Argumentos de Fondo / Afectividad
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¿Por qué es tan difícil vivir una vida? Lo uno y lo múltiple en las tendencias humanas
José Ignacio Murillo

  1. La pluralidad de las tendencias humanas

Parece, según los conocimientos de que disponemos, que el ser humano es el único que encuentra dificultades para ser lo que es. Por eso podemos decir, como viene a sugerir el título de esta conferencia, que en nuestro caso vivir comporta dificultades.
Nuestra vida no se limita a un despliegue espontáneo de nuestras capacidades, sino que se desarrolla en una situación que cambia constantemente. Adopta así la forma de un combate por superar una multitud de problemas que se suceden incesantemente. Estos son a veces radicales, y ponen en peligro nuestra integridad; pero, habitualmente, lo que ponen más bien en peligro es los proyectos que emprendemos. No es que vivamos constantemente a la defensiva; muchas veces esos proyectos se dirigen a imponernos sobre la realidad. Pero tanto la defensa como el ataque forman parte del combate. Y el combatiente no actúa tan sólo según su voluntad, pues se encuentra a merced de su rival. Es claro que este carácter agresivo de nuestra vida lo compartimos con los otros seres animados. Podríamos decir que el grado de perfección del viviente estriba en su mayor o menor capacidad para superar los obstáculos que le asaltan, e, incluso, en la mayor susceptibilidad ante ellos, pues una vida más amplia implica una mayor vulnerabilidad: cuantas más pretensiones, más flancos se ofrecen.
Lo que, sin embargo, no parecemos compartir con los otros animales es la vacilación angustiosa, la duda paralizante...; parece que el animal tiene problemas, pero no se los plantea reflexivamente, no los vive como tales. El animal sufre, huye, desiste, se entristece y desespera, pero todo ello forma en él una unidad con el fluir de su vida, y no se plantea alternativas que aleteen en su conciencia mientras renuncia a ellas. Ser animal debe ser a veces fatigoso, pero nunca angustioso. Para ser animal sólo hace falta serlo; el hombre, en cambio, puede ser humano de muchas maneras, y emprender una u otra en un momento dado se encuentra en sus manos.
Pero no es sólo lo externo lo que nos plantea problemas. Las dificultades se encuentran también dentro de nosotros mismos. Del mismo modo que la situación en que actuamos es compleja y cambiante, también lo somos nosotros. De entrada es compleja: nuestra vida se organiza en torno a nuestras tendencias y no resulta fácil reducirlas todas a la unidad. Y, por añadidura, cambiante: las diversas tendencias hacen sentir su influjo sucediéndose unas a otras en virtud de causas que a menudo ignoramos.
Pero, antes de seguir, parece oportuno aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de tendencias. Tender, en primer lugar, alberga una connotación temporal. No se puede hablar de tendencia si no hay un movimiento determinable según un antes y un después. Se trata de un concepto muy amplio que se puede aplicar a todo lo real, desde lo inanimado a lo animado, y que podemos describir como una orientación inscrita en un ser y capaz de originar en él un cambio. Por eso aceptar su existencia equivale a afirmar que es posible la copertenencia entre movimiento y móvil, entre forma y eficiencia, pues el cambio originado por el tender excluye la inercia. Esto se ve claramente en la vida, el ser de los vivientes, que no se da sin el movimiento: vita in motu. Considerar a un ser vivo al margen del movimiento es desconocerlo como lo que es, es decir, como viviente, pues vivir es inseparable de las operaciones vitales.
Por eso se puede decir que somos capaces de apoderarnos del tiempo, de vivirlo, en la medida en que tenemos tendencias 1, porque tener tendencias implica que el tiempo no sólo pasa por nosotros como algo externo y perturbador, sino que forma parte de lo que somos. Y hasta tal punto nos determina que cabe afirmar que, más que tener tendencias, somos seres tendenciales.
Pero, como decíamos, somos seres pluritendenciales. A lo largo de la historia del pensamiento se han ensayado varias clasificaciones de las tendencias humanas, que, de un modo u otro, siempre han constatado, al menos en el nivel de los fenómenos, esta pluralidad.
De entrada, los seres humanos compartimos algunas con los otros cuerpos y con los vivientes vegetales. En este sentido, somos la sede de procesos originados interiormente. Los antiguos atribuían sin vacilar tendencias a los seres inanimados; algo a lo que el mecanicismo nos ha desacostumbrado. En este sentido hablaban de inclinación natural. Así afirmaban, por ejemplo, que los graves caen porque tienden hacia su lugar natural, y lo mismo podríamos decir de las diversas propiedades de cada uno de los elementos y compuestos materiales. Lo cierto es que, aun prescindiendo de la física y la cosmología de la Antigüedad, parece que debemos atribuir tendencias también a los seres sin conocimiento, sean orgánicos o inorgánicos, en la medida en que estamos dispuestos a afirmar que en algunas ocasiones son ellos los que actúan o que les corresponden realmente determinadas propiedades.
Pero, como cognoscentes, somos también sujetos de otro tipo de tendencias. Son las que han recibido el nombre de apetitos elícitos, es decir, aquellas que se suscitan respecto de los objetos de nuestro conocimiento. Habitualmente son éstas las que se toman en consideración cuando se estudia al hombre. Pasemos a examinar sumariamente sus características.
Lo primero que cabe constatar es que no aparecen hasta que entra en escena el conocimiento. Solemos hablar de las tendencias sensibles como de algo que se encuentra constitutivamente en el viviente, como inclinaciones u orientaciones de éste que sólo necesitan una ocasión propicia para manifestarse. Pero es preciso no olvidar que la ocasión propicia no sirve de nada en este caso si no media el conocimiento, que es una de las actividades del viviente. En realidad no hay tendencias sensibles propiamente dichas, es decir, actuantes, hasta que el objeto es conocido, pues, a diferencia de las tendencias naturales, el conocimiento del sujeto forma parte de la tendencia. Así pues, podemos hablar de dos estados de la tendencia: uno latente y otro manifiesto.
