La epidemiología es la disciplina científica que estudia la naturaleza y la difusión de la enfermedad en las poblaciones y entre las mismas. En el ámbito del abuso de sustancias, ha sido utilizada para clasificar un campo más vasto de investigación que comprende la mayor parte de las disciplinas de la ciencia social. En realidad, la utilización de droga no es propiamente una enfermedad, sino una constelación de comportamientos. No le sucede inadvertidamente a una persona, como ocurre, en cambio, con una enfermedad, sino que se trata de una serie de comportamientos que uno hace suyos consciente e intencionalmente. Por eso el abuso de sustancias está sujeto al estudio y a la comprensión de todas las perspectivas disciplinares de los demás comportamientos humanos —es decir, sociológico, psicológico, social psicológico, antropológico, económico e incluso político—. Puesto que el modelo, o el enfoque de la enfermedad ha ganado rápidamente los favores en el campo del abuso de sustancias, la terminología médica tiende a dominar la denominación de las disciplinas relacionadas con el abuso de sustancias; por eso hablamos en términos de etiología, epidemiología, terapia y prevención. En realidad, esta terminología ha sido utilizada con referencia a toda la gama de sustancias psicoactivas de las que se abusa y a las que me referiré en estas páginas, incluidas aquellas cuya producción y distribución son ilegales (p.e.: la marihuana, los alucinógenos, la cocaína, la heroína), los productos psicoterapéuticos controlados (p.e.: los barbitúricos, las anfetaminas, los calmantes y los analgésicos de tipo opiáceo) y las drogas legales, no controladas (p.e.: el alcohol y los cigarrillos).
Con esta premisa, quiero aclarar que, aunque yo sea considerado epidemiólogo y el trabajo que realice se llama epidemiología, —como casi todos los «epidemiólogos» del campo del abuso de sustancias— soy un estudioso social y llevo las perspectivas disciplinares de la ciencia social a la comprensión de esta serie de fenómenos. Nos ocupamos de normas, motivos, actitudes, valores, opiniones y estilos de vida, así como de la cuantificación y de las dinámicas interpersonales de la difusión de estas, llamadas, enfermedades.
Con esta explicación del término epidemiología, puedo afirmar que el estudio epidemiológico del uso de sustancias ha producido un cuerpo de conocimientos muy abundante y en esta exposición tratare de compartir algunas de las secciones clave que parecen ser de grandísima importancia para el tema general de esta conferencia. Quienes deseen tener un análisis más exhaustivo de este campo, pueden consultar las recensiones de Johnston (1989), Kandel (1982), Kozel y Adams (1986), Moncher, Holden y Schinke (1991) y de la Sección Narcóticos de las Naciones Unidas (UNDND) (1987).
También es importante decir desde el principio que lo que voy a presentar aquí está profundamente influido por la experiencia norteamericana. Y esto por dos motivos. El primero y más obvio es que la mayor parte del trabajo de mi vida efectuado en este terreno ha sido llevado a cabo en Norteamérica. El segundo, y tal vez el menos obvio, es que una amplia parte de la encuesta científica mundial sobre la epidemiología de la droga se ha desarrollado en Norteamérica porque, en los recientes decenios, el uso epidémico más extenso de drogas ilícitas se está haciendo precisamente en esta parte del mundo. Los gobiernos de cada Estado y el federal han hecho sustanciosas inversiones en la investigación científica, con la esperanza de aprender como controlar y prevenir en el futuro tales epidemias. Puesto que el contexto cultural es sumamente importante para comprender la toxicomanía, subrayo en primer lugar esta inclinación norteamericana.
