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La esencia y las formas del amor según Max Scheler Leonardo Rodríguez Dupla

Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política II
Facultad de Filosofía. Universidad Complutense

Resumen: La concepción del amor como movimiento hacia valores superiores se inspira en la descripción del fenómeno amoroso por antonomasia: el amor a seres personales. Pese a sus indudables méritos, el tratamiento de esta forma de amor ofrecido por Scheler adolece del defecto de no aclarar suficientemente cómo está dada en el amor la individualidad del amado. También es objetable que, al distinguir las formas principales del amor, Scheler interprete el amor espiritual como amor a los valores de lo santo; y más aún que termine considerando el amor amicitiae como un caso de amor anímico.
Palabras clave: Scheler, amor, sentimiento, persona

1. El amor como apertura y como sentimiento consciente
Es sabido que el amor ocupa un lugar central en la antropología elaborada por Max Scheler en el período intermedio de su biografía intelectual, fase que coincide aproximadamente con el segundo decenio del siglo XX. Probablemente la atención que el filósofo concedía al amor no era ajena al catolicismo que profesaba por aquellos años. La idea de que el hombre es ante todo un ens amans (cf. GW 10, 356)1 es sugerida, en efecto, por estas dos convicciones características del cristianismo: que Dios es amor, y que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Recuérdese también que en su conocido ensayo Amor y conocimiento (GW 6, 77-98), publicado en 1915, Scheler sostiene que una de las contribuciones capitales del cristianismo a la historia espiritual de Occidente consiste precisamente en su novedosa concepción del amor. Scheler lamenta en ese lugar que esta novedad, pese a los esfuerzos de algunos pensadores, sobre todo san Agustín, apenas baya sido recibida por las corrientes dominantes de nuestra tradición filosófica. No es arriesgado afirmar que, en el período señalado, Scheler se senda llamado a reparar ese déficit elaborando una teoría filosófica que acogiera, sin adulterarlos una vez más, los elementos decisivos de la enseñanza cristiana sobre el amor. Incluso en la última fase de su producción filosófica, cuando Scheler ya se había distanciado abiertamente del cristianismo y en sus escritos menudeaban las puyas contra las iglesias cristianas, el amor siguió siendo un tema importante de su pensamiento, como ha puesto de manifiesto la publicación de algunos bosquejos antropológicos conservados en su legado póstumo2. No hará falta insistir, por tanto, en que no es posible entender adecuadamente la filosofía de Scheler sin prestar particular atención a su teoría del amor3.
El primer paso en esta dirección consiste en advertir que Scheler emplea el término "amor" en dos contextos teóricos muy distintos. En unos casos lo emplea para referirse a la apertura originaria del espíritu humano. El amor constituye, tal es la tesis, el estrato más profundo de la vida personal. Esto significa que el amor es el acto emocional básico en el que se fundan las demás vivencias del sujeto —tanto si son otras vivencias de orden emocional, como si son de naturaleza tendencial o incluso teórica—. Es precisamente esto lo que Scheler quiere decir con la fórmula antes citada: el hombre es un ens amans. Conviene añadir que el amor que a última hora nos constituye como personas no es único e indiferenciado, y por tanto el mismo para todos los hombres, sino que se especifica por estar referido en cada caso a una irrepetible constelación de valores que el individuo está llamado a conocer y realizar. Al amor así diferenciado lo denomina Scheler ordo amoris, y sostiene que es el constitutivo último de la identidad personal. Con otra de sus fórmulas lapidarias, también muy conocida, dirá el filósofo que "quien tiene el ordo amoris de un hombre, tiene al hombre" (GW 10, 38).
Pero en otros casos Scheler emplea el término amor en su sentido más habitual, el mismo que da a sus palabras el hombre corriente cuando afirma que ama a su mujer o a su patria. Es claro que quien así se expresa no se refiere a la vivencia más básica de todas, de la que presuntamente depende nuestra identidad personal, sino a un preciso sentimiento del que él es claramente consciente: el famoso sentimiento que han cantado los poetas de todas las épocas. Obsérvese que, en esta segunda acepción, el término amor designa una vivencia fundada en otras vivencias anteriores que nos han dado a conocer la naturaleza y el valor del objeto amado, y en último término —si la hipótesis antropológica de Scheler aludida en el párrafo anterior es acertada— fundada también en la apertura originaria del espíritu, es decir, en el amor en la primera acepción de la palabra.
Demos un paso más. La lectura de los textos relevantes no sólo enseña que Scheler habla de amor en dos contextos teóricos muy diferentes, sino que el sentido del término varía considerablemente en función del contexto de que se trate. Dicho de otra forma, el amor como apertura original y el amor con que amamos a las personas y cosas que nos rodean no son iguales entre sí. Difieren, por lo pronto, por la naturaleza de lo amado en cada caso: mientras el amor como apertura se refiere a valores, el amor como sentimiento consciente se refiere a objetos valiosos —dando a la palabra objeto un sentido tan amplio como para acoger lo que en modo alguno puede ser objeto: la persona—. En segundo lugar, Scheler insiste en que el amor a una persona o a una cosa es un "movimiento" que, rebasando la condición empírica de lo amado, se dirige a su perfil ideal. Más adelante examinaremos detenidamente el sentido de esta tesis. Por ahora baste indicar que no está claro en qué sentido podríamos atribuir al amor como apertura originaría del espíritu la condición de movimiento.
Que la palabra amor adopte dos sentidos distintos en la pluma de Scheler no quiere decir, claro está, que esos sentidos no estén emparentados, pues de lo contrario no habría ningún motivo para utilizar en ambos casos el mismo término. Antes bien, parece claro que nos encontramos ante un caso de analogía semántica, de suerte que la palabra amor se utilizaría unas veces en sentido propio y otras en un sentido traslaticio. ¿En cuál de los dos contextos teóricos señalados se utiliza la palabra en sentido propio? Resulta tentador decir que el amor en sentido propio ha de ser el amor como apertura originaria del espíritu, habida cuenta de que ese amor es la vivencia más básica de todas, el fundamento de toda otra vivencia, en comparación con el cual el amor a personas y cosas tiene un carácter muy derivado. Pero al responder así estaríamos pasando por alto que la cuestión planteada no es de naturaleza ontológica sino semántica. Se pregunta, en efecto, cuál es el significado original de un término, y a esta pregunta sólo cabe responder señalando la experiencia merced a la cual ese término adquiere sentido por vez primera. Planteado así el problema, no cabe duda de que el amor en sentido propio es el amor como sentimiento consciente, el que profesamos a personas y cosas. Sólo este amor es un fenómeno dado a la intuición, sólo en él encuentra su cumplimiento el concepto de amor. El otro amor, el amor como apertura, es un sentimiento inmemorial, del que no hay conciencia inmediata.
Evidentemente, lo que va dicho no prejuzga nada sobre el valor de verdad de la concepción scheleriana de la persona, y más en particular sobre la idea de que el ser humano es, antes que toda otra cosa, un ens amans. Sin duda, las razones que llevan a Scheler a pensar así revisten el mayor interés, y de hecho es nuestro propósito examinarlas detenidamente en otro lugar. Pero es de la mayor importancia advertir que no es posible comprender con exactitud el sentido y alcance de esa controvertida tesis a menos que hayamos establecido previamente qué entiende Scheler por amor. Para ello es indispensable comenzar estudiando su teoría del amor en sentido propio, es decir, del amor como sentimiento consciente4. A esta tarea, y sólo a ella, está dedicado el presente trabajo5.