La tendencia conocida se traduce en lo que solemos llamar sentimientos, pasiones o emociones. Ortega lo expresa con una bella imagen: si las tendencias son el viento, los sentimientos son las velas. Como toda imagen, es buena sólo a medias, pues no puede hacernos olvidar que, en realidad, las tendencias sensibles son inseparables de los sentimientos, ya que, como dijimos, la tendencia sensible es una mera posibilidad de tender hasta que de hecho conocemos. Por eso no se puede aprovechar esa orientación al bien que se despierta con el conocimiento sin la mencionadas modulaciones cognoscitivas que llamamos sentimientos; y que pueden ser, como ocurre en el hombre, muy ricos y variados, e incluso permiten ser configurados por la educación y la cultura. Por así decir, el viento de que hablamos no afecta a la nave, sino en la medida en que su vela es por él henchida. Esto explica por qué la misma tendencia puede producir modos de vivir distintos según se vierta en unos sentimientos o en otros; y sugiere que unos sentimientos más diversificados equivalen a un mejor aprovechamiento de aquélla.
Por otra parte estas tendencias se despiertan respecto de ámbitos determinados de lo real, y sólo en la medida en que se encuentran conectados de algún modo con el organismo y sus necesidades. Dicha conexión es atribuida por la tradición aristotélica a la cogitativa (a la estimativa en los animales). Cuando se habla de los animales, se suele atribuir relevancia para el animal a algunas realidades, unas de ellas necesarias y otras convenientes para mantener la vida del viviente y la pervivencia de su especie. Qué es relevante en este caso está determinado por el instinto, cuya configuración se suele atribuir al mismo proceso que configura el organismo del animal, es decir, al proceso evolutivo, que consigue una progresiva adaptación2.
A su vez, el instinto es responsable de la transformación de la tendencia sensible en una conducta adecuada. Tender, para el viviente, no acaba en experimentar un anhelo, sino que se prolonga, si no hay obstáculos y si la propia integridad física lo permite, en una actuación que permite alcanzar el contacto con la realidad que se precisa en un momento dado.
Y, por último, hay que tener en cuenta que la tendencia sensible busca la consecución de algo que no corresponde a ella poseer. Las tendencias nutritivas originan determinados deseos que llevan a buscar el alimento, pero esos deseos no se satisfacen tendiendo, sino con el funcionamiento del aparato digestivo, que debe ser de algún modo conocido para que la tendencia abandone la escena de la sensibilidad animal. Dicho de otro modo, la tendencia sensible no es una realidad autónoma e independiente. De un lado, vimos ya que, al margen del ejercicio de la sensibilidad, no es otra cosa que una posibilidad; ahora vemos además que la tendencia no está al servicio de sí misma, sino de la integridad del viviente, y que necesita por tanto de instancias capaces de poseer sus objetivos, distintas de la tendencia misma. De hecho la tendencia no es en modo alguno posesiva. La posesión -tomando este término en un sentido muy amplio- corresponde al viviente a través de su dotación orgánica, y aun es preciso admitir que esa posesión debe ser conocida para que tenga algún efecto sobre la dinámica tendencial.
Todo lo dicho hasta ahora a propósito de las tendencias se puede aplicar a cualquier animal. Pero, en el ser humano, es preciso añadir todavía algunas precisiones, con las que entramos de lleno en el tema de esta sesión.
Lo primero que cabe constatar es que los seres humanos estamos inclinados cognoscitivamente hacia más ámbitos que los animales y de un modo más matizado que todos ellos. No pretendo emprender la ingrata tarea de hacer una clasificación exhaustiva. Basta sólo una pequeña muestra. Si tomamos nuestra vida cotidiana, veremos que nos solicitan intereses muy diversos: satisfacer nuestras necesidades orgánicas o nuestra vida afectiva, conseguir estima y afirmar nuestra posición social, obtener seguridad; otras, saciar nuestra ansia de conocer, etc. Cada uno de estos bienes se nos presentan como valioso y ponen en marcha conductas que no tienen por qué ser compatibles. Lo que queda claro tras leer cualquier tratado de psicología es que parece haber varios objetivos de las tendencias, o, dicho de otro modo, que es muy difícil resumir nuestra vida tendencial a la unidad. Y, sin embargo, y he aquí el núcleo de nuestro problema, parece una constante en el ser humano el intento de unificar todas esas conductas que inevitablemente despliega.
Podríamos preguntamos si tiene realmente algún interés encontrar una unidad en nuestras tendencias, es decir, si es preciso plantearse el problema; o, sea cual sea la respuesta, a qué se debe que aparezca. Pero, en cualquier caso, es obligado aceptar que buscar esa unidad no es una preocupación nueva, puesto que se ha planteado repetidamente a lo largo de la historia del hombre y de la cultura. Aparece claramente en la inquietud moral que acompaña a la humanidad desde que nuestros registros permiten conocerla suficientemente. Toda moral es un intento de ordenar las conductas humanas, y esto no es posible sin aportar una cierta jerarquía de las tendencias. También lo detectamos claramente en muchas concepciones religiosas. Pero, tras la aparición de la filosofía, se planteará también como cuestión teórica. Puesto que éste es el enfoque que ahora adoptamos, convendrá considerar cómo se desarrolla. Para ello podemos tomar como muestra los hitos principales de la primera gran tradición de Ética filosófica que se los plantea: la que arranca de Sócrates.
2. La organización de las tendencias humanas: un planteamiento teórico
Una de las características del acceso filosófico a la realidad es, desde el principio, su simpatía por la unidad. La inteligencia busca el principio que funda lo real, y ya desde los primeros intentos, se deja ver claramente la preferencia porque tal principio sea único. No es otra la razón de que, desde el principio, el problema cosmológico se plantee como la solución del conflicto entre lo uno y lo múltiple. Las dificultades que esto comporta darán lugar a las diversas doctrinas pluralistas, pero en todas ellas parece adivinarse un dejo de frustración o de renuncia a entender cabalmente lo real.
Sin duda, uno de los momentos decisivos de la filosofía, y que determinará su curso posterior, es la radicalidad y coherencia del planteamiento parmenídeo. La formulación de la noción de ente y la enunciación del principio de no contradicción como exclusión de la diferencia, la pluralidad y el movimiento serán, al mismo tiempo, un avance decisivo en el intento de llevar hasta sus últimas consecuencias la actitud de los primeros filósofos, junto con la crisis radical de dicha actitud.
