Profesionales que renuncian al éxito y al dinero seducidos por los placeres de la sencillez
Joe Domínguez se subió al tren de alta velocidad en el Harlem hispano y no se bajó hasta llegar a Wall Street, convertido en flamante asesor de inversión en Bolsa: ejemplo modélico de «self-made man», triunfador nato, encarnación perfecta del sueño americano...
«Y te voy a decir una cosa: miraba a mi alrededor, me fijaba en las caras de esos "gringos" que sólo pensaban en amasar dólares y me decía para mis adentros: "Pues si resulta que éramos más felices en el barrio, con todas nuestras miserias"».
A la chita callando, Joe fue albergando una secreta ambición: renunciar a todas sus ambiciones.
Siguió trabajando como el que más, unas doce horas al día, pero se fijó una meta temprana para la «jubilación»: 31 años. A esa edad, calculaba, habría ganado lo suficiente como para vivir de las rentas y hacer un corte de mangas a la vorágine capitalista: «¡Ahí te quedas, Wall Street!».
Veinticinco años después, Joe Domínguez se ha convertido sin quererlo en el gurú de un movimiento que está haciendo temblar los cimientos de la sociedad americana: el «downshifting» o la simplicidad voluntaria. Según el Trends Research Institute de Nueva York, la vuelta a la simplicidad será una de las tendencias más evidentes de fin de siglo (de aquí a cinco años caerán en sus redes más de cuatro millones de profesionales americanos).
Joe Domínguez, pionero del «downshifting», presume de vivir sin privaciones con 7.000 dólares al año (¡850.000 pesetas!). Comparte gastos y fatigas con su mujer, Vicki Robin, que renunció a hacer carrera como directora teatral para dedicarse a la simplicidad. Juntos firmaron un libro de espectacular éxito, El dinero o la vida, que se ha convertido con el tiempo en la Biblia del nuevo modelo de vida.
«La gente comienza a darse cuenta de que no podemos seguir a este ritmo, que esta carrera de ratas nos lleva de cabeza al abismo», afirma Joe. «Cuando empezamos en los ochenta, eran pocos los que nos comprendían. Ahora que se ha pasado la cosa "yuppy", el fenómeno ha estallado de pronto. Por fin comienzan a darse cuenta de que la calidad de vida no consiste en tener más dinero de lo que puedas gastar, sino en ser dueño de tu energía vital y de tu propio tiempo».
Nunca es tarde
«Haz lo que te gusta y el dinero irá detrás», dice una de las máximas del «downshifting», y Vicki Robin lo ratifica con 50 años de experiencia, propia y ajena: «Podría hablarte de decenas de casos de gente que ha dejado un trabajo que le esclavizaba y ha emprendido una nueva vida, a los treinta, a los cuarenta. ¡Nunca es tarde!».
Joe y Vicki viven en las afueras de Seattle, en un modesto chalé de clase media. En la casa no sobra nada, pero tampoco falta. Tienen televisión, dicen, porque un amigo se la prestó hace tiempo y se le olvidó reclamarla. En el patio trasero está aparcado el viejo Toyota, impecable pese a sus once años.
En el sótano han instalado el cuartel general de la New Road Map Foundation, una asociación de voluntarios consagrada al proselitismo de la vida simple... «No nos conformamos con ayudar a la gente a alcanzar la independencia financiera y a disfrutar del bajo consumo. Nuestra intención va más allá: reivindicamos el derecho a que se nos vuelva a tratar como ciudadanos, y no como meros consumidores».
Domínguez y Robin han creado escuela en el noroeste americano. Seattle y Portland se perfilan ya como las mecas de los «downshifters», ciudades vivibles y a la medida del hombre, en las antípodas de Nueva York o Los Angeles.
En Portland, precisamente, vive otro de los grandes de la vida simple: Dick Roy, cotizadísimo abogado hasta hace dos años, cuando decidió renunciar a sus envidiables emolumentos (dos millones de pesetas al mes) y predicar la austeridad con el ejemplo.
Ahora conduce un Honda de ocho años y tiene sólo un par de pantalones en el armario, se hace el pan en casa y presume de no desperdiciar nada: una bolsa de basura le vale para todo el año.
«No fue un cambio de la noche a la mañana», asegura Roy. «Lo llevaba meditando desde hacía tiempo. Me ayudó mucho mi mujer, Jeanne, que nunca sintió la más mínima pasión por el dinero. En cuanto a mí, el sueño americano se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla».
Roy se bajó del tren de alta velocidad a los 54 años, pero no fue ni mucho menos una jubilación anticipada. El secreto de su contagiosa juventud, dice, es mantenerse siempre activo: a las ocho de la mañana está ya al pie del cañón en el Northwest Earth Institute, la asociación ambientalista que fundó para dar sentido a su nueva vida.
La apacible ciudad de Portland acaba de reconocerle como «hijo honorífico», y es que Dick Roy tiene las puertas abiertas allá donde vaya: escuelas, oficinas,... Sus seminarios van desde «La Ecología en Casa» hasta «La Simplicidad Voluntaria». Sus «alumnos» son médicos, abogados y ejecutivos que por primera vez se preguntan: «¿Cuánto es demasiado?».
