Argumentos de Fondo / Afectividad
Imprimir

La Antropología Tomista De Las Pasiones.
Antonio Malo Pé

Resumen
El estudio tomista de las pasiones permite fundar la antropología sobre firmes bases metafísicas y psicológicas.
La metafísica de la creación y la unión sustancial son los pilares metafísicos de esta antropología, mientras que la experiencia de esta unión constituye el pilar psicológico. A partir del análisis de estos elementos, el autor entresaca lo que él denomina la antropología tomista de las pasiones, haciendo ver cómo las pasiones humanas se distinguen de las animales tanto por lo que se refiere a la relación entre instancias aprensivas y desiderativas, como por lo que se refiere a la experiencia de la pasión en sus diferentes avatares: desde el amor a la esperanza pasando por el deseo.
La conclusión es que la comprensión de la antropología de las pasiones es necesaria para entender con más claridad la unión sustancial y la integración de la afectividad humana en la persona mediante la acción y las virtudes.
Palabras clave: apetito, pasión, antropología.

Introducción
Ya el célebre oráculo de Delfos aconsejaba a los que desean alcanzar la sabiduría seguir un camino poco transitado, el del propio conocimiento. Aparentemente es una meta insignificante, pues ¿qué soy yo en comparación a todo lo que existe? Sin embargo, es la vía que han recorrido siempre aquellos a los que los hombres damos el nombre de sabios. Uno de ellos es, sin duda, Tomás de Aquino, quien no ha considerado inútil dedicar parte de su talento a sondear el corazón humano en sus manifestaciones de gozo y dolor, temor y audacia, desesperación y esperanza.
El objetivo de este ensayo es sacar a la luz lo que puede denominarse la antropología implícita en los escritos en que el Aquinate trata de las pasiones. Como intentaré demostrar, en ellos no hay simplemente una aplicación ética de cuestiones metafísicas, como el finalismo, la noción de potencia y acto, el trascendental Bien, etc. sino sobre todo un bucear en el corazón del hombre en busca del origen de una inquietud originaría. Con este fin, tras citar brevemente algunas fuentes del pensamiento tomista sobre esta cuestión, analizaré los rasgos que, según el Aquinate, distinguen el mundo pasional humano, dejando entre paréntesis las cuestiones éticas que este planteamiento antropológico plantea1.

I Síntesis de la reflexión aristotélica sobre las pasiones.
La teoría tomista de las pasiones es en gran parte deudora de la reflexión aristotélica sobre las patha o pathea, es decir, las perturbaciones del alma. El influjo aristotélico se observa, sobre todo, en el planteamiento psicológico y moral. Por eso, para poder comprender bien el pensamiento del Aquinate sobre las pasiones, es preciso indicar, si bien someramente, algunas de las principales tesis aristotélicas.
En primer lugar hay que notar que, a diferencia de lo que ocurre en el corpus tomístico, en Aristóteles no existe un estudio sistemático de las pasiones, sino más bien una serie de reflexiones en torno a esta cuestión que se encuentran en diferentes obras y presentan diversos objetivos.
Las obras más importantes son la Ética a Nicómaco, el De Anima y la Retóríca. Si en la primera y tercera el Estagirita adopta una perspectiva práctica, en la segunda el enfoque es teórico; más en concreto, de naturaleza psicológica. Por eso, si bien el tratado De Anima es posterior a la Ética a Nicómaco, comenzaré con algunas consideraciones sobre esta obra.
En el De Anima, el Estagirita considera la pasión como una emoción.
El punto de partida es la diferencia entre sensación y emoción. La primera es el acto de captar cualidades sensibles, mientras que la segunda es el acto por el cual lo dado en la sensibilidad se refiere a la situación orgánica del animal. Ambos fenómenos —la sensación y la emoción— comparten, pues, el estar relacionados con el conocimiento, pero lo hacen de forma distinta: la sensación es esencialmente conocimiento; la emoción sólo indirectamente, en tanto que nos informa de la activación de la orexis o deseo2.

Para entender la tesis aristotélica sobre el valor cognoscitivo de las emociones hay que tener en cuenta la relación establecida por el Estagirita entre conocimiento y deseo. Según él, el origen del deseo se encuentra en el conocimiento: lo que se conoce se desea y lo que se desea se siente como benéfico para el propio organismo, pues se halla unido a la vida del animal y a sus operaciones. De ahí que las pasiones fundamentales ligadas al deseo sean dos: placer y dolor. Esta es la razón por la que, de acuerdo con el Estagirita, el animal para poder vivir debe estar dotado por lo menos de sentido del tacto (De Anima, II, II). En efecto, bastan las sensaciones táctiles para actualizar la instancia orectica de la nutrición y reproducción, necesarias para la supervivencia del individuo y de la especie.
En el caso del hombre, la estructura conocimiento-deseo se complica.
Por una parte, el deseo, a pesar de seguir siendo único como en los animales, contiene dos tipos de inclinaciones: la voluntad (bouleutiké orexis) y el deseo irracional (epithymia); la primera se caracteriza por la rectitud, ya que el intelecto del que depende la voluntad siempre quiere lo que es recto, mientras que el deseo irracional puede equivocarse en su inclinación. Por otra parte, tanto la voluntad como el deseo irracional son movidos por sus respectivos objetos: el bien racional o bien real en el caso de la voluntad y lo que aparece como bien en el caso del deseo; pero no se trata, sin embargo, de cualquier bien o apariencia de bien, sino de aquel que es objeto de la acción (prakton agathon). De ahí que haya no sólo dos inclinaciones diferentes, sino también dos objetos distintos del deseo humano: el bien real y el bien aparente. En la orexis humana se da, por tanto, una contraposición entre una inclinación favorable a la razón y otra que le es contraria, como sucede, por ejemplo, en la incontinencia o akrasia. Se trata de un problema aparentemente sin solución si —como se afirma en el De Ánima— el deseo es una sola facultad, pues, en el incontinente, habría que suponer la existencia en una misma facultad de dos inclinaciones contradictorias.
A pesar de esta aporía, el De Anima condene una explicación válida de la pasión como sentimiento del deseo, en el que se manifiesta la unión del compuesto de alma y cuerpo y, en el caso del hombre, también la falta de integración entre lo racional y sensible. Por otro lado, la función mediadora entre conocimiento y acción que desempeña el deseo, permite dar razón del carácter complejo del conocimiento humano, pues este no sólo es capaz de un conocimiento puramente sensible o inteligible, sino también de un conocimiento que, a través del deseo, se transforma en acción, es decir, de un conocimiento práctico.
En la Ética Nicomachea, redactada entre el 334 y el 330 a.C. poco antes de comenzar a escribir el tratado del De Anima, el Estagirita se plantea un modo de solucionar la oposición de deseos que anida en el corazón humano. Para resolver esa cuestión, Aristóteles prescinde de cualquier referencia a la unión sustancial, ya que ésta todavía no había sido teorizada por él. En lugar de tratar de la orexis como de una única facultad, habla de ella como de una entidad constituida por los tres deseos de platónica memoria: la epithymía, sorda a la voz de la razón; el thymos, que sigue parcialmente las indicaciones racionales; y la boulesis, que dirige su inclinación en pos de la razón. El movimiento de cada uno de estos deseos da lugar a una pasión fundamental: la epithymía, al placer; el thymos, a la ira, y la boulesís, a la vergüenza. El origen desiderativo de las pasiones, es decir, la inclinación al bien es la causa de que en cada una de ellas el bien aparezca en una perspectiva diferente: en el placer, el bien se hace presente; en la ira, el bien se muestra como futuro, y en la vergüenza, como bien de la razón3. Una perspectiva del bien, que como se aprecia en las dos primeras pasiones, es de naturaleza temporal, mientras que en el caso de la vergüenza trasciende el tiempo.
Las incompatibilidades entre la tesis de la unidad de la orexis, defendida en el tratado De Anima, y la separación en ella de tres deseos, propia de la Ética a Nicómaco, derivan, en mi opinión, de una doble concepción del deseo: antropológica y ética, que no logra saldarse; tal vez por depender de dos visiones diferentes del hombre. Así, cuando Aristóteles examina la tendencialidad de la orexis desde el punto de vista antropológico, le aparece con claridad la distinción entre el deseo y las demás facultades que de algún modo influyen en la acción (aprehensivas y motoras), quedando en penumbra el problema de la oposición de los deseos.
Cuando, en cambio, Aristóteles juzga la moralidad de los deseos, lo que se destaca es el hecho de que algunos, como la boulesis, son morales por depender de la razón, mientras que otros, como la epithymia y el thymos, no lo son, por lo que deben someterse a la boulesis.
Por último, en la Retóríca, Aristóteles estudia las pasiones en cuanto que desempeñan un papel central en el arte de convencer. En efecto, como señala el Estagirita, para convencer al público de la verosimilitud de lo que se dice o para moverlo a realizar una determinada acción, el orador debe saber suscitar en la gente que le escucha los estados de ánimo más apropiados4. De ahí que en este tratado Aristóteles se preocupe más de cuál es el origen de las pasiones que de su esencia. Mediante la reflexión sobre la experiencia, el Estagirita descubre que todas las pasiones poseen en común tres elementos:

1. El estado anímico o disposición a que conduce la pasión; por ejemplo, el deseo de venganza en la ira.
2. El objeto verdadero o inventado ante el cual se experimenta una emoción particular; por ejemplo, una palabra, un gesto o una acción injuriosa.
3. El motivo o causa de sentirla; por ejemplo, considerar esa palabra, gesto o acción como algo injusto.