Parménides provoca una crisis porque parece poner en evidencia la total disparidad entre la filosofía y la vida. El hombre siempre ha dispuesto de la inteligencia, sin la cual, como pone de manifiesto el conocido mito de Prometeo, no hubiera sido capaz de subsistir. La inteligencia ha sido vista hasta entonces como una ayuda para llevar adelante la vida, para resolver problemas. En cambio, el descubrimiento que se encuentra en la base de la actitud filosófica es que la inteligencia tiene una trayectoria propia, es decir, que es susceptible de un despliegue que sólo a ella atañe, y que, por tanto, no se reduce a ser un mero instrumento de la vida. Y, al mismo tiempo, ese descubrimiento va acompañado de la convicción de que aquello que alcanza la inteligencia, la verdad, es el modo superior de que disponemos para entrar en contacto con lo real, algo permanente y divino que nos sitúa sobre el resto de los vivientes efímeros y transitorios entre los que, como mortales, nos contamos.
Pero se impone una pregunta: ¿qué tiene que ver el ejercicio sin trabas de la inteligencia con la vida que, irremediablemente, nos vemos obligados a vivir? Si hacemos caso a Parménides, realmente nada. El mundo en que se desarrolla nuestra existencia práctica se ve reducido a un cúmulo inconexo de apariencias, entre las cuales la inteligencia no nos sirve para orientarnos. La verdad es patrimonio exclusivo de la inteligencia y no de nuestros sentidos, deseos y aspiraciones vitales.
No es difícil entender la sofística como una reacción vitalista contra esta visión. Cualquier sofista podría declarar: si la verdad, lo realmente real, es tal como lo describe Parménides, no me interesa para nada. Puesto que lo que me interesa es vivir, tendré que aprender a arreglármelas en el mundo de la doxa. ¿De qué me sirve contemplar el universo en su totalidad y radicalidad, si ante tal espectáculo me disuelvo y anulo?
La vía más importante de solución a este problema la propondrá Sócrates. Sócrates comparte con los sofistas la preocupación por la vida y los deseos humanos, pero, en lugar de adoptar ante ellos una postura intelectualmente débil, comparte también con los cosmólogos precedentes el interés por encontrar la verdad. Lo que ocurre es que, en este caso, no se trata ya de la verdad del universo, sino de la que corresponde a la conducta humana como medio para orientarla. Es un objetivo práctico, pero buscado de modo teórico. Así, para Sócrates, la pregunta fundamental, con la que inaugurará la reflexión ética filosófica, es la siguiente: ¿qué es lo que, realmente y en último término, deseamos?3.
La convicción de que la inteligencia no se opone a la vida es uno de los grandes legados de Sócrates a los filósofos posteriores. En los grandes socráticos, Platón y Aristóteles, esta postura se refleja también en un pensamiento metafísico, pues estos pensadores no renuncian a explicar teóricamente lo real, y retornan, en consecuencia, las preocupaciones de los cosmólogos precedentes. En Platón será seguramente un acicate para intentar otorgar un estatuto teórico a la diferencia, y por tanto, para proceder al "parricidio" de Parménides. En Aristóteles, que continúa dicha línea abierta por su maestro, hasta tal punto es vivo el interés por resolver el conflicto entre vida y teoría, que no dudará en situar la teoría entre las formas de vida, y los actos cognoscitivos -cuyo descubrimiento es una de las claves de su doctrina- en el nivel más alto de los actos vitales.
A pesar de defender tesis a menudo contrapuestas, ambos filósofos comparten la propuesta ética de Sócrates: el comportamiento correcto del ser humano consiste en hacer hegemónica en la vida a la inteligencia. Ahora bien, decir que hay que conducirse según la razón o inteligencia no deja de ser una afirmación vacía. Pues, ¿en qué consiste guiarse por la razón?
De entrada, proponen los tres, guiarse por la razón implica reconocer que lo más alto en nosotros es la capacidad de conocer la verdad. Por eso, entre los deseos humanos, el que debe primar en la vida del hombre juicioso debe ser el de contemplarla, y todos los demás deben ordenarse a permitirlo o, cuando menos, a no impedirlo. Pero algo más comparten Platón y Aristóteles al respecto: esa subordinación a lo más alto que anida en el ser humano es difícil.
Y hasta tal punto lo es que no se puede realizar del todo en la vida del hombre mortal.
Platón, que no se resigna ante esta dificultad, atribuye la imposibilidad de unificar a nuestras aspiraciones a una culpa previa a la vida presente, endosando la responsabilidad de esta ineptitud a lo corpóreo, y encuentra su solución en aceptar una vida tras la muerte en la que esa aspiración pueda culminar. Así, para el hombre, la única posibilidad de ser feliz estriba en aceptar que sólo una parte de nosotros mismos es inmortal y capaz de la felicidad a que aspiramos. Esto, por tanto, implica renunciar a la otra, que no nos puede acompañar a la beatitud, y con la cual debemos comportarnos más bien como con un peligroso acompañante a quien hay que mantener a raya para evitar que nos haga zozobrar. En resumen, pues, Platón resuelve el problema de la pluralidad de las tendencias renunciando a todas salvo una. Aun aceptando la dificultad de interpretarlo -sobre todo sus intenciones, que no parecen declaradas en los diálogos- no es extraño que se haya calificado a su ética como dualista. Por un lado tenemos una tendencia noble y verdaderamente relevante, y, por el otro, una amalgama de inclinaciones que nada decisivo pueden añadir.
Distinta, aunque no menos problemática, es la solución de Aristóteles. Para él no es aceptable una solución dualista como la platónica. Seguramente su negativa a esta postura es la que le impide tratar el problema de la inmortalidad del alma. Si pervive algo del hombre tras la muerte, ya no somos cada uno de nosotros, y, por tanto, no tiene sentido centrar en ello nuestros afanes. El hombre que aspira a ser feliz no es otro que el ser mortal que conocemos. Por eso, la felicidad debe incluir tanto la satisfacción del deseo de conocer cómo, en la medida de lo posible, las demás instancias apetitivas.
Una de las aportaciones más interesantes de Aristóteles es la determinación de la felicidad como actividad. Pero, al determinar su contenido, va a enfrentarse con un grave problema. Si la felicidad es el cumplimiento del hombre, para saber en qué consiste es preciso saber antes cuál es la naturaleza del ser que en ella alcanza plenitud. Ahora bien, como es bien conocido, Aristóteles ofrece dos definiciones del ser humano. De un lado, el hombre es animal social; y, de otro, un animal racional. Parece que ambas tienen algo en común -aparte de la animalidad-: para las dos se precisa la inteligencia, la razón. Sin embargo, hay algo que le hace vacilar a la hora de identificar sin fisuras a una de las dos como ideal de la vida lograda. La vida social exige la compañía de los otros; pero un tipo de vida que consista en contemplar la verdad, la suprema actividad de la razón, parece por fuerza destinada a la soledad. El sabio es el menos dependiente de los hombres para ejercer la vida teórica, y además ésta es incomunicable en su ejercicio.