El estado legal de las drogas
Ante todo, quisiera subrayar la forma tan arbitraria mediante la cual las drogas han ido adquiriendo posiciones legales muy diferentes, puesto que la posición legal de una droga tiene mucho que ver con la extensión y la naturaleza de su uso. En la sociedad occidental, el alcohol y el tabaco han adquirido una sanción legal mucho antes de que fueran conocidas todas las consecuencias de estas drogas; los intentos de hacer ilegal el uso de tales drogas, ya legales desde hace mucho tiempo, no han tenido gran éxito, como lo demuestra el intento americano de cambiar la posición legal del alcohol durante el prohibicionismo. Esto es verdad sólo en parte, ya que vastas aéreas de población comenzaron a beber sin que vieran en ello nada de moralmente equivocado; y de hecho, muchos empezaron a ver en el uso del alcohol un propio derecho. Y esto es igualmente verdad solo en parte, porque las infraestructuras de productores, distribuidores, publicistas y comerciantes legales se han presentado con un fuerte interés económico en la perpetuación del status quo. Por ejemplo, cuando las bien conocidas consecuencias de los cigarrillos sobre la salud deberían ser suficientes para hacer ilegales producción y venta, es muy improbable que tal cosa ocurra en poco tiempo en muchos países, a consecuencia del alto porcentaje de población dependiente del tabaco de modo constante y por el enorme poder político y económico de las industrias implicadas en la producción y en la publicidad. Además, los gobiernos obtienen fuertes ingresos gracias a los impuestos sobre la venta de cigarrillos, creando otra motivación política para mantener su legalidad. En realidad, se debe en gran parte a que la legalización, una vez establecida, es difícil de revocar; por ello soy contrario a la legalización de drogas suplementarias, como la marihuana o la cocaína. El cigarrillo y el alcohol son dos drogas legales que crean dependencia, que ya exigen un enorme tributo desde el punto de vista sanitario —no tenemos absolutamente necesidad de cualquier otra droga que adquiera una posición de legalidad y que así empiece a legitimar su uso entre un sector más amplio de la población—.
Para poner en su contexto las consecuencias sanitarias de estas drogas legales, diré que en los Estados Unidos se calcula que cada año mueren 500.000 personas por las consecuencias del humo sobre la salud, incluido el humo «pasivo». Que 100.000, aproximadamente, mueren por las consecuencias del alcohol; y que menos de 10.000 personas mueren a consecuencia de todas las drogas ilegales juntas (Rice, Kelman, Miller & Dunmeyer, 1990; Departamento Americano de Servicios Sanitarios y Humanos [DHHS], 1989). La importancia de la pérdida de vidas causada por el tabaco y el alcohol aumenta los que deberían ser los enormes problemas éticos para quienes están implicados en la perpetuación de su uso, incluidos los productores, los distribuidores, los gobiernos y los mass-media. Pero el hecho es que apenas tienen conciencia de ello. Abundan las racionalizaciones para sostener el comportamiento que contribuye claramente a la habitación de los niños y a la innecesaria perdida de millones de vidas. Desde mi punto de vista, esta podría ser la mayor inmoralidad dentro del ámbito de la toxicodependencia: la sanción hipócrita, de actividades que causan muertes masivas a través de la promoción del uso legal de droga.
Un sector importante del uso de droga es el de la zona gris, en cuanto a legalidad, del uso de productos psicoterapéuticos al margen del control médico. Realmente, en algunos países este problema está más difundido que el consumo de drogas cuya producción y venta son severamente ilegales (UNDND, 1987; Kokkevi & Stefanis, 1991). En teoría, en muchos países la venta de estos productos, como los calmantes menores, los sedantes, las anfetaminas y demás estimulantes, y los analgésicos de tipo opiáceo, está controlada. En algunos, incluidos los Estados Unidos, se hallan bajo estrecho control, con lo que la compra y la venta sin receta médica resulta decididamente ilegal. Pero en otros países, o son poco controlados o no lo son en absoluto, haciendo ambigua la legalidad de compra y venta sin receta médica. En algunos países, el comprador debe solo pedir al farmacéutico el producto y estar seguro de recibirlo. En los países más pobres, en los que hay escasez de médicos y los pocos existentes apenas tienen unos minutos que dedicar a cada paciente, los doctores prescriben a veces tales productos a pacientes que manifiestan una vaga sintomatología solo para crear la impresión de que se hace algo. Y dado que los pacientes pueden a menudo tener ataques continuos sin ulterior implicación del médico, este puede haber iniciado a un paciente en el camino de la tóxicodependencia. Así, un buen número de personas procedentes de todas las clases sociales, que no tienen intención alguna de formar parte de la subcultura de la droga, hace mal uso de estos productos psicoterapéuticos. El uso erróneo de tales productos suscita problemas éticos para los gobiernos que los producen y promueven su venta en el extranjero, para el ministerio de la Sanidad que aparentemente controla la distribución y la venta de estos peligrosos productos farmacéuticos y para la misma profesión médica. Puesto que tales productos son producidos legalmente y distribuidos a través de canales legales, es mucho más difícil conseguir una intervención eficaz para ello que para las drogas ilegales, una vez suscitada la conciencia y obtenida la voluntad política. La producción y la distribución pueden ser controladas, la publicidad puede ser controlada y limitada y las normas pueden ser impuestas entre los farmacéuticos, y se puede ejercer una influencia sobre los médicos a fin de que modifiquen sus prácticas de prescripción.
