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Propuestas y alternativas para la educación emocional
Santiago Roger Acuña y Gabriela López Aymes

Resumen
Este escrito plantea la necesidad de trabajar, en la escuela, contenidos de tipo emocional y afectivo que contribuyan al desarrollo integral de los estudiantes. En tal sentido, luego de precisar algunas concepciones acerca de las emociones, se revisa el constructo de la inteligencia emocional y su relación con otros enfoques actuales sobre la inteligencia. También se abordan algunos estudios evolutivos recientes sobre la comprensión y el manejo de las emociones en conflicto. Finalmente, se proponen estrategias y actividades para desarrollar programas educativos en el campo afectivo-emocional.
Palabras clave: inteligencia emocional; emociones en conflicto; educación emocional.

Introducción
En estos tiempos, el desarrollo de la afectividad, del sentimiento y de la emoción se ha convertido en un objetivo educativo de primer orden. Es por ello que un currículum educativo que contemple contenidos y actividades en cuestiones fundamentales como el reconocimiento y la expresión de emociones, el control emocional, la comprensión de las emociones en conflictos, el fomento de la empatía y el aprendizaje de las competencias sociales, ayudaría a promover —de modo decisivo— el crecimiento integral de los alumnos.
Desde la Psicología, frecuentemente se ha señalado que lo afectivo y lo emocional constituyen aspectos centrales de nuestra vida. Sin embargo, se ha avanzado a paso lento en la comprensión del desarrollo emocional del ser humano. Hasta hace pocos años, la Psicología educativa se abocaba casi con exclusividad al estudio de la dimensión intelectual del ser humano, prestando poca atención al análisis de lo afectivo. Así, durante largo tiempo se ha alzado una frontera entre los campos de la cognición y la emoción 1. Esto ha conducido, por ejemplo, a una visión muy restringida de lo que se entiende por inteligencia, sobrevalorando la importancia de los aspectos racionales y desconociendo el componente emocional de la misma. No obstante, en estas últimas décadas, se ha producido, paulatinamente, un acercamiento al campo de las emociones, lo que ha provocado que la noción de inteligencia se vaya ampliando, dando lugar a una visión multidimensional más compleja y completa.
En esta ampliación y complejización de la noción de inteligencia, ha sido relevante el concepto de «inteligencia emocional» acuñado por Salovey y Mayer 2, quienes definen a la inteligencia emocional como un tipo de inteligencia social que comprende la habilidad para monitorear las propias emociones y la de los otros; para discriminar entre ellas, y usar esta información para guiar el pensamiento y las acciones propias 3.
Estos autores sostienen que el campo de la inteligencia emocional incluye las valoraciones verbales y no-verbales; la expresión de las emociones; la regulación de las propias emociones y la de los otros; y la utilización del contenido emocional en la resolución de problemas. Se podría afirmar, entonces, que las emociones han pasado a constituir una dimensión fundamental de la inteligencia 4.
Esta idea de la inteligencia emocional, así como los trabajos sobre las inteligencias múltiples de Gardner 5 y la teoría triárquica de la inteligencia de Sternberg 6, asociados a los desarrollos teóricos de la Psicología evolutiva de enfoque cognitivo 7, han implicado una verdadera renovación en el campo de la Psicología educativa, en particular, y de todas las ciencias de la educación, en general. De tal modo que han ido generando el desarrollo de programas educativos que promueven el crecimiento afectivo y emocional de los estudiantes.

Actualidad e importancia del tema
Diversas son las razones que han llevado a que este tema se encuentre de pronto en el centro de la actualidad científica. Al respecto, podrían señalarse las de índole social y científica, que están estrechamente vinculadas.
Para entender las razones sociales, nos apoyamos en el excelente trabajo Profesorado, cultura y posmodernidad, del sociólogo de la educación A. Hargreaves 8. Sostiene Hargreaves que el surgimiento de nuevas condiciones sociales, políticas y económicas ha permitido repensar todo el sistema de valores sociales y personales que predominaban en estos años. Estamos transitando tiempos posmodernos: el mundo se ha tornado confuso. La condición posmoderna no deja de ser compleja, paradójica y controvertida, pues los ideales modernos ya no rigen la marcha de la humanidad y se han establecido principios muy diferentes a los de la Modernidad. La vida económica se ha flexibilizado pero, por otra parte, se entroniza la idea de mercado y consumo. En lo político, asistimos al fenómeno de la globalización; sin embargo, comienzan a resurgir con mayor fuerza las ideas de identidad nacional. Se han perdido las grandes certezas que había construido la razón moderna (caracterizada por la certeza científica), dejando paso a la cultura de la incertidumbre y de la certeza situada 9.
De una parte, la Posmodernidad ha rescatado el valor de las emociones, de la identidad individual, de las diferencias y de la autonomía; cuestiones éstas que la Modernidad había relegado. Pero, además, todas estas transformaciones han repercutido en la dimensión humana. Así, se percibe un creciente interés en la potenciación personal, la autorrealización, cuyos excesos pueden llevar a lo que Hargreaves 10 llama el «yo ilimitado», es decir, un individuo narcisista omnipotente, pero también poseedor de una serie de carencias que conducirían a un «yo frágil» y vulnerable. Más aún, si se tiene en cuenta la debilitación de los lazos familiares y sociales, y la confusión respecto de los ideales morales propios de estos tiempos de cambio (caracterizados por la incertidumbre, fragilidad e inestabilidad). Así, no resulta extraño que asistamos a una época cuya nota dominante sea la torpeza emocional y la creciente pérdida del control emocional 11.
Se podría afirmar, entonces, que la Posmodernidad ha llegado al tema de las emociones por dos caminos: uno, la fractura de los ideales modernos, basados preferentemente en la razón, el intelecto y la ciencia; otro, la necesidad que experimenta nuestra sociedad posmoderna de buscar un crecimiento emocional que contribuya a desentrañar la crisis provocada por los nuevos tiempos.
No resulta, pues, sorprendente que la ciencia haya empezado a dirigir sus investigaciones hacia el estudio de las emociones. En tal sentido, los avances en Neurobiología, ayudados por las nuevas tecnologías, han permitido profundizar en los conocimientos acerca del funcionamiento cerebral, de modo tal que ha sido posible detectar y localizar los centros emocionales del cerebro. Pero además, la revolución en la Psicología educativa —provocada por los nuevos enfoques como las teorías cognitivas del aprendizaje, los aportes socioculturales vygotskianos, las teorías sobre el apego y los trabajos de algunos psicólogos evolutivos— ha contribuido para alcanzar una mayor comprensión de las emociones.

¿Qué son las emociones?
Podría señalarse, siguiendo a Reeve 12, que todo el mundo sabe lo que es una emoción... hasta que alguien pide definirla. También, en Psicología se ha hecho referencia a la falta de claridad conceptual que caracteriza al campo de las emociones 13. Para la Psicología, ha resultado difícil dar una definición clara de emoción, no sólo porque este término se presta a confusión al asociarse a otros conceptos (como los de afecto, sentimiento y actitud), sino también porque, habitualmente, se estudia este tema de manera parcializada, enfatizando sólo determinadas facetas. Por lo general, se ha hablado de «emoción», recalcando el aspecto fisiológico, o bien refiriéndose a su intensidad o calor emocional. Además, con frecuencia, se señala que implica poca valoración cognitiva y que puede aparecer y desaparecer rápidamente. Sin embargo, poco se ha estudiado acerca de sus dimensiones cognitiva y social.
Sucede que las emociones no constituyen una clase unitaria, sino un grupo muy heterogéneo de fenómenos. Así, algunas emociones se encuentran más ligadas a sensaciones o cambios fisiológicos, y otras, a estados cognitivos. También existen emociones que presentan una expresión conductual típica o bien una variedad de expresiones; en tanto que otras son más racionales y susceptibles de modificación, algunas parecen estar prácticamente fuera de nuestro control 14.
