pero es harto  probable que incluso en esas mismas circunstancias tampoco sean muy conscientes  de lo que están haciendo, de que están educando a sus hijos en la afectividad. 
  En ese caso, es más probable que la propia  afectividad de los padres sea la que dirija su comportamiento y hasta embote su  inteligencia, tomando decisiones, de una forma más impulsiva que reflexiva, sin  hacerse cargo de cuáles son los sentimientos o los cambios que en sus hijos se  suscitan, con ocasión o como consecuencia de esos comportamientos paternos. 
  De otra parte, los padres educan en la  afectividad a sus hijos —especialmente en la afectividad relativa a las  personas de distinto sexo—, a través del modo en que se comportan entre ellos.  Esta vía indirecta, y como in obliquo, es de vital importancia para los  hijos. Es posible que algunas actitudes machistas o feministas, de respeto o de  su ausencia en lo relativo al trato con el otro cónyuge, de ternura o  violencia, etc., tengan sus raíces en el aprendizaje temprano de los hijos, a  través de la observación del modo en que se relacionan sus padres. 
                                    La paradoja surge cuando los hijos  llegan a la adolescencia y comienzan a enamorarse. 
                                    En ese momento los padres experimentan  una gran ignorancia y no saben cómo comportarse con ellos. Se han olvidado de  que en la educación amorosa o para el amor ya han educado a sus hijos a lo  largo de sus vidas, precisamente a través de cómo hayan sido las relaciones entre  marido y mujer. Por eso habría que incorporar a los derechos del niño no sólo  el afecto —a él manifestado, se entiende— de su padre y de su madre, sino también  el afecto y las buenas relaciones que debieran haber entre el padre y la madre. 
                                    Al parecer, las actitudes de los padres más  convenientes para el desarrollo de la autoestima en los hijos pueden sintetizarse  en las siguientes: aceptación incondicional de los hijos; implicación de los padres respeto a la persona del hijo; coherencia personal y  disponer de un estilo educativo que esté presidido por unas expectativas  muy precisas, de modo que establezcan unos límites muy claros (Rosenberg, 1965;  Coopersmith, 1967; Baumrind, 1975; Newman y Newman, 1987; Polaino-Lorente,  2004). 
                                    En este punto, considero que hay dos opciones  fundamentales y relativamente contrapuestas. La primera y más tradicional es la  que opta por imprimir en el niño los criterios, más o menos acertados, acerca  de lo que se le debería permitir o no en la expresión de sus manifestaciones  afectivas. La segunda — mucho más difícil y compleja, pero también más eficaz—  es la que se atiene a enseñar al niño a identificar, apresar y desvelar los  sentimientos y emociones que barbotan en su intimidad, de manera que conociéndolos  pueda dirigirlos a donde desea. En la primera los padres optan por los límites;  en la segunda, por el conocimiento personal del hijo y la capacidad que tiene  de autocontrol de sus sentimientos. 
                                    Con frecuencia se apela al «etiquetado»  de las personas y de sí mismo en el ámbito de la afectividad. Pero afirmar que una  persona es introvertida o extrovertida, colérica o flemática, reflexiva o impulsiva,  optimista o pesimista, cariñosa o seca, es decir bien poco. Pues aunque eso  fuese cierto, tal etiquetado sólo está fundamentado en el temperamento. 
                                    Pero, afortunadamente, la afectividad humana  no sólo depende del temperamento, sino también de la educación familiar y  escolar, del grupo de amigos y de las relaciones interpersonales que se establezcan,  así como de otras muchas variables socioculturales. 
                                    La educación de los hijos en los  sentimientos, por parte de los padres, es esencial, puesto que constituye el  primer núcleo configurador —no sólo teórico o normativo, sino práctico,  vivencial y experiencial— a cuyo través se modelará y moldeará el estilo  emocional de cada hijo. 
                                    Nada de particular tiene que la educación  sentimental vaya unida a la educación en valores. Un estilo emocional  no es un vulgar modo de expresar las emociones y/o de reaccionar así al medio.  Es desde luego eso, pero también mucho más que eso. Cada estilo emocional  constituye un modo particular de situarse la persona en el mundo, lo que  favorece o dificulta unos y otros comportamientos. 
                                    Y esos comportamientos afirman o niegan,  realizan o frustran la adquisición de ciertos valores. De aquí que el estilo emocional  tenga mucho que ver con la educación en los valores y virtudes. 
                                    Desde la perspectiva de la educación moral,  cada uno de ellos tiene sus ventajas e inconvenientes. La persona flemática,  por ejemplo, tendrá una mayor dificultad para vencer la pereza, al mismo tiempo  que suele ser más reflexiva que impulsiva. Por el contrario, la persona impulsiva  se implicará emotivamente más en cuanto hace, dice, piensa y siente, y la  rapidez con que actúa puede estar falta de la necesaria reflexión. 
                                    Pero en cualquier caso, una y otra  persona, si se conocen en modo suficiente, pueden crecer, bien luchando contra  sus «puntos débiles» o bien desarrollando con muy poco esfuerzo sus «puntos  fuertes». 
                                    Esta sí que es materia que los padres debieran  conocer para, sirviéndose de ella, educar en la afectividad y en las virtudes a  sus propios hijos. 
                                      La educación en los sentimientos  es inseparable de la educación en las virtudes. 
                                    Por eso, los padres no debieran  descuidar esta cuestión de vital importancia, dejándola al albur del  determinismo temperamental de cada hijo o, lo que sería peor, dejándose  sustituir por el azar, las costumbres y las modas que caracterizan el  emotivismo cultural contemporáneo. 
                                    A los padres compete además la  observancia de uno de los mejores procedimientos para la educación de los sentimientos:  la del ejemplo personal —el mejor educador—, puesto que es el más  natural y el que mejor se adecua a las interacciones con sus hijos en el  contexto familiar. No se olvide que una buena porción de los sentimientos experimentados  por los hijos —modos en que responden a determinados eventos familiares— son  casi siempre reactivos al comportamiento que observaron en sus respectivos  padres. 