¿Nos encontramos ante un nuevo dualismo? En Platón el dualismo es constitutivo, pero no definitivo: sólo en nuestra condición actual constamos de dos instancias que no son reconciliables del todo. Además admite una solución, aunque ésta pase por la disolución de nuestro cuerpo. En cambio, en Aristóteles el dualismo se convierte en una antinomia en el orden de los fines. ¿Qué tipo de vida debemos elegir? La vida teórica parece la mejor, pero no podemos sobrellevarla, pues es más bien propia de dioses que de hombres. Parece, entonces, que debemos conformarnos con una alternancia, y aceptar que es imposible una culminación de las tendencias que nos ha proporcionado la naturaleza. Al menos, mientras sigamos siendo lo que somos. Querer ser enteramente contempladores de la verdad sería querer ser otros, y esto no es sólo una veleidad, sino un absurdo. Nuestra exigencia de unidad en los fines humanos no es realista. Así, pues, debemos buscar la felicidad en el ejercicio de las actividades humanas tal como son, aunque sean plurales y difícilmente conciliables. Si somos seres complejos, el principio de la sabiduría no es otro que reconocerlo, evitando caer en planteamientos unilaterales.
A pesar de sus diferencias, y aunque ninguna de las dos soluciones nos parezca hoy del todo satisfactoria, Platón y Aristóteles han legado a la posteridad, y, por tanto, también a nosotros, una nueva e interesante noción, acuñada según todos los indicios por su maestro Sócrates y por ellos cuidadosamente elaborada, que les sirve para explicar el orden que la razón impone en las tendencias. Se trata de la virtud. Completando el ejemplo de Ortega antes citado, podríamos decir que la virtud es el aparejo de la nave, que permite al piloto aprovechar la fuerza del viento -las tendencias que recogen las velas -los sentimientos- para orientar la nave hacia su destino.
Aunque valga como primera aproximación, este ejemplo tiene de nuevo sus límites. Es cierto que nos sirve para entender el papel ordenador y directivo de la virtud en la vida humana. Pero no debemos olvidar que ésta no es un mero instrumento. Para Sócrates la virtud es la perfección que por naturaleza corresponde al alma, como al hacha el filo, lo que la ajusta a su fin. Evidentemente ha de tener que ver con las tendencias, puesto que el hombre se refiere al fin con sus operaciones, y éstas son originadas por aquéllas. La virtud es el modo de armonizarlas y permite en lo posible encauzar la vida unitariamente, evitando que el hombre se disgregue. Pero no actúa por mera represión de lo inferior como el timón o el freno del caballo, sino de un modo intrínseco. Las tendencias, en la medida en que reciben la virtud, se ponen al servicio de lo superior desde su origen, es decir como tendencias. Al hombre bueno, afirma Aristóteles, le gusta aun sensiblemente lo bueno, es decir, lo acorde con la razón4. Aceptar que existen virtudes en todas las tendencias, incluidas las sensibles, es afirmar que el hombre entero, en todas sus dimensiones -al menos en todas las cognoscitivas-, si bien no es enteramente racional, puede racionalizarse en alguna medida.
Como hemos visto, ese proceso, tanto en Platón como en Aristóteles, tiene unos límites. En el primero se limita a conseguirnos una relativa calma hasta que podamos liberarnos de lo que nos estorba. En Aristóteles, parece que afirmar un total cumplimiento de este proceso equivaldría a la desaparición del hombre, pues la complejidad del ser humano es en él constitutiva, y no dura más allá de la muerte.
¿Tenemos que conformamos con optar por una de estas dos soluciones? Aristóteles y Platón subrayan la importancia del conocimiento intelectual en nuestras tendencias. Si podemos poseer con él todo lo real, y como real, pues no es otra cosa conocer la verdad, la vida tendencial se extiende más allá de las necesidades del organismo. Pero esta extensión, como hemos visto, corre el peligro de dejarlo irremediablemente atrás, o de ser impedida por él en su ejercicio.
El en tantos puntos aristotélico Tomás de Aquino nos ofrece una vía de solución. De entrada acepta el deseo de conocer, siguiendo la tradición socrática, como clave explicativa y directiva de la conducta humana. Lo que en él se amplía, sin embargo, es el modo de entender el objeto de ese deseo y el modo de conseguirlo. El deseo de felicidad se identifica con el deseo de ver a Dios; pero Dios es un ser personal, de modo que la satisfacción de esa tendencia dominante sólo es posible si la vida se convierte en una respuesta amorosa de la persona humana. Tomás de Aquino no está haciendo otra cosa que entender la inspiración socrática desde la fe cristiana. Para ésta no es aceptable el dualismo platónico, pero tampoco reducir la vida y la felicidad del hombre a la vida presente. Aspirar a la felicidad no implica desear la disolución definitiva del cuerpo; mas no es preciso poner coto a ese anhelo dada nuestra condición corpórea y mortal. El hombre muere, pero está destinado a resucitar; su unidad es, pues, un dato incontrovertible que no puede poner en tela de juicio un evento transitorio, por terrible que sea, como es la muerte. Y esta unidad se traduce en la acción, pues todo puede ser orientado a la relación personal con Dios, que además es poderoso para satisfacer nuestros deseos. Como afirma San Pablo, "ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios"5.
De este modo, consigue resolver lo que, para Aristóteles sería la cuadratura del círculo. El cumplimiento del hombre como ser social se identifica con el que le corresponde como ser llamado a conocer la verdad. De este modo, todas las dimensiones de la vida -las tendencias, la acción y aun la pasión- sin olvidar ninguna pueden encontrar un sentido que las incluya. A la unidad originaria del hombre, que no sufre menoscabo por la pluralidad de las tendencias, y que permite además su resolución, es a lo que se ha dado en llamar en la antropología cristiana persona.