Se trata, pues, de fenómenos multidimensionales. A pesar de esta diversidad de características, muchas veces opuestas, es posible distinguir al menos cuatro dimensiones que se articulan en las emociones 15. Estas cuatro dimensiones son:
a) Fisiológica. Incluye la actividad de los sistemas autónomo y hormonal; está tan ligada a la emoción, que cuando nos enfadamos es fácil que físicamente reaccionemos, por ejemplo.
b) Funcional. Alude a que el emocionarnos nos permite ser más efectivos a la hora de interactuar con el entorno. Por ejemplo, las emociones nos preparan para huir del peligro en el caso del miedo.
c) Cognitivo-subjetivo. Esta dimensión está estrechamente vinculada al estado afectivo. Cada emoción supone una experiencia subjetiva que tiene razón y significado personal.
d) Expresivo-comunicativo-social. Se refiere a que las emociones producen expresiones faciales y corporales, en gran parte características, que nos posibilitan comunicar nuestras experiencias y también inferir los sentimientos de las otras personas.
Sin embargo, todavía falta comprender con precisión cómo estos componentes se combinan e interactúa el uno con el otro; de ahí que el concepto de emoción sea aún un tanto confuso.
Actualmente, diferentes disciplinas científicas están contribuyendo decisivamente con nuevos conocimientos que permiten avanzar en el estudio de las emociones 16.
La Neurobiología ha realizado valiosos aportes que están permitiendo, no sólo conocer con cierta precisión la localización de las áreas emocionales en el sistema nervioso 17, sino también explicar las conexiones que existen entre la vida cognitiva y la vida emocional 18. La Neurobiología ha ubicado los procesos cognitivos más sofisticados en el neocortex (el cerebro cognitivo, es decir, la mente racional). Pero, también ha descubierto que existen otros centros ubicados en el sistema límbico que rigen la vida emocional (el cerebro emocional). Estos dos «cerebros» se encuentran interconectados por redes neuronales, y gracias a ellas, pueden actuar conjunta y equilibradamente la mayor parte del tiempo. De este modo, los centros cerebrales superiores permiten aumentar la complejidad y sutileza de nuestra vida emocional, posibilitando, por ejemplo, que las personas tengamos sentimientos sobre nuestros sentimientos.
Sin embargo, estos centros superiores no regulan toda la vida emocional. Damasio 19 precisa que habría dos tipos de emociones: las emociones primarias (como el ataque y la huida; la ira y el miedo) que dependen casi en exclusiva del sistema límbico; y otras emociones secundarias —más elaboradas— que procesan también contenidos racionales, por lo que requieren el concurso de las cortezas prefrontales. Pero ocurre que, en situaciones críticas, el sistema límbico (en especial la amígdala) suele tomar el control de nuestros actos. Es entonces cuando se produce el «secuestro emocional»; implica que se ha activado la amígdala y que los procesos neocorticales no han podido mantener en equilibrio las respuestas emocionales. Y es entonces cuando las emociones nos impiden pensar.
Asimismo, la Psicología cognitiva ha destacado el papel de la cognición en la vida emocional y el componente valorativo de la experiencia emocional 20. Las emociones surgen como respuesta a sucesos importantes para la persona; son experiencias subjetivas vinculadas al placer o al dolor, pero que incluyen una evaluación del significado personal que determinada situación supone para cada ser humano. También pueden considerarse como impulsos que llevan a actuar; es decir, tendencias a la acción que nos posibilitan establecer, mantener o interrumpir una relación con el entorno físico y social. De ahí que las emociones encierren también un significado situacional.
No obstante, cuando ya se han activado, suelen ser impermeables a valoraciones que tienden a relativizar y a controlar el sistema de acción que desencadenan. A pesar de ello, se ha podido comprobar que las personas también pueden alcanzar un control de su vida emocional, modificando el impulso emocional inicial a partir de impulsos emocionales secundarios que, sobre todo, tengan en cuenta las consecuencias que pudieran desprenderse de sus emociones primeras 21. Y éste es resultado de un proceso complejo de evaluación cognitiva 22.
Otros enfoques de orientación sociocultural 23 han señalado, por su parte, que las emociones no dejan de ser construcciones sociales cuyo significado se adquiere en el curso de las relaciones sociales. Por lo que, si bien implican una experiencia subjetiva a partir de la activación fisiológica, es importante no descuidar que las personas también juzgan de qué manera los roles emocionales encajan en la interacción con los demás.
Las emociones no sólo constituyen una guía, una orientación para la acción, sino también, de alguna manera, son ya la acción misma. No existe la cognición fría, pues las emociones son importantes para el pensar (pensar emocionalmente). Sin embargo, hemos visto que también es necesaria la regulación del pensamiento en nuestra vida emocional (utilizar inteligentemente las emociones). La vida emocional y la vida racional deben, por lo tanto, funcionar armónicamente.

Inteligencia emocional y teorías de la inteligencia
Las investigaciones sobre «inteligencia emocional» se fundamentan en diferentes propuestas teóricas interesadas, tanto en tratar de comprender cómo los individuos perciben, entienden, utilizan y manejan sus emociones, como también, en aplicar estos conocimientos en el diseño de intervenciones que promuevan el desarrollo integral de las personas.
Estas propuestas teóricas —entre las cuales se destacan las de Bar-On 24 y de Salovey y Mayer 25— presentan algunas divergencias significativas en el lenguaje utilizado para etiquetar sus constructos.
La primera teoría en emerger ha sido la de Bar-On 26 quien acuñó el término de «cociente emocional» (CE) como analogía al de «cociente intelectual» (CI). Este autor, define su modelo en términos de una matriz de rasgos y habilidades relacionadas con el conocimiento socio-emocional que influye en el conjunto de habilidades que nos permiten adaptarnos al medio ambiente. Se puede afirmar que es un modelo de bienestar y adaptación, que incluye las siguientes habilidades y dominios:
1) Percibir, entender y expresar las propias emociones.
2) Percibir, entender y relacionarse con otros.
3) Buen manejo de emociones fuertes y control de los propios impulsos.
4) Adaptarse, cambiar y resolver problemas de naturaleza personal y social.
Los principales dominios de este modelo son: destrezas intrapersonales; destrezas interpersonales; adaptación; autodirección y humor general 27. Bar-On ha elaborado una medida para evaluar la competencia emocional y social consistente en un autoinforme llamado Emotional Quotient Inventory (EQ-i) que estima la inteligencia emocional y social individual, en oposición a los tradicionales rasgos de personalidad o las capacidades cognitivas 28.
La línea de investigación propuesta por Salovey y Mayer 29, como señalamos anteriormente, busca definir la inteligencia emocional como una clase de inteligencia social. Así, recientemente, Mayer, Salovey, Caruso y Sitarenios 30, han propuesto que las emociones son de naturaleza fundamentalmente social, haciendo un poco borrosa la distinción conceptual entre inteligencia emocional y social.