A partir de estos tres elementos, Aristóteles define doce pasiones diferentes5. Así, la ira es «el deseo impulsivo y doloroso de venganza de un aparente insulto que se refiere a nosotros mismos o a algo nuestro, cuando este insulto es inmerecido»6. Hay que destacar que, como se ve en esta definición, los tres elementos de la pasión son inseparables; por lo que no habrá ira, si falta uno de ellos: si no hay deseo de vengarse, si uno no se siente insultado, o si el insulto es juzgado como merecido.
A pesar de que el propósito de Aristóteles no es tratar de la esencia de las pasiones, me parece que en esta descripción hay ya un elemento esencial, la valoración. En efecto, la valoración aparece doblemente en la definición de la ira: al considerar algo como un insulto y al juzgarlo injusto.
La tesis de la valoración como elemento esencial de la pasión parece ser desmentida, sin embargo, por el mismo Aristóteles cuando a renglón seguido afirma: «las pasiones, que comportan dolor y placer, son la causa por la que los hombres mudan sus juicios»7. Parece como si en este texto el Estagirita invirtiera la relación causal entre valoración o juicio y pasión: la pasión no es ya efecto, sino causa de la valoración.
Pienso, sin embargo, que en realidad no hay tal contradicción, pues el término "juicio" no se emplea aquí para referirse a un elemento de la pasión, sino a la totalidad de la pasión, concretamente a la pasión que precede un juicio. Si mi hipótesis es correcta, el término "juicio" posee en la Retórica dos significados: el juicio racional que causa la pasión y el juicio pasional que influye en la razón y, a través de esta, en la acción.
Así, la pasión de la ira manipulada por el orador puede modificar el juicio de la plebe, como se observa en el largo parlamento de Marco Antonio en la tragedia Julio César de Shakespeare: la elocuencia de este personaje hace cambiar el objeto de la ira de los oyentes desplazándose de César a los conjurados que lo han asesinado. En definitiva, entre juicio y pasión hay cierta circularidad: el juicio suscita la pasión y, una vez en poder de la pasión, la persona realiza otros juicios o modifica el juicio inicial sobre el objeto.
El modo en que Aristóteles plantea en la Retórica el estudio de la emoción cobra un significado capital no sólo para esta disciplina, sino también para la psicología y la ética. En efecto, la pasión no es considerada como un impulso ciego ni como un reflejo automático ante los cambios exteriores, sino como un juicio humano acerca de lo que rodea al sujeto. Situar el arranque de la pasión en el juicio permite una doble ganancia:

1. Distinguir entre sensación interna y pasión, lo que en un primer momento no parecía fácil; sobre todo, si se enfatiza el estado de ánimo. La presencia de un objeto y, sobre todo, un modo sirve para distinguir la pasión de las sensaciones de placer y dolor o de las sensaciones de hambre, sed, etc. a la vez que implica la conexión entre conocimiento intencional y pasión, pues la pasión cuenta siempre con un objeto.

2. Impedir la separación platónica de razón y pasión. La tesis aristotélica de la pasión en la Retóríca permite explicar por qué se experimenta determinada pasión e, incluso, consiente valorar la propia afectividad corrigiendo los juicios equivocados.
Aun así, esta tesis deja sin respuesta la pregunta sobre el origen de la valoración que se halla en la pasión: ¿es sólo racional o participa en ella de algún modo la sensibilidad?
En definitiva, las diferentes reflexiones de Aristóteles sobre las pasiones ofrecen una riqueza de perspectivas y de intuiciones, que sin embargo dejan sin resolver algunas cuestiones importantes. En efecto, la valoración, la función medial del deseo y el intento de reducción del mundo pasional a unas pocas pasiones fundamentales constituyen sin duda el legado que el Estagirita deja a sus sucesores, así como una serie de cuestiones abiertas: el papel del conocimiento sensible en las pasiones, la relación entre conocimiento y deseo y una clasificación de las pasiones que tenga en cuenta todos esos aspectos.

2 La metafísica creacionista de las pasiones en Santo Tomás
La teoría tomista de las pasiones, aunque se sitúa dentro de la tradición aristotélica, introduce algunas novedades. La más destacada es la inserción de las pasiones en el marco metafísico de la creación. Esto es posible porque, para el Aquinate, la pasión es esencialmente un deseo o apetito sentido.
El valor metafísico del deseo consiste en su orientación al bien, el fin al que todos los seres tienden8. Esta tesis de Santo Tomás, aunque enlaza con el finalismo aristotélico (toda substancia tiende a la perfección porque es atraída por el acto puro), se basa sobre todo en la metafísica de la creación, pues el acto puro hacia el cual todos los seres tienden es un Dios creador, que crea porque ama; en términos metafísicos: la causa final de la criatura es tal porque es al mismo tiempo causa creadora. De ahí que el fin de las criaturas se origine en el mismo acto creador: las criaturas tienden a Dios porque han sido creadas por El y para Él.
Además de ser fundamento del ser de las criaturas, el amor divino creador es fuente del amor natural con que estas aman. Dicho amor de las criaturas es denominado por el Aquinate apetito natural9. El universo, nacido de la elección divina, está atravesado por el amor natural que establece una relación ordenada de las criaturas entre sí y con el Creador, reconduciendo de este modo la realidad entera a Dios, fuente inagotable de Amor: «En el amor aparece cierta circulación, en cuanto que es del bien al bien»10.
Pero, ¿en qué consiste el amor natural? Según Santo Tomás, el amor natural o apetito natural, que es previo a toda facultad y a toda actividad11, es el impulso originario de los seres finitos hacia el fin de su naturaleza, que es amado de modo necesario, pues la naturaleza tiende siempre ad unum. La tendencia ad unum no significa, sin embargo, que en el amor natural no haya una articulación entre los diversos bienes de los seres, sino más bien que en este hay una jerarquía, pues todos los bienes son participación del Bien perfecto o Dios. La articulación de la idea de ente perfecto, o en fase de perfeccionamiento, parece depender del trascendental bonum, en tanto que «algo se dice bueno en la medida en que es perfecto»12. Y la perfección «inhiere a las cosas en cuanto que son y cada defecto les compete en cuanto que no son»13. En la medida en que las criaturas son más perfectas participan de un mayor número de bienes y de un modo más perfecto. Por eso, mientras que los seres sin conocimiento son guiados sólo por el apetito natural, los dotados de conocimiento alcanzan su fin a través de una inclinación o apetito elicito que nace de las formas conocidas. El aptito elícito no introduce un fin diverso del natural, sino que más bien lo continúa y realiza con la ayuda del conocimiento.
Por otro lado, aunque el apetito elícito exige el conocimiento, no se identifica con él, pues el fin del apetito no es la posesión intencional, sino real de lo que ha sido conocido como un bien14. En definitiva, los seres con apetito elícito son aquellos que no pueden obtener la propia perfección, si no es mediante el conocimiento. Lo cual no supone imperfección, sino una mayor perfección ontológica, ya que son capaces de perfeccionarse mediante las formas de otros seres; en la cúspide se encuentran los seres espirituales.

En el hombre, el conocimiento que lo guía al fin —a diferencia de los animales— no sólo es sensible, sino sobre todo intelectual. A través de la inteligencia, la persona logra captar la razón de bien en cuanto tal. De este conocimiento arranca una nueva inclinación, el appetitus intellectivus o voluntad, que —según Santo Tomás— se abre a todo aquello que es bueno, o sea a la entera realidad. La existencia en el hombre de este apetito le permite poder tener como fin el conocimiento y el amor de Dios, raíz de cualquier otro apetito hacia las cosas finitas15. A semejanza del amor con que Dios se ama, las criaturas racionales tienden hacia el fin de modo natural y libre. Las criaturas con mayor perfección ontológica son, así, las que mejor imitan el amor divino. Tal imitación no está, sin embargo, asegurada. Si en los seres irracionales el amor natural no puede perderse y se articula siempre del mismo modo, en los seres dotados de razón puede trastocarse y corromperse, porque ese orden es libre. La jerarquía del amor se quebranta cuando se ama de forma desordenada: se aman las cosas como si fueran personas y las personas y las cosas como si fueran Dios. Debido a ese desorden, la persona va perdiendo capacidad para amar a Dios como Bien absoluto.
En conclusión, la perspectiva metafísica de las pasiones consiste en la identificación de la pasión con el amor de las criaturas sensibles hacia su fin, que en última instancia es Dios. De ahí el carácter analógico del amor, que comienza siendo amorpasión para transformarse en dilectio y amicitia hasta poder participar —en las criaturas espirituales— del mismo amor con que Dios se ama o Carítas. Por eso, como afirma Santo Tomás, «hay cuatro nombres de algún modo significativos de una misma realidad, a saber: amor, dilección, caridad y amistad. [...] toda dilección es amor, pero no todo amor es dilección que añade la elección precedente como su nombre indica, y no se encuentra en el concupiscible sino en la voluntad y únicamente en la naturaleza racional. La caridad, a su vez, añade al amor una cierta perfección de éste, en cuanto el objeto amado se estima en mucho, como da a entender el nombre»16.