Esta convicción lleva a Santo Tomás a afirmar decididamente, no sólo la unidad del hombre, sino una en apariencia extraña teoría: la procedencia de todas nuestras facultades y tendencias, por vía de emanación, desde la esencia del alma. Las tendencias se pueden armonizar porque tienen un origen común: todas ellas tienen su raíz en lo más profundo y unitario del principio vital humano6. Y hasta tal punto llega esa unidad que no prescinde de nada, que no sólo las tendencias sensibles llegarán a ordenarse por completo, sino que lo mismo ocurrirá con nuestro cuerpo. Es cierto, concederá, que en la vida mortal no es posible resolver totalmente todos los conflictos que provocan, pero también lo es que estos pueden liquidarse definitivamente y sin renunciar a nada en una vida futura, en la que el cuerpo resucitará y manifestará cabalmente la plenitud del hombre bienaventurado.
3. La organización de las tendencias como problema existencial
Hasta aquí hemos seguido los avatares de un planteamiento teórico determinado acerca de este gran problema humano, y, si estamos de acuerdo con Tomás de Aquino, disponemos ya de una solución positiva. Pero esto evidentemente no basta. Afirmar que la dificultad tiene respuesta no implica disolverla en cada caso. El reto de organizar la vida y sus tendencias no se plantea tan sólo en las alturas de la especulación filosófica o teológica, sino también en la vida común de todos los hombres y todos los pueblos; y, además, se presenta muy temprano.
Desde luego, nuestra vida no parece ofrecer ningún problema en sus inicios, cuando basta para vivir dejarse llevar espontáneamente por nuestras tendencias. Lo propio de los niños es la despreocupación. No porque desdeñen preocuparse, sino porque todavía no se les ha presentado la ocasión. Para ser niño tan sólo hay que serlo. Sin embargo, esto no significa identificar la vida del niño con la del animal, pues la infancia no se puede entender al margen del crecimiento. Como afirma Polo, un niño que no crece es un viejo consumado7. Ser niño es crecer, no sólo físicamente, sino en experiencia acerca del mundo y en capacidades de actuar sobre la realidad.
El hombre, al estrenar su vida, todavía no sabe plantearse proyectos de largo alcance. Está un poco a lo que sale. Todo esto dura hasta que aparece lo que tradicionalmente se ha llamado el uso de razón. Algunos pensadores lo han descrito como un suceso instantáneo. Otros prefieren hablar de un proceso. Ambos deben de tener algo de razón, aunque no entraré aquí en la polémica. Lo que parece claro es que ese cambio consiste en un nuevo modo de vivir la vida. El niño se da cuenta de que la vida no basta vivirla, y de que su orientación hacia lo que juzga bueno exige su compromiso. Hay cosas que, por más que sean valiosas, si no las hago, no suceden.
Se trata, si es así, del momento en que se empuña el timón de la vida. Pero, si ya desde entonces nos encontramos con la situación que describíamos al principio, también es ése el momento en que nos transformamos en filósofos y moralistas, pues se precisa sin demora que, entre las posibilidades que nos ofrecen nuestras tendencias, escojamos algunas y dejemos otras, y esto implica adoptar algún procedimiento de valoración.
Cabría pensar que estamos exigiendo demasiado al pequeño aprendiz de hombre, pero no es menos lo que le exige la vida. Quizá nos asalte esa duda porque todavía estamos pensando en las difíciles reflexiones que hace poco hemos descrito. Desde luego, no es éste el modo en que nosotros las resolvimos en ese momento, porque ni siquiera disponíamos de términos para calificar cada uno de sus elementos. Pero esto no quiere decir que no estuvieran presentes. El ser humano tiene a menudo que tratar con realidades que ni tan siquiera sabe nombrar. No es preciso saber de medicina para padecer un dolor de muelas, ni haber leído libros sobre el amor para experimentarlo. Del mismo modo, tampoco es preciso saber qué es elegir para hacerlo, ni estudiar la libertad y el yo para sabernos dueños de nosotros mismos. Y es que, afortunadamente, pocas veces, aunque sí algunas, hemos de resolver los problemas éticos como lo hacen los tratados eruditos.
Pero, ¿cómo despejar en ese momento tan intrincada incógnita, que ha dejado con frecuencia perplejos a los más sabios? Cabe aceptar una percepción innata de los valores. O la inexorable experiencia del deber. Podemos también reconocer que ya en ese momento no somos indiferentes al bien y al mal morales, porque precisamente la cuestión se nos plantea en esos términos. Es más, tal vez es entonces cuando con más claridad se puede presentar que es malo mentir o el valor de la lealtad, antes de que se oscurezca con cálculos torcidos y reflexiones desviadas. Sin embargo, todo esto no parece suficiente para indicarnos qué debemos hacer, sobre todo a largo plazo, porque, lo que debemos elegir no son tan sólo actos y valores ocasionales, sino modos de vivir que los encarnen. No basta con tener tendencias, es preciso aprender algunas conductas que nos sirvan para encauzarlas: precisamente esas conductas que no nos proporciona el instinto.
Esta elección se muestra más perentoria si se considera que las conductas humanas no son puramente naturales, sino moduladas por la sociedad y la cultura. Actuar para el hombre es en gran medida habérselas con creaciones humanas. Y además no es idéntico el repertorio que encuentra el europeo actual que el del azteca precolombino. Por eso, sin anular la importancia de las indicaciones que hemos citado, parece más bien que la respuesta a la pregunta "¿qué debo hacer con mi vida?" debe extraerse de lo que vemos a nuestro alrededor, cuyo significado captamos por una especie de connaturalidad.
Hasta ahora hemos hablado de la necesidad de elegir determinadas conductas, pero esto tampoco resuelve la pluralidad tendencial, pues muchos son los objetos que nos solicitan y nos vemos instados a integrar en nuestra actividad. Así que esas conductas deben ser agrupadas de algún modo para que configuren un proyecto vital realizable.
Esto induce a que cada cultura ofrezca un repertorio de modelos, de los cuales, algunos nos son presentados ya en la infancia, para saber qué hacer en plazos de tiempo un poco distendidos o incluso cuando nos preguntamos hacia dónde dirigir la vida entera. Esos modelos no nos indican qué es lo interesante, sino cómo vivir de acuerdo con lo interesante, por eso no crean las tendencias, sino que la suponen. El conocimiento de esos modelos se debe, en primer término, al entorno que nos es más cercano, la vida familiar, y a los otros ámbitos en que vivimos. En el caso de la familia, los ejemplos vienen recomendados por la confianza que en ellos se deposita, como respuesta a su afecto. Por eso este medio suele ser el más influyente, aunque no el único.