Para Mayer y Salovey 31, la inteligencia emocional engloba una serie de habilidades básicas específicas, tales como:
a) El conocimiento de las propias emociones: la capacidad de ser conscientes de las emociones que sentimos. Ésta es una de las habilidades más importantes, pues es fundamental para el conocimiento de uno mismo y la comprensión de nuestros actos.
b) La capacidad de expresar y controlar las emociones, se refiere a la destreza que permite conectarlas con las palabras, es decir, el poder enunciar lo que se siente. Unida a ésta, se encuentra la habilidad de manejar estas emociones, adecuándolas a cada situación, y de orientarlas de modo efectivo.
c) La capacidad de automotivarse, implica la competencia para aprovechar productivamente las emociones; la capacidad para incluir estas emociones dentro de planes y esquemas, posibilitando que se conviertan en sus motores. Pero, además, para alcanzar esto es indispensable el control emocional —la aptitud para rescatar los componentes emocionales positivos y manejar los negativos—, de modo tal que nos orienten en la dirección adecuada y no interfieran en el logro de nuestros objetivos.
d) El reconocimiento de las emociones ajenas; la capacidad de poseer empatía con los otros, posibilita la sintonía con ellos y permite «escuchar» los estados emocionales de las personas que nos rodean. Es por ello que esta capacidad representa la raíz del altruismo y resulta clave para el desarrollo moral.
e) El manejo de las relaciones interpersonales o la competencia social, es la aptitud que permite establecer relaciones con los demás, de modo eficaz. Un adecuado desarrollo de estas habilidades sociales posibilita lograr relaciones interpersonales de calidad, abriendo las puertas para la cooperación, la capacidad de discusión y negociación, aspectos esenciales para el crecimiento socio-moral.
La medida para evaluar la inteligencia emocional desde esta perspectiva es el Mayer, Salovey, Caruso, Emotional Intelligence Test v. 2.0 (MSCEIT v2.0); incluye tareas que tratan de asemejarse a la situación que se medirá (por ejemplo, para conocer la habilidad de una persona para percibir las emociones en otras personas, se le presenta una variedad de imágenes visuales —tales como rostros— y se le pide identificar qué emoción representa cada una). El modelo de inteligencia propuesto por estos autores ha demostrado cumplir con ciertos criterios de validez 32.
La teoría más reciente sobre inteligencia emocional es el trabajo realizado por Goleman 33. Esta teoría trata de representar cómo el potencial personal para dominar las destrezas de autoconocimiento (reconocer las propias emociones), autodirección (regular las propias emociones), conciencia social (reconocer las emociones de los otros) y relaciones personales (regular las emociones de otros) se traduce en éxito en el entorno laboral. Goleman postula que cada uno de estos dominios se fundamenta en ciertas habilidades o competencias. Una «competencia emocional» está definida como una capacidad aprendida, basada en la inteligencia emocional que resulta de un desempeño destacado en el trabajo 34. La medida para evaluar la competencia emocional de los individuos y las organizaciones, es el Emotional Competence Inventory 2.0 (ECI.0).
A pesar de la repercusión mediática alcanzada, la propuesta de Goleman no ha escapado a las críticas 35; éstas señalan que el análisis propuesto por el autor no describe cómo distinguir la inteligencia emocional de otras inteligencias, ya que distintas habilidades y rasgos de personalidad pueden influir en el reconocimiento y regulación de las emociones.
En resumen, lo que separa los modelos teóricos antes descritos es lo siguiente: la teoría de Bar-On corresponde a una teoría general de inteligencia social y emocional que busca predecir el bienestar emocional y la adaptación de las personas a su entorno. La teoría de Mayer y Salovey trata de establecer la validez y utilidad de una nueva forma de inteligencia y puede ser medida tanto en casos clínicos como en escenarios educativos u organizacionales, y se distingue de la teoría de Goleman, en que identifica un procesamiento de la información emocional como precursor de la regulación emocional 36. Por último, el modelo de Goleman desea desarrollar una teoría sobre el desempeño en el entorno de trabajo (u organización), basado en competencias socio-emocionales, como el liderazgo.
Asimismo, es posible establecer varios puntos de contacto entre estas líneas de investigación con otros enfoques novedosos acerca de la inteligencia, como son la teoría triárquica de la inteligencia de Sternberg 37 y la teoría de las inteligencias múltiples de Gardner 38.
La idea de inteligencia emocional se relaciona con la idea de inteligencia práctica que propone Sternberg en su teoría triárquica de la inteligencia. Señala Sternberg 39 que la inteligencia práctica comprende una serie de habilidades esenciales para sobrevivir y realizarse, ya que implica el manejo de tres capacidades: conocimiento de sí mismo; conocimiento de los otros; conocimiento de la tarea. Éstas constituyen dimensiones de lo que Sternberg 40 llama conocimiento tácito, es decir: «[...] el conocimiento sobreentendido e inexplicado que necesitamos para funcionar adecuadamente en un ambiente». Si bien no está explícitamente planteada la cuestión de las emociones, podría pensarse que constituirían un aspecto importante para afrontar adecuadamente las demandas de la vida cotidiana —ya que la inteligencia implica el autoconocimiento, el conocimiento para conseguir la propia felicidad, el buen trato con los demás y la resolución de problemas—.
Asimismo, la inteligencia emocional se aproxima aún más a las inteligencias interpersonales que analiza Gardner 41 en su teoría de las inteligencias múltiples. Considera Gardner 42 que existen diferentes tipos de inteligencia (lingüística, lógicomatemática, musical, corporal-cinestésica, espacial, a las que se pueden añadir las inteligencias naturalista, espiritual y existencial), entre las que se encuentran las llamadas inteligencias personales. Éstas tienen que ver con la capacidad de conocerse uno mismo y de conocer a otros. Están constituidas por dos dimensiones íntimamente articuladas (ya que no pueden desarrollarse una sin la otra). Estas dos formas de inteligencia personal son la inteligencia intrapersonal y la inteligencia interpersonal. Señala Gardner 43 que la inteligencia intrapersonal se refiere al conocimiento que un individuo posee sobre sus propios sentimientos. Propone, como ejemplos de personas que han desarrollado esta inteligencia, a novelistas como Proust, a los ancianos sabios que poseen una enorme riqueza de experiencias internas, entre otros. Por otra parte, la inteligencia interpersonal implica la capacidad de tener en cuenta la conducta, los sentimientos y las emociones de los demás; por ejemplo, son representativas de personas que han alcanzado un alto nivel en este tipo de inteligencia, ciertos dirigentes políticos y religiosos como Mahatma Gandhi, educadores, consejeros y terapeutas destacados.
Aunque Gardner establece una relación entre estas inteligencias personales y la inteligencia emocional, prefiere utilizar mejor el término de sensibilidad emocional 44 para designar a las personas que son sensibles a las emociones propias y ajenas. Este autor, sostiene que las emociones acompañan efectivamente a la cognición y que probablemente llegan a destacar en determinadas circunstancias, sin embargo, afirmar que algunas inteligencias son emocionales «significa que hay otras que no lo son y esta proposición no se puede sostener ante la experiencia y los datos empíricos» 45.
Gardner, además, sostiene que a diferencia de otras inteligencias —como las espaciales o las cinestésico/corporales—, estos tipos de inteligencias personales pueden adoptar una amplia gama de modalidades, dependiendo de cada cultura. Esto es porque cada cultura interpreta las experiencias de acuerdo a códigos, a sistemas de símbolos muy diferentes; esto determina que las distintas formas de las inteligencias personales sean, muchas veces, incomparables puesto que poseen características específicas, propias de cada sistema cultural.
Junto a ello, otras teorías recientes sobre aptitudes 46, señalan la importancia de la función sinérgica de las habilidades cognitivas, de las emociones y de la motivación en los escenarios educativos. Los autores de dichas teorías advierten que el afecto y la motivación contribuyen al aprendizaje, a través de procesos tales como la elección de una estrategia, centrar la atención e invertir esfuerzo. Desde esta perspectiva, sugieren considerar la inteligencia emocional como un conjunto de procesos que ayudan a la adaptación del individuo a situaciones emotivas y al refinamiento continuo de las destrezas emocionales (la aptitud, en sí misma, sería el resultado de aprendizajes previos).
