Siempre quise escribir un artículo acerca de la obsesión en el culturismo, la «vigorexia», o como quieras llamarle.
Pero no quiero hacer un estudio sociológico, ni mucho menos. Tan solo contar mi experiencia personal a través de estos años.
Ante todo, reconozco que estoy obsesionado con este deporte. No vivo pensando en el día en que consiga unos brazos de 45 centímetros, envueltos en venas a punto de estallar. O unos pectorales tan macizos que pueda «clavar» monedas entre ellos.
¿A qué se debe? ¿En que momento antepuse el culturismo a tantas otras cosas?
Algunos se apuntan al gym tratando de conseguir el cuerpo de su super-heroe de cómic favorito, otros para recuperarse de una lesión, otros tantos chavales de 55 kilos por simple vergüenza al quitarse la camiseta en la playa... Pero, ¿y yo?
Yo no era más que un crío debilucho que pretendía coger algo de fuerza antes de adentrarse en las artes marciales, las cuales me apasionaban. El culturismo me enganchó de lleno (la segunda vez que me apunté, todo hay que decirlo) y jamás aprendí a hacer una kata. Hoy todavía me veo como aquel crío debilucho, igual que el primer día que comencé a entrenar, a pesar de los 33 kilos de diferencia.
Ha habido momentos buenos y momentos malos, pero de todos creo haber aprendido algo. Reconozco haber estado obsesionado hasta límites que me niego a confesar, sobre todo en temas de nutrición.
Pero de aquello aprendí una valiosa lección y es que no se puede forzar siempre al cuerpo. Al final este se defiende, es inevitable.
Hoy llevo mucho mejor lo del tema de las dietas, y cuando miro atrás y veo todo lo que llegué a hacer, me doy cuenta de que me encamino a ser una persona más cabal.
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Boris Prado
25/9/2008
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