3 La antropología tomista de las pasiones.
Junto a la metafísica de la creación, en la teoría tomista de las pasiones es posible descubrir otros dos principios: la doctrina de la unión sustancial y la experiencia vivida de las pasiones humanas.

3.1 La doctrina de la unión sustancial.
El apetito elicito, además de confirmar la tendencia de todas las criaturas a Dios, manifiesta de forma clara la profunda unidad que en los seres vivos se da entre cuerpo y alma. En efecto, según el Aquinate, la inclinación del apetito elicito, en tanto que se trata de una tendencia de la totalidad del sujeto (cuerpo y alma) al bien, supone siempre una actividad psicosomática o pasión. La relación entre el aspecto fisiológico y el psíquico de la pasión se explica, en opinión del Aquinate, según el principio hilemórfico que rige la composición de las substancias materiales.
Como sucede con el compuesto de alma y cuerpo, en la pasión debe distinguirse entre una causa material y una causa formal, o mejor, entre «algo cuasi material, que es la conmoción orgánica, y algo cuasi formal, que es el acto del apetito»17. En toda pasión participan por tanto dos componentes: <uno vital, la actividad inmanente, es decir, la reacción psíquica ante el placer o el dolor; el otro, consiste en una reacción fisiológica, en la cual participan la actividad nerviosa, secreciones endocrinas, la actividad circulatoria y respiratoria, etc.»18. La pasión es, pues, el movimiento tendencial hacia el bien, acompañado de cambios fisiológicos19.
La doctrina de la unión sustancial permite refutar dos concepciones opuestas de las pasiones: la monista fisicista, defendida por las antropologías de corte materialista, como el conductismo, para el cual la emoción se reduce a puro dinamismo físico seguido de una respuesta comportamental más o menos compleja20, y la dualista cartesiana, que propone una causalidad eficiente puramente contingente entre el mecanismo fisiológico que antecede a la pasión, la pasión y la acción. La pasión, según el dualismo cartesiano, no tiene nada que ver con el cuerpo, sino con el alma; más aún, con la pura conciencia de la misma pasión. Tener miedo, por ejemplo, equivale a ser consciente del miedo21.
La definición tomista de pasión como el acto del apetito sensible se halla, en cambio, próxima a la tesis del De Anima, que hace derivar la pasión directamente del deseo. Sin embargo, a diferencia del Estagirita, el deseo del que nacen las pasiones tomistas no es nunca racional, ni siquiera en el caso de la vergüenza, sino sensible. Pues, como explica el Aquinate, «todo lo que sucede en el apetito sensitivo va acompañado por alguna transmutación corporal. Lo cual no acaece en los procesos del apetito intelectivo, a no ser que tomemos la palabra pasión en sentido amplio e impropio»22. La razón por la que en el apetito intelectivo no hay cambios psicosomáticos o pasiones es, según el Aquinate, la carencia de órgano.
Algunos críticos basándose en la reducción tomista de las pasiones al apetito sensible han considerado que, para el Aquinate, las pasiones sensibles humanas son en sí mismas iguales a las de los animales23. Me parece que este modo unívoco de entender las pasiones no corresponde al pensamiento del Aquinate, pues, por un lado, el sujeto de las pasiones es la persona y no sólo la naturaleza animal del hombre. Es verdad que el sujeto per se de las pasiones es el cuerpo, mientras que el alma padece sólo per acccidens, es decir, en tanto que es forma del cuerpo. Sin embargo, la pasión pertenece tanto al alma como al cuerpo aunque de modo diverso: al alma en tanto que origen del conocimiento sensitivo y del movimiento de la facultad apetitiva, y al cuerpo en tanto que éste es el sujeto de la transmutación orgánica, es decir, del aspecto fisiológico de la pasión. Propiamente padece el alma a través de su unión con el cuerpo.
En definitiva, en la pasión es el hombre en cuerpo y alma que tiende hacia aquello que ha percibido como bien.
En segundo lugar, a diferencia del deseo del animal que es contrario a la razón, el deseo humano, si bien no es racional, no es necesariamente contrario a la razón, ya que se halla abierto a esta. Como afirma Santo Tomás «el hombre se distingue de los animales no sólo en lo que es esencialmente racional, sino también en lo que es racional por participación»24.
Eso explica la existencia en las pasiones humanas de una cierta paradoja, pues a pesar de no tener un origen racional, se hallan hasta cierto punto bajo el gobierno de la razón sin que ello suponga la desnaturalización de las pasiones, sino más bien su integración en la persona. En efecto, las pasiones humanas pueden ser interpretadas por la razón humana, la cual es capaz de captar no sólo el significado que la pasión tiene en sí —por ejemplo, el miedo sirve a preparar el sujeto a la acción de la huida—, sino sobre todo de valorar el sentido que aquella determinada pasión posee en el proyecto vital de la persona y, como consecuencia, aceptar o rechazar la acción a que la pasión empuja. Por eso, a diferencia de las pasiones de los animales, las humanas son susceptibles de hábitos25.
La objeción posible a la teoría tomista de las pasiones no estriba, por tanto, en la no distinción entre pasiones de los animales y pasiones humanas, sino más bien en su rechazo a aceptar como pasiones en sentido estricto las inclinaciones hacia bienes que no son sensibles, como los de algunas tendencias típicamente humanas: la de posesión, poder y estima, pues en ellas no hay transmutación física. Es verdad que, como veremos, en la clasificación tomista de las pasiones hay alguna que otra referencia a estas inclinaciones pero siempre como algo que, para ser considerado como pasión, necesariamente debe participar de la sensibilidad.

3.2 La experiencia de las pasiones humanas.
Si la unión sustancial permite explicar el entrelazamiento existente en la pasión entre lo físico y lo psíquico, la experiencia de la pasión hace posible vivir en primera persona la tendencia al bien sensible. Es precisamente dicha experiencia la que se halla en la base de la clasificación tomista de las pasiones. Desde este punto de vista puede afirmarse que el análisis realizado por Santo Tomás es fenomenológico avant la lettre.
Frente a las tres pasiones aristotélicas básicas (placer, ira y vergüenza), el Aquinate establece una lista de once. El mayor número de las pasiones tomistas se debe al hecho de considerar tanto los dos apetitos sensibles —concupiscible e irascible— como su objeto, el bien sensible presente y el bien arduo. En efecto, según Santo Tomás, ante el bien sensible presente se origina, en primer lugar, cierta inclinación del apetito o amor; la tendencia hacia este bien que aún no se posee es experimentada como deseo y, cuando el bien es por fin alcanzado, como placer, pues «la razón más profunda de la pasión es la distancia que separa al sujeto que la sufre de lo que es primero en perfección»26. Estas tres pasiones, junto con sus contrarias (odio, aversión y dolor), son propias del apetito concupiscible. Las cinco restantes, que corresponden al irascible, proceden de la percepción del bien arduo o difícil de alcanzar. En efecto, ante ese bien todavía sin obtener se experimenta esperanza si se considera posible, y desesperación si se considera imposible; cuando, en lugar de un bien, se trata de un mal, las pasiones son el temor, si se juzga imposible de vencer, o la audacia si se considera vencible. Por último, ante el mal presente, se experimenta la pasión agresiva de la ira27.

a) La experiencia del bien presente.
Aunque el Aquinate establece una clasificación de once pasiones elementales, las fundamentales son sólo seis, las pasiones concupiscibles; las cinco restantes o pasiones irascibles dependen de aquellas tanto en el origen como en el fin. Las seis pasiones centrales se refieren a las diversas etapas por las que atraviesa el apetito concupiscible: desde la conformación inicial con el objeto (amor), hasta su posesión real (placer), pasando por el movimiento que permite poseerlo (deseo). Al mismo tiempo, las pasiones concupiscibles tienen en cuenta la oposición entre el bien y el mal sensibles; de ahí la forma dialéctica con que Santo Tomás las presenta: amor/odio, deseo/aversión, placer/dolor28.
En la clasificación tomista de las pasiones concupiscibles hay, sin duda, ecos de Cicerón, quien señala cuatro pasiones fundamentales:aegritudo/laetitia, cupiditas/metus29. De todas formas, parece ser San Agustín el autor del que procede directamente la clasificación del Aquinate (S.Th., I-II, q. 25). No sólo porque en ella aparecen las seis pasiones centrales, sino sobre todo porque en la explicación agustiniana, como en la tomista, el amor es la raíz de todas ellas: «El amor que desea tener lo que ama, es codicia; el que le tiene ya y goza de ello, es alegría; el amor que huye de lo que le es contrario es temor y si lo que le es contrario le sucede, es tristeza»30.
Cuando se estudian las fuentes filosóficas de las pasiones tomistas, parece que el Aquinate más que realizar una clasificación fenomenológica se limita a hacer una síntesis de las autoridades. Pues ¿cómo puede afirmarse que el amor sea una pasión; más aún, sea el origen de todas las pasiones? Es verdad que, en el lenguaje común, algunas de las pasiones, como el amor, no son consideradas tales sino más bien acciones (la pasión sería todo lo más el enamoramiento); en otras ocasiones, parece que algunos términos, como amor y deseo, son sinónimos y que otros, como placer y dolor, más que pasiones son sensaciones. Sin embargo, la clasificación tomista, no sólo corresponde a la experiencia del mundo pasional que todos tenemos, sino que además purifica el lenguaje ordinario de su equivocidad e imprecisión. Veámoslo con detalle.
Según Santo Tomás, el amor, entendido como pasión del apetito elicito, no es más que la primera inmutación o acto del apetito ante el bien sensible. Por eso puede predicarse analógicamente tanto del animal irracional como de la persona, pues tanto uno como otro, al ser dotados de apetito sensible, en presencia del bien sensible conocido experimentan una conformación del apetito con ese bien. En presencia del alimento, por ejemplo, el perro y el hombre lo aman, es decir, se establece en ellos una conveniencia apetitiva.
A la simple conformación del apetito con el bien, el deseo añade la inclinación para alcanzarlo; volviendo al ejemplo anterior, al amor al alimento el deseo añade la inclinación a comerlo. De ahí que el amor-pasión no deba confundirse con el deseo, pues el amor existe en tanto que dura la conformación con el bien conocido, mientras que el deseo desaparece tan pronto como se posee el objeto apetecible: no puede desearse lo que se posee, mientras que se ama siempre aquello de lo que se goza. Por ejemplo, el animal y el hombre hambrientos desearán el alimento hasta que hayan satisfecho su necesidad. Una vez ahítos, pueden sin embargo sentir aversión hacia el mismo.