                                    Los  profesores y la educación de la afectividad 
                                    En lo relativo a los profesores, hay que  decir algo parecido. De hecho, no hay ninguna disciplina en el currículum  vitae, cuyo contenido se refiera en concreto a la educación en la  afectividad. Pero no se debiera concluir de aquí que los profesores no educan a  sus alumnos en la afectividad. En realidad, tal educación se lleva a cabo,  aunque no en directo sino casi siempre subsumida, de alguna forma, en las  relaciones entre profesores y alumnos y entre compañeros, circunstancias que  entretejen el comportamiento y aprendizaje de los alumnos en el aula. 
                                    El profesor haría bien en pensar que educa  a sus alumnos con su entera persona, además de enseñarles los contenidos precisos  y concretos de que se compone el programa de la disciplina que enseña. Pero es  en el modo de afrontar los problemas, de corregir a un alumno distraído, de  motivar al que se ha quedado atrás en el aprendizaje o de consolar al que tiene  un determinado sufrimiento, como comparece y se ejercita esta educación en la  afectividad. 
                                    Son estos los momentos estelares de  la educación sentimental en el aula, muchos de los cuales acaso permanezcan para  siempre en el recuerdo vivo de algunos de sus alumnos. El profesor no debiera olvidar  que su presencia en el aula es estar expuesto casi siempre como en el  escaparate, y que los niños son excelentes observadores. 
                                    Por eso, el modo en que el profesor responde  a una pequeña frustración personal en presencia de los alumnos, o se irrita  porque algo sale mal o la forma en que responde a los vaivenes a que se ve sometida  su estabilidad emocional constituyen, en muchas ocasiones, verdaderos hitos  emblemáticos de esta educación sentimental encubierta. 
                                    A los profesores hay que invitarles a que  opten, además de con el ejemplo de su propia conducta, por procedimientos más  académicos, puesto que la actividad que realizan se ajusta mejor a ello. 
                                    La presencia magnificada de la  afectividad en una cultura tradicionalmente emotivista, tal vez pueda  entenderse precisamente desde esta perspectiva: la escasa presencia o la  ausencia casi completa de educación sentimental de niños y jóvenes en sus  contextos naturales. 
                                    Este defecto o carencia es casi  ancestral. Es probable que tenga su origen en la cultura griega, de la que en  tantas cosas somos deudores, sin duda alguna, y de la que todavía hoy —sin  saberlo ni quererlo— somos los protagonistas que prolongamos su valiosa  vigencia entre nosotros. 
                                    El pathos que impregnó la cultura  griega, y su vinculación al destino, tal vez hundió en una excesiva pasividad a  la persona respecto de sus sentimientos (léase pasiones). La recepción de este  legado por la Edad Media y el Renacimiento   intensificó todavía más si cabe, la representación y el discurso  sentimental de la persona respecto de cómo conducir sus pasiones. 
                                    De aquí la impotencia que muchas personas  experimentan al tratar de afrontar o conducir los propios sentimientos y sus  manifestaciones. Respecto a la educación sentimental unos y otros miran a otra  parte, mientras que la mayoría de las manifestaciones culturales son  atravesadas por el emotivismo. 
                                    El pathos, mientras tanto,  sobrevive y se afianza con su más sólida robustez y pujanza en el corazón y el  comportamiento de las personas. Y eso a pesar de que haya muchos hitos e  indicadores que ponen de relieve la conversión de este pathos en ethos. 
                                    En los más jóvenes, la emotividad y sus  formas de expresión son todavía más radicales, aunque tal vez se oculten mejor por  miedo al qué dirán. Se ha inaugurado una nueva mística: la de los sentimientos.  La «mística» que se funda en los sentimientos es muy poco «ascética », pero  sobre todo muy poco realista (Polaino-Lorente, 2003). 
                                    La sobrestimación del ‘corazón’ por encima  de la ‘cabeza’ —como reacción al reciente racionalismo— puede llegar a confundirse  con el emotivismo antintelectualista e irracional, que tan amplio eco tiene en  la sociedad actual. 
                                    Ni el emotivismo actual ni el racionalismo  del pasado parecen ser buenos compañeros de viaje en la educación sentimental.  En todo caso, lo ideal no es optar por lo uno o por lo otro, sino por ambos. La  elección de un modo de estar en el mundo no debe llevar parejo la exclusión del  modo contrario. Ambos se necesitan, son naturales, están presentes en toda  persona, y no deberían mutuamente excluirse. 
                                    Lo conveniente es lograr esa difícil  síntesis en que ambos participan, se potencian y acrecen, tal y como lo exige  la condición humana. Un buen balance cognitivo-emotivo constituye el mejor de los  servicios a la persona. 
                                    Sin duda alguna, es bueno que la  afectividad esté a flor de piel (lo que permite a la persona estar y sentirse  viva), pero al mismo tiempo es conveniente que la afectividad no sea el único  ni el principal motor en la toma de decisiones —si se desea no equivocarse y  sufrir a causa de los propios errores personales—, lo que exige que la  afectividad esté embridada por la razón. 
                                    De otra parte, la misma razón gana mucho  con ello, pues la afectividad empuja y estimula al pensamiento, condicionando su  curso, fecundándolo otras veces y, en algún sentido, modulándolo siempre. La  afectividad —según una metáfora muy del gusto de Ortega y Gasset— es el viento  que empuja las velas del pensamiento. El timón es la razón y sin ella no se  llega a ningún destino. 
                                    Pero sólo el timón no basta, por  insuficiente. 
                                    Es preciso que las velas de esa navecilla  sean empujadas por el viento de los deseos y pasiones, sin las cuales aquella  no se movería y tampoco alcanzaría un puerto seguro. Para que la navecilla  surque con tino los mares procelosos del vivir humano ambos elementos resultan  imprescindibles, irrenunciables y, además, han de estar equilibrados. Tratar de  conseguir ese balance es, qué duda cabe, la misión insoslayable de la educación  sentimental. 
