Argumentos de Fondo / Afectividad
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Tres Formas de Libertad.
Alejandro Llano.

Como sucede con todos los términos filosóficos relevantes, la libertad se dice de muchas maneras. De múltiples modos la dicen los diversos filósofos y, en el lenguaje corriente, cada uno empleamos esa palabra a nuestro aire. Claro que ni todas las maneras de decirla no todos los estilos vitales de realizarla son igualmente afortunados. Unos tienen mayor profundidad y alcance que otros. Y no faltan los modos que son, sencillamente, inviables; porque delatan la incoherencia teórica o práctica de quienes utilizan la palabra “libertad” o intentan llevar una vida que merezca el calificativo de libre.
Leibniz decía que la libertad es uno de los laberintos de la filosofía. El otro resultaba ser la constitución de la materia, el laberintum continui. La libertad es un laberinto filosófico y vital porque, en su comprensión y ejercicio, entran en juego todas las dimensiones antropológicas, y muy especialmente la inteligencia, la voluntad y las emociones. Tarea de los que nos dedicamos a escribir de filosofía o enseñarla es, precisamente, intentar encontrar el hilo conductor que nos conduzca- si- posible fuere- a la salida del  laberinto, sin encontrarnos por el camino algún toro bravo que lo eche todo a perder.
La estrategia elegida para esta exposición ha sido la de distinguir tres sentidos diferentes de la libertad, que hago respectivamente corresponder- de manera no muy estricta, por cierto- a tres etapas históricas: la premoderna, la moderna y ¡cómo no! La postmoderna. Con la particularidad de que cada uno de estos sentidos tiende a prolongarse en el tiempo, a salirse- por así decirlo- de su época y de sus límites conceptuales, y a tornarse finalmente inviable, si no se completa y se depura. Mientras que, a sensu contrario, la auténtica evolución enriquecedora de la libertad implica superar los anteriores estadios, pero conservando sus hallazgos o conquistas es una superación que conserva, algo así como la Aufthebung hegeliana.
El primer sentido de la libertad, el más simple y obvio, es el que se suele llamar libertad- de Yo me siento libre cuando estoy exento de constricciones u obstáculos que me impiden llevar a cabo las acciones que deseo realizar. Es lo que lo clásico llamaban libertas a coactione, que no significa que seamos libres por coacción- como algún ignorante ideólogo atribuía a las oscuridades medievales- sino que estamos libres de coacción, es decir, que no actuamos por coacción alguna, por ninguna imposición que nos venga de fuera, sino que obramos por propia decisión por un principio activo que se encuentra en nosotros mismos.
Por eso, a este tipo de libertad se le suele llamar “libertad de decisión”, “libertad de arbitrio” o, sencillamente, “libre arbitrio”.
Según ha señalado Millán- Puelles, se trata de una libertad innata de índole psicológica.
Innata porque todos nacemos con ella: nadie puede o no ser libre o, dicho más paradójicamente, somos necesariamente libres Estamos forzados a elegir. Lo cual no es pequeña carga, porque muchas veces desearíamos que otros- otras personas o el mismo curso de los acontecimientos- decidiera por nosotros, quedando así exonerados del peso de la responsabilidad que toda decisión sería lleva consigo. Pero el caso es que no, que todos los días nos toca a cada uno de nosotros mismos el ejercicio de analizar las situaciones, deliberar acerca de las posibilidades de acción y hacer bascular sobre una de las opciones el peso de nuestra decisión que, al cabo, es el peso de nuestro propio yo, porque la libertad tiene un carácter reflexivo: decidir es siempre decidirse (a diferencia del conocer,  que no en todos los casos implica conocerse). Precisamente porque- al menos es este supuesto- estoy libre de obstáculos o trabas, el origen de la decisión queda remitido a mí mismo, que en un determinado momento cortó el curso de las deliberaciones y me comprometo con una de las posibilidades en presencia. Como los clásicos griegos, puedo decir: “tengo no soy tenido” (ekho, ouk ekhomai).
La libertad- de presenta, además, una índole psicológica, porque en el desenlace de las deliberaciones intervienen las principales potencias del alma, entre las que no se suele prestar el interés que se debiera a las emociones o pasiones. Recordemos que de ellas decían los clásicos que refuerzan la libertad cuando se desencadenan conforme a la razón verdadera y a la libertad recta; mientras que lo bloquean o impiden su ejercicio cuando son ellas mismas las que, de manera antecedente, disparan el dinamismo psicológico. En cualquier caso, y con los necesarios matices, la presencia de las emociones o sentimientos es signo de la autenticidad de la acción libre, porque dan fe de que el propio ser- desde sus más íntimas pulsiones- está comprometido con su libertad, de un modo que no  se registra en ninguna otro comportamiento humano.
Por todo lo dicho hasta ahora,  esta acepción de la libertad- la libertad de- parece teñida de individualismo. Como estoy libre de, soy “como Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como”. Individualismo que, por cierto, estaba ausente en la versión históricamente originaria de la libertad- de cuyo ejercicio en la polis griega era la característica distintiva de los ciudadanos, frente a los esclavos o los metecos. Para ser libre, es preciso ser miembro de una comunidad vital, en la que el agente se encuentra integrado y en la que, como dice Hannah Arendt, manifiesta su carencia de coacciones a través de los discursos en el ágora y de sus hazañas en el campo de batalla.