La consideración del placer como pasión presenta, en cambio, para el mismo Santo Tomás algunos problemas. En primer lugar, el placer parece no ser pasión, pues se halla ligado a la posesión real del bien sensible, es decir, al acto. El Aquinate formula esta objeción del siguiente modo: <Aristóteles escribe que 'padecer es ser movido'. Pero el placer no consiste en ser movido, sino en el haber sido movido; en efecto, el placer deriva del bien que ya se ha alcanzado. Por tanto, el placer no es una pasión>31. No obstante lo razonable de la objeción, el Aquinate considera el placer como una pasión, pues, si bien en sí mismo es ajeno a cualquier tipo de movimiento, sigue dependiendo del acto del apetito. Tal dependencia —según Santo Tomás— convierte el placer en pasión. En otras palabras: el placer es pasión cuando es causado por el movimiento del apetito; no, cuando se halla ligado a una operación cognoscitiva, como ver, recordar, pensar. La causa del placer-pasión es, por tanto, la operación del apetito. Y no una cualquiera, sino la operación connatural no impedida. <Por eso, a la constitución de algo en la operación connatural no impedida, sigue placer, que consiste, de acuerdo con la explicación dada, en la perfección alcanzada. Y, por tanto, cuando se dice que el placer es una operación, no se quiere indicar la esencia, sino la causa»32.

La precisación de Santo Tomás es importante. Por una parte, se niega que el placer sea un acto que se añade a otro acto, a la vez que se defiende su carácter perfectivo; por otra, se afirma que únicamente las operaciones connaturales pueden ser fuente de placer. Puesto que supone el perfeccionamiento del acto, el placer puede ser entendido como el sentir la conveniencia entre la inclinación de la propia naturaleza y el bien poseído en el acto. Una y otra cosa —alcanzar el bien conveniente a la propia naturaleza y sentir su conveniencia— son necesarias para que pueda hablarse de placer. Fabro, refiriéndose a la "delectatio", habla de estos dos elementos: uno cognoscitivo o de aprehensión de cierto bien real o aparente y uno afectivo, que consiste en el sentimiento de complacencia en el bien alcanzado33. El animal y el hombre que sienten placer reconocen en cierto sentido que han alcanzado el bien hacia el cual tendían.
Las pasiones contrarías (odio, aversión, dolor) se explican también a partir del amor, porque «de la necesidad del bien amado nace dolor, que deriva de la pérdida del bien ansiado o del sobrevenir un mal contrarío »34. En efecto, si el amor es el comienzo del movimiento del apetito hacia el bien, el odio lo es de su rechazo ante el mal. Y, análogamente al deseo, a la conformación del apetito con el mal la aversión añade la tendencia a separarse del mismo. Por último, análogamente al placer, ante la pérdida del bien deseado o del sobrevenir de un mal contrarío, el término del movimiento del apetito es el dolor. Ahora bien, en el caso del dolor, puesto que este término no es adecuado al apetito, más que hablar de fin, deberá hablarse de cesación del movimiento por causas violentas.
Por consiguiente, el dolor no es, como el placer, la perfección de la operación, pues no supone quietud, sino inquietud máxima ya que el alma, además de estar unida al mal, lo experimenta sin que le sea posible escapar de él.
Si el análisis anterior de las pasiones concupiscibles puede aplicarse analógicamente al hombre y al animal pues no se tiene en cuenta las peculiaridades del deseo humano, no quiere esto decir que en Santo Tomás no exista también, por lo menos de modo implícito, una consideración de las pasiones propiamente humanas.
Para probarlo me serviré del siguiente texto del De Verítate: «Por eso, la primera etapa del movimiento concupiscible es el amor, la segunda el deseo, la última el gozo. Y, en razón de los contrarios, las pasiones que se refieren al mal se ordenan así: al amor corresponde el odio, al deseo la fuga, al gozo la tristeza»35 Los términos empleados aquí por Santo Tomás para referirse a las pasiones humanas son los mismos que aparecen en la clasificación general de las pasiones, excepto los de gozo y tristeza, que se aplican sólo al hombre.
Pero ¿por qué no puede hablarse de gozo y tristeza en los animales?
La respuesta del Aquinate es clara: «El término gozo se usa solo para el placer que acompaña a la razón; por eso para los animales no se habla de alegría, sino de placer. Pero siempre es posible desear, incluso con el placer de la razón, todo lo que deseamos según la naturaleza; pero no al revés. Por tanto, en los seres racionales lo que es objeto de placer puede ser también objeto de alegría, aunque no siempre lo sea; en efecto, a veces uno siente en el cuerpo un placer, del que no goza la razón. De ahí que el placer sea más extenso que la alegría»36.
En el hombre, pues, es posible la oposición dentro del apetito concupiscible entre dos pasiones que hacen referencia al fin del movimiento: placer/gozo, dolor/tristeza. Aparentemente la razón de esa oposición se halla en la razón. Sin embargo, me parece que más que en la razón se encuentra en la raíz misma del apetito humano, el cual no es sólo de naturaleza psicofísica, sino también espiritual.
La existencia de tal tipo de apetito se observa en la distinción que Santo Tomás establece entre cuatro tipos de tristeza: «la acidia es la tristeza que deja sin voz; la ansiedad es la tristeza que ensombrece; la envidia es la tristeza del bien ajeno; y la misericordia es la tristeza del mal ajeno en cuanto se estima como propio»37. Si bien estas cuatro especies de tristeza tienen en común con la pasión del dolor la presencia del mal y la experiencia de la unión con él 38, hay importantes diferencias que nos permiten entender mejor las características del deseo humano. En primer lugar, en estos cuatro tipos de tristeza el origen no es fundamentalmente cognoscitivo sino apetitivo; más aún el origen es la voluntad humana: una mala disposición de la voluntad en relación al bien conocido, como en la acedia y la envidia, o una disposición adecuada de esta facultad ante el mal, como en la misericordia; en el caso de la ansiedad y/o angustia, más que a una disposición de la voluntad, la pasión se refiere a una disposición de la subjetividad tendente en relación a la totalidad de lo real.

Tal vez la distinción tomista entre una voluntas ut natura y una voluntas ut radio permita analizar mejor las diferencias apenas apuntadas39. En el caso de la acedia, envidia y misericordia nos encontramos con sendas pasiones de la voluntas ut ratio. En efecto, la acedia implica un cansancio y desgana ante el bien pues la energía de la voluntad se halla dividida: quiere el bien pero no los sufrimientos exigidos por este. En la envidia, en cambio, se produce una oposición no entre dos inclinaciones de la voluntad sino entre la voluntad y su objeto, pues el envidioso, en lugar de amar el bien y alegrarse ante él, se entristece porque es de otro, es decir, porque no le pertenece; mejor aún, porque considera ese bien como algo propio que le ha sido sustraído. En la misericordia, en cambio, se experimenta tristeza ante el mal ajeno porque se ama al que sufre. En el fondo, si bien con distintos matices, en estos tres tipos de tristeza se experimenta la contraposición entre voluntad y realidad. Tan es así que puede afirmarse que la tristeza consiste precisamente en la experiencia de dicha contraposición, pues «de la necesidad del bien amado nace la tristeza, que deriva de la pérdida de un bien amado, o del sobrevenir de un mal contrario [...]. Por eso, siendo el amor la causa del gozo y de la tristeza, tanto más repugna la tristeza cuanto más fuerte es el sentimiento del amor, agudizado por el contraste con el que se le opone»40.
En el caso de la ansiedad y/o angustia, la tristeza no parece depender de una contraposición de la voluntas ut ratio, pues no puede hablarse de rechazo por parte de la voluntad en tanto que éstas son pasiones sin un objeto: a diferencia del miedo, el que se angustia no lo hace ante una realidad o una imagen sino ante una totalidad de contornos poco precisos. Lo que angustia al angustiado no es una cosa, una situación o una persona, sino la totalidad. Pero, a pesar de ese carácter vago, la persona angustiada está triste, con una tristeza que lo ensombrece todo porque nace de la misma inclinación natural de la voluntad al bien.
En definitiva, en el gozo y la tristeza encontramos un nivel de la afectividad que, si bien puede manifestarse sensiblemente, es de naturaleza espiritual pues nace directamente del alma, concretamente de la voluntas ut natura. Ahora bien, si el gozo —como el placer— es la perfección de la operación que nace del amor y se continúa en el deseo, entonces el amor y el deseo humanos que preceden al gozo serán también distintos del de los animales.
De la existencia de un deseo y, por tanto, también de un amor propiamente humanos hay ya alguna huella en la distinción que establece Santo Tomás entre dos tipos de deseo: el natural y el no natural. En efecto, además del deseo común con los animales, el Aquinate habla de otro tipo que, a pesar de poder dirigirse a los bienes sensibles, depende de un conocimiento racional. «Por eso, los primeros, es decir, los deseos naturales son comunes a los hombres y a los animales, ya que ciertas cosas son convenientes y placenteras para unos y otros según la naturaleza.
Y en ellos convienen todos los hombres; en efecto, el Filósofo llama a estos deseos "comunes y necesarios". En cambio, los segundos son propios de los hombres, que tienen la facultad de considerar como buena o conveniente una cosa fuera de las necesidades de la naturaleza. Por eso, el Filósofo afirma que los primeros son "irracionales", los segundos, en cambio, están "unidos a la razón"»41.
La característica del deseo racional o no natural es su infinitud. Santo Tomás sostiene que el deseo natural (frecuentemente usa la expresión concupiscentia naturalis) no puede ser infinito en acto, pues la naturaleza física tiende siempre a algo finito y cierto (la comida, la bebida y los restantes bienes corporales). El deseo no natural puede ser, en cambio, infinito en acto, pues depende de la razón, que es capaz de considerar una realidad como absolutamente conveniente. El deseo de riqueza o de salud puede así no tener un término preciso, por ejemplo, cuando una persona desea actualmente ser lo más rica posible, es decir, ser simpliciter rico.