2. El amor como movimiento ascendente
Antes de presentar y discutir la caracterización esencial del amor propuesta por Scheler en su obra Esencia y formas de la simpatía (GW 7, 7-258), conviene que cobremos conciencia de la gran variedad de los sentimientos que suelen ser designados con el término amor. La razón de ser de esa variedad cabe localizarla, por de pronto, en la diversidad de las cosas amadas. Los hombres aman a sus familiares y amigos, aman la naturaleza y el arte, aman la patria y el terruño, aman a Dios y se aman a sí mismos, aman el conocimiento y tantas cosas más. Scheler señala con razón que cada uno de estos amores es, ya en tanto que sentimiento, cualitativamente distinto. El amor no es una emoción uniforme que se dirige ahora a esto y luego a lo otro, sino que se especifica o modula en función de su objeto. El amor de don Quijote por Dulcinea es otro que el amor que el caballero siente por la libertad.
La variedad del fenómeno amoroso refleja asimismo la estructura compleja de la subjetividad humana. El amor brota en ocasiones del centro personal del hombre, pero también puede prender en la esfera psíquica o en el cuerpo vivido. Atendiendo a esta diversidad de origen, Scheler distingue tres clases de amor: el espiritual, el anímico y el vital6.
La considerable diversidad de estos sentimientos no impide que compartan una misma esencia genérica, responsable de que todos ellos sean genuinas formas de amor. El intento de identificar esa esencia común podría partir, por tanto, de la consideración de un caso cualquiera de amor, con independencia de la especie a la que pertenezca. Con todo, y aunque el propio Scheler no lo indique expresamente, su modo de proceder delata la convicción de que el amor por antonomasia, o al menos aquél en que más claramente cabe reconocer los rasgos genéricos de este sentimiento, es el amor que una persona siente por otra. Por descontado, esta suerte de amor posee rasgos específicos que lo distinguen, por ejemplo, del amor vital. De estas diferencias nos ocuparemos más adelante. Por ahora se tratará de alcanzar una caracterización del amor válida para todas sus manifestaciones, partiendo para ello del amor personal. Curiosamente, la descripción scheleriana del amor entre personas apenas presta atención a cierta dimensión muy característica de este sentimiento, la cual ha sido destacada en cambio por autores como Ortega o, antes aún, Pfänder7. Nos referimos a la dimensión "cordial" del amor: lo que en él hay de hospitalario (en el sentido del célebre verso de Machado), de cálida acogida del amado, de afirmación agradecida de su ser. Scheler, como no podía ser de otro modo, es consciente de esta dimensión tan patente del amor, y de hecho alude a ella en alguna ocasión8. Pero el hecho de que estas alusiones sean pasajeras y no desempeñen ninguna función relevante en los principales pasajes dedicados a desentrañar la esencia del amor, revela que Scheler desdeña demorarse en lo obvio y consabido, y tiene en cambio el mayor interés por destacar lo novedoso de su propia aportación.
Para apreciar dicha novedad será preciso que recordemos brevemente la teoría de la identidad personal elaborada por Scheler, pues el tipo de amor que él toma como modelo de su investigación no es un vago sentimiento filantrópico, no es benevolencia genérica hacia la humanidad, sino el amor que se siente por una persona concreta en tanto que individuo. Lo que Scheler tiene a la vista son, en efecto, las formas más intensas de adhesión emocional entre personas, es decir, lo que clásicamente se conoce como amor amicitiae. Se trate de amor entre hermanos, entre cónyuges o entre amigos (en el sentido más habitual del término), lo propio de esta suerte de amor es dirigirse a la persona amada como a un ser único, irreemplazable por ningún otro.
Ya se recordó antes que, a juicio de Scheler, el factor determinante de la individualidad de cada hombre es de orden espiritual y consiste en un ordo amoris que le es privativo. Cada uno de nosotros es, a última hora, un flujo de amor orientado a una determinada constelación de valores. El hecho de que esa constelación no coincida exactamente con la de ningún otro hombre es lo que hace a cada uno de ellos único e irrepetible. Según esto, quien a ama a una persona en tanto que individuo ama, ante todo, su ordo amoris9. Sin embargo, en este punto es imprescindible que introduzcamos la distinción entre el ordo amoris fáctico y el normativo. Cuando hablamos de ordo amoris fáctico pensamos en el amor que de hecho gobierna, desde su estrato más profundo, la vida de un hombre; se trata aquí de lo que a ese hombre verdaderamente le importa y de la medida en que le importa. En cambio, cuando hablamos de ordo amoris normativo nos referimos a lo que a ese hombre debería importarle, a la escala de valores que debería presidir su existencia espiritual. Apenas hace falta decir que estos tipos de ordo amoris no coinciden necesariamente, pues el hombre puede poner su corazón en bienes distintos de los que debería amar, o amarlos en una medida distinta de la que les corresponde con arreglo a su ordo amoris normativo. En tales casos, el hombre traiciona su verdadera "vocación", pues su yo empírico se aparta de su yo ideal.
La distinción que se acaba de hacer nos permite precisar que el ordo amoris responsable de la individualidad de la persona no es el fáctico, sino el normativo. A él se refiere Scheler con una terminología variada. Unas veces lo llama "vocación" (Beruf), pues es el ideal moral que cada persona está llamada a realizar. Otras veces lo llama "salvación" (Heit), ya que en la medida en que realizamos ese ideal ocupamos el lugar que Dios nos ha asignado en el cosmos moral y alcanzamos la dicha más profunda que cabe al hombre10. En otras ocasiones, Scheler habla de "determinación individual" (individuelle Bestimmung), explotando la fuerza semántica del término alemán Bestimmung, que además de aludir al factor responsable de que un ser sea el que es, significa destino (pero no en el sentido de un hado inescapable, sino en el de una meta ideal). Como, por otra parte, el ordo amoris normativo no es el mismo para todos los hombres, sino que se especifica por la constelación de valores a que en cada caso se dirige, Scheler también se refiere a él con la expresión "esencia individual del valor" (individuelles Wertwesen).
De lo dicho se sigue una consecuencia de largo alcance para la teoría del amor. Quien siente amor amicitiae por una persona, ama ante todo su determinación individual, pues es ésta la que hace de la persona amada un ser único e irreemplazable. Dicho de otro modo, esta suerte de amor no se demora en el yo empírico del amado, sino que lo rebasa en dirección a su yo ideal. Por eso Scheler insiste en atribuir al amor la índole de un movimiento, más exactamente la de un movimiento ascendente:
"El amor es el movimiento en el que todo objeto concretamente individual que porta valor llega a los más altos valores que le son posibles con arreglo a su determinación individual; o en el que alcanza la esencia ideal de valor que le es peculiar" (GW7, 164).
Que el amor es un movimiento ya lo advirtió certeramente Platón (cf. GW 7, 156), sólo que, al carecer el filósofo griego de la moderna noción de valor, interpretó el fenómeno en términos de su propia ontología de los grados del ser11. El amor, en efecto, es definido en El banquete como movimiento del no-ser al ser. Scheler, en cambio, sostiene que el amor es un movimiento que se dirige a valores; mas no a los valores de que aparece ya revestida ante nuestros ojos la persona amada, sino a los valores de su yo ideal:
"En esa medida, el amor se adelanta siempre a la persona empíricamente dada esbozándole una imagen 'ideal' de valor, por así decir, imagen que, sin embargo, es captada como su 'verdadero' y 'real' existir y valer genuino, sólo que no dado todavía en el sentir [Fühlen]" (GW 7, 156).