La inteligencia emocional es definida, por lo tanto, como un constructo hipotético sobre las diferencias individuales: «[...] un conjunto de competencias o destrezas que permite manejar encuentros cargados de afectividad, y a su vez puede predecir resultados adaptativos futuros» 47.
Por otra parte, además de conceptos como «inteligencia intrapersonal» e «inteligencia práctica», la inteligencia emocional podría agrupar otros conceptos estrechamente relacionados, como ser «procesamiento caliente» y «creatividad emocional», ya que como refieren Mayer y Geher 48, la inteligencia emocional implica el reconocimiento, la comprensión y el manejo tanto de las emociones, como de la información relacionada con ellas, no sólo en uno mismo, sino también en los demás. Habilidades éstas que son básicas para el desarrollo óptimo de una persona y a las que no se les había otorgado la debida importancia, a pesar de que resultan claves en el funcionamiento de la vida cotidiana.
Estas habilidades se encuentran estrechamente vinculadas entre sí. Por ejemplo, un alto conocimiento de las propias emociones es importante para el desarrollo de la capacidad de empatía, y ésta, a su vez, es componente fundamental de la competencia social; pero no todos las personas desarrollan el mismo nivel de aptitud en las diferentes dimensiones de la inteligencia emocional. Esto se produce porque el crecimiento emocional está relacionado con otros procesos de desarrollo (tal es el caso de la madurez biológica del cerebro y el funcionamiento cognitivo). Pero, además, este crecimiento emocional está fuertemente marcado por las concepciones acerca de la vida mental que los propios niños van construyendo desde pequeños. Y éste es un aspecto de crucial importancia en la comprensión del desarrollo cognitivo, emocional, moral y social de los niños.

La perspectiva evolutiva en la comprensión de las emociones
Existe otra línea de investigación en Psicología que, siguiendo una perspectiva evolutiva, ha realizado destacadas contribuciones para la comprensión del desarrollo emocional de los niños.
Esta corriente investigadora ha puesto énfasis en un enfoque cognitivo-constructivista, que tiene en cuenta aportes no sólo de las psicologías de orientación cognitiva y neopiagetiana, sino también de otras disciplinas como la Antropología y la Sociología 49. Este enfoque se muestra interesado por indagar en la comprensión que poseen los niños de sus propios estados emocionales y de qué forma van entendiendo los sentimientos de los demás. Es decir, intenta responder a preguntas sobre cómo se desarrolla el conocimiento intuitivo de las propias emociones y las de los demás, o bien, qué comprensión tienen los niños de las situaciones que causan las emociones y cómo entienden las emociones en conflicto. Cuestiones éstas que son esenciales para comprender el desarrollo emocional de los niños y que constituyen aspectos fundamentales de la inteligencia emocional, tal como el conocimiento y el control de las propias emociones o la capacidad de empatía.
Es indudable que en el ambiente familiar es donde el niño va creciendo emocionalmente. Los cimientos de la inteligencia emocional, por lo tanto, se edifican en el hogar, en los intercambios con los distintos miembros de la familia, quienes proporcionan los primeros y fundamentales aprendizajes emocionales. Así, se ha señalado que la materia prima de la inteligencia emocional son las propias emociones 50, pero resulta que éstas están íntimamente ligadas a la información y a los mensajes que nos suministran los demás. Junto a ello, existe en los niños pequeños una tendencia a imitar a los otros. Vamos desarrollando lo que vemos en los otros y esta habilidad es el motor de la sincronía emocional, de la empatía.
Una primera línea de investigación, dentro de esta perspectiva evolutiva, está representada por Harris 51, quien se ha preocupado por indagar sobre el origen de los mecanismos que hace que los niños puedan entender los estados emocionales de otras personas. Al respecto, como primera respuesta, se señala que las personas, al sentir una emoción, la expresan facial o vocalmente y que, a partir de estos datos, van construyendo su comprensión de las emociones.
Si bien no se ha podido comprobar la existencia de un reconocimiento innato —a partir de los trabajos de Ekman 52 sobre las expresiones faciales en distintas culturas—, se ha aceptado la existencia de un reconocimiento temprano del significado de las emociones. En tal sentido, se ha observado que, en los bebés, la conducta social va cambiando en respuesta a las expresiones faciales de los padres, por ejemplo. A partir del segundo año de vida, los niños no se limitan sólo a reaccionar ante la emoción de las demás personas, sino también tratan de producir emociones en los otros. Así, aparece la capacidad de consolar pero también la posibilidad de hacer daño. Los niños, además, pueden ir aprendiendo a adoptar la perspectiva de otros niños, aunque esto dependerá de los aprendizajes emocionales previos que sus padres les vayan proporcionando.

A pesar de que la investigación aún no ha llegado a explicar claramente los mecanismos por los cuales se comienzan a concebir los estados emocionales de los otros, Harris sostiene que los niños comprenden los estados emocionales de los demás basándose en un tipo característico de comprensión imaginativa. Es la imaginación y la capacidad de simular lo que permite, de modo funcional, concebir realidades diferentes y abrirse a las emociones, creencias y deseos de los demás. Este aspecto está muy vinculado con la capacidad de empatía, por lo que para Harris 53 los sentimientos empáticos no reflejan una mayor comprensión de la suerte del otro, sino la postura que adoptamos frente a ella, es decir: la mantenemos a una distancia prudencial en el mundo de lo posible o de la ficción, o permitimos que se acerque y nos afecte como lo hacen los hechos reales. Lo que es posible gracias a esta capacidad imaginativa.
Asimismo, desde los cuatro años se produce un cambio fundamental en la comprensión de la vida emocional, pues los niños dejan de ver a los demás como agentes que tratan de hacer realidad sus deseos y comienzan a considerarlos como seres sociales cuyas acciones son juzgadas por sí mismos o por otros. Los niños se dan cuenta de que el estado de ánimo de una persona puede estar afectado por el estado emocional de otra. Empiezan a entender emociones como el orgullo, la vergüenza y la culpa, emociones éstas que están muy vinculadas a las normas sociales y que se apoyan en otras emociones básicas como la alegría, el enfado y la tristeza.

Finalmente, a partir de los ocho años, los niños son capaces de dejar de pensar en situaciones angustiosas. Esto implica que pueden orientar los pensamientos que les provocan determinadas situaciones emocionales, llegando a comprender que el pensar en una determinada situación les impide pensar, a la vez, en otra muy diferente.
Una segunda línea de investigación es representada por Bowlby 54, quien ha trabajado como concepto central la noción de «apego». Este concepto hace referencia a toda conducta en la que un individuo consiga y pueda mantener proximidad con otra persona —preferentemente de forma individual— a la que se considera, en general, como más fuerte o más sabia. Especialmente evidente durante la temprana infancia, el comportamiento de apego se considera propio de los seres humanos desde el nacimiento hasta la muerte, aunque con la edad va disminuyendo la intensidad con la que este comportamiento se manifiesta.
Uno de los aspectos característicos que destaca Bowlby 55, en su teoría del apego, se refiere a la intervención de las emociones. Sostiene que muchas de las más intensas surgen durante la formación, el mantenimiento, la ruptura y la renovación de las relaciones de apego. La formación de un vínculo se describe como enamorarse; mantener un vínculo como amar a alguien; y perder una pareja como penar por alguien. De modo similar, la amenaza de pérdida despierta ansiedad y la pérdida efectiva ocasiona pena, tristeza; mientras que cada una de estas situaciones es posible que despierte ira, rabia. El mantenimiento imperturbable de un vínculo es experimentado como una fuente de seguridad y la renovación de un vínculo, como una fuente de júbilo. Ya que tales emociones son el reflejo del estado de los vínculos afectivos de una persona, la psicología de las emociones equivale, en gran medida, a la psicología de los vínculos afectivos.