Estos modelos los aprendemos en seres humanos, pero no como ideas abstractas, sino más bien como relatos de lo que la vida implica. Por eso en el proceso de organizar las tendencias tienen tanta importancia las historias reales o ficticias. Esto ha sido conocido por todos los pueblos. La enseñanza moral se ha transmitido habitualmente narrando la vida de personas. Después el conocimiento de modos distintos de organizar la vida pronto nos obliga a identificarnos más o menos con alguno de ellos. Y esa identificación lleva a la apropiación más o menos adaptada de algunos, a la imitación.
Es claro que lo dicho hasta ahora no pretende negar la iniciativa ni la responsabilidad humana. En primer lugar, porque las supone. Si inspiramos nuestra conducta en modelos previos es porque sentimos la necesidad de organizar una vida que no es sencilla y echamos mano de lo que tenemos a nuestra disposición. Además, aunque normalmente los recibimos, sobre todo cuando son narrados, acompañados de una valoración positiva o negativa, ésta no es determinante. Somos capaces de criticarlos y aun de modificarlos o incluso inventarlos; aunque esto último no lo hacemos de la nada. Lo que los otros han vivido nos sirve de inspiración, pero no de determinación.
Especial relevancia en este proceso tiene la crítica. Para llevarla a cabo los criterios que implícitamente usamos son sobre todo dos. Uno se refiere a su amplitud o capacidad de abarcar dimensiones de la vida. Consiste en preguntase si esos modelos son capaces de satisfacer nuestras aspiraciones; si realmente respetan la complejidad de la vida; si sacan partido realmente a todas nuestras posibilidades, o más bien agostan algunas de ellas a fuerza de extrapolar otras; si consienten dar un sentido coherente a todos los avatares de la vida o la reducen a un conjunto de conductas yuxtapuestas e inconexas. De este modo, puede parecer atractiva la autonomía y arrogancia de don Juan, hasta percatarse del poco partido que saca al rendido amor de sus amantes. El otro, muy unido al precedente, juzga su consistencia, y estriba en considerar si son realmente practicables, es decir, si no son en sí mismos contradictorios. Así, el protagonista de El extranjero, de Camus, que pretende vivir el instante presente con gozoso entusiasmo y sin preocupación alguna por el futuro, puede demostrarse irrealizable en la vida. Entre otras cosas porque no puede vivirse sino como un proyecto determinado prolongado hacia el futuro, y, porque, a su vez, destruye las mismas condiciones sobre las que se podría fundar.
Pero es preciso limitar la importancia de los relatos y modelos en la vida. La vida no es un relato. Tan sólo usa de ellos para orientarse. Toda narración es por fuerza esquemática, y la vida debe colmar los huecos que deja sin cubrir. Los modelos sirven para entrar en el reino de la actuación humana, pero no para quedarse en ellos. Son como una ventana desde la que atisbar lo que podemos hacer de nosotros mismos, pero nunca una solución total prefabricada. La vida no se deduce de regla o patrón alguno, pues en ella se expresa la novedad radical que es la persona.
Se puede objetar que las observaciones precedentes son extremadamente vitalistas. Pero sólo parten de reconocer que la naturaleza del vivir no es como la naturaleza de los números o las estrellas. La vida es real siendo vivida, y el más completo dibujo que de ella poseemos es, no el abstracto esquema de sus componentes, sino el relato de las vidas reales o posibles. Nuestra vida la proyectamos más como una historia que como el plano de una máquina, porque no se trata tan sólo de saber qué aspiramos a conseguir, sino también de qué queremos hacer con ello. La vida no se detiene en el objeto deseado, sino que debe integrarlo, y consta de decisiones y acciones en una sucesión tan sólo interrumpida por la muerte.
4. La complejidad de la vida en el paradigma liberal.
Además todo depende de lo que se quiera expresar con el término "vitalista". Pues no se niega que el conocimiento de la realidad influya en el modo de elegir nuestros modos de actuar. Al contrario. No es posible contraponer la vida a la inteligencia, porque ésta es una dimensión y no poco importante de aquélla. Por eso la relevancia que hemos concedido a lo narrativo no pretende afirmarse a expensas de la filosofía. Puesto que la inteligencia y el conocimiento que aporta de lo real caracterizan la vida humana en cuanto tal, también el pensamiento filosófico influye decisivamente en la crítica y configuración de los modelos de que venimos hablando. Tal vez la filosofía no los diseñe directamente, pero siempre aporta un modo nuevo de encarar la realidad que, como ya hemos señalado, pone explícitamente en primer plano la verdad como criterio orientador de la vida y puede inspirar modos de actuar coherentes con ella.
Pero, como la filosofía no está exenta de errores, en ocasiones puede también influir negativamente, limitando nuestras posibilidades de crecimiento, y añadiendo así nuevas dificultades a una empresa de suyo ya ardua. Pues conviene no olvidar que uno uno de los grandes peligros de la filosofía, en su búsqueda, a veces desesperada de la unidad, es el reduccionismo.
En concreto en nuestros días existe un paradigma que afecta a los modelos que comúnmente empleamos y agudiza extraordinariamente la tarea de unificar las conductas vitales. Por economía lingüística, y sin ánimo de polemizar sobre nombres, se podría llamar paradigma liberal. Como su nombre sugiere se trata de un modo de entender la vida que ha resaltado principalmente la libertad. Pero esta libertad que exalta tiene un sentido determinado, que hunde sus raíces en la crisis de la escolástica de la baja Edad Media, y que ha pervivido en el intento moderno de afirmación de la subjetividad humana.
Para algunos pensadores medievales, el aristotelismo que floreció en el occidente cristiano en el siglo XIII corría el riesgo de hacer peligrar los fundamentos de la fe cristiana. La confianza en la capacidad del conocimiento humano para conocer a Dios y lo real y como principio rector de la conducta humana parecía poner en entredicho la centralidad de la noción de libertad que aporta el cristianismo. Además, la noción de naturaleza de Aristóteles no parecía útil para entender en qué consiste una actuación libre. Así se alumbra la noción de espontaneidad 8. Mientras que en la visión precedente las tendencias están unidas a la naturaleza, ahora se afirma que lo radical en el ser humano no es la inteligencia y la tendencia que despierta, sino, de entrada y radicalmente, la voluntad misma, que no tiene que esperar a la inteligencia para ponerse en marcha. La libertad consiste precisamente en que el impulso originario en que consiste la voluntad no obedece a razón alguna, y sólo en un segundo momento se determina o usa el conocimiento como medio para lograr sus fines.