Esta claro que legalizar una droga tiene mayores implicaciones por el modo notable en que se difundirá y se establecerá en la población, por todos los motivos que acabo de mencionar. A estos conviene añadir otros dos. Muchas personas evitan usar una droga no solo porque es ilegal (y para muchos, hacer algo ilegal es contrario a la imagen que tienen de sí mismos, como lo es implicar el peligro de la aprensión) sino porque a menudo esa ilegalidad lleva a la reprobación social. Dicho de otro modo, cuando la ilegalidad es ampliamente aceptada como algo razonable, contribuye a reforzar las normas informales contra el uso.
El estado normativo de las drogas
Como sucede en otros muchos campos del comportamiento humano, las normas sociales representan un papel importante en el ámbito del uso de sustancias. La posición legal no es lo único determinante de las normas sociales que se refieren al uso de las drogas. Como han mostrado en la pasada década amplios cambios en la aceptabilidad social del tabaco en Norteamérica y en la Europa Septentrional, las normas referentes al uso de una droga legal pueden cambiar sin alteración alguna en la posición legal (DHHS, 1989; Irgens Jensen, 1986; Johnston. O'Malley & Bachman, 1991; Instituto Nacional sobre la Toxico dependencia [NIDA], 1991). Estos cambios en las normas y en los comportamientos han resultado, en gran parte, de una mayor conciencia de las consecuencias del humo sobre la salud. De modo semejante, en Norteamérica ha habido un cambio notable en las normas predominantes acerca del uso de la marihuana, sin cambio alguno en la posición legal de esa droga. Además, las normas para la marihuana, que se habían hecho más restrictivas, han parecido cambiar, sobre todo, como resultado de diferentes convicciones acerca de las consecuencias de su uso (Johnston et al., 1991a). Volveremos después sobre este tema.
Sin embargo, las normas de un comportamiento aceptable no son siempre uniformes dentro de la población. Pueden diferir según las edades del grupo, las capas sociales o socioeconómicas y según los sectores de población que se diferencian, más en general, como una función de su integración en la estructura normativa de la sociedad. Estas diferencias en las normas del subgrupo, que pueden desarrollarse casualmente y después disminuir en los diversos periodos históricos, son factores particularmente importantes en el desarrollo y en la difusión de las epidemias.
Normas entre las personas inclinadas a la desviación
Quisiera comenzar observando las diversas capas sociales de la población, basadas en su propensión a la desviación, definida de modo más general que la definida en términos de tóxicodependencia. Supuesto que el uso ilegal de drogas es contrario a las normas predominantes de la sociedad, cosa que ocurre habitualmente, el uso legal de droga es contrario a las normas sociales. Por lo tanto, quienes menos observan las leyes —es decir, delincuentes o inclinados al crimen— serán también los menos obligados a las normas específicas referentes a las drogas. Además, es muy probable que tales individuos formen parte de un grupo de amigos entre los que haya otros desviados semejantes a ellos, por lo que será menos probable traten de reforzar las normas de la sociedad más amplia. Las constricciones normativas de la sociedad sobre el uso de drogas son menos influyentes en la sub población desviada que, en realidad, no puede desarrollar normas que son antitéticas de las normas tradicionales como símbolo de protesta o como expresión de solidaridad. En la epidemiología de la droga parece darse una constante: los índices de implicación en el uso de droga deben ser observados probablemente entre desviados y delincuentes (por ejemplo, Jessor & Jessor, 1977; Smith & Fogg, 1978) y mientras la tóxicodependencia aumenta seguramente el índice de actividad criminal de quien usa la droga, hay pruebas que indican que una implicación breve de la habituación podría no provocarlo (Johnston, O'Malley & Eveland, 1978). Con otras palabras, la mayor parte de la asociación entre el uso ilícito de droga y la criminalidad puede reflejar el efecto de la selección de las personas más desviadas, siendo muy probable que estas comiencen a utilizar las drogas. Sin embargo, sería una afirmación exagerada decir que el uso de la droga es sólo una manifestación específica de una orientación más global hacia la desviación. Osgood, Johnston, O' Malley y Bachman (1988), han demostrado que un fenómeno de inclinación a la desviación puede explicar solamente una parte de la divergencia en el uso de diversas drogas, y este autor (Johnston, 1973) ha demostrado que los factores de estilo de vida sin relación con la desviación, explicaban el uso en un periodo histórico precoz.