Señala Díaz Aguado 56, siguiendo a Bowlby 57, que a partir de la relación de apego, el niño construye un modelo interno de las relaciones sociales en el que incluye tanto lo que puede esperar de los demás como de sí mismo. La formación de este modelo interno se produce a partir de las señales, conductas y consecuencias que el niño emite y recibe en su relación con la figura de apego. Este modelo interno desempeña un papel decisivo en la regulación de su propia conducta. Sin embargo, no todos los padres responden con mensajes enriquecedores para el desarrollo afectivo de sus niños. Por ejemplo, algunos padres nunca hablan de las emociones sino que recurren a la autoridad y al enfado, olvidando que los niños necesitan explicaciones sutiles. Esto no contribuye de modo positivo al desarrollo emocional de estos niños, y sí dificulta la comprensión de sus propias emociones y la de los demás, entre otras consecuencias.
En resumen, tal como lo explica Goleman 58, todos los intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, acontecen en un contexto emocional, y la reiteración de un determinado tipo de mensajes —a lo largo de los primeros años— acaba estableciendo un patrón que cristaliza la actitud y las capacidades emocionales del niño, por lo que este patrón modela sus esperanzas emocionales sobre el mundo de las relaciones y su funcionamiento en todos los dominios de la vida.

Emociones en conflicto
Otra habilidad clave en el desarrollo emocional de las personas se relaciona con el descubrimiento y la comprensión de situaciones de ambivalencia emocional (por ejemplo, estar alegre y triste, al mismo tiempo y por el mismo hecho). Esta comprensión del conflicto emocional —es decir, el conocimiento y la experiencia que se tenga a cerca de las emociones mixtas, que incluyan simultáneamente emociones positivas y negativas, y de las situaciones que las provocan, tanto en sí mismos como en los demás— es una habilidad básica que permite el logro de otras habilidades más sofisticadas, dado que representa la llave del desarrollo del conocimiento y la sensibilidad moral, y de las relaciones sociales maduras 59.
Harter 60, en sus estudios acerca del desarrollo de esta habilidad en los niños, ha señalado que a los menores de diez años —a pesar de que pueden expresar emociones ambivalentes— les resulta difícil comprender situaciones de conflicto emocional, sobre todo relacionadas con uno de sus padres o personas cercanas. Así, apoyándose en las ideas piagetianas de conservación y descentramiento, propuso un nuevo concepto en el estudio de las emociones: la «conservación afectiva» 61.
Según Piaget 62 durante el período de las operaciones concretas, entre los siete y once años, los niños son capaces de adquirir el concepto de «conservación», es decir, que pueden comprender que un objeto sigue siendo el mismo a pesar de que pueda sufrir transformaciones. Por ejemplo, si se les presentan a niños de esta edad dos vasos con agua y se le incorpora a uno de ellos un terrón de azúcar, son capaces de entender que el terrón sigue en el vaso, a pesar de que no se vea. Si bien el pensamiento de los niños de siete años, aproximadamente, asume la noción de conservación respecto del mundo físico, Harter 63 cree que en el mundo emocional, los niños no son capaces de aplicar este pensamiento concreto. Esto se debe a que, cuando hay activación emocional, es difícil considerar dos valencias emocionales contrarias (una negativa y otra positiva), pues se produce una especie de «visión de túnel», en la que se tiene en cuenta solamente una de ellas, generalmente la negativa. Es decir, que en estas situaciones de ambivalencia, resulta sumamente complejo realizar una descentración emocional.
En varias de sus investigaciones 64, Harter trató de indagar cómo entendían los niños las emociones en conflicto, es decir, qué tipos de explicaciones son capaces de elaborar cuando sienten emociones con valencias opuestas (por ejemplo, alegría y tristeza a la vez). En primer lugar, observó que los niños pequeños conocen las emociones básicas (miedo, tristeza, alegría y agresividad o enfado) y que cuando avanza la edad se van incrementando las emociones que comprenden. Así, obtuvo un mapa conceptual de las emociones que indica la riqueza emocional de cada niño. En segundo lugar, respecto a la comprensión de emociones en conflicto, comprobó que es posible distinguir cinco fases evolutivas:
a) Los preescolares son absolutistas emocionalmente, ya que sólo son capaces de indicar que los sentimientos no se mezclan, es decir que no es posible sentir dos cosas a la vez, ni siquiera sucesivamente.
b) Entre los 6 y 8 años, los niños llegan a entender que una situación puede provocar dos emociones opuestas, pero en distintos momentos.
c) A partir de los 8 años, comprenden que una situación puede provocar dos sentimientos a la vez, pero siempre que se trate de emociones de una misma valencia, como por ejemplo dos emociones negativas (estar triste y enfadado a la vez), o bien dos emociones positivas (estar alegre y satisfecho simultáneamente).
d) Alrededor de los 10 años, los niños pueden entender la existencia de dos emociones distintas, pero provocadas por situaciones diferentes (por ejemplo, sentirse preocupado por el examen y, a la vez, estar contento por recibir un regalo).
e) Finalmente, sólo recién a los 11 años, los niños son capaces de mencionar que una misma situación puede provocar dos emociones con valencias diferentes. Por ejemplo, el recibir un regalo puede provocar alegría (por el hecho de recibirlo) pero también tristeza (el regalo no le gusta).
Este último estadio, resulta difícil de alcanzar aun para las personas adultas, ya que entender la ambivalencia de las emociones significa recordar cosas de nuestra memoria emocional. Implica, por lo tanto, un nivel de desarrollo emocional alto.
Estos trabajos han verificado que la conservación emocional se produce más tarde que la del mundo físico (aproximadamente tres años más tarde). El mundo emocional es más complejo, menos tangible y no resulta fácilmente manipulable. Pero, además, la dificultad para comprender emociones aumenta enormemente cuando existen problemas o algún conflicto de tipo emocional y afectivo. Es por ello que, cuando un niño se enfrenta a una situación emocional muy dura, hay mayores probabilidades que se detenga su desarrollo en la comprensión de las emociones. Y esto se ha verificado especialmente en niños que han sufrido maltrato, o bien, cuando los niños presentan alguna discapacidad 65.
Sin embargo, con una adecuada educación emocional, tanto el desfasase que existe entre el mundo emocional y el pensamiento operatorio acerca del mundo físico, como los déficits emocionales que presentan muchos de los niños en situación de riesgo social o bien con necesidades educativas especiales, no llegan a producirse.

Algunas consideraciones sobre los programas de educación emocional
Las distintas perspectivas teóricas que revisamos anteriormente han proporcionado valiosos aportes no sólo para explicar la dimensión emocional y afectiva de las personas, o bien comprender su desarrollo emocional, sino también han generado una serie de contenidos y herramientas recogidos en programas de intervención que apuntan a favorecer la educación emocional.
De manera creciente, las propuestas curriculares han planteado la necesidad de abordar de modo sistemático, desde la escuela, la enseñanza de contenidos afectivos-emocionales. Así, por ejemplo, Gardner 66 ha propuesto abiertamente que la escuela debe educar a los niños en el desarrollo de las inteligencias personales; Mayer y Salovey 67 han argumentado que la escuela representa el contexto propicio, junto con la familia, para el aprendizaje de habilidades y competencias emocionales.