El sesgo más personalista e íntimo de este primer sentido de la libertad viene aportado, sin duda, por la decisiva irrupción del cristianismo en la mentalidad occidental. No es que el cristiano se encuentre existencialmente aislado. Todo lo contrario: además de ser miembro de la ciudad profana, en la cual debe resplandecer su  ejemplar honestidad, es además habitante de la ciudad santa, es decir, de la Iglesia de Jesucristo, a cuyo restantes miembros le une un ligamen mucho más fuerte que el que conectaba a los componentes de la polis griega o de la civitas romana. Pero en el cristianismo se trata de una comunión interior, que apela a la conciencia de cada uno y que, por tanto, presenta una dimensión personalista que apenas estaba presente en las versiones clásicas de la libertad.
La tensión entre ambas “ciudades” ha quedado descrita con una profundidad inigualada en la agustiniana Ciudad de Dios. Tensión que nunca deja de tener un cierto sentido dramático, porque las exigencias de una de las dos comunidades aparece a veces como contrapuesta a las exigencias de la otra: es, por ejemplo, el caso de la obligación cívica de ir a la guerra, de pagar impuestos abusivos, de obedecer a autoridades mezquinas o de soportar la arrogancia del poder; por otro lado, es el caso de la pobreza voluntaria, del rechazo de la corrupción generalizada y, en último término, del martirio por lealtad a la propia fe.
Mas sucede que esta libertad-de, penetrada de íntimo sentido personal, se convierte en auténtico individualismo cuando -en la modernidad incipiente- su inspiración clásica y cristiana se ve fuertemente influida por el estoicismo, que los renacentistas encontraron en la lectura de las obras del helenismo tardío y en la enseñanza moral predominante en los autores romanos. A primera vista, el estoicismo parece asemejarse a la ética cristiana, porque propugna la serenidad interior, la paciencia ante las dificultades y, por último, la aceptación resignada de la propia muerte. Pero quizá no haya otro tipo de moral tan realmente opuesta al cristianismo como el estoicismo lo está. Porque la esencia del cristianismo es la caridad, el amor a Dios y a los demás hombres por Dios; mientras que la esencia del estoicismo es la indiferencia, la ataraxia del que no siente ni padece por nada que esté fuera de su control, es decir, que caiga en la parte exterior de un individuo en sí mismo encastillado. Yo sólo soy responsable de mis propios actos: lo que acontece por causas naturales, por azar o por voluntad de otros me trae, literalmente, "sin cuidado".
La conexión del estoicismo con el moderno individualismo político ha sido destacada recientemente por Charles Taylor y por Jesús Ballesteros. El tipo de libertad que se encuentra en la base del individualismo político sigue siendo del carácter que primeramente estamos examinando, es decir, de la índole libertad-de. Pero, así como en su versión clásica y cristiana, la libertad de decisión tenía un sentido claramente positivo, en cuanto encaminada a la perfección de la persona y al servicio a la comunidad, la libertad de indiferencia individualista es una libertad negativa, consistente exclusivamente en estar libre de obstáculos externos para hacer lo que yo quiero.
El examen de esta libertad sin metafísica, reductiva y materialista, tal como se presenta por ejemplo en Thomas Hobbes, tiene la mayor importancia para nuestro tema, porque sigue siendo -hasta nuestros días- el patrón conceptual sobre el que se diseñan las diversas variantes de la libertad contemporánea y, muy especialmente, de la libertad en sentido postmoderno.
La libertad negativa debe su éxito teórico y su larga pervivencia histórica a la simplicidad conceptual que presenta y a su aparente conexión con la vivencia cotidiana de la libertad.
Por una parte, en lugar de los complicados esquemas escolásticos, donde el análisis psicológico de la decisión se componía de una larga serie alterna de actos de la inteligencia y del apetito intelectual o sensible, hasta llegar al último juicio práctico-práctico y a la ejecución de lo trabajosamente decidido, la concepción individualista del liberalismo moderno sólo exige un único y simple requisito: que no haya obstáculos externos. De lo demás, por así decirlo, ya me encargo yo, precisamente porque se postula que soy libre, que sé lo que quiero en cada caso y, por lo tanto, que -en ausencia de impedimentos exteriores- puedo hacer precisamente aquello que responde a mis apetencias inmediatas.
Por otra parte, esta versión tan simple y obvia, parece que se corresponde exactamente con mi vivencia diaria de la libertad. ¿Cuándo me siento libre? Cuando no hay ninguna dificultad externa a mí que me impida hacer lo que deseo, es decir, aquello que me gusta: lo que me da la gana. Y resulta, además, que nadie es mejor juez que yo para discernir aquello que me agrada y me conviene. El ejercicio de la libertad no admite jueces externos, porque nadie distinto de mí es capaz de saber lo que yo siento y, mucho menos, de sentir lo que ahora mismo deseo.