El problema que se plantea el Aquinate es saber si el deseo no natural puede causar una verdadera pasión. La dificultad aparece cuando se cae en la cuenta de que, por referirse a una realidad de forma universal, la razón no parece capaz de hacer pasar el apetito sensible de la potencia al acto, y, sin la actualización del apetito, no existe pasión alguna. No obstante, Santo Tomás afirma que el acto del deseo no natural es una pasión.
Según el Aquinate, la concupiscencia no natural nace de la tendencia de la voluntad hacia los bienes sensibles y espirituales. Está claro que, en su opinión, la tendencia de la voluntad no es una pasión, pues el acto de querer no contiene movimientos físicos. El deseo no natural no se asimila pues al acto de la voluntad, sino a la pasión que suele acompañarlo.
En efecto, cuando el apetito superior es tan intenso que revierte en el inferior, provoca en este último una redundancia, en virtud de la cual el apetito inferior tiende a su modo hacia el bien captado por la razón. Arrastrado por el apetito superior, el apetito sensible puede incluso desear los bienes espirituales «según la expresión del Salmo: "mi corazón y mi carne exultan en el Dios vivo"»42.
Me parece que la tesis de la redundancia puede aplicarse a las pasiones del deseo no natural con un objeto sensible, como las referidas al dinero o a la posesión de objetos, pero no a las relativas a valores espirituales como la estima y, menos aún, al  amor divino, que no son por redundancia y, sin embargo, nacen del deseo humano ya que quien tiende a ellos es la persona en cuanto tal. Por otro lado, como hemos visto al tratar de la angustia, el origen de esa pasión se halla con toda probabilidad en la inclinación natural de la voluntad al bien. Estos ejemplos bastan, así lo creo, para darse cuenta de que la unión entre el apetito sensible y el racional no se realiza sólo ni fundamentalmente a través de la redundancia del uno en el otro, sino más bien desde dentro del mismo apetito, es decir, en esa voluntas ut natura que contiene en sí toda inclinación de la persona hacia el bien. De ahí que no convenga establecer en el hombre una separación rígida entre un amor y un deseo sensibles y un amor y un deseo inteligibles, pues el deseo humano participa siempre de la infinitud de la inteligencia43.

b) La experiencia del bien arduo.
De todas formas, es en las pasiones del apetito irascible en donde se aprecia aún mejor las características de las pasiones humanas.
En primer lugar, Santo Tomás analiza estas pasiones en lo que tienen en común con las de los animales. Lo primero que llama su atención es que la simple concupiscibilidad, es decir, la inclinación al bien sensible no permite explicarlas. En efecto, si bien la experiencia de la concupiscibilidad  explica tanto el acto de acercamiento del animal al bien sensible y su posesión, no da cuenta sin embargo del porqué, por ejemplo, el cordero huye ante el lobo, pues la huida de algo que no es un mal sensible «supera de algún modo el fácil ejercicio de la potencia del animal44 que se refiere sólo al bien o al mal inmediatos. Con la huida ante el lobo, el cordero muestra su capacidad de actuar no sólo ante el bien o mal presentes, sino también ante el bien o el mal que no aparecen inmediatamente. De ahí que el Aquinate añada al apetito concupiscible un segundo apetito sensible, el irascible, llamado así porque su pasión más característica es la ira.
Dos son las preguntas que se hace Santo Tomás: ¿en qué consiste este tipo de bien-mal que se manifiesta sobre todo en la ira? ¿Cómo puede percibirse un bien-mal que no es presente? Según el Aquinate, el bien que se manifiesta en la ira es el bien arduo, o sea difícil de conseguir; el lobo, por ejemplo, debe superar una serie de obstáculos antes de poder devorar el cordero. La agresividad característica de la ira presupone, pues, la percepción de un nuevo objeto (el bien arduo o difícil) y, por consiguiente, la existencia de un nuevo apetito, el irascible, que sigue siendo puramente sensible: sea porque su objeto es un bien sensible, sea porque aparece en algunos animales dotados únicamente de conocimiento sensible.
La distinción entre dos objetos sensibles (bien concupiscible e irascible) deriva del hecho de que el animal o el hombre airado se encuentra, a la vez, deseando y rechazando una misma realidad. Puesto que desear y rechazar la misma realidad no puede corresponder a la inclinación de un único apetito, se debe introducir, junto al apetito concupiscible que lleva a desear el objeto, otro que permita percibir los aspectos negativos del objeto para tratar de evitarlos. A pesar de esto, el apetito irascible no es un apetito contrarío al concupiscible, pues su inclinación nace del amor concupiscible al bien y su fin consiste en la posesión del mismo. Puede decirse que el apetito irascible es el mismo apetito concupiscible en el que ha surgido una complicación, al descubrir que la realidad sensible hacia la que se tiende no es completamente buena.
El problema se plantea cuando se pretende determinar el tipo de conocimiento que origina el apetito irascible. ¿Se puede afirmar que los sentidos externos y la imaginación bastan para captar el aspecto parcial de mal que puede haber en el bien sensible? Aristóteles había indicado ya en la Retórica que en la pasión humana de la ira se da una valoración negativa del objeto, pero, como vimos, no se preocupó de individuar la procedencia de ese juicio. Aunque en el De Anima el Estagirita se interroga sobre el origen de la ira, su preocupación no consiste tanto en conocer la esencia de la ira, como en descubrir lo que la distingue de los otros dos deseos (deseo de placer y deseo racional); de ahí que concluya que a la ira no basta el conocimiento sensible externo, sino que requiere también la imaginación.
Para Santo Tomás ni las sensaciones externas ni la imaginación pueden dar cuenta de la percepción de, por ejemplo, la peligrosidad del animal.
La razón de esto estriba en que las sensaciones y la imaginación son sentidos formales, mientras que la peligrosidad no es una forma sensible sino una intentio insensata, es decir, una intención o valoración del carácter útil o perjudicial de una determinada realidad. Para explicar cómo se capta, el Aquinate recurre a un nuevo sentido interno: la estimativa, en los animales, y la cogitativa, en el hombre. «De este modo, lo que en los otros animales es llamada facultad estimativa natural, en el hombre es llamada cogitativa, porque descubre dichas intenciones por comparación. Por eso, es llamada también razón particular, a la que los médicos le asignan un determinado órgano que es la parte media de la cabeza, y, así, compara las intenciones particulares como la facultad intelectiva compara las universales»45. Santo Tomás explica en otro lugar que, cuando habla de los médicos, se refiere a Avicena46.