                                    Pero ese balance no podrá establecerse sin  apelar al conocimiento personal y al querer de la voluntad. Autoconocimiento y autocontrol son los fundamentos imprescindibles en los que el  profesor ha de asentar la educación sentimental de sus alumnos. 
                                    Observemos, en primer lugar, lo  referente al conocimiento personal. En realidad, la persona es para sí  misma una desconocida, es decir, que ignora quién es y cómo es, casi de una  manera perfecta. 
                                    Esto acontece de modo muy especial en lo  relativo a los sentimientos. No hay como hacerse preguntas a sí mismo para comprobar  si lo que se acaba de afirmar es verdad o no. 
¿Por qué los enfados, la irritabilidad, la  agresividad y el guerrear por guerrear con los otros miembros de la familia?, ¿por  qué esos sentimientos irrumpen en las personas y ocupan tanto tiempo familiar, cuando  lo más probable es que ninguna de ellas lo deseen? ¿Cuál es la razón de tanto  trato despótico, de tanta ordinariez, descalificación y pesimismo de los hijos  adolescentes respecto de sus padres y de estos respecto a aquellos? Si no es  esto lo que desean, ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en los demás? 
¿Por qué la crítica amarga, las  comparaciones, la susceptibilidad y el no ver lo positivo de los demás y sí y  sólo lo negativo?, ¿es acaso así como se ama o manifiesta el afecto y la estima  personal? 
Y si no es así, ¿por qué lo consienten en  ellos mismos y en los demás? 
¿Por qué ha de resultar intolerable que no  le echen a uno de menos, que no le tengan en lo que vale, que sea tratado como  el último de la clase?, ¿es esto verdad?, ¿seguro…? Y si la sombra de la duda  aparece apenas reflexionan un poco, ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en  los demás? 
¿Por qué ese afán inquisitivo que sólo conduce  al debate por el debate?, ¿por qué el resentimiento, el no disculpar ni comprender,  el no ponerse en el lugar del otro y esa incapacidad para disfrutar de lo bueno  de los demás, de uno mismo y de todo lo positivo que hasta ahora se ha  realizado?, ¿es acaso cierto que toda la vida familiar es un infierno? 
Si analizan con un poco de atención su  propia vida y la de su familia, enseguida advertirán que no es así, que su familia  en modo alguno es un infierno, aunque tal vez haya en ella ciertos problemas, pero  está muy lejos de ser el lugar donde se reúnen todos los males del mundo sin  mezcla de bien alguno. Y si tras la reflexión llegan a esta conclusión, entonces,  ¿por qué lo consienten en ellos mismos y en los demás? 
Es conveniente disponer en estos casos de  ese espíritu crítico que aconseja Aguiló (2001) cuando escribe «es decisivo mantener  una equilibrada capacidad de autocrítica y una elevada sensibilidad personal  que nos permita captar aquello que en nuestra vida no debe pasar inadvertido». 
¿Qué conflictos y problemas debaten y  luchan entre sí en la cabeza de sus alumnos y arruinan su capacidad de pensar, de  disfrutar de la vida y de relacionarse con los demás? Si todavía no los ha  identificado, trate de hacerlo. Y si ya lo ha hecho, tome uno solo de ellos,  como si los otros no existiesen, y trate de resolverlo, al mismo tiempo que  procura experimentar el sentimiento más adecuado. 
Lo más probable es que esté ausente aquí  el necesario conocimiento personal del que es preciso disponer para poder conducir  la afectividad a donde es preciso. 
En efecto, si las personas se adentraran  en su intimidad para identificar y apresar las causas y motivaciones de lo que  experimentan, si mejorasen un poco en su capacidad para reconocer y comprender  los sentimientos ajenos, y si ejercieran un poco más la crítica personal a la  inercia social relativa a ciertos estilos de comportamiento, es harto probable que  algunos de los sentimientos anteriores no harían eclosión en el contexto familiar  y de la educación o se presentarían de forma más moderada y atemperada. 
Habría que tratar de responder también a  otras cuestiones que han de formularse en tono positivo. ¿Cómo alegrarse de  todo lo positivo que tienen, de modo que se sientan más satisfechos?, ¿qué pueden  hacer para que el clima escolar sea más acogedor y amable?, ¿en qué  forma ha de comportarse la persona para que ella misma y sus compañeros hagan rendir  más y mejor sus talentos naturales?, ¿en qué pueden todavía crecer un poco  más?, ¿por qué no pensar más en las soluciones —así, en plural— que pueden contribuir  a la resolución de un solo problema, en lugar de reiterar y repasar hasta la  saciedad el inventario de problemas todavía no resueltos y otros que hasta el  presente ni siquiera han llegado a plantearse?, ¿cómo organizarse mejor para  pasárselo bien y disfrutar de tantas cosas buenas como le han regalado?, ¿cuánto  tiempo han dedicado, de verdad, a tratar de ser más felices, antes de que la  muerte o las desgracias personales lo impidan? 
Por último, una pregunta a la que  debería responder cada profesor: ¿Se considera a sí mismo más como un solucionador  de problemas que como un generador de ellos? En el caso de que haya dado una  respuesta afirmativa a esta última cuestión, es muy probable que su afectividad  esté lo suficientemente madura como para que sea un buen educador de la  afectividad de sus alumnos. 
Si su respuesta es negativa, trate de  cambiar de manera que no sobrecargue más el sistema educativo suscitando a su  alrededor sentimientos y afectos negativos. 
Pues, como escribe MacIntyre (1992), «una  buena educación supone, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo  el bien y a sentir disgusto haciendo el mal: es decir, a querer lo que merece ser  querido.» 
De hecho, sin el propio conocimiento no  es posible la autorrealización personal, porque no se sabría a qué atenerse en  las circunstancias de la vida, porque se ignoraría el «manual de instrucciones» para gobernarse a sí mismo en esto de la afectividad  y, en consecuencia, sería inviable el proyecto de llegar a ser la mejor persona  posible. Además, ¿de qué le serviría a una persona llegar a ser la mejor persona  posible si no dispone de otro fin que el de ser ella misma? ¿Le haría esto sentirse  feliz? 