«Hace dos años éramos mi mujer y yo; ahora hay más de 30.000 "voluntarios" en el estado de Oregón nadando contra la corriente».
De vuelta en Seattle, atravesando el imperio tecnológico de Bill Gates, aterrizamos en el bucólico barrio de Green Lake, donde están creciendo como hongos los «Círculos de la Vida Simple». El punto de encuentro es un pequeño café con sabor a pueblo, el Honey Bear Bakery, y la impulsora se llama Cecile Andrews, ex administradora en una escuela pública.
A Cecile le apasiona hablar y le revienta que los americanos no hablen: «Nos hemos acostumbrado a sentarnos delante del televisor y a no pensar. Nos dejamos programar automáticamente y hemos convertido el salir de compras en nuestra principal diversión».
Desde su columna semanal en el Seattle Times, Cecile pone sobre la mesa datos alarmantes como éste: «Los padres norteamericanos pasan una media de seis horas a la semana comprando y sólo cuarenta minutos jugando con sus hijos». O como este otro, en boca de Juliet Schor, economista de Harvard: «En Norteamérica se trabaja como media un mes al año más que hace dos décadas. Somos un país de adictos al trabajo: buscamos el éxito profesional y el estatus por encima de todo, y dejamos casi siempre de lado nuestra vida personal».
Desde hace dos meses, sus columnas en el Seattle Times están sirviendo de auténtico revulsivo, pero ella confía sobre todo en el poder del «boca a boca»: «A mi primera tertulia, a principios de los ochenta, vinieron dos personas. Cuando lo intenté por segunda vez, en 1992, aparecieron 175».
A Janet Luhrs, 45 años, la llamada de la simplicidad le llegó a las dos semanas de ser madre: «Me licencié en Derecho un mes antes de tener a Jessica. Entonces pensaba en lo que alguna vez pensamos todos: el éxito profesional, la realización personal y todas esas cosas. Me incorporé a un despacho de abogados y no duré ni dos semanas en el trabajo. Salí por pies de aquel infierno: me di cuenta de que era una estupidez dejarse la piel de aquella manera para poder pagar la guardería».
Janet volvió al hogar, dulce hogar, para disfrutar de la maternidad por partida doble (después llegaría Patric). Descubrió las ventajas de trabajar en casa y volvió con mucha calma a su ocupación original, periodista.
Hace tres años, cubierta ya con creces su vocación maternal, decidió complicarse la vida con el lanzamiento de una revista trimestral, Simple Living, que hoy por hoy cuenta con suscriptores de las partes más remotas del planeta.
«Mucha gente piensa equivocadamente que vivir de una manera simple equivale a la pobreza», se rebela Janet, custodiada por sus gatos Snowball y Midnight. «Mira a tu alrededor y verás que no nos privamos de nada, de nada que nos haga falta. Este año, como mis hijos apenas han visto la televisión, no sabían qué pedirme por Navidades...».
«Simples» españoles
En España no se han fundado revistas ni se han abierto cafés que cumplan el papel de «cuarteles generales» ni nada que se pueda identificar todavía con algo parecido a un movimiento, pero cada vez son menos extraños los profesionales que renuncian a vivir con la lengua fuera y se desenganchan de un pretendido éxito que en realidad les maltrata.
Como el ex abogado Dick Roy al otro lado del Atlántico, Lola Fonseca, 51 años, se encuentra entre quienes piensan que nunca es tarde para optar por uno mismo. «Cuando vi que corría el peligro de jubilarme como un "broker" que perdía cada día el aliento por seguir, decidí que había llegado el momento de renunciar a todo aquello. Lo vi tan claro, que ni siquiera sopesé ni los pros ni los contras, simplemente me largué». Fue en el 92.
Fonseca se lanzó sin red: 46 años, tres hijos, dos de ellos todavía dependientes, dos años de paro, ningún ahorro y apenas una leve idea de qué es lo que en adelante podría hacer. «Aquello no lo entendió nadie, ni compañeros, ni jefes ni amigos. Sobre todo, porque la mía era una profesión mitificada, de prestigio social y con la que se ganaba bastante dinero. Pero me apoyaron».
Empezó a pintar cojines. «Siempre me habían dado envidia los artesanos, porque me los imaginaba tranquilos en su tallercito, haciendo objetos que les gustaban, un trabajo muy humano. ¡Eso es lo que yo quiero hacer!, me dije». Y no paró hasta contar con su puesto de artesanía en una feria de Madrid. Hoy pinta y vende pañuelos de seda en una tienda que es, a la vez, taller. «Este era mi sueño y acabo de alcanzarlo. El dinero en sí no me interesa. Sólo quiero lo justo que me permita hacer lo que quiero, que es seguir ideando cosas nuevas con seda pintada».