Esta postura es el voluntarismo, claramente expuesto por Escota, su primer gran defensor9. De aceptar la inteligencia como aquello que permite el más íntimo contacto con lo real se pasa a afirmar que es la voluntad quien lleva la iniciativa y contacta con la realidad en el hombre. Pero la voluntad, entendida en esos términos, actúa produciendo. Y, a su vez, al conceder prioridad a la voluntad, el entender se desvitaliza, deja de ser un acto posesivo, para convertirse en un mero reflejo o duplicado que permite poner lo real a disposición de la voluntad.
Esta concepción del hombre, diferente de la socrática, es recogida por el planteamiento liberal. El hombre es ante todo libertad y ésta se entiende como la capacidad de proponerse arbitrariamente los fines de la propia actividad. De este modo, la inteligencia no tiene nada que decir en el orden de los fines, no puede criticarlos y ordenarlos; tan sólo le cabe un papel en el de los medios; y, en consecuencia, todos los fines que el hombre puede proponerse para orientar su actividad están al mismo nivel: lo único que cuenta es que se los proponga al margen de toda coacción, y que disponga de medios para llevarlos a cabo.
No es extraño, entonces, que la técnica cobre el protagonismo, hasta llegar a ser la instancia más determinante en la configuración de la sociedad. Además es clara la afinidad entre la técnica moderna y este modo de concebir la libertad. Ambas tienen como criterio la eficacia, el éxito en los objetivos que se proponen. Por otra parte, en ambos casos es preciso que el objetivo sea claramente fijado desde el principio sin que nada arrebate al agente las riendas del proceso. Pero la técnica moderna se basa en las ciencias experimentales, y éstas estudian siempre lo real desde un punto de vista parcial, así que no es extraño que los diversos ámbitos de la actividad humana se vuelvan difícilmente conciliables entre sí, pues ni las ciencias empíricas son capaces de unificar los objetos que cada una de ellas estudia, ni la técnica es capaz de organizar los productos que crea y los objetivos que consigue. Del mismo modo, concibiendo así los fines de la actividad humana, se pierde cualquier esperanza de que la sociedad pueda unificarlos.
Pero no son menos relevantes las consecuencias de este modo de pensar en la vida de cada persona. La vida se concibe como una lucha por conseguir lo que nos proponemos. Pero, para cumplir nuestros objetivos, debemos acudir a los medios que la sociedad nos proporciona; y esto nos exige entrar en los diversos ámbitos en que se articula. Ahora bien, como cada uno de ellos se organiza de acuerdo con fines propios, que no tienen por qué coincidir totalmente con los nuestros, resulta que gran parte de lo que nos vemos obligados a hacer puede carecer para nosotros de sentido, y pasa a verse como un enojoso impuesto que es preciso pagar para conseguir lo que queremos. Si a esto sumamos la complejidad de la sociedad que la técnica favorece, resulta que nos vemos divididos entre actividades que muchas veces no son conciliables. Cuando nos insertamos en el mundo profesional, penetramos en un ámbito que de suyo no parece tener nada que ver con los otros en que vivimos, como la vida familiar o la diversión, pues se guía por objetivos y reglas distintas. Así que la vida tiende a convertirse en una yuxtaposición de fines y actividades que no se pueden armonizar. Vivimos no una vida, sino varias, y no de grado, sino debido a exigencia externas. Y esto produce la constante sensación de estar siendo manipulado, guiado por fuerzas ciegas.
Desde luego, no es éste el objetivo que pretende la antropología liberal. El yo desligado de todo compromiso pretende usarlo todo para los fines que se propone. Sostiene todos estos mecanismos, pero no puede comprometerse en ellos, pues ese compromiso sería la anulación de la propia libertad, aceptar la dependencia. Si la libertad es una indeterminación, toda determinación debe ser transitoria y todo compromiso rescindible. Y, sin embargo, los medios hipotecan su actividad y lo hacen servir a fines que incluso desaprueba.
La deficiencia de este modo de concebir el yo y su existencia estriba en que impide desde la raíz la unidad a que todo hombre aspira. Desde luego, la complejidad no es de suyo un fenómeno negativo. Crecer supone la diferenciación de las partes; pero también unificarlas, y es en este cometido en el que el paradigma liberal falla; pues la organización de los medios sólo puede correr a cargo de la amplitud de los fines, y, al hace hincapié en que éstos son arbitrarios y dependen sólo del sujeto, se inhabilita para organizar la comunidad humana e incluso las diversas parcelas de la vida de cada uno de los que forman parte de ella. La vida se reparte en compartimentos estancos, ninguno de los cuales puede dar razón de todas nuestras aspiraciones, y se hace especialmente difícil integrar los diversos fines en la unidad de una vida.
5. Conclusión: la dificultad de integrar las tendencias como exigencia de crecimiento.
En el fondo no parece que la unidad de la vida humana se pueda encontrar así porque, si la libertad humana es como el liberalismo la describe, el yo no puede ir nunca más allá de sus proyectos. Todo lo que hago -afirma- debe servir a los fines que me propongo: ser libre es hacer lo que quiero, sin que nada externo me condicione. Pero, ¿somos en realidad dueños hasta tal extremo de nuestra vida? ¿Sabemos realmente desde el principio lo que somos y queremos? ¿Es cierto que no somos nada más que lo que hagamos de nosotros con nuestros actos?
Por el contrario, la más elemental sabiduría consiste en reconocer que no somos dueños absolutos de nuestra vida. De entrada no somos el origen de nosotros mismos. Sólo reconocerlo nos puede poner en la senda adecuada para orientarnos. Consecuente con su visión de la libertad, el liberalismo propone el rechazo de toda dependencia y defiende que el momento más importante de su ejercicio es empezar desde nosotros mismos desatándonos de toda ligadura. Por eso exalta los comienzos. Pero el rechazo de toda dependencia que el liberalismo propugna no es realista; es más, acaba por convertirnos en nada, pues, en realidad, tanto en nuestro ser como en nuestro obrar, no somos autosuficientes. Por eso intentar partir de cero es un error funesto.