Tanto en la estimativa como en la cogitativa se trata de un juicio sobre el particular; por ejemplo, la peligrosidad del lobo para la oveja o del salteador para el viajero. Sin embargo, para Santo Tomás, mientras que el juicio de la estimativa es puramente sensible y procede del instinto, el juicio de la cogitativa participa de la razón, de donde toma el nombre. El juicio de la cogitativa es, pues, especial: es a la vez sensible e inteligible.
La premisa mayor procede de la inteligencia pues es universal (todos los salteadores son peligrosos), mientras que la menor deriva de la cogitativa (este es un salteador). La conclusión es una acción: es conveniente la fuga de este sujeto47. También respecto de la acción se observa una diferencia entre la estimativa y cogitativa: el juicio de la estimativa —por ejemplo, de la peligrosidad del lobo— conduce necesariamente a la fuga; el de la cogitativa, en cambio, salvo en casos de miedo grave o ira incontrolable, cuando se produce una emocionalización de la conciencia48, no conduce necesariamente a la acción, sino que presenta sólo una posibilidad de actuación. A la inteligencia y a la voluntad corresponde el transformar esa posibilidad en acción. La valoración positiva o negativa de la realidad depende, por tanto, de dos facultades: de la cogitativa y de la razón, de forma unitaria pero según una jerarquía: la razón, en tanto que capta el bien inteligible, influye directamente en el apetito inteligible o voluntad e, indirectamente, a través de la cogitativa, en el apetito irascible. De ahí que «toda actividad de la razón superior se convierte en principio generador de la vida emocional del sujeto, por eso es que la cogitativa que es la facultad orgánica que provoca y regula las relaciones de la vida afectiva con la intelectiva es la facultad puente de que habla Santo Tomás, por la que se establece esa continuidad y redundancia funcional entre el psiquismo superior, por un lado, y el apetito sensitivo y el resto de las facultades orgánicas por otro»49.
Según Santo Tomás, las pasiones irascibles, si bien se originan en una valoración positiva o negativa de la realidad, no son en sí misma una valoración, sino la actualización del apetito. Mediante el movimiento del apetito irascible se explican no sólo la fuga y la agresión, sino también otras pasiones, como la audacia, la esperanza, etc. En efecto, ante el bien arduo que todavía no se ha alcanzado, la inclinación se experimenta como esperanza cuando se lo considera posible, o como desesperación, en el caso contrario; cuando, en cambio, se trata de un mal, las pasiones son el temor si se lo considera invencible, o la audacia en el caso contrario50.
Por último, ante el mal presente, existe una única pasión agresiva: la ira.
Como puede observarse, en las pasiones irascibles, hay dos tipos de contrariedad: la primera se funda en la oposición de los objetos, es decir, en la antinomia bien/mal sensible como sucede también en las pasiones concupiscibles, por ejemplo, la esperanza se opone al temor de forma semejante a como el deseo es contrario a la aversión; la segunda se basa en el acto de acercamiento o alejamiento respecto de una misma realidad.
Por ejemplo, la esperanza se opone a la desesperación como la unión del apetito al bien sensible se opone a su separación. A partir de este segundo tipo de contrariedad, las pasiones irascibles se distinguen de las concupiscibles, pues ante el bien concupiscible no pueden realizarse dos actos contrarios: no es posible el odio o la aversión; en cambio, ante el bien arduo se experimenta una contrariedad de actos: «en cuanto bien, tiene un aspecto que justifica una tendencia hacia él y es la pasión de la esperanza; y en cuanto arduo, o difícil, determina una repulsa, que es la pasión de la desesperación»51. La ira, en cambio, es la única pasión irascible en la que no hay contrariedad, pues tiene como objeto el mal presente. El apaciguarse de la ira supone privación, no contradicción, en el apetito. Como ya había observado Aristóteles, la ira tiende a la venganza, es decir, a la destrucción del mal o de sus efectos o, lo que es lo mismo, a la vuelta a un estado anterior en el que el mal aún no había hecho acto de presencia.
Gracias a la irascibilidad, el sujeto tiende no sólo hacia un bien que todavía no posee, sino también hacia un bien que aún no está presente.
La irascibilidad implica, por tanto, una formalización mayor del apetito elícito, o sea una unión más estrecha entre las diversas facultades sensitivas y apetitivas del animal o del hombre. Lo que confiere al animal u hombre dotados de apetito irascible una mayor independencia y amplitud de movimientos.

3.3 La esperanza humana.
Como en el caso de las pasiones concupiscibles, Santo Tomás señala en las irascibles aspectos que son típicamente humanos. Estas se observan ya en la ira, pero alcanzan el culmen en la pasión de la esperanza.
Por lo que se refiere a la ira, según el Aquinate, dos son los aspectos que deben destacarse. En primer lugar, la ira humana está precedida por el juicio de la cogitativa acerca de algo como injusto52. En segundo lugar, y es aquí en donde se ve con más claridad la peculiaridad de la irascibilidad humana, la ira en el hombre nace de la tristeza causada por la injuria y termina en el gozo, pues la venganza —el término natural de la ira— es deleitable. Antes de ser realizada, la venganza se hace presente en el enojado de un doble modo: per spem, en cuanto que ninguno se indigna si no espera que se le haga justicia, y per cogitationem, o sea pensando en ella. Esta última forma de manifestarse la ira es también deleitable, pues el pensamiento de la justicia implica en cierto modo su realización y, por tanto, comporta gozo53. Santo Tomás distingue tres especies de ira humana: fel, cuando hay facilidad y prontitud en el movimiento de la ira; maniam, cuando la tristeza imprime permanentemente la ira en la memoria; furorem, cuando la ira no se aplaca, si no es con el castígo54. La causa última de la ira humana es algo que únicamente el hombre puede experimentar: el desprecio. En efecto, el desprecio, que se opone a la excelencia que todos los seres reclaman, es percibido sólo por el hombre, ya que únicamente él apetece el honor en cuanto tal y sufre cuando se le niega55.
Si desde el punto de vista de la concupiscibilidad las pasiones humanas más importantes son el amor, raíz de todas las demás, y el gozo, que comporta la posesión del bien apetecido, desde el punto de vista del impulso al acto son decisivas —además del amor, del deseo y el gozo— la esperanza y el temor, pues la primera mueve a juzgar como posible la adquisición del bien futuro arduo, la segunda, en cambio, a la huida del mal futuro. El amor, el deseo, el gozo y la esperanza son, por tanto, las pasiones fundamentales del apetito elícito humano, las cuales preceden a las pasiones opuestas (odio, aversión, tristeza y desesperación).
De las cuatro pasiones fundamentales, según Santo Tomás, es la esperanza la más importante, pues hace referencia al bien arduo futuro, es decir, al bien al que se orienta nuestra peregrinación terrena y en torno al cual gira la vida pasional humana. En el bien arduo al que incita la esperanza se entrelazan por tanto las demás pasiones positivas y negativas.
En efecto, el objeto de la esperanza, que presenta cinco características fenomenológicas, sirve —en opinión del Aquinate—para establecer una relación de oposición respecto de las restantes pasiones. Veámoslo.

a) El objeto de la esperanza es el bien, mientras que el del temor es el mal.
b) El objeto es futuro, mientras que el del placer y el gozo es presente.
c) El objeto es arduo, mientras que el del deseo es el bien concupiscible.
d) El objeto puede ser alcanzado, mientras que el de la desesperación es inalcanzable.

Por eso, es en la esperanza en donde se manifiesta la mayor diferencia pasional respecto del animal. Si en el apetito natural como en el concupiscible la certidumbre de alcanzar el bien debe atribuirse al conocimiento, también en la esperanza la valoración del bien arduo como alcanzable se debe a una instancia cognoscitiva, en concreto a la estimativa o a la cogitativa.
Tal valoración se basa, de acuerdo con el Aquinate, en el caso del animal en la sensación de la propia potencia o capacidad. En el caso del hombre, en cambio, además de dicha pasión semejante a la del animal, existe otro sentimiento de potencia, el de la expectativa o espera, que se fundamenta en la confianza en otra persona (expectare), pues «expectare equivale a ex alio spectare (mirar hacia otro); ya que la facultad cognoscitiva no solo mira al bien que pretende obtener, sino también a aquel, en cuyo poder confía, según la expresión del Eclesiástico: "yo miraba hacia un socorro humano"56.

La espera o expectativa trasforma también la relación entre el amor y el apetito irascible. En efecto, mientras la sola esperanza nace del amor y tiende al objeto amado, la espera nace sobre todo del amor a la persona que nos puede ayudar a alcanzarlo, «porque del hecho de que esperamos que alguien nos confiera un bien, nos movemos hacia él como hacia un bien nuestro, y así comenzamos a amarlo»57.
La espera, como las demás pasiones, puede transformarse en virtud cuando, por ejemplo, confiamos en las personas que debemos, cómo, dónde y cuándo debemos. Una virtud que no es sólo humana, sino que también es teologal cuando se espera amar a Dios como Él se ama, basándose en el amor que Él nos tiene. Descubrimos así la profundidad del texto aristotélico que habla del poder de la amistad: «el amigo, siendo otro yo, procura lo que uno no puede obtener por sí mismo»58. En efecto, el hombre viator, que por sí sólo no es capaz de salvarse, a través de la amistad divina, puede estar seguro de alcanzar el fin. En esta perspectiva —la del status viatorís— se entiende por qué, para el Aquinate, el amorpasión sea más divino que la dilección, pues «el hombre puede tender mejor a Dios mediante el amor, atraído pasivamente en cierto modo por Dios mismo, que cuanto pueda conducirlo a ello la propia razón, lo cual pertenece a la naturaleza de la dilección»59.
En definitiva, con la esperanza tocamos el nivel más alto de las pasiones humanas, en el que no sólo tendemos a Dios de forma oscura y vaga en cuanto deseamos el bien, sino que, a través de la fe, en esa misma inclinación experimentamos la atracción de su amor.