Alfonso Anabitarte tenía 31 años cuando le ofrecieron poner el pie en una escalera ascendente: jefe de administración de varias oficinas financieras ligadas al entonces Banco Hispanoamericano, en Madrid. Y dijo que no. «Estaba harto de trabajar con papeles, de las comidas de trabajo, de las reuniones, de estar siempre a disposición de la empresa, toda tu vida en función de la empresa y la empresa que te atrapa. Hasta acabas por restringir el círculo de amistades».
Aprovechó sus dos años de paro para aprender a trabajar la madera en un curso de Formación Profesional, rodeado de adolescentes que le miraban como a un sapo de otro pozo. Se trasladó a vivir a Alpedrete, a las afueras de Madrid, y comenzó a ganarse la vida como ebanista: «¿El dinero? Sólo pretendo que no se transforme en una preocupación. No quiero ser rico ni que me falte. Mi nivel de gasto en la ciudad era muy superior al necesario. Ahora tengo un coche de segunda mano que me lleva, con un radio-cassette que me costó 3.000 pesetas y tengo el mismo equipo de música desde hace 15 años».
Persigue cada día su propia fórmula para alcanzar el éxito, y asegura que no siempre resulta fácil: trabajar las horas justas que te permitan ganar lo que necesitas para vivir. Ni una más.
Anabitarte no se conformó con hacer muebles: junto a otros amigos decidió poner en marcha una asociación cultural -La Kalle-, que, entre otras cosas, pone en marcha proyectos de integración laboral para jóvenes marginados o con problemas de drogadicción a quienes enseñan a trabajar la madera.
«Me di cuenta de que el trabajo me imponía un estilo de vida y una forma de ver las cosas con las que no tenía demasiado que ver y que me hacían entrar en una eterna contradicción cotidiana. Ahora aquí estoy, pasé de todo aquello y no me ha pasado nada. Estoy muy a gusto y muy satisfecho con mi vida».
Doce meses para desactivarse
Janet Luhrs, editora del boletín Simple Living, aconseja a todos un programa de «desintoxicación» consumista para 1996 en doce fases, a una por mes.
Enero.- Nunca vuelva a salir de compras por diversión, sino porque verdaderamente le haga falta algo. Antes de comprar nada, pregúntese: ¿Lo necesito realmente o no es más que otro capricho innecesario? ¿Acabará guardado en un cajón? ¿Merece la pena pagar lo que me piden?
Febrero.- Tener varias tarjetas de crédito no supone a veces más que gastos innecesarios y preocupaciones inútiles. Cancele todas menos una, y utilícela sólo en casos de emergencia. Pague siempre que pueda en metálico.
Marzo.- Mejor un coche de segunda mano al contado que uno de primera que nos tenga dos o tres años hipotecados. Sea realista y no se deje seducir por la publicidad. Compre un automóvil a su justa medida, que cubra sus necesidades más importantes.
Abril.- Ponga la casa patas arriba y despréndase de todo lo que no le sirva: muebles, ropa, discos, libros... Todo lo que no haya utilizado en el último año probablemente no le servirá nunca más. Venda lo que pueda en tiendas de segunda mano o done sus pertenencias a una institución benéfica.
Mayo.- Permítase todos los días al menos diez minutos para reflexionar. Tómese su tiempo y rompa de una vez por todas el ritmo vertiginoso de vida. En resumen, recupere la facultad de pensar.
Junio.- ¿Por qué esa costumbre de coger el coche para ir a la vuelta de la esquina? ¿Se ha parado a pensar cuántas horas se pasa al año al volante? Utilice el transporte público y camine siempre que le sea posible.
Julio.- Llévese la comida de casa al trabajo si es posible. Evite salir a comer a una de las innumerables cadenas de «comida rápida». Se lo agradecerá su bolsillo y, lo que es más importante, su salud.
Agosto.- Nunca haga dos cosas al mismo tiempo: conducir y hablar por teléfono, cocinar y ver la televisión... Disfrute de cada cosa a su tiempo y reduzca sensiblemente el tren de vida.
Septiembre.- Comience el mes haciendo un cheque a su nombre. Invierta en sí mismo. Estrene cuenta de ahorros.
Octubre.- Recupere el placer de la lectura, dé un paseo, contemple una puesta de sol, haga excursiones al campo, disfrute de la conversación con los amigos y, por favor, apague de una vez por todas la televisión. Hay que aprender a saborear las cosas simples.
Noviembre.- Acabe con las sesiones maratonianas de trabajo. Nunca se lleve trabajo de la oficina y haga lo imposible por regresar antes a casa y cenar siempre que pueda en familia. Organice por lo menos una cena especial a la semana: saboree los alimentos, converse relajadamente con los suyos y desconecte el teléfono.
Diciembre.- Diga no a la actividad constante y canalice su energía vital hacia otras cosas que no sean el trabajo. Practique un «hobby», participe en actividades solidarias y reciba las múltiples gratificaciones que le pueda dar la vida misma. Ha llegado el momento de desactivarse.
El Mundo. Domingo, 7 de enero de 1996 |