Según esta concepción de la libertad negativa, el gran obstáculo para el uso efectivo de mi libertad viene dado por el ejercicio que de su propia libertad hacen los demás hombres. Resto de ese convencimiento es la desgraciada máxima que ha llegado hasta nosotros en la forma: "tu libertad termina donde comienza la de los demás". De manera espontánea, en el llamado "estado de naturaleza", cada uno barre para su propia casa, todos quieren el máximo de libertad a costa de la libertad ajena. Es la guerra de todos contra todos. Su única solución es un artilugio conceptual que, desde Hobbes hasta Ralws, se viene llamando "contrato social". Para constituir un Estado político ordenado y organizado, es necesario que todos y cada uno de los ciudadanos transfieran, de manera pactada, su libertad -o, al menos, parte de ella- al gobierno de la ciudad, que se encarga de impedir que nadie ejerza su arbitrio de manera abusiva, es decir, fuera del ámbito de su existencia individual, interfiriendo en espacios de libertad pertenecientes a individuos ajenos. Así pues, los ciudadanos cambian libertad por seguridad. Ceden al poder cuasi-absoluto del Estado gran parte de su libertad posible, para asegurar ese resto de libertad real que les queda: libertad reducida, ciertamente, pero libertad suya, que es lo que realmente le importa a un individuo moderno que quiere ante todo sobrevivir y ser autónomo.
Ahora bien, lo que pasa con esta libertad negativa es, no solamente que resulta del todo insuficiente para desplegar en su completa envergadura la libertad personal y social, con el evidente peligro de absolutismo político, sino que resulta realmente inviable.
No se puede vivir una libertad-de en sentido negativo y, por lo tanto, cerrado, porque el ejercicio efectivo de mi libertad requiere su inserción en una comunidad de ciudadanos, en la que sea posible aprender a ser libres, a base de enseñanzas y correcciones, de cumplimiento de las leyes, de participación en las empresas comunes y de aprendizaje del oficio de la ciudadanía. Si se acepta aunque sólo sea a título de "experimento conceptual"- el llamado "estado de naturaleza", extrapolítico más que prepolítico, entonces es imposible dar el salto a una comunidad política, porque no habría apoyo alguno para realizar un pacto cuyos presupuestos como señaló Durkheim- no pueden ser pactados.
Tal es, por cierto, la gran diferencia entre la Revolución Francesa y la Revolución Americana. Por influencia intelectual de Roussseau y por la evidencia empírica de que la monarquía absoluta de Luis XVI y sus predecesores era radicalmente injusta, los revolucionarios franceses intentaron regresar a una condición extrapolítica, para poder construir sin presupuesto alguno un Estado racional, igualitario y justo. El resultado es bien conocido: en perfecta lógica con el planteamiento inicial, la Revolución devoró a sus propios hijos o, mejor, a sus propios padres. Cualquier autoridad política que se estableciera antes de alcanzar el orden de la igualdad y la justicia perfectas, sería una autoridad ilegítima; y quien la detentara -como es, paradigmáticamente, el caso de Robespierre- debería pasar cuanto antes por el trámite de la guillotina. El desenlace no podía ser otro que la liquidación final de la situación revolucionaria, llevada a cabo por Napoleón Bonaparte el 18 de Brumario.
Según ha destacado Hannah Arendt en su libro On Revolution, el planteamiento de la Revolución Americana es completamente diferente. Por de pronto, no aceptaron mentores ideológicos, fuera de los clásicos romanos, y -de entre los modernos- valoraron sobre todo, y muy significativamente, a Montesquieu. No partieron de una presunta situación extrapolítica, sino de las comunidades coloniales que libremente constituyeron los pasajeros del Mayflower y otros emigrantes o exiliados, que no buscaban cambiar radicalmente en el Nuevo Mundo los modelos políticos europeos, sino simplemente vivir en paz y prosperidad, sobre la base del mutuo respeto a sus libertades religiosas y cívicas. Siguiendo su propia dinámica, la guerra colonial, iniciada con el rechazo de impuestos no aprobados por el pueblo (es decir, por la reivindicación de una libertad pre-moderna), acabó desembocando en una guerra "revolucionaria", que desde el principio contó con las pequeñas comunidades ya establecidas, cuyos representantes elaboraron una Constitución que ha resistido el paso de dos siglos, y a la que sólo a última hora algunos sintieron la necesidad de añadir una declaración de derechos del hombre. El principio federal permitió, por lo demás, incluir en el sencillo modelo inicial las nuevas tierras que la expansión territorial hacia el oeste y hacia el sur iba agregando a la pequeña Unión germinal.
Como Alexis de Tocqueville detectó admirablemente, la base de la "democracia en América" fue el fuerte sentido de pertenencia a una comunidad y el anhelo de participar en su autogobierno. Y éstas son precisamente manifestaciones -no las únicas ni quizá las más relevantes- de ese sentido de libertad, ya genuinamente moderno, a la que llamaremos libertad-para.