Esta última precisión —lo de "no dado todavía en el sentir"— es de la mayor importancia, pues evita el error de pensar que el amor es una suerte de estado afectivo, una reacción emocional ante el valor fáctico del amado. Scheler reconoce que, en el caso típico que estamos considerando, el amor presupone la previa captación de alguna cualidad positiva en el objeto de nuestro amor (como su belleza, su
inteligencia o su generosidad), pues está claro que no solemos amar
a alguien en quien no apreciamos valor alguno. Pero ni la captación
de ese valor ni el estado afecdvo subsiguiente son todavía amor, como
prueba el hecho de que no amamos a todas las personas bellas o
inteligentes o generosas que nos salen al paso, sino sólo a unas pocas12. El amor propiamente dicho comienza cuando se inicia el movimiento que, dejando atrás los valores ya apreciados en la persona amada, se dirige a valores más altos, los de su yo ideal. A partir de ese momento, los valores inicialmente captados en el yo fáctico del amado desempeñan únicamente la función de fundamento de la totalidad estructural del movimiento del amor; sólo a este título son mentados (mitintendiert: GW 7, 156) por la intención amorosa.
Del mismo modo que no debe confundirse el amor con la captación emocional de un valor ya dado en la persona amada, tampoco debe interpretarse como captación emocional de los valores en que estriba su determinación individual. Estos valores son barruntados o adivinados por el amor, pero todavía no conocidos. Para que sean conocidos es preciso que intervengan sentimientos de valor (Fühlen von Werten) que "reconozcan" el terreno descubierto por la intención amorosa. Es en este sentido en el que Scheler atribuye al amor una labor pionera: es el movimiento que precede a los sentimientos de valor abriéndoles el ámbito axiológico en el que pueden desplegar su actividad cognoscitiva (cf. GW 2, 266s). Para destacar la diferencia entre amar y conocer emocionalmente, Scheler afirma que la intención del amor no se dirige a la dimensión cualitativa de los valores del yo ideal del amado, sino sólo a su superior altura13. Resumiendo podemos decir que, según esta teoría, el amor nace del conocimiento emocional de un valor (fáctico) y desemboca en el conocimiento de otros valores (ideales); pero él mismo no es un acto cognoscitivo, sino la apertura de un ámbito todavía inexplorado.

3. La "indiferencia" del amor
La concepción del amor amicitiae como movimiento hacia el perfil ideal del amado se ve confirmada, a juicio de Scheler, por un hecho tan común como revelador: la incapacidad del amante para justificar su amor14. Invitado a explicar por qué ama, el amante comenzará por encarecer las cualidades de la persona amada, por ejemplo su belleza, su bondad, su inteligencia, sus admirables logros, su conducta intachable. Pero este tipo de respuesta le dejará siempre un poso de insatisfacción. El amante siente claramente que no ha logrado lo que se proponía; nota que por las rendijas de su explicación se le ha escapado lo más decisivo, la individualidad del amado. Además, él conoce a muchas otras personas bellas, virtuosas e inteligentes, y sin embargo no siente por ellas lo mismo que por el amado. Pero si no se ama a una persona por sus buenas cualidades, ¿por qué se la ama?
En la perplejidad del amante, que no sabe decir por qué ama, ve Scheler un claro indicio de la verdad de su propia teoría del amor. Que el amante no sepa dar razón de su amor no se debe a cortedad suya, sino a que no es posible hacerlo. Y no es posible hacerlo porque el amor no es, como ya sabemos, un quedar prendado de los valores empíricos ya reconocidos en el amado, sino un movimiento hacia valores más altos que, por definición, no están aún dados al conocimiento emocional. No es que el amante genuino no aprecie los valores de que está revestida la persona fáctica del amado, sino que los aprecia sobre el trasfondo —por ahora sólo adivinado o barruntado— de los valores que conforman su perfil ideal. Sólo así queda garantizado que el amor se refiere a la persona en tanto que individuo. Es verdad que el ideal de valor en que estriba la individualidad del amado puede llegar a ser conocido, por ejemplo cuando el amado llega a encarnarlo merced a su progreso moral; pero ni siquiera entonces sería posible decir por qué se ama, ya que el amor, que es por esencia movimiento, se dirigiría entonces a nuevas cotas de perfección, superiores a las ya alcanzadas por el amado. Por lo mismo que el amor no acaba nunca su tarea, el amor es inexplicable15.
Al elaborar la idea de que el tipo de amor que estamos considerando se dirige al fondo último de la persona amada, a lo que hace de ella un individuo único, Scheler enuncia una tesis de aspecto paradójico, según la cual no se ama a una persona porque se aprecien los valores que ella encarna, sino que esos valores son apreciados por ser los de la persona amada. Y también en este caso son las dificultades en que se ve envuelto quien intenta justificar su amor las que arrojan luz sobre la paradoja propuesta. En efecto, quien acometa la tarea (imposible) de explicar su amor por una persona, no podrá hacer otra cosa que encarecer sus buenas cualidades. Pero cuando ya las haya enumerado todas caerá en la cuenta de que, en vez de realzar la valía de la persona amada, ha terminado haciéndola de menos, pues la ha reducido a la condición de mero "caso" — todo lo excelente que se quiera— de un concepto general de valor. Está claro que por esta vía no se llegará nunca a explicar lo que el amado tiene de único, aquello que lo hace insustituible. Más aún: un "amor" que se limitara a hacer homenaje a las cualidades positivas del amado no sería genuino amor, pues carecería del carácter incondicional o "absoluto" (GW 7, 167) de este sentimiento. Sería, en efecto, un amor inconstante, que se apagaría tan pronto como el amado perdiera las cualidades que lo hacen amable, por ejemplo cuando la enfermedad o la vejez mermaran sus facultades espirituales o su belleza. E incluso si esas cualidades se mantuvieran intactas, la persona amada sería reemplazada en el corazón del amante tan pronto como éste encontrara a otra persona que poseyera esas mismas cualidades, sólo que en mayor grado.
En cambio, la teoría scheleriana del amor, al sostener que el objeto primario del amor personal es el yo ideal del amado, refleja adecuadamente el hecho de que el amado sea insustituible y permite entender asimismo que este género de amor no se vea afectado por los cambios que se registran en el amado. La persona amada es amada con sus defectos y limitaciones (antiguas o sobrevenidas), pues éstas forman parte del yo empírico, el cual, según sabemos, es un momento estructural del movimiento del amor: su punto de partida. El punto de llegada, el verdadero foco del amor, es el yo ideal, la idea eterna que la sabiduría divina se ha hecho de un hombre al crearlo. Como el amor está tensado hacia esta idea, la cual es inmutable16, no le afectan las vicisitudes empíricas del amado. Pero no porque el amor ignore estas vicisitudes; antes bien, sólo quien ama aprecia en su justa medida la valía fáctica del amado, es decir, la distancia que lo separa del ideal que está llamado a realizar. Scheler insistirá a menudo en que el amor, lejos de volvernos ciegos a la verdad y empujarnos a atribuir al amado perfecciones inexistentes —recuérdese la teoría de la "cristalización" formulada por Stendhal—, es fuente de lucidez. Quien ama conoce inmejorablemente las virtudes del amado; pero no lo ama porque las conoce, sino que las conoce porque lo ama. Y lo mismo vale de los defectos.