En tal sentido, a partir de la década pasada, son numerosas y variadas las experiencias de aplicación —en contextos escolares— de programas de intervención dirigidos al desarrollo de competencias emocionales. Al analizar ciertas revisiones sobre la aplicación de estos programas en el mundo anglosajón 68, es posible advertir las siguientes cuestiones:
a) Existe una gran amplitud de objetivos en los programas de intervención. Es decir, estos programas proponen una variada gama de objetivos, algunos específicamente relacionados con el desarrollo de habilidades emocionales (como el reconocimiento de emociones y la resolución de conflictos interpersonales), en tanto que otras intervenciones consideran el desarrollo emocional como medio para abordar cuestiones referidas a la violencia escolar o a las adicciones a las drogas. También algunos programas trabajan las competencias emocionales como recurso para mejorar los resultados académicos, permitiendo un apropiado afrontamiento de situaciones de estrés académico relacionadas con la ansiedad, por ejemplo.
b) Se considera una diversidad de contenidos y actividades en los programas. En función de la amplitud de objetivos, los contenidos y las actividades que proponen los programas son muy variados y, en ocasiones, se trata de propuestas generales y descontextualizadas que pasan por alto el hecho de que determinadas habilidades y competencias emocionales requieren ser aprendidas en situaciones específicas y a través de actividades que se ajusten a las características de la población escolar.
c) Se observa falta de precisión en los resultados obtenidos con la aplicación de los programas. Así, muchos resultados no dejan de ser superficiales y pocos significativos. En tal sentido, estas limitaciones en la evaluación de la aplicación de programas se relacionan, por un lado, con el carácter multidimensional del constructo de la inteligencia emocional que, muchas veces, no se tiene en cuenta en la valoración de los resultados, y, por otro lado, con el empleo de instrumentos poco fiables, como auto-informes que no dejan de ser más que reformulaciones de las escalas tradicionales de personalidad.
En función de estas cuestiones, es importante tener en cuenta algunas consideraciones respecto al desarrollo, implementación y evaluación de los programas de intervención 69:
1. En primer lugar, los programas de intervención deben ajustarse a un marco conceptual sólido. Así, por ejemplo, en este trabajo hemos reseñado algunos aportes teóricos significativos que están guiando el diseño de algunos de estos programas; no obstante, la intervención debe tomar como punto de partida una definición clara y coherente de lo que se entiende por inteligencia emocional, y precisar las diferentes dimensiones que se tendrán en cuenta.
2. En segundo lugar, es importante especificar los objetivos ajustándolos a las dimensiones de la inteligencia emocional que se consideren. Al respecto, Díaz Aguado 70 ha señalado que los programas de intervención educativa que abordan el ámbito afectivo y emocional, especialmente dirigidos a estudiantes pequeños, deben apuntar a favorecer tres mecanismos evolutivos básicos, como son: a) el establecimiento de las relaciones de apego, pues con base a esta primera tarea evolutiva se construyen las primeras matrices de las relaciones sociales, la seguridad básica y la forma de responder al estrés; b) el establecimiento de la autonomía y la motivación de eficacia, que permite el desarrollo de la capacidad para relacionarse con otros adultos y adaptarse a nuevas situaciones de forma autónoma; y, c) el desarrollo de las habilidades sociales más sofisticadas a partir de la interacción con iguales.
Asimismo, es de fundamental importancia que se establezca una secuencia en los objetivos y que se vayan alcanzando progresivamente las competencias en cada una de estas tareas críticas, pues existe una estrecha vinculación entre cada una. Así, las competencias que se adquieren en los niveles básicos podrán ser integradas, permitiendo nuevas competencias en los niveles superiores. Estas tareas se van desarrollando a través de la interacción que el niño establece con las personas que le son significativas (padres, familiares y profesores). De ahí que el profesor desempeñe un papel muy importante para facilitar al niño la construcción de modelos internos positivos para su crecimiento emocional.
3. En tercer lugar, respecto a los contenidos y las actividades, se requiere, que estos programas se integren en el currículum escolar para reforzar la acción de la escuela en la vida práctica y cotidiana de los niños. De ahí que, en lugar de crear clases especiales para la enseñanza de competencias emocionales, puede resultar más apropiado trabajar contenidos emocionales en las diferentes acciones académicas de las escuela 71. Sin embargo, la implementación del programa debe ajustarse, tanto a los contextos de instrucción específicos que requieren algunas competencias emocionales, como a las características de la población escolar a la que se dirigen.
Además, se requiere que los programas contemplen una variedad de contextos a efectos de facilitar la práctica y la generalización en diferentes dominios de las habilidades emocionales que se vayan enseñando. Precisamente el contexto escolar puede proporcionar una variedad de experiencias con el potencial suficiente para influir en el desarrollo emocional de los estudiantes, a través la interacción con sus profesores y con el grupo de compañeros. En tal sentido, las actividades deben apuntar a que los niños alcancen:
a) Una adecuada motivación de eficacia, que permita orientar su conducta hacia las metas y esforzarse para conseguirlas;
b) Una comprensión óptima del sistema y de la vida escolar, estrechamente vinculada con el desarrollo de la inteligencia práctica, o sea la capacidad de comprender el entorno en el que se manejan, para determinar la mejor manera de conseguir unos objetivos concretos 72.
c) La adquisición de procesos de autorregulación, en este caso, por ejemplo, el solo hecho de que los profesores puedan ayudar a los estudiantes a reconocer y expresar, de manera hábil, cuando se encuentran ansiosos o frustrados con una tarea, representa un primer paso en el aprendizaje de la regulación de las emociones de los alumnos 73.
d) La elaboración de atribuciones causales 74 que les posibiliten potenciar su autoestima de manera apropiada; es decir, propiciar inferencias causales a partir de las emociones que contribuyan a una valoración positiva de sí mismos y de los demás.
Se ha comprobado que algunas actividades favorecen ciertos aspectos señalados anteriormente 75:
1) Dramatizaciones. Ya que la representación de un papel puede facilitar cambios en las actitudes, en el autoconcepto y en las conductas de las personas a partir de las características asociadas a dicho papel 76. Esta actividad contribuye, además, a desarrollar una mejor comprensión y empatía hacia las personas que, efectivamente, desempeñan ese papel en la vida cotidiana. La dramatización de papeles, que cumple funciones muy parecidas a las atribuidas al juego simbólico infantil 77, permite replantear una situación problemática para que ser asimilada en un contexto protegido, a través de una situación ficticia aproximada.
De esta manera, se evitan los riesgos propios de las situaciones reales y, junto a ello, el hecho de que los niños compartan estas actividades de dramatización, les proporciona importantes experiencias de empatía y la oportunidad de descubrir que sus sentimientos, pensamientos y expectativas no son tan diferentes entre sí.
2) Discusiones en grupo. Siguiendo a Vygotski 78, puede señalarse que las discusiones grupales resultan sumamente enriquecedoras, si se llevan a cabo en la zona de «desarrollo próximo», es decir, en la zona de desarrollo comprendida entre lo que puede hacer un niño por sí solo y lo que es capaz de realizar bajo la guía de un adulto o en colaboración con un compañero más competente. Además, se ha comprobado experimentalmente que la discusión en grupo contribuye decisivamente a la resolución de conflictos 79, más aún si se lleva a cabo entre compañeros. Esto se debe a que, para determinados conflictos, el tener en cuenta un punto de vista percibido claramente como erróneo, puede favorecer más al desarrollo que el considerar una perspectiva muy superior (como podría resultar la visión adulta sobre ese conflicto).
De este modo, las discusiones se han revelado muy útiles tanto para promover el afrontamiento de diversas perspectivas respecto a un problema, como para favorecer el desarrollo del razonamiento moral. En tal sentido, esta actividad contribuye a estimular el desarrollo cognitivo de los niños cuando se respetan dos condiciones: a) que en la discusión entre pares existan distintos puntos de vista sobre un mismo problema o situación y, b) que el niño participe activamente en ella 80. Sólo entonces —es decir, cuando se encuentra motivado, probablemente por el deseo de convencer a un compañero que percibe como equivocado— se produce la activación emocional necesaria para buscar una nueva reestructuración al problema. Asimismo, es importante tener en cuenta, la necesidad de adaptar la discusión a la competencia cognitiva y comunicativa de los alumnos que en ella participan.