Cuando el uso de una droga como la heroína o el crack esta a niveles muy elevados, su uso puede estar concentrado sobre todo en la subcultura desviada. Efectivamente, es probable que la mayor parte de las personas piense en el uso ilegal de la droga en el contexto de las subculturas desviadas. Aunque esta imagen puede ser exacta para algunos periodos históricos, por lo que se refiere a Norteamérica es seguramente errónea para los dos decenios últimos. Aquí, durante más de un decenio, la mayoría de los jóvenes ha hecho uso de una droga ilegal antes de concluir la escuela secundaria; y gran parte de ellos (el 80%) ha hecho uso de una de tales drogas hacia los 27 o 28 años de edad (Johnston et al., 1991 a; NIDA 1991).
Simbolismo y normas sociales dentro de Movimientos sociales
Esto nos lleva a otro tipo de estratificación que puede presentarse en una sociedad y conducir a un cisma en las normas y en la ideología social es —el que resulta de un movimiento social—. Durante los últimos años 60 y los primeros 70, entre los jóvenes americanos se manifestó lo que antes solía llamarse con el término «contracultura», sobre todo como respuesta a la guerra del Vietnam (Clark & Levine, 1971; Simmons & Winograd, 1966). Su identidad esencial podía ser definida en términos de rebelión contra muchas de las normas y de los valores predominantes de la sociedad adulta, y quienes seguían tal movimiento revelarán habitualmente una constelación de características que iban de la oposición a la guerra, a las diferencias en las costumbres de la atención a la propia persona y al modo de vestir, a posturas y actitudes con respecto al trabajo y a la escuela, a la lengua, a las preferencias musicales... y al uso de droga (Suchman, 1968). En este caso, un movimiento social muy importante se ha desarrollado sobre una epidemia en evolución de uso de productos psicoactivos y le dio gran ímpetu, haciendo del uso de la droga una parte simbólica del movimiento Comisión Nacional sobre la marihuana y sobre otras drogas (1972). Las drogas como la marihuana y el LSD se introducían muy bien, puesto que su uso facilitaba, al mismo tiempo, el viaje por el propio interior, expresaba desaprobación y desconfianza con respecto a la sociedad adulta, y proporcionaba un rito que expresaba la solidaridad del grupo simbolizado por el acto de pasarse el «espínelo» de marihuana. Como podemos observar, por razones tanto simbólicas como funcionales, algunas formas de uso de droga pueden llegar a ser características de un movimiento social poderoso. El movimiento de la contracultura fue tan potente y la enajenación tan fuerte, que las normas en contraste con las normas sociales dominantes se manifestaron y legitimaron el uso ilegal de droga para una entera generación de personas. Una vez destrozada por la marihuana y el LSD, la estructura social normativa concerniente a las drogas, permitía a una multitud de otras drogas pasar a través de la aceptabilidad social al interior de la subcultura juvenil. Desgraciadamente, uno de los comportamientos asociados con la pertenencia al movimiento era el deseo de atravesar, en general, los confines tradicionales, incluidos los nacionales. Durante ese periodo muchos jóvenes americanos viajaron y llevaron su estilo de vida a otras partes del mundo. Entre su reencontrada movilidad y la rápida cobertura dada por todos los más media, lo que empezó en el continente norteamericano como una epidemia, se convirtió en pandemia mundial.
Naturalmente, en casi todas las zonas del mundo se daban problemas causados por la droga, pero se trataba de algo diferente en aquellos jóvenes de la corriente principal que habían adoptado comportamientos ilegales y un sentido de unidad con un movimiento social más amplio, que ellos consideraban moral y justo. Al fin y al cabo, se le llamaba «Movimiento por la Paz».