4 Una cuestión abierta.
En la tesis de Santo Tomás sobre la pasión, hay una serie de cuestiones que en los últimos decenios han recibido críticas. La primera de ellas se refiere a la consideración de la pasión como el acto del apetito.
Lyons, por ejemplo, rechaza esta tesis, pues —según él— la emoción no es un acto del apetito sino una valoración60. Para mostrar la inconsistencia de la tesis tomista, este autor se sirve, como ejemplo, de la emoción de la tristeza ocasionada por la muerte de un amigo. Como en ella no se siente ningún impulso o tendencia a actuar, resulta inexplicable a partir del esquema de la pasión como impulso hacia el bien o contra el mal percibidos. En definitiva —concluye Lyons— hay emociones que, como la tristeza, no son activas; en cambio, lo que nunca falta en la pasión es la valoración.
La crítica de este autor coincide con la perspectiva usada por Aristóteles en la Retórica, según la cual el juicio o la valoración constituye la esencia de la pasión. Lyons, sin embargo, no parece darse cuenta de que su tesis, como la aristotélica, debe responder a esta pregunta: ¿el juicio o valoración es causa de la pasión y, por tanto, se encuentra fuera de la pasión o forma parte de su misma esencia? A partir del ejemplo que usa Lyons no se puede dilucidar esta cuestión. En efecto, aparentemente, para Lyons, el juicio del amigo como un bien explica la tristeza por su muerte. Ahora bien, ¿cómo puede establecerse la existencia de dicho juicio, si no es mediante la constatación de un modo de reaccionar emotivo cuando el valor de la amistad está en juego o cuando se ha perdido al amigo, como sucede precisamente en el caso del amigo muerto? Y si es así, ¿no debe afirmarse que la tristeza por la muerte del amigo es la inclinación hacia el amigo o amor de amistad cuando esta se halla ante la imposibilidad de ser satisfecha, salvo en el caso de que se tenga fe en la vida eterna?
En definitiva, es verdad que no todas las emociones dependen de tendencias innatas; las hay también que dependen de inclinaciones, disposiciones y hábitos adquiridos. Así puede hablarse de la pasión por el fútbol, el estudio o la fotografía. Pero todas ellas se comportan según los movimientos del apetito concupiscible o irascible de que habla Santo Tomás. En efecto, todas ellas pueden dar lugar al amor, deseo-aversión, placer-dolor o ira, miedo, esperanza-desesperación. Baste pensar en la sucesión de pasiones que embarga al hincha de fútbol durante la liga.
Me parece que es otra la cuestión que en la teoría de Santo Tomás requiere mayor reflexión. El Aquinate parece distinguir con demasiada nitidez entre el juicio de la cogitativa y el apetito y entre el apetito sensible y el intelectual. Por lo que se refiere a la primera distinción, según la cual el aspecto cognoscitivo correspondería al juicio mientras que el apetito sería una pura instancia oréctica, me parece que esa distinción no es posible en la pasión; no sólo porque la valoración se halla en el origen de la pasión, sino sobre todo porque el movimiento del apetito consiste ya en una connaturalidad, de signo positivo o negativo, con la realidad. Por ejemplo, la simpatía o antipatía ante una persona que conocemos por primera vez no es tanto un juicio de aspectos positivos o negativos, sino más bien una inclinación o aversión tendencial. Tal vez deba conjeturarse que la inclinación del apetito contiene en sí ya una valoración, que no procede simplemente de un conocimiento sensible o sensible e intangible —como en el caso de la cogitativa—, sino fundamentalmente de la misma inclinación, es decir, la valoración que nace de una subjetividad que tiende a su bien, como se observa en los sentimientos básicos de simpatía o antipatía.
Por supuesto, este modo de entender la pasión parece entrañar cierta reduplicación: los valores son captados tanto tendencialmente como mediante la cogitativa. Tal vez el modo de evitar la reduplicación sea considerar la relación entre valoración y tendencia no causalmente (la valoración pondría en movimiento la tendencia), sino de modo intencional: la valoración que existe en el acto de tender no es nada más que la referencia intencional de la tendencia al bien que le es propio. Lo que significa que la tendencia, antes incluso del conocimiento del objeto que puede satisfacerla, se halla inclinada y que tal inclinación puede ser psicofísica, sin ser pasión. A dicha inclinación previa al conocimiento la he llamado dinamización para distinguirla de la actualización del apetito que depende del conocimiento. Esto explicaría por qué la dinamización de las tendencias, desde las más ligadas a la corporalidad, como la nutritiva y sexual, hasta las más espirituales, como la inclinación a la posesión, al poder, a la estima, a la amistad, permiten descubrir una diversidad de valores en la realidad. Así, el hambre, dinamización de la tendencia nutritiva, nos hace descubrir el alimento y la simpatía, la persona congenial de la que podemos llegar a ser amigos. Por supuesto que tal captación de la subjetividad que tiende al alimento o al amigo es oscura y necesita de la percepción y experiencia para conocer los aumentos y los amigos y cuáles de ellos son realmente buenos, es decir, requiere el conocimiento sensible y la cogitativa.
En definitiva, la inclinación tendencial posibilita que determinados valores existenciales puedan ser percibidos, mientras que el conocimiento actualiza esta posibilidad.
Se entiende así mejor la dificultad que presenta la segunda de las distinciones, es decir, la que existe entre el apetito sensible y el intelectual.
Me parece que ella sólo puede hacerse a partir de los objetos, o sea a partir del conocimiento, pero no a partir del apetito en cuanto tal. En efecto, si bien el deseo puede diferenciarse a partir de su especificación por el objeto conocido, una tal especificación implica siempre la existencia del apetito, que —en el caso del hombre— es de toda la persona y, por tanto, de naturaleza espiritual. Por supuesto que esa espiritualidad admite diversos grados: no es lo mismo la del apetito que se refiere a realidades sensibles que el que tiende a valores —como la justicia— o todavía más el que tiende a las personas en cuanto tales. Sin embargo, en todos estos casos, el apetito humano presenta la marca de la espiritualidad, la infinitud. No sólo el dinero puede ser querido por sí mismo, sino también el alimento o el sexo. Está claro que en los dos últimos casos, por tratarse de un deseo con base orgánica, este se encuadra en el ciclo de la necesidad-satisfacción; sin embargo, el hombre que eleva el alimento y el sexo a objetos infinitamente deseados no se satisface jamás, ni siquiera cuando la necesidad física ha desaparecido. Ahora bien, si mi hipótesis es correcta, hay que concluir que el apetito natural en el hombre es desde el comienzo, antes incluso de su actualización por el conocimiento, de naturaleza espiritual.
La existencia de un apetito o deseo infinito en el hombre, que podría situarse en Santo Tomás en la voluntas ut natura, permite entender, además de esas contraposiciones interiores en el hombre y de ese andar más más de la simple satisfacción, por qué las pasiones humanas, no obstante la analogía con las pasiones de los animales, son radicalmente distintas.
En efecto, lo que tienen en común procede de la consideración del apetito a partir de su especificación por el conocimiento sensible, mientras que, como hemos visto, la diferencia deriva del tipo de deseo en sí mismo considerado: psicosomático en el animal y psicosomático-espiritual en el hombre. La espiritualidad del apetito humano se observa también en su indeterminación originaría, por lo que éste, y no el de los animales, es apto para recibir la formalización racional causada por las virtudes.
Por último, la existencia de un apetito de naturaleza espiritual en el hombre, anterior a su especificación por el conocimiento, explicaría algo de otro modo incomprensible: la continuidad entre el amor pasión, la dilección, la amistad y la Caridad. Pues, no obstante la diferencia de facultades implicadas y del papel central que la gracia juega en relación a la Caridad, el sujeto de todas ellas es el hombre que tiende espiritualmente, es decir, infinitamente a Dios, aunque no siempre sea consciente de ello.

Conclusión
El modo en que Santo Tomás plantea el estudio de las pasiones es de sumo interés para la Antropología filosófica, pues, además de mostrar que se trata de realidades capaces de hacernos experimentar la unión sustancial de alma y cuerpo y de la integración de las facultades cognoscitivas y desiderativas, indica cómo hasta cierto punto se las puede explicar62. Además, el análisis genético de las pasiones proporciona los elementos necesarios para intentar educarlas, pues si bien estas no son originariamente racionales, en cuanto pertenecientes a un solo y mismo sujeto pueden obedecer a la razón bajo el influjo de las virtudes. Así, la ira, encauzada por la razón, da lugar a la virtud de la fortaleza y, una vez poseída esta virtud, la persona aprende a airarse cuándo, cómo, dónde y con quién conviene.
Por otro lado, el estudio que Santo Tomás hace del apetito desde el punto de vista psicológico nos conduce a dos importantes conclusiones.
La primera se refiere al papel central que en el apetito elícito —como en el apetito natural— sigue desempeñando el amor; tan es así, que se lo puede considerar como la pasión radical, no sólo porque el mundo pasional nace del amor, sino también porque el amor es el fin mismo del apetito, ya que la complacencia manifiesta un amor intenso. La complejidad de las pasiones deriva de la distancia que media entre el amor inicial y el amor final, en donde el apetito halla su reposo. La separación entre el amante y el bien amado es la fuente de la concupiscibilidad, mientras que el origen de la irascibilidad es, además de la separación, la dificultad que en esa distancia se introduce para alcanzar la unión con el bien.