Este segundo sentido de la libertad, la libertad-para, es por excelencia la que podemos calificar de libertad positiva. Las mujeres y los hombres de la modernidad no nos sentimos libres simplemente porque el Estado nos respete un minúsculo recinto de autonomía en el ámbito privado. Como en la polis, en la civitas, y en las repúblicas italianas renacentistas -estudiadas por Pocock- el ciudadano libre es quien se considera miembro de pleno derecho de una comunidad política a cuyo gobierno no se atribuye en modo alguno "el monopolio de la violencia"; expresión tan reciente como desafortunada, entre otras cosas porque la violencia no es monopolio ni capacidad legítima de nadie, ya que su sentido -si alguno lo tiene- es netamente extrapolítico, y cuya asimilación al poder político o social constituye una trágica confusión conceptual, en la que incurre con tanta frecuencia la ignorancia de algunos de nuestros políticos, al precio de legitimar indirectamente el terrorismo.
Según decía el pensador anglo-irlandés Edmund Burke, cuando los ciudadanos actúan concertadamente, su libertad es poder. Tal es la esencia de la democracia: el convencimiento operativo de que la fuente del poder político no es otra que la libertad concertada de los ciudadanos. Libertad eficaz que, previamente, abarca la autónoma iniciativa en todos los demás ámbitos de la vida social, cultural y económica. De ahí que en el socialismo siempre se hayan registrado internos conflictos ideológicos entre sus proclamas democráticas y su tendencia al exclusivismo estatista.
Pero en "la idea europea de la libertad", como la llamó Hegel, en la moderna concepción de la libertad-para o libertad positiva -que es, en buena medida, nuestra idea de libertad- hay un elemento más radical aún, de signo antropológico, desde el cual es posible descubrir las causas profundas por las que la libertad negativa es del todo inviable. Se trata de la exigencia de auto-realización. Es cierto que en Píndaro encontramos ya el mandato "llega a ser el que eres". Pero el sentido que tiene este antiguo imperativo de alcanzar la propia identidad presenta sólo un carácter comunitario: la sabiduría ancestral le ordena al hombre noble que se comporte como la moral heroica de la Grecia pre-c1ásica establecía, de manera que -en sus discursos y hazañas- estuviera a la altura de sus iguales y fuese uno más entre los de su categoría social. En cambio, el ideal romántico y post-romántico de la autoidentificación me impulsa a ser "yo mismo", único, auténtico, irrepetible, original. Para ello, no me basta seguir las llamadas genéricas de la moral establecida, sino que tengo que descubrir yo sólo aquello para lo que estoy llamado.
Y es precisamente en este momento cuando mejor se detectan, como ya anticipé, las insuficiencias de la libertad negativa. Porque desde la versión reductiva y no cognitivista de la libertad-de se da por supuesto que, una vez eliminados los obstáculos externos, sólo me resta seguir mis sentimientos, mis emociones inmediatas, para realizarme plenamente.
Ahora bien, a poco que lo pensemos, todos podemos llegar a la conclusión de que las cosas no son así. Por de pronto, las emociones inmediatas -necesarias y positivas, en principio- suelen ser superficiales y cambiantes, de manera que no es viable fundamentar sólo en ellas una trayectoria personal que abarque toda mi biografía y confiera a mi curso vital un carácter distintivo, exclusivamente mío.
Bien es cierto que, en el caso de algunas personas, hay emociones dominantes que determinan su carácter de por vida. Pero, así como esto abre posibilidades a la heroicidad y la grandeza de ánimo, el riesgo es también mayor. Porque tales sentimientos hegemónicos pueden ser engañosos y, de hecho, en algunas ocasiones lo son. No pocas veces prometen lo que no pueden dar. Si, por ejemplo, me dejo llevar permanentemente por el sentimiento de rencor o de venganza -como puede ser el caso de un terrorista del IRA auténtico- entonces no me convierto en un héroe que reivindica la libertad patria y hace pagar a los dominadores por ofensas históricas reales o imaginadas; en realidad, me estoy autodestruyendo todos los días, hasta llegar a no ser nadie, hasta constituir nada más que un resorte o rueda de transmisión en la máquina de una violencia irracional y ciega. Realmente éste no es un caso frecuente, aunque nos resulte cercano, tanto en el tiempo como en el espacio. Pero se pueden poner ejemplos más ordinarios y, por así decirlo, domésticos: son los casos del alcohólico, del drogadicto, del fumador empedernido, del vanidoso patológico o del play-boy consuetudinario. Cada una de estas personas actúa de acuerdo con pulsiones compulsivas que prácticamente le obligan a comportarse de una manera autodestructiva, a pesar de no tener ningún obstáculo externo para dejar de comportarse racionalmente; o quizá precisamente por no tenerlo, en una sociedad que confunde la libertad con el permisivismo. A un nivel superficial, se puede decir que una persona de este tipo "hace lo que quiere"; pero eso que, aquí y ahora, quiere -impulsada por un placer o un dolor casi irresistibles- no es precisamente lo que ella misma "quisiera querer", según aquella reflexividad volitiva a la que antes aludía. Porque lo más significativo de estos casos de emotivismo desbocado es que en ellos se distorsiona la visión de la realidad, se pone como algo esencial lo que -en el mejor de los casos- es sólo accidental, y cada vez resulta más difícil saber cómo son las cosas y quién soy yo. De manera que el individuo se ve paralizado por lo que Aristóteles llamaba la akrasia, es decir, la debilidad que proviene del descontrol del apetito sensitivo, de la falta de autodominio corporal.