No, a lo que parece llegar a ser la mejor  persona posible, sólo para sí misma, no la haría más feliz. Entre otras cosas,  porque no se puede ser la mejor persona posible sin contar con los otros, sin  ordenarse a los otros, que son al fin los auténticos y concretos destinatarios por  los que vale la pena hacer ese esfuerzo de llegar a ser la mejor persona  posible. 
                                    Esta es la ética de la generosidad que  preside la educación sentimental y que se fundamenta en el conocimiento  personal. 
                                    Una ética que es desde luego heroica, en  tanto que rechaza los valores meramente utilitarios y se desentiende de  cualquier deseo individualista de autoafirmación personal. Es la ética que no  se pone de rodillas, que no opta por la sumisión del propio «Yo» ante el éxito,  la popularidad o el dinero. Una vez se ha entendido así la autorrealización  personal, forzosamente emerge la justicia, como arete suprema,  como realización subjetiva del nomos, de la ley objetiva. 
                                    Puede afirmarse que el fin del  conocimiento personal no es otro que el de la justicia. Lo justo, lo más justo  que puede realizar cualquier persona es conocerse a sí misma para tratar de  llegar a ser la mejor persona posible. Y eso porque tratar de ser la mejor  persona posible forma parte del debitum, de lo que es debido, en alguna  forma, a los demás. 
                                    Observemos, en segundo lugar, lo  relativo a la enseñanza-aprendizaje del autocontrol voluntario. Si la  educación sentimental es posible, entonces habrá que admitir que las personas  pueden ejercer un cierto control sobre sus sentimientos. 
                                    Ese control —expresión que suena aquí  muy fuerte— es siempre relativo. 
                                    Ni todos los sentimientos pueden  controlarse ni en todos ellos se puede llevar a cabo el mismo control. Pero es  un hecho que la persona puede regular y controlar —self-regulation, self-control—  sus sentimientos, aunque no de forma absoluta ni en todas las circunstancias.  Esto pone de manifiesto que, en cierto modo, la persona es dueña de sí, de su  comportamiento, de lo que elige hacer o no con su vida. 
                                    El control personal acerca de los  propios sentimientos depende de su percepción y del pensamiento reflexivo. El primer  factor consiste en la percepción inmediata e identificación de los cambios personales  que se producen como consecuencia de haberse suscitado una determinada emoción,  con independencia de que esa emoción se haya experimentado respecto de sí mismo  o de otra persona. 
                                    Hay, pues, algo que acontece a la  persona y que no ha sido elegido por ella. 
                                    He aquí la pujanza de la percepción y su  capacidad para poner en marcha, de inmediato, determinados sentimientos como un  hecho espontáneo y consumado. Es la percepción la que hace resonar los  sentimientos en la caja de la afectividad. 
                                    Sobre el modo en que esos sentimientos emergen  y se hacen presentes disponemos, en principio, de muy poco control, ya que  acontecen y se presentan como un hecho natural consumado. 
                                    Sin embargo, el control cognitivo de los  propios sentimientos es mucho mayor que la mera percepción en lo que  respecta a la capacidad de rememorarlos, evocarlos y hacerlos reaparecer una y  otra vez. Sobre esto último sí que cabe mejorar los resultados a través del adecuado  entrenamiento cognitivo en autocontrol. 
                                    Este segundo factor está varado en el pensamiento  reflexivo, que actúa a un nivel más alto que la percepción y, desde luego,  de una forma más parsimoniosa, potente y compleja que ella. Es aquí donde interviene  de modo decisivo la voluntad racional, es decir, la voluntad abierta a  la inteligencia. 
                                    En cierto modo, de lo que la persona piensa  —además de lo que la persona perciba—, se deriva lo que la persona siente. Más  aún: el contenido de lo que se percibe está en función —aunque no del todo— del  contenido de lo que se piensa. 
                                    Algo parecido podría sostenerse también de  la imaginación y la memoria, respecto de los sentimientos. 
                                    En cualquier caso, el pensamiento  reflexivo y las cogniciones a que da lugar, proceden de un modo mediato,  secundario y no impulsivo en relación con los sentimientos. Por lo que es  preciso admitir que la persona dispone de cierto grado de libertad respecto de  los sentimientos que experimenta. 
                                    En modo alguno puede controlarlos por  completo —y no todos con la misma eficacia—, apelando a sólo la modificación de  sus cogniciones. Pero es una experiencia ampliamente probada que la persona sí  que puede, sin embargo, activar, revivir y acrecer determinados sentimientos, como  también inhibirlos, olvidarlos y/o modificarlos. 
                                    Es cierto que hay sentimientos que no  pueden ser elegidos sino que, sin más, nos acontecen o no. Pero es también  cierto que hay otros —incluso algunos de los anteriores— que, sencillamente,  pueden ser retomados, revividos, atenuados, acrecidos u olvidados. 
                                    De aquí que, en el ámbito de la  afectividad, se pueda sostener que algunos sentimientos pueden acontecer o  sobrevenir a la persona si ella quiere que en ella comparezcan, mientras que en  relación con otros esto no es posible. En consecuencia con ello, habría que  concluir que la persona es relativamente libre, aunque no de forma absoluta,  respecto a algunos de los sentimientos que experimenta; respecto de otros, en  cambio, no. 
                                    La acción de la voluntad al  servicio del autocontrol puede actuar en muy diversos niveles cognitivos: de la  percepción a la imaginación, de la memoria a las cogniciones. 
                                    Pondré un ejemplo frecuente: el papel que  juega la voluntad respecto del control sobre el recuerdo de los sentimientos. 
                                    La conmoción al revivir los viejos sentimientos  —con harta frecuencia, sinceros, ingenuos, sencillos, puros y frágiles— suele  suscitar en la persona otros nuevos sentimientos, acordes con aquellos. 
                                    Estos últimos suelen ser casi siempre más  innovadores, complejos y de una elaboración más sofisticada que el contenido de  aquellos que se recuerdan. Con los nuevos sentimientos que nacen a orillas de  los viejos —con los que acaban por entreverarse— se configura un nuevo talante afectivo  en la persona, probablemente más intenso y distorsionado que el anterior. La  imaginación y las proyecciones del futuro en el que se sueña confieren un  espesor emotivo todavía más denso. 