La segunda se refiere a las pasiones humanas que se consideran operantes en el hombre de todos los tiempos y lugares63. En el caso del hombre, el amor no es nunca —ni siquiera cuando se dirige a realidades corporales— puramente sensible, pues la sensibilidad participa en mayor o menor medida de la racionalidad; de ahí que todas las pasiones del apetito elícito presenten en la persona humana características especiales. De todas formas, es en las pasiones del apetito irascible, en especial en la esperanza, en donde las pasiones humanas —según Santo Tomás— tocan la esfera más alta de espiritualidad: la persona no sólo espera aquello que puede conseguir con su poder o el de sus amigos humanos, sino sobre todo lo que sólo mediante el amigo divino resulta posible: la felicidad eterna.
Tal vez el punto de la doctrina de Santo Tomás que merece mayor reflexión sea la infinitud del apetito humano y, como consecuencia, la búsqueda de una mejor comprensión del porqué se producen en la interioridad humana la tensión y la oposición entre deseos junto a la experiencia de pasiones contrarías —placer y tristeza, dolor y gozo— en el momento mismo de la unión con el objeto apetecible, así como el estudio de la integración de este apetito mediante las -virtudes. Esta falta de adecuación entre placer y gozo manifiesta a mi parecer algo que caracteriza la afectividad humana, la falta de integración entre la esfera psicofísica y espiritual. De ahí la necesidad que la afectividad humana, a diferencia de lo que ocurre en los animales, tiene de ser integrada, lo cual es tarea de la razón a través de su función hermenéutica, de la voluntad y, sobre todo, de las virtudes.
En definitiva, la doctrina tomista muestra la pasión como el punto en que convergen los resultados de una serie de disciplinas filosóficas y científicas con la experiencia de la tendencia, el conocimiento del bien y la práctica de la virtud. Por lo que puede afirmarse que el estudio de las pasiones nos introduce en una perspectiva interdisciplinar y sintética, propia de la Antropología filosófica.
Pontificia Universitá della Santa Croce (Roma)
malo@pusc.it

Bibliografía.
1. Para un análisis de la ética de las pasiones en una perspectiva antropológica me permito señalar mi ensayo Antropología de la Afectividad, Pamplona: Eunsa, 2004, sobre todo el capítulo VI. El lector encontrará allí también un primer bosquejo de lo que aquí llamo la antropología tomista de las pasiones.
2. Aristóteles: De Anima, III, 13, 425-435.
3. Aristóteles: Ética a Nicómaco, VII, 7, 1149b 1-3
4. Aristóteles: Retórica II, 1, 1377b 20-24.
5. Simo Knuuttila: Emotions, p. 32.
6. Aristóteles: Retórica II, 2, 1378ª 30-32.
7 Aristóteles: Retórica. II, 1, 1377b 20-24.
8. Santo Tomás de Aquino: De Veritate, q. 21, a. 1.
9. Santo Tomás de Aquino: Contra Gentes, III, 69.
10. Santo Tomás de Aquino: Contra Gentes, III, 69, lect. 11.
11. Santo Tomás de Aquino: De Malo, q. 16, a. 5.
12. Santo Tomás deAquino: Summa Theologiae, I, q. 5, a. 5.
13. Santo Tomás de Aquino: Contra Gentes, I, 28.
14. Santo Tomás de Aquino: S.Th., I-II, q. 22, a. 2.
15. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 22, a. 8.
17. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I, q. 20 a. I, ad. 2.
18. Manuel Ubeda Purkiss: Introducción al Tratado de las Pasiones de la Suma
Teológica, p. 593.
19. Abelardo Lobato: El cuerpo humano, pp. 208-217.
20. James G. Holland-Burrhus, F. Skinner: The análisis of behavior, pp. 225- 226.
21. René Descartes: Les passions de l'âme,
22. Santo Tomás de Aquino: In IV Sent., d. 49, q. 3, a. 1, sol. 1.
23. A. Kenny: Aquinas on Mind, p. 62.24. 24. Santo Tomás de Aquino: In III Sent., d. 33, q. 2, a. 4, q. 1, a. 2, ad. 4.
25. Santo Tomás de Aquino: S.Th., I-II, q. 56, a. 4. Sobre la dimensión ética de las pasiones puede verse Servais Pinkaers: Les passions et la morale, p. 382, e ítalo Sciuto: Le passioni dell'anima nel pensiero di Tommaso d'Aquino.
26. Patricia Moya: Las pasiones en Tomás de Aquino, p. 151.
27. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, qq.24-47.
28. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II q. 23, a. I.
29. Marco T. Cicerón: Tusculanae disputationes, III, 3-5.
30. San Agustín de Hipona: La ciudad de Dios, I, 14, c. 16.
31. Santo Tomás de Aquino: S.Th., I-II, q. 31, a. 1.
32. Santo Tomás de Aquino: S.Th., I-II, q. 31, ad 1.
33. Cornelio Fabro: Introducción al Tratado del hombre, p. 104.
34. Santo Tomás de Aquino S. Th., I-II, q. 35, a. 6.
35. Santo Tomás de Aquino: De Veritate, q. 26, a. 4.
39. Santo Tomás de Aquino: De Veritate, q. 25, a. 1.
40. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 35, a. 6.
41. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 30, a. 3.
42. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 30, a. 1.
43. Letterío Mauro: Umanita della passione in S. Tommaso, pp. 44-45.
44. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 23, a. I.
45. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I, q. 78, a. 4.
46. Santo Tomás de Aquino: De Veritate, q.10, a.5 c.
47. Santo Tomás de Aquino: De Veritate, q. 10, a. 5.
48. K. Wojtyla: Persona y ación, p. 280.
49. Manuel Ubeda Purkiss: Introducción, p. 618.
50. Michel Meyer: Le problème des Passions chez Saint Thomas d'Aquin, p. 374.
51. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 23, a. 2.
52. Tomás de Aquino: S. Th., 1-11, q. 46, a. 2.
53. Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 48, a. 1.
54. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 46, a. 8.
55. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 47, a.7.
56. Santo Tomás de Aquino: S. Th., I-II, q. 40, a. 2.
57. Santo Tomás de Aquino: S.Th., I-II, q. 40, a. 7.
58. Aristóteles: Ética a Nicómaco, IX, 9,
59. Santo Tomás de Aquino: S.Th., I-II, q. 26, a. 3, ad 4.
60. William LYONS: Emodon, pp. 53-69; Martha C. Nussbaum: Upheavals of
Thought, pp. 56-64.
61. A. Malo: Antropología de la Afectividad, pp. 157-160.
62. Santo Tomás de Aquino: De Veritate, q. 26, a. 10.
63. Marcos Manzanedo: Las pasiones según Santo Tomás, p. 22.

Bibliografía
Santo Tomás De Aquino: Opera Omnia, Commissio Leonina, Roma-París: Éditions du Cerf, 1992. La traducción de los textos del Aquinate es mía.
Aristóteles: Obras completas, Francisco de P. Samaranch (ed), Madrid: Aguilar, 1977.
Marco Tulio Cicerón: Tusculanae/disputationes, John Davis-Richard Bentley-Georg Heinrich Moser (eds.), Hanoverae: In bibliopolio aulico Hahniano, 1836.
René Descartes: Les passions de I´ame, Charles Adam-Paul Tannery (eds.), Oeuvres de Descartes,, XI, Paris:Vrin, 1974-1983.
Cornelio Fabro: L\anima. Introduzione al problema dll\uomo,
Roma: Studium, 1955 (tr. esp. Introductión al Tratado del hombre, Madrid: Rialp, 1982).
Nicolás González Vidal: La pasión de la tristeza y su relación con la moralidad en Tomás de Aquino, Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2008.
San Agustín De Hipona: La ciudad de Dios, Madrid: B.A.C., 1968.
James G. Holland-Blirrhus F. Skinner: The Analysis of Behavior: A Program for Self-Instruction, New York: McGraw-Hill, 1961.
Anthony Kenny: Aquinas on Mind, London-New York: Routledge, 1993 (tr. esp.: Tomás de Aquino y la mente, Barcelona: Herder, 2000). Simon Knuuttila: Emotions in Ancient and Medieval Philosophy, Oxford: Oxford University Press, 2004.
William Lyons: Emotion, Cambridge: Cambridge University Press, 1980.
Abelardo Lobato: El cuerpo humano, en El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para d hombre de hoy. I, Abelardo Lobato (dir.). Valencia:Edicep, 1994.
Antonio Malo: Antropología de la Afectividad, Pamplona: Eunsa, 2004.
Marcos Manzanedo: Las pasiones según Santo Tomás, Salamanca: San Esteban, 2004.
Michel Meyer: Le problème des Passions chez Saint Thomas d'Aquin, «Revue Internationale de Philosophie» III (1994), pp. 363-374.
Patricia Moya: Las pasiones en Tomás de Aquino: entre lo natural y lo humano, «Tópicos» 33 (2007), pp. 141-175.
Martha C. Nussbaum: Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions, Cambridge: Cambridge University Press, 2001.
Ítalo Sciuto: Le passioni dell'anima nel pensiero di Tommaso d'Aquino, in "Anima e corpo nella cultura médiévale", Atti del V Convegno di Studi della Societá Italiana per lo Studio del Pensiero Médiévale, C. Casagrande-S. Vecchio (eds.), Firenze: Sismel Edizioni del Galluzzo,
1999.
Servais Pinkaers: Les passions et la morale, "Revue des sciences philosophiques et théologiques", LXXIV (1990), pp. 379-391.
Manuel Ubeda Purkiss: Introduction al Tratado de las Pasiones de la Suma Teológica, Madrid: B.A.C., 1954.
K. Wojtyla: Osoba i czyn, Kraków: Polskie Towarzystwo Teologiczne, 1969 (tr. esp.: Persona y acción, Madrid: B.A.C., 1982).


0.