3) Aprendizaje cooperativo. Constituye un recurso educativo de gran utilidad para promover el cambio de actitudes y de pensamientos estereotipados. Contribuye de modo decisivo a objetivos como la mejora de la autoestima y el aprendizaje de distintas perspectivas sobre una misma cuestión. También fomenta el interés por las opiniones de los demás. Es una de las estrategias básicas para trabajar en contextos heterogéneos, pues ha sido comprobada su eficacia para el aprendizaje, tanto de competencias sociales (como pueden ser ayudar y pedir ayuda), como de habilidades de comparación (intra e interpersonales). Además, proporciona relevantes ventajas de tipo cognitivo al posibilitar oportunidades de enseñanza a los compañeros, atención individualizada, ampliación de fuentes de información, aprendizajes observacionales, entre otras 81. Finalmente, en lo que respecta a la evaluación, es importante que la aplicación de estos programas siga un diseño que permita la valoración precisa de los resultados obtenidos, recurriendo a algunos de los instrumentos fiables derivados de la investigación científica sobre la inteligencia emocional 82.

Conclusiones
Como hemos analizado a lo largo de esta revisión, la investigación sobre el constructo de inteligencia emocional y la implementación de diferentes programas de intervención, en contextos laborales y escolares, continúan en expansión. A pesar de las críticas, diversos investigadores 83 continúan trabajando arduamente para encontrar evidencia y considerar a la IE como un constructo científico de utilidad para predecir las habilidades necesarias para afrontar diversos sucesos vitales cotidianos, alcanzar mayores niveles de bienestar y ajuste psicológico, así como buscar integrar —en el currículum escolar— un tratamiento de las emociones de manera transversal en diferentes áreas del conocimiento 84 —como el arte, la salud, las ciencias, el pensamiento...—, en vez de crear clases o programas especiales para enseñar las destrezas emocionales.
Como se mencionó al principio de este trabajo, la promoción del crecimiento integral de los alumnos necesita un currículum que contemple contenidos y actividades fundamentales (reconocimiento y expresión de las emociones; control emocional; comprensión de las emociones en conflicto; fomento de la empatía: aprendizaje de las competencias sociales...).
Éstas son tareas a las que, sin duda alguna, la escuela no puede renunciar.

Notas
1. Boekaerts, M., «Introduction», en International Journal of Education Research., Vol. 12., No. 3., 1988., pp. 229-234.
2. Salovey, P. y Mayer, J. D., «Emotional Intelligence»., en Imagination, Cognition and Personality., No. 9., Vol. 3., 1990., pp. 185-211.
3. Mayer, J. D. y Salovey, P., «The Intelligence of Emotional Intelligence»., en Intelligence., No. 17., Vol. 4., 1993., pp. 433-442.
4. Mayer, J. D. y Salovey, P., op. cit.; Salovey, P. y Mayer, J. D., op. cit.
5. Gardner, H., Estructuras de la mente: la teoría de las múltiples inteligencias., México., Fondo de Cultura Económica., 1983; Gardner, H., La inteligencia reformulada. Las inteligencias múltiples en el siglo XXI., Barcelona., Paidós., 2001.
6. Sternberg, R. J., Más allá del cociente intelectual: una teoría triárquica de la inteligencia humana., Bilbao., Desclée de Brower., 1985; Sternberg, R. J., «La inteligencia práctica en las escuelas: teoría, programa y evaluación»., en J. Beltrán, V. Bermejo, M. D. Prieto y D. Vence (eds.)., Intervención psicopedagógica., Madrid., Pirámide., 1993.
7. Bowlby, J., «Attachment and Loss: Retrospect and Prospect»., en American Journal off Ortho-Psychiatry., No. 52., Vol. 4., 1982., pp. 664-678; Harris, P. L., El niño y las emociones., Madrid., Alianza., 1992; Harter, S., «Children Understanding of Multiple Emotions: A Cognitive-Developmental Approach»., en W. Overton (ed.)., The Relationship Between Social and Cognitive Development., Hillsdale, NJ., Erlbaum., 1983., pp. 147-194.
8. Hargreaves, A., Profesorado, cultura y postmodernidad., Madrid., Morata., 1996.
9. Ibid.
10. Ibid.
11. Goleman, D., Inteligencia emocional., Barcelona., Kairós., 1996.
12. Reeve, J., Motivación y emoción., Madrid., Mc Graw Hill., 1994.
13. Gargallo López, B., «La intervención educativa en el ámbito de la afectividad. Reflexiones y propuestas»., en Bordón., No. 47., Vol. 3., 1995., pp. 363-372.
14. Hansberg, H., La diversidad de las emociones., México., Fondo de Cultura Económica., 1996.
15. Reeve, J., op. cit.
16. Rodríguez Sutil, C., «Emoción y cognición. James más de un siglo después»., en Anuario de Psicología., No. 29., Vol. 3., 1998., pp. 3-23.
17. Ledoux, J. E., El cerebro emocional., Barcelona., Planeta., 1999.
18. Damasio, A. R., El error de Descartes., Barcelona., Crítica., 1996.
19. Ibid.
20. Fridja, N., «The laws of emotion»., en American Psychologist., No. 43., Vol. 5., 1988, pp. 349-358; Fridja, N., «The Place of Appraisal in Emotion»., en Cognition and Emotion., No. 7., Vol. 3/4., 1993., pp. 357-387; Lazarus, R. S., Emotion and Adaption., Nueva York., Oxford University Press., 1991; Lazarus, R. S., Stress and emotions: A news synthesis., Nueva York., Springer., 1999.
21. Fridja, N., «The laws...», op. cit.
22. Lazarus, R. S., Emotion and..., op. cit.
23. Averill, J. R., «Emotion in Relation to System of Behavoir», en N. L. Stein, B. Levental y T. Trabasso (comps.)., Psychological and Biological Approches to Emotion., Hillsdale, NJ., Erlbaum., 1990., pp. 385-404.
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25. Mayer, J. D. y Salovey, P., op. cit.
26. Bar-On, R., op. cit.
27. Bar-On, R., The Emotional Quotient Inventory (EQ-i): Technical Manual., Toronto., Multi-Health Systems., 1997.
28. Bar-On, R., «Emotional and social intelligence...»., op. cit.
29. Mayer, J. D. y Salovey, P., op. cit.
30. Mayer, J. D., Salovey, P., Caruso, D., y Sitarenios, G., «Emotional intelligence as a standard intelligence», en Emotion., No. 1., Vol. 3., 2001., pp. 232-242.
31. Mayer, J. D. y Salovey, P., op. cit.
32. Mayer, J. D., Caruso, D., y Salovey, P., «Emotional intelligence meets traditional standards for an intelligence»., en Intelligence., No. 27., Vol. 4., 1999., pp. 267-298; Mayer, J. D. y Geher, G., «Emotional intelligence and the identification of emotion»., en Intelligence., No. 22., Vol. 3., 1996., pp. 89-113.
33. Goleman, D., Working with emotional intelligence., Nueva York., Bantam Books., 1998; Goleman, D., «Emotional intelligence: Issues in paradigm building»., en C. Cherniss y D. Goleman (eds.)., The emotionally intelligent workplace., San Francisco., Jossey-Bass., 2001., pp. 13-26.
34. Goleman, D., «Working with...»., op. cit.
35. Gardner, H., «La inteligencia reformulada...»., op. cit.; Zeidner, M., Roberts, R. D., y Matthews, G., «Can emotional intelligence be schooled? A critical review»., en Educational Psychologist., No. 37., Vol. 4., 2002., pp. 215-231.