En cualquier caso, hay siempre como un reducto invulnerable de la propia personalidad -al cual se llama a veces conciencia- que de cuando en cuando deja oír su tenue voz y nos advierte: "no es eso, no es eso". Al proceder de esta manera no estás desplegando tú propio ser: lo estás vaciando, lo estás hiriendo; no te estás ganando, te estás perdiendo. Pero lo que aquí nos interesa no es, en modo alguno, realizar una especie de radiografía de los vicios, ya esbozada por Hegel en su Fenomenología del espíritu, cuando hace ver que la dialéctica del placer conduce al sometimiento. Lo que nos interesa es subrayar, con Charles Taylor, que la conquista de la propia identidad y el despliegue de su auto-realización sólo se puede conseguir por medio de "valoraciones fuertes", de strong evaluations. Para ser libre en sentido moderno, no basta con carecer de obstáculos externos. Es necesario también estar libre de obstáculos internos. Y, para conseguir esto último y más decisivo, resulta necesario cultivar un fondo estable y habitual de valoraciones fuertes, a las que se recurra en caso de conflictos éticos personales de los que nadie deja de tener experiencia.
Es más, en una sociedad tan compleja y variable como la nuestra, los horizontes o perspectivas vitales están siempre cambiando, de manera que continuamente aparecen conflictos nuevos. Como sucedía con una de las Gorgonas en la mitología griega, la única manera de librarse de su mirada fatal era estar cambiando continuamente de posición, según ha recordado Niklas Luhmann. Pongamos un ejemplo cercano y casi trivial: como profesor de filosofía, ¿he de dedicar mi mejor tiempo a la preparación de las clases y a la atención personal de mis alumnos, o he de consagrarme intensamente al estudio y a la investigación, precisamente para enseñar con mayor riqueza y fundamento? Otro conflicto más universal y difícilmente esquivable: ¿debo dedicar el mayor número de horas posibles a mi familia, a riesgo de quedarme atrás en mi exigente profesión, con el peligro incluso de perder mi trabajo, o debo volcarme de lleno en la actividad profesional, para mejorar la situación económica y social de mi familia, aún a riesgo de llegar al borde del divorcio o de que mis hijos se dediquen monográficamente a practicar el surf en California o, más modestamente, en el Cabo Finisterre?
Para dirimir tales conflictos, se precisa una estructura de sólidas valoraciones fundamentales, sin la cual la prudencia en la decisión o en el consejo carece de fundamento. Así las cosas, decir que lo que de hecho hago es siempre seguir lo que me gusta, resulta una tesis trivial y equívoca. Porque eso que se llama "gusto" corresponde a una emoción inmediata, que sólo puede ser valorada al trasluz de esas strong evaluations, las cuales poco tienen que ver con el gusto: en todo caso, el "gusto" -en su sentido más depurado y noble, entendido como satisfacción ética o paz existencial- es un resultado de esas valoraciones fuertes, pero en ningún caso serio constituye su causa. El mal emotivismo es la fuente de los más crasos errores de la ética actual, como ha demostrado Elisabeth Anscombe en su imprescindible artículo "Modern Moral Philosopphy".
Lo que comparece aquí, como en casi todas las discusiones filosóficas de cierto alcance, es el problema de las relaciones entre apariencia y realidad o, si se prefiere, entre el sueño y la vigilia. Tema que, como ya advirtió Platón, afecta especialísimamente a la distinción entre el bien y el mal. Leemos en el libro VI de la República: "Es patente que respecto de las cosas justas y bellas, muchos se atienen a las apariencias y, aunque no sean justas ni bellas, actúan y las   adquieren como si lo fueran; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con poseer apariencias, sino que buscan cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas". Efectivamente, una cosa que parece bella es como si lo fuera; sería raro escuchar algo así como "esta chica parece muy guapa, pero en realidad no lo es"; o "siempre se hace la inteligente, y por eso saca las mejores notas de su clase, pero en realidad es bastante tonta". Y una cosa semejante acontece con la justicia: lo importante de la sentencia del caso GAL en España, por ejemplo, no es tanto que sea realmente justa o no -porque eso, probablemente, nunca se sabrá- sino que parezca justa, que calme la "alarma social", que demuestre que nadie puede actuar fuera de la ley, que se repare el daño que se le hizo en su día al pobre señor Marey; o lo contrario: que no se castigue con la cárcel a los acusados de algo que hicieron -perdón, que no hicieron- por patriotismo y coraje cívico en la lucha antiterrorista. Con un desenlace o con otro -según las sensibilidades- nos damos por satisfechos, entre otros motivos porque no nos cabe más remedio. Pero si vamos a comprar unas botas de montaña, lo que queremos es que sean realmente buenas y no sólo que lo parezcan; por no hablar de cuestiones médicas, en las que poco nos importa qué doctoral celebridad y con qué sofisticados aparatos de exploración emite un diagnóstico y recomienda una terapia: sólo nos conformamos con que el diagnóstico sea acertado y la terapia benéfica; que sólo lo parezca -o sea, que al remate no nos cure- lo consideramos más bien una incompetencia o un engaño, aunque haya publicado un artículo en la revista Nature a costa de colocarnos, calmos y compuestos, en un hermoso ataúd.