No se ama menos a quien se apartada de su verdadera vocación que a quien la cumple en gran medida. En esto consiste la paradójica "indiferencia" del amor (GW 7, 146). Y es justamente esta indiferencia la que lleva a Scheler a oponerse a la venerable tradición de raíz platónica que entiende el amor como un deseo. A esa tradición pertenece, por ejemplo, la tantas veces citada definición de Lorenzo el Magnífico, según la cual el amor es "un apetito de belleza". Esta confusión se ve favorecida, primero, por el hecho de que también los deseos —como todas las vivencias de orden tendencial— tienen la índole de un movimiento; segundo, porque el amor suele ir asociado a deseos —de cercanía, por ejemplo, o de mejora del amado—. Sin embargo, la caracterización del amor propuesta por Scheler permite reconocer fácilmente las diferencias entre estas dos vivencias. El movimiento desiderativo se dirige a un objeto todavía ausente, un objeto que aspiramos a ver realizado. Por eso el deseo no puede ser indiferente: quien desea vive en la inquietud (GW 7, 153), en la zozobra de que su objeto pudiera no alcanzarse. Alcanzado éste, el deseo queda satisfecho, la sed se apaga. El amor, en cambio, no aspira a realizar nada, pues su objeto, la "determinación individual" del amado, es ya siempre una realidad. Como esta realidad no es susceptible de cambio, como no puede perderse o ganarse, el amor no vive en la inquietud, sino en la indiferencia. Además, cuando vemos que el yo fáctico del amado se aproxima a su yo ideal, el amor por él no se apaga, sino que crece: nos hace apreciar en mayor medida los valores que ahora encarna y nos lleva a ahondar en su individualidad, en un movimiento que le propone nuevas metas de perfección.
Lo dicho explica la enemiga de Scheler contra toda interpretación pedagógica del amor —de nuevo una doctrina de resonancias platónicas—. Nada tan natural como desear la mejora de la persona amada y estar dispuesto a prestarle ayuda en este sentido, por ejemplo señalándole la dirección en la que debe encaminar sus esfuerzos. Pero hemos aprendido que este deseo es sólo una consecuencia del amor y no amor propiamente dicho. Más aún: si ese deseo, tan legítimo y natural, se hiciera imperioso y cobrara tanto protagonismo como para dominar y condicionar la relación de los amantes, sería un claro síntoma de falta de amor. Revelaría que el amante está demasiado pendiente del yo fáctico del amado y, por lo mismo, olvidado de su yo ideal, de su individualidad. Quien escudriña el yo fáctico en busca de motivos para amar, no ama verdaderamente. Está poniendo condiciones para amar, siendo así que el amor es incondicional o no es amor.

4. El problema del modo de donación de la persona en el amor
El amor amicitiae se dirige a la individualidad del amado, la cual estriba en una "imagen ideal de valor" que lo distingue de cualquier otra persona. Hemos visto que la intención amorosa no puede ser interpretada como una mera reacción emocional a una imagen de valor previamente captada, ya que es precisamente el amor el que hace posible que esa imagen se capte luego emocionalmente. A esta ulterior captación se refiere Scheler en una ocasión con la expresión "ver a través del amor":
"La esencia de la individualidad ajena, que es indescriptible y nunca se agota en conceptos ("individuum ineffabile"), destaca pura e íntegramente sólo en el amor o en el ver a través del amor" (GW 7,163)17.
En otro lugar Scheler afirma que el perfil ideal de valor de la persona amada comparece "al término" del movimiento amoroso, excluyendo de esta manera que pudiera ser conocido de antemano:
"El valor superior mismo de que se trata en el amor no está 'dado' previamente en modo alguno, sino que se abre [erschliesst sich] por vez primera en el movimiento del amor —a su término, por así decir—" (GW 7, 161).
El amor es, según esto, la única vía de acceso a la individualidad personal. Scheler está persuadido de que la persona nunca puede estar dada como objeto de conocimiento. El aspecto externo de un hombre me está dado como objeto de la percepción. También tengo acceso a sus vivencias vitales y a las funciones que integran su esfera psíquica en virtud de los "fenómenos expresivos" involuntarios, como cuando el rostro de una persona revela su cansancio o su desánimo. La esfera personal, en cambio, se sustrae a este tipo de conocimiento:
"Las manifestaciones expresivas automáticas (involuntarias) en cuanto tales alcanzan como fundamentos cognoscitivos sólo hasta el contenido del específico yo vital y anímico del hombre, pero no hasta el conocimiento y comprensión [Verstehen] de los actos noéticos de su persona" (GW 7, 110).
Pero esto no quiere decir que nos esté vedado por principio el acceso a la existencia espiritual de los otros. Sólo que ese acceso está condicionado, según Scheler, por un previo abrirse o manifestarse voluntariamente de la otra persona mediante el lenguaje. La persona puede callar y, en esa medida, ocultarse. Pero también puede dirigirme la palabra haciendo posible la "comprensión" [Verstehen] de sus actos espirituales. En el curso de una conversación normal conduzco mi pensamiento en la dirección que le marcan las palabras de mi interlocutor, les doy el sentido que él les está dando y, de este modo, participo en alguna medida de su propia vida. Además, esta misma vida puede ser el objeto a que se refieren sus palabras, pues él me puede comunicar, por ejemplo, sus más íntimos sentimientos18.
Podría parecer que Scheler se contradice, pues si por una parte afirma que el amor es la única vía de acceso a la persona, por otra reconoce que merced al lenguaje —^y con independencia de si nuestro interlocutor es amado o no— accedemos a múltiples aspectos de su existencia espiritual. Pero no hay tal contradicción. Tengamos en cuenta que lo que el lenguaje y los fenómenos expresivos involuntarios ponen ante nuestros ojos es únicamente el yo fáctico de la persona: lo que ella piensa, apetece, espera. En el mejor de los casos, por ese camino podríamos llegar a conocer lo que antes hemos denominado el ordo amoris fáctico de una persona, es decir, el sistema de preferencias que de hecho rige su existencia. Pero la tesis de que sólo el amor accede a la persona no se refiere a este nivel de la vida personal, sino al ordo amoris normativo, a la "determinación individual" que hace de la persona un ser único.
Con esto llegamos a un difícil problema. Puesto que el amor amicitiae es un movimiento que se dirige a la individualidad del amado, ésta ha de estar "dada" de alguna manera en el amor. Sabemos que no está dada como objeto. ¿Cómo entonces? Scheler alude a esta cuestión en dos lugares en Esencia y formas de la simpatía. El primero dice así:
"El amor se adelanta siempre a la persona empíricamente dada esbozándole una imagen 'ideal' de valor, por así decir, imagen que, sin embargo, es captada como su 'verdadero' y 'real' existir y valer genuino, sólo que no dado todavía en el sentir [Fühlen]. Esta 'imagen de valor' está 'apuntada' [angelegt] en los valores ya dados empíricamente en el sentir —y sólo en la medida en que está apuntada en ellos, no tiene lugar ningún 'introducir', proyectar 'endopático', etc., ni por tanto ningún llamarse a engaño—, y sin embargo no está contenida empíricamente en ellos, a no ser como 'determinación' y exigencia objetivamente ideal de llegar a ser un todo aún más bello y mejor" (GW 7, 156s).
Este texto tiene el mérito de plantear con toda nitidez el problema señalado, pero no llega a ofrecer una solución satisfactoria. Está claro que el perfil ideal de la persona amada ha de ser de algún modo aludido por la intención amorosa, pues de lo contrario no se estaría amando a esta persona concreta. Y también está claro que los valores que conforman ese perfil ideal no pueden estar dados ya empíricamente en el sentir, pues, como se explicó más arriba, esto es incompatible con la incondicionalidad del amor. Por eso afirma Scheler que la imagen ideal de valor está únicamente apuntada o sugerida —lo cual concuerda, por cierto, con la idea ya expuesta de que en el amor está dada la dirección hacia un valor más alto, pero sin que éste esté definido cualitativamente—. Sin embargo, la dificultad principal sigue en pie, pues no se llega a explicar exactamente cómo "asoma" la imagen ideal de valor por detrás de la imagen empírica; no se explica cómo se accede al fondo último de la persona amada.