36. Zeidner, M., Roberts, R. D., y Matthews, G., op. cit. Santiago Roger Acuña y Gabriela López Aymes
37. Sternberg, R. J., «Más allá del cociente intelectual…»., op. cit.; Sternberg, R. J., «La inteligencia práctica...»., op. cit.
38. Gardner, H., La mente no escolarizada. Cómo piensan los niños y cómo deberían enseñar las escuelas., Barcelona., Paidós., 1993; Gardner, H., La inteligencia reformulada..., op. cit.
39. Sternberg, R. J., Inteligencia exitosa., Barcelona., Paidós., 1997.
40. Ibid., p. 2.
41. Gardner, H., Estructuras de la mente..., op. cit.
42. Gardner, H., La inteligencia reformulada..., op. cit.
43. Gardner, H., Estructuras de la mente..., op. cit.
44. Gardner, H., La inteligencia reformulada..., op. cit., pp. 270.
45. Ibid, pp. 204.
46. Snow, R. E., «Foreword», en D. Saklfoske y M. Zeidner (eds.), International handbook of personality and intelligence., Nueva York., Plenum., 1996., pp. XI-XV; Matthews, G., Zeidner, M., y Roberts, R. D., Emotional intelligence: Science and myth., Boston., MIT Press., 2003.
47. Matthews, G. y Zeidner, M., «Emotional intelligence, adaptation to stressful encounters, and health outcomes»., en R. Bar-On y D. A. Parker (eds.)., Handbook of emotional intelligence., San Francisco., Jossey-Bass., 2000., pp. 461.
48. Mayer, J. D. y Geher, G., op. cit.
49. Harris, P. L., op. cit.; Harter, S., op. cit.; Harter, S. y Buddin, J., «Children’s understanding of the simultaneity of two emotions: A five-stage developmental acquisition sequence»., en Developmental Psychology., No. 23, Vol. 3., 1987., pp. 388-399; Harter, S. y Rumbaugh Whitesell, N., «Developmental changes in children’s understanding of single, multiple, and blended emotion concepts»., en C. Saarni y P. L. Harris (eds.)., Children’s understanding of emotion., Cambridge., Cambridge University Press., 1989., pp. 81-116.
50. Mayer, J. D. y Salovey, P., op. cit.
51. Harris, P. L., op. cit.
52. Ekman, P. y Oster, H., «Facial Expression of Emotion»., en Annual Review of Psychology., No. 30., 1979., pp. 527-554.
53. Harris, P. L., op. cit.
54. Bowlby, J., Vínculos afectivos: formación, desarrollo y pérdida., Madrid., Morata., 1986; Bowlby, J., La pérdida afectiva., Barcelona., Paidós., 1990.
55. Bowlby, J., Vínculos afectivos..., op. cit.
56. Díaz Aguado, M. J., Escuela y tolerancia., Madrid., Pirámide., 1996.
57. Bowlby, J., «Attachment and Loss...»., op. cit.
58. Goleman, D., op. cit.
59. Dunn, J., «Children as Psychologist: The Later Correlates of Individual Differences in Understanding of Emotions and Other Minds»., en Cognition and Emotion., No. 9., Vol. 2/3., 1995., pp. 187-201.
60. Harter, S. op. cit.
61. Harter, S., op. cit.
62. Piaget, J., La psicología de la inteligencia., Buenos Aires., Psiqué., 1955.
63. Harter, S., op. cit.
64. Harter, S. y Buddin, J., op. cit.; Harter, S., y Rumbaugh Whitesell, N., op. cit.
65. Díaz Aguado, M. J., «Programa para el desarrollo de la competencia social en niños con inadaptación socioemocional»., en J. M. Román y D. A. García (coords.)., Intervención clínica y educativa en el ámbito escolar., Valencia., Promolibro., 1990., pp. 172-187; Díaz Aguado, M. J., Niños con necesidades educativas especiales., Madrid., ONCE., 1994.
66. Gardner, H., La mente no escolarizada..., op. cit.
67. Mayer, J. D. y Salovey, P., op. cit.
68. Cohen, J., «Learning about social and emotional learning: Current themes and future directions»., en J. Cohen (ed.)., Educating minds and hearts: Social emotional learning and the passage into adolescence., Nueva York., Teachers College Press., 1999., pp. 184-191; Topping, K. J., Holmes, E. y Bremmer, W., «The effectiveness of school-based programs: For the promoting of social competence», en R. Bar-On y D. A. Parker (eds.)., Handbook of emotional intelligence., San Francisco., Jossey-Bass., 2000., pp. 411-432; Zeidner, M., Roberts, R. D., y Matthews, G., op. cit.
69. Elias, M. J., Zins, J. E., Weisberg, R. P., Frey, K. S., Greemberg, M. T., Haynes, N. M., Kessler, R., Schwab-Stone, M. E. y Shriver, T. P., Promoting social and emotional learning: Guidelines for educators., Alexandria, VA., Association for Supervision and Curriculum Development., 1997; Zeidner, M., Roberts, R. D., y Matthews, G., op. cit.
70. Díaz Aguado, M. J., «Programa para el desarrollo...», op. cit.; Díaz Aguado, M. J., Niños con necesidades educativas especiales..., op. cit.; Díaz Aguado, M. J., Escuela y tolerancia..., op. cit.
71. Zeidner, M., Roberts, R. D., y Matthews, G., op. cit.
72. Williams, W., Blythe, T., White, N., LI, J., Sternberg, R. J. y Gardner, H., La inteligencia práctica. Un nuevo enfoque para enseñar a aprender., Madrid., Aula XXI Santillana., 1996.
73. Schutz, P. A. y Decuir, J. T., «Inquiry on emotions in education»., en Educational Psychologist., No. 37., Vol. 2, 2002., pp. 125-134.
74. Weiner, B., An attributional theory of motivation and emotion., Nueva York., Springer Verlag., 1986.
75. Díaz Aguado, M. J., Escuela y tolerancia..., op. cit.
76. Allen, V., Children as Teachers., Nueva York., Academic Press., 1976.
77. Piaget, J., La formación del símbolo en el niño., México., Fondo de Cultura Económica., 1946.
78. Vygotski, L. S., El desarrollo de los procesos psicológicos superiores., Barcelona., Crítica., 1979.
79. Doise, W., Mugny, G. y Perret-Clermont, A. N. «Social Interaction and the Development of Cognitive Operations»., en European Journal of Social Psychology., No. 3., 1975., pp. 367-383.
80. Doise, W. y Mugny, G., La construcción social de la inteligencia., México., Trillas., 1983.
81. Slavin, R., Cooperative Learning., Nueva York, Longman, 1983; Slavin, R., «When and Why Does Cooperative Learning Increase Achievement?»., en R. Hertz-Lazarowitz y N. Miller (eds.)., Interactions in Cooperative Groups., Cambridge, Mass., Cambridge University Press., 1992., pp. 145-173.
82. Zeidner, M., Roberts, R. D., y Matthews, G., op. cit.
83. Salovey, P.; Bedell, B.; Detweiler, J. B.; y Mayer, J. D. «Coping intelligently: Emotional intelligence and the coping process»., en C. R. Snyder (ed.)., Coping: The psychology of what works., Nueva York., Oxford University Press., 1999., pp. 141-164.
84 Zins, J. A.; Travis III, L. F.; y Freppon, P., «Linking research and practice in the
schools»., en P. Salovey y D. Sluyter (eds.)., Emotional development and
emotional intelligence., Nueva York., Basic Books., 1997., pp. 257-274;
Zeidner, M.; Roberts, R. D.; y Matthews, G., «Can emotional intelligence be
schooled?... »., op. cit.

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Revista Panamericana de Pedagogía 17