Así pues, y como ya sabíamos desde hace tiempo, hay una estrecha relación entre la libertad y la verdad, por una parte, y la verdad y el ser, por otra. De ahí que una teoría de la libertad no pueda estar hecha solamente de convenciones, de pactos, de usos culturales, de impresiones o de ilusiones. Si fuera así, como es el caso de la libertad-de al estilo hobbesiano y del actual relativismo cultural y ético, entonces sencillamente no sería una teoría de la libertad, sino de otra cosa a la que hemos dado en llamar de la misma manera.
Ahora bien, la libertad-para -de la que venimos hablando el último rato- también se puede salir de su cauce y anegarlo todo. Se trata entonces de una concepción dogmática e ilimitada de la auto-realización personal o del progreso cívico. Ciertamente, yo tengo el deber moral y el compromiso civil de dar de mí lo mejor de que soy capaz. Pero nada ni nadie en este mundo me puede exigir que triunfe en la vida, aunque sólo sea porque, como dice el Profesor Polo, "todo éxito es prematuro". Intentar ser una persona excepcional y única, además de constituir una ingenuidad, resulta un empeño realmente dañoso para quien se lo propone. Lo que está en mi mano es buscar la verdad allí donde se halle, trabajar esforzadamente, cultivar con paciencia las virtudes intelectuales y éticas, corregir mi conducta cuando compruebo que me he portado mal, pedir incluso perdón a mi familia y a la nación, como acaba de hacer el Presidente Clinton. Y todo esto -caso Clinton aparte- es algo que no se enseña, sino que se aprende; que es preciso conseguir por el método de ensayo y error; que debe madurar con el tiempo y con el esfuerzo personal. Pero lo que está claro es que no responde al necesario despliegue de un yo trascendental o dialéctico que, a fuer de no existir, no deja huellas perceptibles de ese presunto avance necesario ni en la persona ni en la sociedad. Si algo ha quedado patente en este siglo que ahora termina, es que las teorías del super-hombre y del progreso indefinido no tienen fundamento alguno en la realidad.
Al perder su apoyo en la objetividad personal y colectiva, las tesis principales de la ideología moderna han entrado en crisis, arrastrando consigo toda una concepción del mundo y del hombre que había dominado Europa y América en los últimos tres siglos. La visión titánica de la libertad se ha disuelto. Nos hemos percatado de que ese yo infalible y poderoso, lanzado a la conquista de sí mismo y al dominio del mundo, no era más que una fábula, uno más de esos "grandes relatos" de tipo mítico que -según los posmodernos- han dominado las diversas épocas de la historia. Entramos ahora en la cultura de la sospecha. Cuando surge algo que parece verdadero o bueno, nos preguntamos en seguida si en realidad no será falso y malo; y, en concreto, excavando un poco con las técnicas de la arqueología del saber, descubrimos tal vez que lo que llamábamos "libertad" no es más que oculto afán de poder, libido sublimada, ideología encubierta, olvido del ser o, simplemente, carencia de sentido, según ha señalado K. O. Apel.
Más claro está aún el aparente fracaso de la libertad-para en el aspecto del progreso social ininterrumpido que nos prometía la moderna ciencia y su correspondiente tecnología. Mirando hacia los cien años que dejamos atrás, nos inquieta que hayan sido los más sangrientos de la historia humana. Es probable que el siglo XX hayan muerto más personas por guerras, represiones, hambres, deportaciones, torturas y encarcelamientos que en todo el resto de la historia y de la prehistoria. El recientemente aparecido Libro negro del comunismo -que tantos debates intelectuales ha suscitado, especialmente en Francia- nos habla de ochenta millones de muertos a cuenta de la utopía marxista, sin contar en este cómputo los fallecidos en guerras o epidemias. Muchos de los ataques al medio ambiente parecen irreversibles. Y la distancia entre los países ricos y los países pobres se alarga cada día que pasa.
El proyecto moderno ha fracasado en sus ambiciosos planes de ilustración general, paz perpetua e igualdad económica. Algunos pensadores, como Habermas, consideran que esto ha acaecido precisamente porque el proyecto moderno es una tarea inacabada, por culpa de la reacción y del conservadurismo. Otros, en cambio, piensan que el racionalismo a ultranza está agotado y propugnan el decidido tránsito hacia otra época, a la que llaman "postmodernidad". Lyotard, por ejemplo, entiende que el hombre mismo, entendido como un yo trascendental, como un sujeto libre de trabas y apto para cambiar el mundo, es un figura histórica reciente, que no cuenta más de tres siglos y que, en rigor, ya ha desaparecido, o como preferían decir Foucault y Althusser- "ha muerto". El hombre postmoderno, por el contrario, se considera un mero sí mismo, pasivamente capaz de sensaciones y emociones, "situado -según escribe Lyotard- en puntos por los que pasan mensajes de naturaleza diversa".
Lo importante en la cultura postmoderna, de acuerdo con el propio Lyotard, no es configurar moralmente al yo humano o planear el desarrollo social, sino el "tener ideas", la "invención imaginativa", la "creatividad", el "descubrimiento", los "esquemas prospectivos"; mientras que el saber queda caracterizado como la "producción de lo desconocido".