Entonces, ¿hemos de renunciar a entendernos como seres libre?
En absoluto; pero nuestra libertad no se puede explicar como mera independencia, sino, más bien, entendiendo el modo en que dependemos. Es cierto que no nos bastamos, pero también lo es que no todas nuestras dependencias son condicionamientos ni se pueden entender con las categorías de causa y efecto. En concreto, esto se ve en nuestros vínculos con los demás. No todos ellos son esclavizantes. Por el contrario, algunos son condición de posibilidad de que lleguemos a comportamos como seres humanos y de que seamos capaces de proponernos fines superiores. Quizá el ejemplo más claro sea la filiación. El hijo depende de sus padres, pero ellos no buscan someterlo, sino que se desarrolle como un ser independiente, que busca lo bueno por sí mismo. Y, además, la filiación nos abre un mundo de sentido que sin ella nos estaría vedado.
Pero si nuestra iniciativa no es lo único que cuenta, si necesitamos de los demás para comportamos como seres humanos, no resulta extraño que los proyectos que provienen exclusivamente de nosotros mismos no alcancen nunca a otorgar cabalmente un sentido a nuestra vida. Y esto cobra mayor claridad cuando reconocemos que no sólo dependemos de otros hombres, sino, en último extremo, de Dios. Depender de Dios no puede significar anular nuestra libertad, pues entonces la libertad sería una quimera. Por el contrario, si es real, ésta sólo puede ser una forma singular de depender de Él. Por eso la orientación que imprimimos a nuestra existencia debe partir de reconocerlo.
En ese caso, quizá el mejor modo de explicar nuestra dificultad para organizar nuestra vida sin renunciar a la esperanza de que sea posible hacerlo sea entender que siempre somos respecto a Él como niños que van despertando progresivamente a la realidad. Por lo demás, es claro que unificar la vida, hacer que, en toda su extensión, sirva a un designio personal y trascendente que no se agote con la muerte no es una tarea sencilla. Por eso uno de los primeros requisitos que se exige al hombre es la paciencia y la continua disposición a revisar sus proyectos. Y es que, tal vez, ningún proyecto claramente determinado por nosotros puede colmarnos, porque, durante la vida, todavía no sabemos del todo quiénes somos. Pero, si esto es cierto, no nos cabe otra alternativa que renunciar a la seguridad. Éste es el olvido de gran parte del pensamiento moderno. Buscar solamente certezas implica pensar que estamos ya totalmente despiertos (Polo), que estamos en condiciones de tomar sin vacilaciones las riendas de nuestro destino. Pero el hombre siempre puede descubrir mejor el sentido de lo real y de su actividad.
Cabe hacer del paradigma liberal el siguiente diagnóstico: consiste en pensar que el hombre entra en escena con el uso de razón, ignorando todo aquello que lo precede y hace posible, y que la libertad es algo que poseemos totalmente desde el principio. Sin embargo, cabe ofrecer una alternativa. Quizás empezar a ejercer la libertad no sea una un cambio radical y definitivo, sino tan sólo el comienzo de algo destinado a crecer. De hecho, pocos están dispuestos a afirmar que en ese inicio sea deseable desligarse de toda dependencia. No es posible aprender si no confiamos; y nuestros horizontes se quedarían estrechos si no estuviéramos abiertos a dejarnos ayudar para ver mejor el mundo. Pero, si las observaciones precedentes son ciertas, y podemos prolongar su aplicación a toda nuestra vida, sólo crecer es para el hombre coherente con su ser. Y ese crecimiento sólo puede tener como referente otros seres personales.
Hasta ahora hemos hablado de tendencias, pero en este punto llegamos a lo más íntimo. Tender es propio del ser humano, pero sólo crecer hacia los demás permite organizarlas. Las tendencias nos afectan porque debemos llegar a ser a través de ellas. Pero no nos constituyen. Si esto es así, su complejidad e infinitud no es tan sólo un problema que hay que resolver, sino un signo de lo que debemos llegar a ser. Si nuestros deseos no tiene límite es porque no es buscando satisfacerlos como nos cumplimos, sino sometiéndolos a una respuesta que los orienta. Nada nos puede satisfacer porque no nos podemos detener.
El hombre no es un ansia de ser que deba autoproducirse porque radicalmente somos hijos. Hijos de otros hombres, pero ante todo de Dios. La primera dependencia tiene unos límites y sólo permite explicarnos en parte; la es la única que permite la esperanza de que nuestra vida sea una y no sucumba al sinsentido. No es cierto, entonces, que la idea de Dios reprima las ansias humanas, como ha afirmado cierta crítica. Al contrario, sólo reconocer un Dios que nos crea libres y puede otorgar un sentido a nuestra libertad nos permite afirmarnos de un modo cabal y realizable. No es tender lo que explica al hombre, sino, como fruto de un don gratuito que es, aportar, y aportando crecer, en dirección a un destino personal que lo trasciende.

Cuadernos de Anuario Filosófico
Departamento de Filosofía
Universidad de Navarra
E-mail:cuadernos@unav.es

Bibliografía
1.Cfr. Polo, L., ¿Quién es el hombre?, Rialp, Madrid, 1993. 113 ss.
2 Conviene advertir que el instinto no es infalible para conseguir los fines a que hemos aludido, como muy bien saben los cazadores. Además hay cosas convenientes, e incluso necesarias en determinadas circunstancias, para el animal (pensemos, por ejemplo, en determinadas medicinas- que el instinto desconoce.
3 Cfr. Spaemann, R., Ética. Cuestiones fundamentales, Rialp, Madrid, 1995 (2ª  ed.) pp. 34 ss.
4. Ética a Nicómaco, II, 3, 1104b4-13
5 ICor, 10,31.
6 Cfr. S. Th., 1, q. 77, a. 6.
7. Cfr. Polo, L., op. cit., p. 122.
8 Cfr. Polo, L., "El conocimiento de Dios y la crisis de la filosofía en la Edad Media", en Presente y futuro del hombre, Rialp, Madrid, 1993.
9 Cfr. Miralbell, I., El dinamicismo voluntarista de Duns Escoto. Una transformación del aristotelismo, Eunsa, Pamplona, 1994.