El segundo pasaje es más explícito al respecto:
"La persona sólo puede serme dada al 'co-ejecutar' yo sus mismos actos [indem ich ihre Akte "mitvollziehe"]: cognoscitivamente en el 'comprender' y 'revivir', moralmente en el 'seguimiento' [Gefolgschafi]. El núcleo moral de la persona de Jesús, por ejemplo, sólo está dado a uno: su discípulo" (GW 7, 168s).
Pero tampoco esta respuesta es satisfactoria. Hemos aprendido antes que el comprender y revivir da noticia únicamente del yo fáctico, dejando intacto en cambio el yo ideal en el que estriba la individualidad. En cuanto al seguimiento, se trata de una experiencia demasiado excepcional como para ser la clave del acceso a la individualidad. Si lo fuera, sólo nos estaría dada la personalidad de los modelos máximos de humanidad, pues sólo a ellos podemos seguirlos o imitarlos reproduciendo en nuestro corazón el amor con que ellos aman. Y, a la inversa, nuestro "amor" por las personas normales y corrientes no sería verdadero amor, pues en este sentimiento no estaría dada la individualidad de esas personas, por hipótesis sólo accesible mediante el seguimiento.
En vano buscaremos en Esencia y formas de la simpatía otros textos que aclaren el modo como el amor accede a la determinación individual del amado. En cambio, el ensayo Ordo amoris ofrece una explicación interesante:
"Ciertamente, constituye un problema aparte el modo de donación de la materia especial, del contenido peculiar de la determinación individual, que sólo se nos revela merced a los actos de autoconocimiento en sentido socrático. No hay una imagen positiva y determinada de ella, menos aún una ley formulable. Sólo en el barruntar [Spüren] repetido cada vez que nos apartamos de ella, cada vez que cedemos a 'falsas tendencias' en el sentido de Goethe, y por decirlo así en las líneas delimitadoras que unen posteriormente los puntos donde se han producido esos barruntos [Spürpunkte] hasta hacer de ellos un todo, una figura de la persona, se destaca la imagen de nuestra determinación" (GW 10, 354).
Según esto, lo que hemos llamado el yo ideal de un hombre no estaría dado desde un principio como una meta claramente definida, sino sólo tras un largo proceso de tanteos. Al conocimiento de uno mismo se accede por una vía negativa: cada vez que elijo el camino equivocado, "noto" que me he apartado de mi verdadera vocación19. Pero demos un paso más. Si unimos esta sugerente doctrina con la tesis de que sólo el amor accede al fondo individual de la persona, se sigue que el acto espiritual que capta la discrepancia entre el yo fáctico y el yo ideal es precisamente el amor. Él alumbraría el camino del autoconocimiento a fuerza de denunciar las imágenes equivocadas que nos hacemos de nosotros mismos.
Por más que esta idea sea sugerente, plantea un grave problema. Scheler ha insistido en que el amor sólo es verdadero amor si se refiere a la individualidad del amado, y esto le ha llevado a preguntarse de qué modo está dada esa individualidad en el amor. Y ahora resulta que la individualidad del amado no está dada, sino que se va revelando en un largo proceso cuyo éxito ni siquiera está garantizado. En consecuencia, sólo se podría hablar de amor en las fases más avanzadas de ese proceso, en las cuales el yo ideal del amado empezaría a cobrar un perfil definido, un perfil capaz de distinguir a este individuo de cualquier otro. Dicho de otro modo, sólo seríamos capaces de amar al hombre excelente que se aproxima mucho a su vocación verdadera. ¿No está esto en flagrante contradicción con la doctrina, antes expuesta, de la "indiferencia" del amor?
Podría replicarse que si lo propio del amor es captar el desajuste entre el yo empírico y la determinación individual, ambas cosas tienen que estar dadas en alguna medida a quien ama. Pero esto no soluciona el problema, pues queda dicho que la determinación individual no pasa de ser "barruntada" por quien ama, y un barrunto es una noticia demasiado imprecisa como para aludir al amado como individuo.
Nuestra opinión es que las dificultades a las que se enfrenta Scheler en este punto nacen del fuerte dualismo que impregna su concepción antropológica. En sus obras se opera siempre con la distinción entre espíritu y vida, pero no se termina de explicar cómo se relacionan e integran en el hombre esos dos principios heterogéneos. Como, por otra parte, Scheler identifica a la persona con su nivel espiritual, excluye a limine la posibilidad de que el nivel corporal y el psíquico contribuyan a determinar la individualidad del hombre, y con ello hace extremadamente difícil explicar cómo está dado el individuo amado en el amor personal.

5. Las formas del amor
En las páginas precedentes nos hemos ocupado con detenimiento del amor amicitiae debido a que en este sentimiento se aprecia con especial nitidez, según Scheler, la esencia genérica del amor: su condición de movimiento hacia valores más altos que los ya encarnados por el objeto amado. Pero debemos recordar que no todo amor es amor personal. Teniendo esto presente, ahora pasaremos a estudiar la clasificación propuesta por Scheler de las "formas" del amor, que es como él denomina a las especies en que se divide el género amor. En seguida tendremos ocasión de comprobar que dicha clasificación presenta muchos aspectos discutibles.
Dijimos más arriba que el sentimiento amoroso se especifica cualitativamente tanto por su meta (la variedad de objetos a los que se dirige)20 como por su origen (la dimensión concreta de la subjetividad en la que brota). Conviene añadir que, según Scheler, esas dos especificaciones son en realidad correlativas. Esto significa que cada uno de los tres grandes tipos en que se divide el amor atendiendo a su origen —espiritual, psíquico y vital—, se refiere necesariamente a objetos de una determinada clase, y más concretamente a bienes que poseen un determinado tipo de valor. Dicho con palabras del propio Scheler:
"Aunque los actos vitales, psíquicos y espirituales sean distintos en sí mismos ya como actos y sean vividos de distinta manera (no sólo en relación con sus portadores), con todo están esencialmente ligados a estos portadores, 'cuerpo', 'yo' y 'persona'. Al mismo tiempo, estas formas de actos emocionales están asimismo ligadas esencialmente a determinadas clases de valores como correlatos noemáticos suyos: los actos vitales a los valores de lo 'noble' y 'vil' o 'malo', los actos anímicos a los valores del conocimiento y de lo bello (valores culturales), los actos espirituales a los valores de lo santo (y profano)" (GW 7, 170).
Este texto conviene leerlo junto con otro un poco posterior en el que la peculiaridad de cada forma de amor es destacada con ayuda de ejemplos:
"Hablamos, en primer lugar, de 'amor' en aquel sentido elevadísimo en el que se toma la palabra por ejemplo en los sermones de Buda o en los Evangelios, por ejemplo en la frase 'ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a si mismo'. Si intentamos representarnos intuitivamente ese amor, tendremos ante los ojos las más nobles y santas figuras de la historia de la humanidad. En segundo lugar, usamos esa palabra, por ejemplo, en las expresiones compuestas 'amor a los amigos', 'amor conyugal', 'amor paternal o fraterno', casos todos en los cuales se alude también al amor anímico [beseelte Liebe] a otros individuos. Por último, utilizamos la palabra 'amor', sin añadidos, como designación de la pasión amorosa entre hombre y mujer" (GW7, 172).