El yo moderno se disuelve, se dispersa, se enreda en las infinitas posibilidades combinatorias que nos ofrecen los juegos informáticos. Y la realidad misma ya no es esa vieja y pausada señora cuya amistad decían procurar los metafísicos. No hay más realidad que la secuencia vertiginosa de las representaciones televisivas o transmitidas por Internet. Estamos en la "sociedad como espectáculo", en la que finalmente parece haberse logrado el ideal sofístico de la identidad del ser y el aparecer.
El sucedáneo postmoderno de la libertad es la superficialidad del pasar de una cosa a otra en tiempo cero, del saltar de representación en representación hasta la fantasía total, donde impera la "lógica del doble". El único pensamiento libre es, como quiere Vattimo, el pensamiento débil: la penumbra de las incertidumbres, los intersticios entre una imagen y otra, la pérdida de peso ontológico, en una especie de anorexia cultural generalizada.
Lo "importante" es lo "divertido", es decir, lo que no sigue ningún camino previamente trazado, sino que se entretiene con las combinaciones y recombinaciones de una visión neobarroca del mundo -como dice Ornar Calabrese- e irremediablemente ec1éctiica. y cuando comparece algún solemne producto cultural de otra época, lo que procede es divertirse en su "deconstrucción", es decir, en mostrar que su estructura aparentemente necesaria no es más que una casual ironía, que se puede desmontar paso a paso y que podría haber sido completamente diferente. Lo que interesa no es la identidad sino precisamente la diferencia, aunque -en último término- ni siquiera haya diferencia entre la diferencia y la identidad, lo cual se muestra en los juegos eróticos que tienden a borrar la distinción entre el propio cuerpo y el de los demás, tras superar  naturalmente- la distinción binaria entre los sexos y sumirse en la informe dinámica de la transexualidad.
Pero este permanente baile de máscaras no agota lo que se puede llamar "postmodernidad". Como han mostrado Robert Spaeemann y Jesús Ballesteros, a esta débil y promiscua decadencia procede denominarla más bien "tardomodernidad", reservando el vocablo "postmodernidad" para la verdadera superación del proyecto moderno; o inventarse otro nombre que designe más claramente la trascendencia y no sólo la posterioridad, como hace José Antonio Marina al utilizar la palabra "ultramodernidad".
Aunque parezca inverosímil, este trance histórico nos ofrece la oportunidad única de alcanzar un sentido de la libertad que supere y englobe los dos que hasta ahora hemos venido considerando, es decir, la libertad-de y la libertad-para. Bien mirado, el happening postmoderno no es más que la carcasa de un profundo vacío interior, ése que ha dejado la disolución del pretencioso yo ilustrado y el fracaso autoprogramado de su orgullosa transgresión nietzscheana Se podría pensar que la cultura es hoy una fiesta, pero ¿hay algo más triste que una fiesta? El vértigo del viernes noche tiene algo de atracción abisal, de profunda y semi-consciente inclinación a lanzarse a la profundidad vacía. Todo lo cual indica justamente la insatisfacción ante los subproductos de la sociedad de la abundancia y la emergencia de una tremenda melancolía, entendida como añoranza de lo que no se conoce.
Lo desconocido y definitivamente incitante es, justo, el tercer sentido de la libertad, al que podríamos llamar la liberación de sí mismo. Nos ha costado sudor y sangre aprender que el yo humano no se puede amueblar como se decora el departamento de un nuevo rico. Tampoco es muy sabio hacer con él experimentos conceptuales y psicológicos que acaban desembocando -como poco- en la cultura del prozac. El yo humano no es un recinto cerrado y agobiante: es un vector de proyección y de entrega. En cierto modo es -según sabemos desde Aristóteles- un vacío que clama por su plenificación. Ahora bien, para que esa plenitud de la vida lograda comience a desarrollarse es necesario proceder, simultáneamente, al vaciamiento de uno mismo y a la apertura amorosa a los otros. Amor meus, pondus meus, decía San Agustín: mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que me afirma en la vida y me aporta voluntad de aventura es mi amor personal, definitivo e irreversible.
Esta idea de la libertad como liberación de sí mismo procede de Schelling y ha sido actualizada en nuestros días por el Profesor Fernando Inciarte. No se trata, en modo alguno, de un retorno a la estrategia estoica del desentendimiento de todo, presente sin embargo en la lúcida expresión "yo paso de todo" de la actual jerga juvenil. Tampoco está emparentado tal ideal con las técnicas orientales del yoga o la meditación trascendental, que conducen simplemente al vacío existencial y a la estolidez física. La libertad de sí mismo se entronca en la más castiza tradición filosófica de signo socrático, según la cual ningún objeto de este mundo puede agotar nuestra capacidad de asomarnos al misterio de lo real. También la concepción platónica del Bien se encontraba más allá de toda posible representación formal. Y Aristóteles, además de señalar que el alma es en cierto modo todas las cosas, afirma en su Metafísica que el filósofo es amante de los mitos, porque en el fondo de todo late lo maravilloso.