                                    Puede afirmarse, en este caso, que la emoción  atrae a la emoción, como la indiferencia atrae a la indiferencia. Lo que prueba  que el nuevo recuerdo de los sentimientos propios afecta a la persona y puede  condicionar de forma poderosa los nuevos afectos que experimenta. Es decir, que  si no se controlan los propios afectos —viejos o nuevos, recordados o incluso anticipados—  acabarán por afectar y apoderarse de la persona. 
                                    Pero que le afecten, en modo alguno significa  que no disponga de un cierto control voluntario sobre ellos. Le  bastaría con pensar en cualquier otra cosa o hacerse  fuerte en una actitud más crítica —«¡Qué sentimental soy! ¡Vaya forma de hacer  el ridículo!»— para que esos sentimientos se debilitaran o desvanecieran. 
                                    Se sintetizan a continuación las  cuestiones que parecen más relevantes en la educación de las emociones, desde  la perspectiva de la voluntad: 
                                    1. Las emociones  no están sometidas en su origen al control de la voluntad. 
                                    2. Las emociones  tampoco pueden suscitarse voluntariamente, según el dictado de la voluntad (por  ejemplo, no puede enamorarse una persona de otra, por real decreto o porque así  lo determine su voluntad). 
                                    3. Las emociones  pueden ser parcialmente reguladas por la voluntad (a la que casi siempre cabe  apelar para tratar de explicar el acrecer, disminuir, atemperar o desatender el  contenido de esos sentimientos). 
                                    4. Las emociones  no son tan ciegas o tan irracionales que formen un mundo aparte y desconectado  por completo de la razón. 
                                    5. La razón hace  sentir su poder sobre las emociones (a través de ciertos argumentos lógicos,  normas, representaciones mentales, recuerdos, pensamientos, fantasías, etc.),  como también las emociones suscitan, condicionan o modulan los pensamientos (a  través de las experiencias y vivencias que se hayan tenido). 
                                    6. Hay ciertos  impulsos afectivos y/ o sentimientos que sea por su extrema intensidad o por su  dependencia de otros factores psicobiológicos en modo alguno son gobernables  por el entendimiento o la voluntad. 
                                    Admitamos, pues, que las relaciones entre  voluntad y afectividad y entre esta última y el entendimiento son demasiado  complejas como para reducirlas a un modelo rectilíneo y simplificado, del que resulte  el anhelado dirigismo de un control robusto y bien diseñado. 
                                    Que las cosas sean como son no debería humillar  a nadie, pues es sabido que ninguna persona se posee a sí misma en toda su  radicalidad y multiplicidad de dimensiones. 
                                    Nada de extraño tiene que en el ámbito  de las emociones, que nos ocupa, esa posesión sea todavía más incierta. 
                                    Pero ésta tampoco es razón suficiente para  deslegitimar el esfuerzo humano por tenerse a sí propio, incluido también —hasta  donde sea posible— el ámbito de la afectividad. 
                                    La  madurez afectiva. 
  La educación sentimental conduce a esa  estabilidad que es propia de los hábitos que caracterizan a la madurez  personal. 
                                    Ellis (1980) ha establecido lo que caracteriza  a las personas equilibradas desde la perspectiva de las emociones. 
                                    Se transcriben a continuación los  principales rasgos que parecen caracterizar a las personas maduras: interés por  uno mismo y por los demás, aceptación de sí mismo, responsabilidad, tolerancia,  flexibilidad, adaptación al presente, capacidad para tomar decisiones y  solucionar los problemas, y disponer de un proyecto personal de vida que sea  coherente con las propias capacidades y las personales convicciones. 
                                    Son muchos los autores que han estudiado  la madurez y han llegado a establecer los diversos perfiles que la caracterizan  desde un amplio arco axiológico que se extiende de la educación moral (Kohlberg  y Meyer, 1972) al aprendizaje significativo (Bruner, 1991); del autocontrol y  la autorregulación (Fontana, 1996; Díaz, Neal y Amaya, 1993; Irala, 1985), al  sentido de la vida (Frankl, 1988); del desarrollo y el aprendizaje (Margerison,  2000), a la creatividad y autorrealización (Maslow, 1993 y 1985). 
                                    Giussani (2003) ha descrito  magistralmente el emotivismo y sus trayectorias enajenantes, a propósito de los  tres graves reduccionismos que, en su opinión, condicionan o pueden condicionar  el mal uso de la razón y, como consecuencia de ello, la desorientación de la  persona inmadura. Los tres hitos a que se refiere Giussani son: la sustitución  del acontecimiento por la ideología; la reducción del signo a apariencia; y la  reducción del corazón a sentimiento. Estudiemos este último, que es el que aquí  y ahora más interesa. 
«Tomamos al sentimiento, en vez del corazón,  como motor último, como razón última de nuestro actuar. ¿Qué quiere decir esto?  Nuestra responsabilidad se vuelve irresponsable precisamente porque hacemos  prevalecer el uso del sentimiento sobre el corazón, reduciendo el concepto de  corazón a sentimiento. En cambio, el corazón representa y actúa como el factor  fundamental de la personalidad humana; el sentimiento no, porque el sentimiento,  si actúa él solo, lo hace por reacción. En el fondo, el sentimiento es algo  animal (…). El corazón indica la unidad de sentimiento y razón. 
Esto implica un concepto de razón no cerrada,  una razón en toda la amplitud de sus posibilidades: la razón no puede actuar  sin eso que se llama afecto. 
El corazón —como razón y afectividad— es  la condición para que la razón se ejerza sanamente. La condición para que la  razón sea razón es que la revista la afectividad y, de esta manera, mueva al  hombre entero» (Giussani, 2003, 111 y 112). 