La idea formulada en el primer texto resulta, de entrada, sugerente. Parece natural pensar que el amor que nace, digamos, del centro personal del hombre haya de dirigirse, no a objetos cualesquiera, sino necesariamente a objetos que condigan con ese origen. Y también parece acertado suponer que el factor que determina si un objeto es susceptible de ser amado con cierta clase de amor es el tipo de valor portado por el objeto; pues parece claro que en ningún caso es posible amar un objeto en el que no se advierte valor alguno. Pero comprobaremos en seguida que aunque la doctrina expuesta por Scheler sea atractiva en términos generales, su elaboración concreta resulta muy problemática.
Lo de menos es que, para aludir a los objetos susceptibles de amor vital, se hable de lo noble [edel] y lo vil [gemein]. El lector habitual de Scheler sabe que estos términos, que podrían sonar extraños a nuestros oídos en el presente contexto, son los utilizados comúnmente por el filósofo para referirse a los valores vitales en general. Captamos emocionalmente la salud o la enfermedad de un organismo (por ejemplo nuestro propio cuerpo), lo notamos lleno de vigor o sumido en la languidez, advertimos que su vida traza una curva ascendente o descendente. Lo que el percibir emocional [Fühlen] aprecia en todos estos casos son justamente valores vitales. Al elegir los términos noble y vil para referirse en general a los valores de este orden, Scheler parece orientarse sobre todo por aquellos casos en que el aspecto y las reacciones de un ser vivo (por ejemplo, la "estampa" de un animal) revelan que es un magnífico ejemplar de su especie. Así se indica en una nota al texto de El formalismo en que se presentan las grandes modalidades de valor:
"'Noble' y su contrario se aplican también en el idioma sobre todo a valores vitales ('noble corcel', 'árbol noble', 'raza noble', 'nobleza de sangre' [Adel], etc.)" (GW2, 123 Anm.2).
Tampoco sorprenderá al lector habitual de Scheler el hecho de que nuestro filósofo proponga la pasión amorosa entre varón y mujer como ejemplo típico de amor vital. Sin entrar a valorar esta opinión, cosa que esperamos hacer en otro trabajo, debemos recordar que en la interpretación scheleriana de este fenómeno pesa mucho la conocida opinión de Schopenhauer, que ve en esta forma de amor una añagaza del "genio de la especie", el cual no se cura del perfil espiritual del ser amado, sino que busca únicamente la mejora vital de la humanidad.
Más problemática es la tesis de que el amor espiritual se refiere siempre a objetos que portan valores pertenecientes a la modalidad de lo santo. La dificultad estriba en que la aplicación rigurosa de este criterio supone una restricción injustificada del círculo de los objetos susceptibles de amor espiritual. Téngase en cuenta que los valores de lo santo son los portados por los correlatos del acto religioso, el cual se refiere ya a la divinidad, ya a alguna persona u objeto que guarde con la divinidad una relación dada a la intuición (como un hombre santo, un texto sagrado o un lugar consagrado al culto). Según esto, todos los actos de amor espiritual habrían de ser vivencias específicamente religiosas, como ya sugiere el que Scheler utilice en alguna ocasión como sinónimas las expresiones "amor espiritual" y "amor santo" (cfr. GW 7, 180s) y se refiera por extenso a san Francisco de Asís como figura representativa de este género de amor (cf. GW 1, 182s). Sin embargo, a todos nos consta que es posible amar a personas sin necesidad de apreciar en su perfil ideal el valor, ciertamente excepcional, de la santidad. El amor en cuestión sería sin duda amor espiritual, pese a no dirigirse a un objeto religioso (es decir, a un objeto revestido del valor de lo santo). El que un caso tan frecuente como éste no pueda, en rigor, ser considerado por Scheler como ejemplo de genuino amor espiritual parece constituir un grave déficit de su teoría. Pero antes de pronunciarnos definitivamente, hemos de considerar dos posibles réplicas a la objeción que acabamos de formular.
(1) En primer lugar, podría alegarse que la vocación a la santidad pertenece a la determinación individual de todo ser humano. Téngase en cuenta que la constelación de valores en que consiste el perfil ideal de cada ser humano contiene, además de valores propios de esa persona (responsables últimos de su individualidad), valores compartidos por todas las personas. Entre estos últimos se cuentan los valores de lo santo, que fundan el deber incondicionado de situar a Dios en el "lugar absoluto" que sólo él merece. Según esto, nadie es fiel a su verdadera vocación personal a menos que ame a Dios sobre todas las cosas. Y como el amor a la persona es, según sabemos, amor a la determinación individual, no amará verdaderamente a una persona quien no ame la santidad que está llamada a encarnar21.
Pese a su indudable interés, este argumento parece insuficiente para justificar la identificación de amor personal y amor al valor de lo santo, pues se aparta demasiado del modo como el acto de amar es vivido en múltiples casos por el sujeto que ama. Pensemos, por ejemplo, en una persona carente de fe religiosa. Si le decimos que el amor que siente por sus hijos es amor a la santidad que ellos podrían alcanzar, reaccionará con la mayor extrañeza. Si es un ateo convencido, lo negará tajantemente. Si es simplemente agnóstico o indiferente en materia religiosa, concederá a lo sumo que ésa es una implicación objetiva del amor personal —supuesto, claro está, que Dios exista, cuestión sobre la que él no se pronuncia—; pero negará que dicha implicación esté dada en el sentido subjetivo que él da a su acto de amar. ¿Y no es ese sentido subjetivo el que hemos de tener en cuenta a la hora de clasificar las formas del amor?
(2) En segundo lugar, podría alegarse que toda persona, en tanto que icono de Dios, posee una cierta "santidad". Es a esta santidad especial a la que se alude cuando, en un lenguaje ya secularizado, se habla de la dignidad humana y del deber incondicionado de respetarla (o, correlativamente, de los derechos que ella trae aparejados). Si se admite esto, habrá que concluir que el amor a las personas es, en todos los casos, un acto de índole religiosa. Esto es lo que parece sugerir Scheler cuando propone el amor al prójimo como ejemplo de amor espiritual. Como enseña la parábola del buen samaritano, el amor al prójimo no hace distinciones, sino que se dirige a cualquier persona necesitada que las circunstancias de la vida pongan en nuestro camino. El hombre maltratado por los ladrones es simplemente alguien que necesita ayuda, no una persona cuya identidad fuera conocida de antemano por el hombre que bajaba de Jericó. Este género de amor atiende únicamente a la condición personal que el herido comparte con cualquier otro hombre, a su "santidad" en el sentido señalado, brindando apoyo a la identificación scheleriana de amor espiritual y amor a lo santo.
Pero tampoco este argumento parece suficiente, pues es evidente que no todos los actos de amor a personas concretas son asimilables al amor al prójimo así entendido. Pensemos en el amor amicitiae, tal como lo hemos descrito en las páginas precedentes. No amamos a nuestros amigos con un amor genérico, un amor que adenda únicamente a su condición de seres personales; de lo contrario amaríamos a todos los seres humanos del mismo modo y en la misma medida, pues todos son igualmente personas. Antes bien, a nuestros amigos los amamos como individuos únicos, los amamos con un amor que atiende a su irrepetible identidad personal.

6. El amor anímico
Scheler intenta zafarse de la dificultad que acabamos de plantear situando en la esfera del amor anímico los casos de amor amicitiae que han dado pie a nuestra objeción. El amor a los amigos o el amor conyugal son citados por él, en efecto, como ejemplos de amor anímico. Para comprobar que esto es un paso en falso, hemos de reparar en la naturaleza de este género de amor. Y para ello es imprescindible que recordemos, siquiera brevemente, la distinción que hace Scheler entre el "yo" y la "persona" (cf. sobre todo GW 2, 382-392).