El cultivo de las Artes Liberales -las que hoy día, y no siempre pacíficamente, llamamos "Humanidades"- consiste en un proceso educativo, probado durante siglos, que conduce justo a la conciencia de que en el hombre se interpenetran una maravillosa llamada y una profunda debilidad. Es una educación de y para la libertad. Las dificultades que hoy día encuentra una sólida educación personal han sido señaladas por Ratzinger con su habitual penetración:
"En nuestro tiempo se ha venido imponiendo una visión de la enseñanza puramente informativa. Cualquier iniciativa en el sentido de educar sobre verdades concernientes a lo que es el ser humano, es mal mirada de antemano como atentado contra la libertad y la autodeterminación del individuo. Semejante actitud sería razonable si no hubiera verdades anteriores a nuestro propio existir; pero, si tal fuera el caso, carecería de sentido, y acabaría en el vacío, cualquier intento de autónoma realización del individuo. Lo cierto es lo contrario: que sí hay una verdad sobre lo que es el ser humano y que nuestro existir no es otra cosa que tender a realizar una idea eterna de verdad. Desde este presupuesto, difundir esa verdad, y dar ayuda para vivir conforme a ella, constituyen la clave para hacer que el hombre sea libre: que, librándose del absurdo y de la nada, decida sobre sí mismo plenamente".
Tal es la paradoja del ser humano: que sólo estando libre de sí mismo, de sus prejuicios y negativas experiencias, puede ganarse a sí mismo, en una verdad que le acoge y le supera. A este empeño de liberación de sí mismo se oponen -como puede apreciarse claramente en el texto de Ratzinger-las concepciones insuficientes de la libertad-de y de la libertad-para. El intento por liberarse-de una versión empequeñecida de sí mismo, se concibe como un atentado contra la libertad del individuo. La propuesta de verdades para que el hombre sea libre, las únicas que hacen posible su plenitud y la recta ordenación de la sociedad, comprometerían su autodeterminación.
En la medida en que la actual idea de educación se adhiere a esta presunta neutralidad valorativa, la formación en la libertad se aleja, cada vez más, cual objetivo inalcanzable. Porque se produce una especie de cortocircuito intelectual y moral que convierte el bello riesgo y la audaz fatiga de conquistarse a sí mismo en la mísera trivialidad de una emotividad enteca, que sólo se manifiesta en el fugaz instante de una espontaneidad inmediata y, por lo tanto, no cultivada o, lo que es igual, inculta.
El logro de la libertad emocional es el objetivo de toda educación personal izada. Porque, al fin y al cabo, es la pura verdad que el impulso interno que nos mueve en cada caso a actuar es el sentimiento de lo valioso y conveniente, de lo interesante y bello, de lo bueno y favorable. La libertad humana, como se lee en la Ética a Nicómaco, es deseo inteligente o inteligencia deseosa. De ahí que al hombre bueno -bien educado- le parezca bueno lo que es bueno, y malo lo que es malo; mientras que al hombre malo -al inculto- le parezca bueno lo que es malo y malo lo que es bueno. Como dice Maclntyre -utilizando el título de un libro de Flaubertt "toda educación moral es una educación sentimental". La formación del carácter -que sólo es posible en un horizonte de verdades sobre el hombre y en el seno de una auténtica comunidad- conduce a que la persona sienta las cosas como realmente son, de suerte que sus sentimientos no sean apariencias esporádicas y superficiales, sino manifestación de hábitos bien arraigados, que proceden de una libertad conquistada y que, a su vez, la manifiestan.
En cambio, la libertad disminuida, de la que antes hablábamos, surge de un error antropológico tan decisivo como generalizado: la idea de que la libertad se desarrolla por su propio ejercicio espontáneo, sin atender a bienes, virtudes ni normas. Lo que entonces resulta es la veleidad, la libertad entendida como choice, como si se tratara de elegir productos superfluos o indigestos en las grandes superficies de cualquier hyper. Y tal veleidad produce individuos valorativamente castrados, que estragan enseguida su vida en los requerimientos inmediatos de la sociedad como mercado.
Concluyo ya. A nadie se le oculta que el logro de la libertad de sí mismo es una hazaña existencial de gran envergadura. De ahí que no se pueda alcanzar nunca contando solamente con las propias fuerzas. Necesitamos la ayuda de los otros y del Otro, para lograr esa pureza de corazón que, según Kierkegaard, consiste en "amar una sola cosa". Es esa agilidad interior que detectamos en las personas más valiosas e interesantes que hemos tenido oportunidad de conocer: personas que están centradas en una única finalidad, pero que, al mismo tiempo, permanecen atentas a todos los que las rodean; personas que no arrastran la carga de frustraciones y resentimientos, sino que viven a fondo, de manera no necesariamente pagana, el carpe diem, la libre intensidad de la hora presente. Al acercarse a la liberación de sí mismo, se rescatan y reasumen las mejores potencialidades de la libertad-de y de la libertad-para. Porque el que no vive para sí está libre de toda traba existencial y dispuesto a lanzar su vida hacia el logro de metas que merezcan tan arduo esfuerzo.
Para lograr esta emocionante liberación de uno mismo, hay que aprender a olvidar y aprender a recordar. Lo dijo Carlyle: "Un sabio recordar y un sabio olvidar: en eso consiste todo".
Cuadernos de Anuario Filosófico
Departamento de Filosofía
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