La madurez aparece así como un cierto dominio  sobre sí mismo, que en modo alguno es negativo sino muy positivo. Porque tal  señorío no consiste en sólo pelear contra los propios defectos o peculiaridades  negativas, que también «adornan» a la persona —lo que sería muy cansado, si la  madurez consistiese en sólo luchar contra lo negativo—, sino, sobre todo, en hacer  crecer las cualidades positivas de que se está dotado (Polaino-Lorente, 
                                    2005). 
                                    Respecto de las cualidades negativas —y  lo de «adornar» no ha de entenderse aquí como una ironía—, la voluntad también  ha de ejercitarse, pues es peleando contra esas cualidades negativas como la  persona crece y se desarrolla en otros ámbitos de su ser, logrando así dar  alcance a la anhelada excelencia personal. 
                                    En opinión de quien esto escribe, el complejo  y difuso término de la madurez afectiva cobra un significado nuevo y atractivo  cuando satisface algunas condiciones como las que se describen a continuación: La  persona madura es fuerte con los fuertes y débil con los débiles; con los  iguales correcta; consigo misma exigente; cortés con los amargados y resentidos;  jamás indiferente; abierta a todos y necesitada de ninguno; paciente con los  impacientes; generosa con los necesitados; callada con los habladores; y  compasiva con todos incluso con ella misma. 
                                    La  educación en la sexualidad 
  La educación de la afectividad  resultaría incompleta si, al mismo tiempo, no se abordase la educación en la  sexualidad. 
  Sexualidad y afectividad están entre sí  muy unidas, constituyendo como el haz y el envés de una misma realidad. 
  En opinión de quien esto escribe, los  dos errores más frecuentes en la actual cultura, en lo que se refiere al modo  en que se han relacionado afectividad y sexualidad, son los siguientes: la  completa independencia entre sexualidad y afectividad; y la supuesta  legitimación de de la sexualidad a partir de la afectividad. De ellos debiera  ocuparse la educación sexual, además de otros muchos y variados aspectos. 
                                    Estudiemos el primero de esos errores: la  artificial separación entre sexualidad y afectividad. Esta disociación o divorcio  desnaturaliza la misma relación humana en que se funda el comportamiento sexual.  Un encuentro como éste, diseñado sólo respecto de la satisfacción placentera  corporal y fugitiva, sería un encuentro con un fantasma apersonal, que vacía de  significado el acto unitivo. 
                                    Y entre fantasmas sólo cabe la unión  ficticia. 
¿De qué le sirve al hombre o a la mujer compartir  el cuerpo del otro, si el otro le es completamente ajeno, por incomprometido, dado  que sus más íntimos pensamientos, deseos, sentimientos e ilusiones son  silenciados e ignorados? ¿Por qué conformarse con sólo la satisfacción del  cuerpo, durante apenas unos instantes, renunciando a que el otro, libremente,  se le dé del todo y le haga señor de su voluntad y rey de su corazón? ¿Cómo y  por qué tratar de satisfacerse con tan poco? 
                                    (Polaino-Lorente, 1993). 
                                    Se vacía de sentido la sexualidad humana  cuando se la despoja de la fecundidad (sexualidad sin procreación) y se la disocia  de la afectividad (sexualidad sin compromiso personal, sexualidad  despersonalizada y sin entrega). 
«Una entrega corporal que no fuera a la  vez entrega personal sería en sí misma una mentira, porque consideraría el  cuerpo como algo simplemente externo, como una cosa disponible y no como la  propia realidad personal» (Ruiz Retegui, 1987). 
En ese caso, la entrega no sería tal, porque  ninguno se daría al otro, porque ambos se utilizarían parcial y recíprocamente (sólo  en lo que se refiere a sus cuerpos), mientras se esfuman y huyen las  subjetividades que no comparecen en el encuentro en ese acto, de suyo generador  y trascendente. 
Conviene recordar aquí que para la educación  de la conducta sexual de la persona pueden distinguirse los cuatro puntos cardinales  o dimensiones siguientes: generativa, afectiva, cognitiva y religiosa. 
                                    En la dimensión generativa se  manifiesta el modo en que la sexualidad está comprometida en la reproducción y  generación de nuevos seres humanos. En esta dimensión se atiende a la  procreación y a la genitalidad. En la actualidad es muy frecuente que se  reprima y frustre la dimensión procreadora del comportamiento sexual. 
                                    En la dimensión afectiva se pone  de manifiesto que el hombre y la mujer son ante todo personas y por eso no  debiera utilizarse el comportamiento sexual sólo para la obtención del placer.  Sexualidad y afectividad se exigen mutuamente (Polaino-Lorente, 1997). 
                                    En la dimensión cognitiva se pone  de manifiesto que el ayuntamiento carnal entre el hombre y la mujer exige la  luminosidad del mutuo conocimiento, el compromiso de la entrega, el vínculo de  la donación. Cuanto más se ama a una persona, tanto más se desea conocerla. 
                                    En la dimensión religiosa, por  último, se pone de manifiesto que la conducta sexual humana abre a las personas  a la transcendencia, al posible origen de un ‘otro’ distinto a quienes lo han  generado, lo que comporta una participación en la creación de un ser ex novo,  que no puede acontecer sin la intervención del Ser que la hace posible, y al  que ésta debe ordenarse (Polaino-Lorente, 1980). 
                                    La capacidad psicobiológica, que se manifiesta  mediante la conducta sexual, significa que dos personas, hombre y mujer, se dan  la una a la otra y se destinan recíprocamente. La conducta sexual, por su  plasticidad —así como por la posibilidad de derivar hacia comportamientos extraños,  conflictivos o nocivos— pone de manifiesto que la persona dispone de suficiente  libertad para conducir, en este punto, su personal comportamiento. 
                                    No cabe, pues, encerrar a la persona en  ningún determinismo: ni en el biológico (que reduce el  comportamiento del ser humano a pura biología —al instinto, en lo que a la  sexualidad se refiere), ni en el historicista (que desatiende los  aspectos biológicos y considera que el comportamiento sexual humano sólo está a  merced de la libertad de lo que cada persona quiera elegir (cfr.,  Polaino-Lorente, 1978 y 1976). 