Se trata de un ejemplo de las diferentes formas en que las normas contrarias a las predominantes en la sociedad puedan presentarse en algunos subgrupos permitiendo y facilitando la difusión de una epidemia de droga. En este otro caso se trataba de un movimiento social que dio el mayor ímpetu a un cambio normativo que se verificaba entre los estratos más jóvenes de la población. Es interesante notar cómo parece que el síndrome de la contracultura no estaba en relación con el ser delincuente o inclinado a la desviación en el sentido tradicional (Johnston, 1973). Cada conjunto de normas del subgrupo contribuía, en cierto modo independientemente, a la evolución de la epidemia.
Sectores de la población que hacen uso de la droga
Otro modo de subdividir la población en estratos es a través de su anterior experiencia de droga. Quienes han hecho anteriormente uso de drogas legales son notablemente más inclinados que los demás al uso de la marihuana; quienes hacen uso de marihuana son más inclinados a usar cualquier droga ilegal; y quienes hacen uso de cualquier droga ilegal son más inclinados al uso de cualquier otra droga (Johnston, 1973; Kandel, 1975; Yamaguchi & Kandel, 1984). Esto significa que el uso de drogas legales comporta ramificaciones para el uso de drogas ilícitas. Significa también que cuando una nueva droga se introduce en el mercado, es más probable que esta sea inicialmente usada por quienes ya están implicados en el uso de drogas ilícitas.
Los motivos de estas asociaciones son en parte normativos; quienes ya han violado la ley y las normas sociales, se sienten más tranquilos cuando lo hacen de nuevo. Sin embargo no hay duda de que la mayor parte de la asociación se explica también por las redes de distribución y por la autoselección en términos de grado de propensión a asumir un riesgo. Parece ser que también representa un papel el aprendizaje de experiencias anteriores, satisfactorias, de droga.
Clase social, etnia y urbanitas
Hay otros modos de subdividir en estratos la población, que pueden ser significativos para explicar la toxicomanía: la «urbanitas», la región, la composición racial/étnica, el sexo, la clase social, la movilidad geográfica, etc. por ejemplo, en las sociedades industrializadas no es raro que el uso de drogas nuevas comience en las ciudades más grandes —sobre todo entre drogadictos «ancianos»— para después irradiarse a las ciudades más pequeñas y a las aéreas rurales (Hunt, 1974). Por ejemplo, hemos podido observar este modelo para la difusión del crack en los Estados Unidos a mitad de los años ochenta. Pero en esta cultura de los más media, la experimentación con el crack se difundió muy rápidamente en la mayor parte de las comunidades de los estratos sociales de cualquier dimensión (Johnston, O'Malley & Bachman, 1991b). En las personas hay una tendencia errónea a considerar que el uso de droga sea sólo un problema urbano (por ejemplo, Johnston et al., 1991a; Kokkevi & Stefanis, 1991) y una tendencia equivocada a pensar que este es un problema que toca sólo a las clases inferiores. Sin embargo, en los Estados Unidos, estudios efectuados entre estudiantes pertenecientes a todas las clases sociales socioeconómicas, han mostrado niveles de uso de cocaína y de marihuana muy semejantes entre las diversas capas sociales. Además, el uso de cocaína —tanto en Norte como en Sudamérica— se ha desarrollado primero entre las clases muy ricas, antes de difundirse por la escala social a medida que aumentaba la disponibilidad y disminuía el precio (por ejemplo, Johnston et al., 1991a).
A menudo las personas asocian el uso de la droga con la condición de minoría racial y étnica en la población y en relación con una condición socioeconómica muy baja. Una vez más tales convicciones pueden ser erróneas, o por lo menos exageradas, por una serie de motivos. El más obvio, probablemente, puede ser el de los prejuicios raciales y étnicos; pero también hay otras razones. Una de estas nos la da el hecho de que los comportamientos de quien hace uso de droga y los problemas resultantes pueden ser mejor escondidos en la mayoría de la población; las autoridades pueden rechazar o proteger tales comportamientos cuando llegan a llamar su atención. Otra de esas razones es que el tráfico no secreto de droga puede darse en un grado desproporcionado en las zonas pobres, en la mayor parte de los casos, en las de minorías, dando la impresión de que también el uso está concentrado allí, aunque la mayor parte de los compradores proceden de barrios más altos, más ricos. Esta es exactamente la situación actual de la venta del crack en los Estados Unidos de América. Investigaciones nacionales realizadas sobre estudiantes y sobre la población en general, han demostrado repetidas veces que el uso de droga entre los jóvenes afroamericanos es, en realidad, más bajo que entre los jóvenes de la población blanca mayoritaria (Bachman et al., 1991; NIDA, 1991).