En la terminología de Scheler, el yo es el objeto de la percepción interna. Las vivencias que integran el yo pertenecen al género de las "funciones", como el ver, el oír, el atender, el advertir o el sentimiento vital. Puesto que a los animales superiores les atribuimos asimismo este tipo de vivencias, también a ellos debemos reconocerles un yo. La persona, en cambio, nunca es objeto; ella vive en sus "actos", es decir, en vivencias de orden espiritual como el razonamiento, la volición o la captación emocional de los valores superiores. Sólo los seres espirituales, como el hombre, son personas en el sentido que da Scheler a esta palabra.
De acuerdo con esta distinción, Scheler sostiene que el objeto del amor anímico no es la persona, sino el yo del ser amado. Dicho con más precisión, el objeto del amor anímico es el carácter (Charakter: cf. GW 2, 476s), es decir, el conjunto de disposiciones heredadas o adquiridas que se manifiestan en la conducta y las reacciones espontáneas de un hombre. A menudo sentimos afecto por alguien debido a cosas tales como su simpatía, su amabilidad, su mansedumbre, o quizá por la amenidad de su conversación. Es verdad que el lenguaje corriente suele reservar el término amor para fenómenos de la esfera espiritual o de la vital, mientras que en los casos que ahora estamos considerando se emplean preferentemente otras expresiones (como cuando decimos de alguien que nos es simpático o nos cae bien, o cuando celebramos su buen carácter); pero no cabe duda de que cuando Scheler habla de amor anímico tiene a la vista fenómenos con los que todos estamos familiarizados.
Más discutible es la tesis de que el amor anímico se refiere necesariamente a objetos portadores de "valores culturales". Es verdad que solemos hacer un alto aprecio de cosas tales como la amplitud de conocimientos o las buenas maneras, y que esos bienes son de naturaleza específicamente cultural; pero también es cierto que muchas otras cualidades que apreciamos en nuestros semejantes las otorga la naturaleza y no la cultura. A esto cabría replicar que Scheler menciona en este contexto, además de los valores del conocimiento, los valores de lo bello; inspirándonos en el "alma bella" del romanticismo, podemos dar a la palabra belleza un sentido muy amplio que abarque cuanto de valioso hay en el carácter de un hombre, por ejemplo su amabilidad en el trato o su simpatía natural. Pero esto privaría al término de la precisión (y por tanto de la utilidad) que cabe exigirle en el presente contexto, y de hecho es contrario al proceder habitual de Scheler, quien suele entender por belleza una cualidad estética presente en un objeto dotado de plasticidad intuitiva (cf. GW2, 103 y 124), como cuando hablamos de una escultura bella o de un paisaje bello22.
Pero debemos dirigir ya nuestra atención al principal defecto de la concepción scheleriana del amor anímico, que consiste, según se ha dicho, en haber situado en este terreno el amor amicitiae. Que esto es un paso en falso, se echa de ver con sólo recordar la decisiva distinción entre el yo y la persona. Puesto que el amor anímico se refiere exclusivamente al yo, al interpretar el amor amicitiae como un caso de amor anímico se está afirmando que las formas más intensas de amor —pensemos en el amor entre los amigos más íntimos o entre los cónyuges mejor avenidos— no tienen como polo objetivo a la persona amada.
La idea de que el amor amicitiae no es propiamente amor entre personas es quizá demasiado extraña como para merecer una refutación detenida. Consideremos, sin embargo, algunos de sus principales inconvenientes. Uno muy visible es que, una vez aceptada esa idea, no se puede dar cuenta de la incondicionalidad del amor. En efecto, si el amor que uno siente por su amigo más querido no se dirige a él en tanto que individuo único e irrepetible (ya que la verdadera individuación se da en el nivel personal), sino que se funda en los rasgos positivos de su yo (como su carácter simpático o amable), entonces no se ve por qué no habríamos de desviar nuestro sentimiento amoroso hacia cualquier otro individuo tan pronto como advirtiéramos que presenta esos mismos rasgos favorables en igual o mayor medida que nuestro amigo. Otro defecto de la interpretación criticada es que, supuesta su verdad, entre el amor que uno siente por su mejor amigo y el que siente por su animal de compañía sólo habría una diferencia de grado, pues también el animal tiene un yo en el que cabe encontrar rasgos amables. Pero quizá nada refuta tan concluyentemente la posición criticada como el hecho indudable de que cabe amar con amor amicitiae a una persona cuyo yo nos es profundamente desagradable. Por más desabrido que sea el carácter de una persona, por pesada, ignorante o falta de gracia que sea, sus padres suelen amarla. No es que ignoren los defectos del hijo o los encubran con falsas cualidades fantaseadas por ellos (aunque esto también pueda darse), sino que el amor se encamina certero al fondo personal del hijo, dejando atrás su carácter psicológico.
Sin duda el propio Scheler ha sido consciente de las dificultades aparejadas a su caracterización del amor anímico. Así lo da a entender el hecho de que, salvo en las páginas de Esencia y formas de la simpatía que venimos comentando, apenas se refiera en sus obras a esta forma de amor, mientras que del amor espiritual y el amor vital se ocupa en numerosas ocasiones. El lector de Scheler tiene motivos para preguntarse si los sentimientos de simpatía o afinidad que despierta en nosotros el "yo" de otro ser humano merecen ser considerados genuinos fenómenos de amor.

Notas
1. Citaremos siempre a Scheler por los Gesammelte Werke, editados por María Scheler y Manfred Frings, con indicación de volumen y página.
2. Véase, por ejemplo, el texto de 1927 titulado Eros (GW 12, 232-238). Sobre estas páginas puede leerse con aprovechamiento el trabajo de G. Cusinato, Eros und Agape bei Scheler, en C. Berímes, W. Henckmam, J H . Leonardy (Hrsg.), Vernunft und Gefühl. Schelers Phänomenologie des emotionalen Lebens (Würzburg, Königshausen & Neumann Verlag, 2003) 93-109.
3. Los principales trabajos sobre este aspecto central de la filosofía de Scheler publicados hasta ahora son: A. Plack, Die Stellung der Liebe in der materialen Wertethik (Landshut, 1962) esp. 23-117; H. Leonardy, Liebe und Person (The Hague, 1976) esp. 69-114; y M. Gabel, Intentionalität des Geistes (Leipzig, 1991) esp. 209-238.
4. No faltan textos del propio Scheler que avalan nuestro modo de proceder. Es muy elocuente, por ejemplo, un pasaje del Nachlass en el que, en el curso de una indagación "estrictamente ontológica" sobre la naturaleza de la apertura originaria del espíritu humano, Scheler asegura haber "meditado largamente sobre qué nombre cabría dar" a dicha apertura, para a continuación confesar que "no sabría darle otro nombre que el de amor en el sentido más formal posible" (GW 11, 243; cf los lugares paralelos GW 8, 204 y GW 9, 113). Estos pasajes revelan que el sentido de la palabra amor, como término técnico con él que designar "la esencia de lo 'intencional'" (loc. cit.), es un derivado analógico del sentido más propio de esta palabra.
5. Confiamos en publicar dentro de no mucho tiempo una amplia monografía en la que se exponga y discuta la teoría scheleriana del amor en su conjunto. Sirva el presente ensayo como anticipo de esa obra, en la que, por vía de contraste, aparecerán los lineamentos de una concepción alternativa que, si bien asume importantes porciones de la teoría scheleriana del amor, rechaza decididamente otras.