                                    Como escribe Ruiz Retegui (1987), «la sexualidad  afecta a toda la amplia variedad de estratos o dimensiones que constituye la  persona humana. La persona humana es hombre o mujer, y lleva inscrita esta  condición en todo su ser». Además de una forma de ser, la sexualidad es aquella  dimensión humana «en virtud de la cual la persona es capaz de una donación  interpersonal específica». Esa donación es la que no acontece cuando de la  sexualidad se hace un mero contexto en el que tomar del otro lo necesario para  lucrar un placer menesteroso e insuficiente, además de deshumanizado. 
                                    Estudiemos ahora el segundo error: la  supuesta legitimación de las relaciones sexuales a partir del emotivismo.  Algunos adolescentes entienden el amor como emotivismo y la sexualidad como mera  consecuencia de éste. El amor es sustituido por demostraciones de cariño y  manifestaciones de ternura tan ostentosas como epidérmicas  —poco importa cuál sea la edad o las  circunstancias—, que no hincan sus raíces en el corazón de la persona. Estas  inundaciones afectivas no son efectivas, porque carecen del necesario fundamento  y, en consecuencia, pasan por las vidas de las personas de forma fugaz,  instantánea y trivial. 
                                    Ese exceso —no de afecto sino de  afección superficial— bloquea y asfixia la capacidad de autocontrol hasta  desvitalizarla. 
                                    Acaso por ello, quien así se comporta pierde  la prontitud y agudeza necesarias para dejarse sorprender. La vida deja de ser  sorpresa y la persona deja de sorprenderse como consecuencia de la hartura que  produce el embotamiento de la afectividad. Surge así la apatía (apatheia),  el pasotismo, la ausencia de vibración, la pérdida del espíritu de aventura, mientras  se desvanecen y extinguen los nobles ideales concebidos durante la etapa  adolescente (Llano, 2002). 
                                    El emotivismo es la actitud contraria de  la apertura a la afectividad. El emotivismo es sólo un modo aparente de sentir,  pero en realidad no satisface ni sacia por la misma trivialización en que consiste.  El compromiso de la relación sexual no queda fundamentado ni justificado, en  modo suficiente, por el emotivismo. Aunque sea cierto que la afectividad entre  hombre y mujer tienda a transformarse —y aún a demandar— la relación sexual.  Pero la relación sexual está también penetrada por la racionalidad, que aquí no  comparece porque no se dan las condiciones que son necesarias para el  compromiso interpersonal. 
                                    Además, el emotivismo ofusca y sofoca a  la misma racionalidad, hasta el punto de no acertar a saber si es el placer o la  tendencia unitiva de la afectividad lo que está en el mismo fundamento de esa relación.  La defensa de la afectividad hay que hacerla hoy desde otro lugar: desde la mar  adentro, donde la aventura, la soledad, la alegría y el sufrimiento, la  sorpresa y el desvalimiento son mucho más auténticos. 
                                    Es mejor —y sobre todo más humano— sufrir  que estar impasible como consecuencia de haber asentado el corazón, voluntariamente,  en la mera atracción afectiva. Es necesario explicar hoy que es mejor querer  que sentir, que es mejor amar —aunque comporte ciertos desgarros y  sufrimientos— que optar por sólo alimentarse de las emociones o procurarse ciertas  satisfacciones placenteras. 
                                    El emotivismo es la negación de la afectividad.  El emotivismo se repliega en la afectividad de sí para sí, sin compartirla con  el otro. El otro deviene en el medio a cuyo través la afectividad es  momentáneamente satisfecha en su superficialidad, pero sin que el otro ocupe el  lugar que le corresponde en el corazón de la persona emotivista. 
                                    Quien busca el emotivismo se busca a sí  mismo, pero a costa de utilizar al otro, al que con anterioridad se asegura de  hacerle desaparecer de su vida. El emotivista es un ser «tomante» que nada da  de sí, que no comparte nada, que se aísla en su menesteroso corazón necesitado,  que no se abre a la relación, al compromiso y al encuentro con el otro, porque sencillamente  lo margina, lo excluye y lo destierra de su vida. 
                                    Pero la afectividad humana es sobre todo  relación, presencia del otro, apertura, encuentro, diálogo, compromiso, es decir,  salida arriesgada de sí para regalarse y perderse en el otro. 
                                    El emotivismo es probablemente una de  las formas de dependencia afectiva peores. La persona ha de reconocer que depende  de otros en muchas cosas, que su libertad es sobre todo interdependencia, que  nadie es una isla que pueda por sí solo satisfacerse y ser quien es. Entre esas  interdependencias naturales las hay de muchas clases (ontológica, familiar, funcional,  sexual, autoconstitutiva, estructural, existencial, social, religiosa, etc.),  de las que ahora no puedo ocuparme, todas ellas legítimas y convenientes siempre  que no se sobrepase ese punto medio, de difícil equilibrio, en que consiste la  virtud. 
                                    Pero la dependencia generada en el caso  del emotivismo es sólo sentimental, en la que la afectividad propia campea sobre  todo lo demás y se erige en el único fundamento de la toma de decisiones  respecto de la relación sexual con la otra persona. Esto supone exponerse a un  grave riesgo: el de la dependencia neurótica. 
                                    Genera dependencia, porque la  afectividad y las relaciones sexuales crean una sutil adicción —con su síndrome  de abstinencia: la resaca que dejan tras de sí la afectividad y la sexualidad  cuando la relación se rompe—, un tanto compleja y de no fácil solución. Y esa  dependencia es neurótica, porque en realidad la persona no se ha encontrado con  la otra ni la ha tratado como se merece —a pesar de la aparente hartura de su  sensibilidad embotada—, sino que se ha servido de ella, simplemente para  alimentar su inmadura sexualidad o tal vez su enfermiza afectividad. 
                                    En el mejor de los casos, con la  supuesta justificación emotiva de las relaciones sexuales, estaríamos ante el  egoísmo sentimental, perseguidor de la satisfacción psíquica del propio yo,  por lo que la persona busca a la vez que el placer sexual la satisfacción  afectiva, radicada en el propio yo. 