Pero la historia de las diferencias raciales étnicas puede ser compleja y no ha sido completamente resuelta ni en los Estados Unidos, con sus amplios sistemas de información epidemiológica. Puede suceder que mientras los afroamericanos presentan índices de uso más bajos durante la adolescencia, lleguen a índices de uso más elevados —y tal vez un uso particularmente crónico— durante su primera madurez, puesto que se enfrentan con una desocupación más elevada y se desaniman frente a sus oportunidades futuras. Sabemos que, mientras las razones principales que están en la base de un uso inicial y moderado son dadas por motivos sociales y por el deseo de experimental las causas psicológicas del logro representan un papel más importante para quienes van hacia un uso más frecuente (Johnston & O'Malley, 1986).
Por eso, sea cual fuere la razón, mientras aumenta una epidemia del uso de droga, hay algunos sectores de la población que son más sensibles a la manifestación del comportamiento del drogadicto —de quienes son generalmente más desviados, jóvenes enajenados, los que viven en las aéreas urbanas (durante las primeras etapas de la epidemia), y quienes hacen ya uso de otras drogas. Sin embargo, quienes son considerados con riesgo, no siempre se reducen a los de zonas de la población que se supone vivan especialmente en riesgo— los pobres, las minorías y las personas que viven en las aéreas urbanas.
Cómo limitar una epidemia
En alguna otra ocasión he sostenido que, una vez instaurada, una epidemia tiene una cierta cantidad de movimiento propio progresivo (Johnston, 1991). Una vez en curso, las nuevas generaciones de niños crecen conscientes de las drogas y de sus efectos psicoactivos (una de las condiciones necesarias para la epidemia), y los hermanos mayores y otros modelos más viejos sirven para animar el uso de la droga entre los más jóvenes. Se ha constituido un sistema de abastecimiento para proporcionar el acceso (segunda condición necesaria); la buena disposición a violar las normas sociales dominantes (tercera condición necesaria) ha evolucionado y se transmite de un joven a otro; y algunas seguridades acerca de la no peligrosidad de las drogas (cuarta condición necesaria) son dadas por los consumidores de más edad, que se muestran incólumes. También hoy —mucho tiempo después del fin de la guerra del Vietnam y del movimiento anticultura— la epidemia norteamericana de uso ilegal de droga prosigue, con la mayor parte de los jóvenes que han probado por lo menos una droga ilegal antes de los veinte años de edad.
La última condición que he hipotizado necesaria para la manifestación de una epidemia: la tranquilidad sobre la seguridad de la droga, puede ser el lazo de unión débil en la perpetuación de su uso. Mis colegas y yo hemos reunido muchas pruebas que atestiguan cómo la creciente opinión de que el uso de la droga comporta un notable riesgo para quien hace uso de ella, ha sido en gran parte responsable de la determinación de un descenso en el uso de ciertas drogas (Bachman, Johnston.O'Malley & Humphrey, 1988; Johnston, 1982, 1985; Johnston et al., 1991a). Creemos que el haberse dado cuenta de ese riesgo ha causado la disminución de iniciaciones en el uso de la marihuana en 1980, y el descenso en el inicio del uso de cocaína en 1986. La disminución de otras clases de drogas, como el LSD, el PCP y el crack, se ha debido probablemente a un aumento de la percepción del riesgo de daño —de modo particular, un daño físico y psicológico para el consumidor. Lo que parece estar claro para la marihuana y la cocaína es que la disminución del uso no puede explicarse con una disminución de la disponibilidad. Durante la mayor parte del descenso del uso de estas drogas, su disponibilidad se presentaba a los jóvenes constante o en aumento. Pero en la explicación de las tendencias al descenso del uso, los cambios de percepción de los estudiantes en cuanto a los peligros de esas drogas, resultan ser amplios y notablemente consistentes.