6. En cambio, como queda dicho, no existe el amor sensible. Apreciamos el valor de los bienes sensibles y nos recreamos en ellos, claro que sí, pero no podemos amarlos. Esta imposibilidad destaca con particular nitidez en los casos en que, atentos únicamente al valor hedónico de un objeto, olvidamos otros valores suyos más elevados: "Una actitud puramente 'sensual', por ejemplo hacia un ser humano, es a la vez una actitud absolutamente fría y carente de amor. Pone necesariamente al otro al servicio del propio sentir sensible, de su uso y —a lo sumo— de su disfrute. Pero una actitud semejante es completamente incompatible con toda clase de intención amorosa dirigida al otro en tanto que otro" (GW 7, 171).
7. Cf. J. Ortega Y Gasset, Estudios sobre el amor, en Obras completas, vol. S (Madrid, 1983) 549-626; A. Pfänder, Zur Psychologie der Gesinnungen (Halle, 1913-16).
8. En un pasaje se refiere al amor personal como "afirmación espiritual de la individualidad psíquica del otro" (GW 7, 47); en otro lugar se habla de "afirmación emocional, cálida y sin reservas" (GW 7, 81).
9. Cf. para lo que sigue las primeras páginas del ensayo Ordo amoris (GW 10, 345-376).
10. En Amor y conocimiento se define la salvación como "unidad inseparable de perfecta bondad personal y bienaventuranza" (GW 6, 94).
11. En Amor y conocimiento se afirma que para Platón "los valores positivos de las cosas que existen son meras funciones de la plenitud ondea contenida en ellas, mientras que los valores negativos 'malvado', 'malo', 'feo', etc. se reducen a falta de ser, al me on y la mezcla con él" (GW 6, 82).
12. La "exclusividad" del amor no sólo impide confundirlo con un estado afectivo, sino que nos enseña que los "celos" son una dimensión constitutiva de este sentimiento, como ha visto sabiamente el pensador ruso Pavel Elorenski: P. Elorenski, La columna y fundamento de la verdad. Ensayo de teodicea ortodoxa en doce cartas (Salamanca, 2010) última carta. Lo cual no supone negar que los celos puedan llegar a constituir un grave defecto o incluso una manifestación patológica.
13. "Sólo la dirección hacia un ser-más-alto (determinado de forma cualitativamente cambiante) del valor se halla necesariamente en el amor" (GW 7, 161).
14. Recuérdese la razón que aduce Montaigne de su amistad con Étienne de la Boétie: "Parce que c'était lui; parce que c'était moi" (cf. Essais I, 28).
15. En el ensayo Ordo amoris se lee en este sentido: "la satisfacción que experimenta el amante [...] hace que el rayo visual del movimiento del amor avizore siempre un poco más allá de lo dado. Precisamente así el movimiento despliega [...] a la persona, de forma por principio ilimitada, en la dirección de idealidad y perfección que le es peculiar"; y poco después se insiste en que el movimiento del amor es un "proceso esencialmente interminable" (GW 10, 358s).
16. "Por el contrario, la determinación individuales una esencia de valor en sí misma intemporal en la forma de impersonalidad' ( GW 10, 353).
17. Aunque este texto en particular se refiera al amor como revelador de la "individualidad ajena", Scheler no cree que el amor sea necesariamente un acto social. Existe, a su juicio, un legítimo "amor a uno mismo" en tanto que persona que nada tiene que ver con el egoísmo.
18. Añadamos que, en los pasajes de Esencia y formas de la simpatía que estamos considerando, Scheler se queda corto al presentar las vías de acceso a la intimidad del otro. Primero, porque, contra lo que ahí se sostiene, algunos fenómenos expresivos involuntarios sí dan a conocer vivencias espirituales. Un mínimo gesto incontrolado, una determinada entonación de la voz, revelan muchas veces la verdadera intención de una persona mucho mejor que sus palabras. (De hecho, así lo reconoce el propio Scheler en El formalismo: GW2, 131.) Segundo, porque el silencio tenaz de quien no desea abrirse revela al menos su decisión de no mostrarse, la cual es sin duda un acto espiritual.
19. En esta noticia tiene parte, sin duda, el sentimiento de desdicha que tiñe la vida de quien no es fiel a sí mismo. Cf. la teoría de la felicidad propuesta en El formalismo (GW 2, 346-369).
20. Los hombres aman muchas cosas distintas, pero quizá no tantas como sugiere el lenguaje corriente. Ya vimos que Scheler niega que exista el amor a los bienes sensibles, por ejemplo una comida predilecta, por más que algunas lenguas, como la inglesa o la francesa, empleen con frecuencia el verbo amar para encarecer nuestra estima por esos bienes. Más original es su tesis de que tampoco es posible "amar el bien". Si por amar el bien se entiende amar la bondad moral en general, la imposibilidad se debe a que el amor y el odio genuinos no se refieren a ideas de valor, sino a seres concretos que portan valores. Pero tampoco cabe amar la bondad moral in concreto, pues lo amado por este presunto amor habría de ser o la bondad del propio sujeto que ama, o la bondad de otra persona. En el primer caso se incurriría en fariseísmo: quien ama su propia bondad reduce a su prójimo a mera ocasión para el aumento de su propia estatura moral, con lo que resulta que ni ama verdaderamente a su prójimo ni es verdaderamente bueno (ya que el amor es el más originario portador del valor moral); en consecuencia, estaría amando una cualidad que en realidad no posee. Para mostrar la imposibilidad del segundo caso, Scheler apela a su doctrina de la solidaridad moral, según la cual todos somos en parte responsables de la bondad o maldad de nuestros semejantes. Quien ama la bondad moral de una persona, odiará la maldad que advierte en otra. Como el amor engendra amor y el odio engendra odio, al odiar al malo le ayudo a hundirse aún más en su maldad. Sin duda, esta actitud no es la propia de un hombre que verdaderamente ama. Mencionemos por último que la forma suprema del amor a Dios no consiste, siempre según Scheler, en amarlo como sumamente bueno, sino en conformarnos con él replicando en nuestro corazón el amor infinito en que estriba su infinita bondad: amare in Deo. La conclusión de todo lo dicho la expresa Scheler con estas palabras: "En consecuencia, sólo hay una relación moral fundamental entre los 'buenos': el seguimiento mediante la imitación y el amor compartido" ( GW 7, 166).
21. Por cierto que esta interpretación del pensamiento de Scheler se ve favorecida por el parentesco lingüístico de las palabras "salvación" (Heit) y "santidad" (Heiligkeit). Recuérdese que "salvación" es otro de los nombres de la determinación individual, de modo que Scheler puede describir el amor personal como "amor a la 'salvación del otro'" (GW 7, 171).
22. A estas alturas ha de resultar evidente que algunas de las dificultades con que está gravada la tipología del amor que estamos discutiendo se deben a que Scheler oscila entre dos criterios de clasificación que él cree equivalentes. Uno de los criterios lo aporta la doctrina scheleriana de las modalidades de valor. Se recordará que esta doctrina distingue cuatro grandes modalidades: los valores de lo santo, los espirituales, los vitales y los de lo agradable. Como no existe el amor a los bienes meramente agradables, Scheler fija su atención en las otras tres modalidades, y da en pensar que son correlativas a las tres formas de amor por él distinguidas (el amor espiritual, el anímico y el vital). Esto parece atinado en lo que hace al amor vital, pero no en lo tocante a las otras dos formas de amor. Hemos visto, en efecto, que ni el amor espiritual tiene que referirse necesariamente a la santidad del amado, ni el amor anímico a los valores culturales portados por su carácter. Por eso parece aconsejable atender únicamente al otro criterio clasificador, que consiste en distinguir estas tres esferas antropológicas: la persona, el yo y el cuerpo vivido.

Anuario Filosófico 45/1 (2012) 69-96 73