                                    En ninguna de las dos anteriores  circunstancias se satisface la condición de la entrega amorosa. En el primero,  porque la persona se instala en el mero instintivismo animal de la satisfacción  placentera; en el segundo, porque la persona se acuna en el subjetivismo emotivista  del propio yo. 
                                    La conducta sexual encuentra su fin en  la donación amorosa cuando, orientada por la racionalidad, el querer de la voluntad  se dirige a la otra persona, tratando de buscar su bien integral. Lo que alcanza  el fin del comportamiento sexual humano es sobre todo la búsqueda de la felicidad  del otro —donde radica también la de uno mismo—, cosa que acontece en el  encuentro y la donación/aceptación del otro en su totalidad, es decir, en una  relación que funda un compromiso que por su propia índole exige el «para  siempre», sin tomar del otro sólo una de sus partes —como, por ejemplo, su  cuerpo, su afectividad, su posición social, etc.—, sino que busca comprometerse  con su entera persona, tomar sobre sí la responsabilidad de su vida, en  definitiva, sentirse ambos como co-responsables de sus respectivas biografías y  personas. 
                                    Contenidos  y objetivos de la educación sexual 
  La verdadera educación en la sexualidad debe  afrontar, lógicamente, una multitud de contenidos muy diversos. 
  Algunos de ellos forzosamente han de  incidir en los aspectos morfológicos, anatómicos y psicobiológicos de la  sexualidad: desde las diferencias individuales a la afectividad, de la  diferenciación psicobiológica a la comunicación interpersonal, de la  distribución de roles en el ámbito de la pareja a la ética del comportamiento sexual. 
  Son muchas las disciplinas que aquí se  concitan (psicología, antropología, fisiología, psiquiatría, religión, etc.),  por lo que resulta especialmente difícil la formación de educadores que sean  competentes en este ámbito interdisciplinar tan variado. 
  Pero a pesar de ello, hay que afirmar que  la educación en esta materia debiera estar reservada a los padres, por ser  ellos los primeros educadores precisamente en una cuestión como ésta, que está  en el origen mismo de la vida de sus hijos. En cualquier caso, los contenidos  que se impartan deben ser útiles para que el educando desarrolle en el futuro  un comportamiento sexual ajustado, sano y asumible desde la perspectiva ética. 
  Los contenidos deben impartirse  progresivamente, en función de cuáles sean las características específicas y  las necesidades requeridas por cada uno de los educandos a lo largo de los  diferentes períodos evolutivos. Es preciso no olvidar que la educación sexual  no debe estar orientada a la sola satisfacción del instinto, sino a la  consecución de la felicidad de la persona (Santa Maria Garai, 1996; Polaino-Lorente,  1994, 1995 y 2003). 
  Entre los principales objetivos que debe  satisfacer cualquier programa de educación sexual, cabe citar como muy importantes  los siguientes: (1) Suministrar una amplia información sobre esta materia,  desde una perspectiva interdisciplinar (biología, psicología, antropológica,  religión, etc.). (2) Delimitar cuál es la finalidad, sentido y significado de  la sexualidad humana en el marco de una antropología realista (dimensiones generativa,  afectiva, cognitiva y religiosa). (3) Informar acerca de las diferencias psicobiológicas  entre el hombre y la mujer. (4) Explicar de forma proporcional y adecuada a la  edad y circunstancias de los hijos las relaciones sexuales, en lo que se  refiere a su ámbito natural, es decir, el matrimonio. (5) Contribuir a  disminuir o extinguir los temores y ansiedades que habitualmente surgen por  miedo al desajuste o al fracaso sexual. (6) Fomentar el necesario espíritu crítico  en el educando respecto de las estereotipias, sesgos, prejuicios y errores sexuales  presentes en la actual sociedad. (7) Ofrecerle la necesaria información  preventiva respecto de las enfermedades de transmisión sexual y el SIDA. (8)  Proporcionar un código ético congruente, así como los principios en que aquél  se funda, de manera que cada educando pueda satisfacer, desarrollar y realizar en  sí los valores morales que se concitan en la conducta sexual unitiva y procreativa  en el ámbito de la conyugalidad (Polaino-Lorente, 1993). 
                                    Para alcanzar estos fines parece  conveniente insistir en algunas ideas fundamentales. 
                                    Este es el caso, por ejemplo, de que el  amor es más importante que la sexualidad. 
                                    Ningún enamorado renunciaría a su amor  por una «dosis» de sexo. El sexo es una parte que, aunque importante, no es desde  luego la más importante del amor. 
                                    En cambio, el amor lo es todo. Amar es descubrir  que la propia felicidad depende de que sea feliz la persona a la que se ama;  subordinar la felicidad propia a la felicidad de la otra persona; o, mejor,  descubrir que la existencia de una y otra persona coexisten, necesitan y  tienden a una felicidad común. Pues, como escribía Lewis (1991) sobre este  particular, «el eros hace que un hombre desee realmente no una mujer, sino una  mujer en particular. De forma misteriosa, pero indiscutible, el enamorado quiere  a la amada en sí misma, no en el placer que pueda proporcionarle…». 
                                    La sexualidad adquiere su sentido  precisamente en una forma de relación interpersonal en la que el amor del amado  se realiza dándose a la persona amada, satisfaciendo esa necesidad de darse con  tal que la otra persona sea feliz, que es lo único que en verdad también hace feliz  al amado. 
                                    En ese contexto es donde la donación sexual  —un don que es uno mismo— adquiere todo su significado: percibirse como un  regalo recíproco, inmerecido y, con frecuencia, no buscado. Cuando esto sucede la  persona amada es la fuente que da sentido a todo lo que se hace, se siente y se  piensa. De aquí que el estar enamorados «nos haga preferir el compartir la  desdicha con el ser amado que ser felices de cualquier otra manera» (Lewis,  1991). Y es que «la dimensión humana de la sexualidad —como dice Ruiz Retegui  (1987)— instituye una forma de entrega que se abre a la donación de la vida  como una expansión de su dinámica propia». 
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