A propósito de esto, la falta de descenso de la disponibilidad debe enseñar algo a los políticos, dado que el fracaso en hacer disminuir tales niveles, a pesar de que los gastos anuales lleguen a un número cada vez creciente de billones de dólares, explica la futilidad de la estrategia basada en la oferta. En mi país, como en la mayor parte de los otros, el énfasis de la política sigue orientado a la reducción del aprovisionamiento más que al enfoque —bastante más eficaz— de la reducción de la demanda. El motivo de todo esto es en gran parte político: estrategias de línea dura parecen obtener más votos para los políticos que la prevención o la terapia. La posibilidad de instruir al electorado acerca de este tema pocas veces es tenida en consideración.
Si nuestra interpretación de que estas tendencias al descenso son consecuencia del cambio de opinión sobre los peligros asociados con el uso de droga es correcta, entonces se debe a las preocupaciones pragmáticas sanitarias y no a preocupaciones de tipo moral. Con todo, puede suceder que también las normas estén cambiando, muy probablemente como resultado de la percepción de las consecuencias sanitarias de estas drogas, como ha sucedido anteriormente con los cigarrillos. De este modo, las personas han llegado a darse cuenta de que hacer algo que les dañaría a ellos mismos, como a los otros, es moralmente equivocado. El cambio mayor en la percepción del daño se ha dado para el uso regular de marihuana; la proporción de estudiantes americanos del último curso de la escuela secundaria que desaprueba el uso regular de marihuana es del 91%. Si la desaprobación se basa exclusivamente en un juicio moral, podríamos esperar que la gran mayoría de estudiantes desaprobara también la experimentación de la marihuana; pero, en 1990, solo el 68% la ha desaprobado.
Conclusión
Es justo afirmar que la mayor parte del trabajo sobre la epidemiología de la droga se concentra en los factores de riesgo o en los factores de susceptibilidad —sea en términos de características de los individuos, sea en términos de su ambiente social próximo. Este cuerpo de trabajo ha dado vida a muchas conclusiones interesantísimas acerca de las correlaciones del uso de droga. Aquí he presentado solo algunas. Me parece que se ha dado poca atención a las amplias fluctuaciones que se producen en el tiempo sobre los niveles absolutos de uso de drogas particulares. La mezcla de los factores de riesgo de la población, como el número de delincuentes o el número de fracasos en la escuela, no puede cambiar mucho en el tiempo; pero una epidemia masiva del uso de droga puede surgir y desaparecer. En esta exposición he intentado trasladar el énfasis sobre factores sociales y culturales más vastos que, a mi parecer, tienen un papel en las amplias mutaciones de estas epidemias. Para esta Conferencia es de particular importancia el hecho de que, mientras la decisión de hacer uso de la droga puede comportar consideraciones morales, el modo como las personas ven tales decisiones y sus consecuencias esta dramáticamente interesado por el más amplio contexto cultural, social y legal, en el que deben tomar tales decisiones. Esto significa que muchos de los problemas éticos y morales en el ámbito del uso de drogas se encuentran, junto con otros, en la sociedad —en la familia, en la comunidad, en el gobierno, en los productores, en los publicistas— verdaderamente, en todos nosotros. Pocos problemas han sido tan politizados como el de la droga, pocos han causado tantas tomas de posición política y han llevado a la hipocresía y a la autoindulgencia. Tal vez porque implica el miedo al crimen, una amenaza a las usanzas de una generación más vieja con respecto a la droga, una amenaza a intereses económicos y políticos constituidos y, en fin, una amenaza para nuestros hijos. Es una prueba para nuestros caracteres individuales y para los nacionales, a fin de que entre estas preocupaciones dejemos prevalecer la preocupación por nuestros hijos, para que les protejamos de quienes animan y facilitan el uso de drogas ilegales y legales y los eduquemos efectivamente sobre las consecuencias de todas las drogas.
Dr. Lloyd Johnston
Director del Instituto de Investigación social en la Universidad de Michigan (U.S.A.).
1 Las disminuciones del uso de muchos depresivos del sistema nervioso central, como tranquilizantes, sedantes y opiáceos, no pueden explicarse de este modo. Es más probable que su disminución refleje una menor motivación a obtener sus efectos.
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Dolentium Hominum n. 19