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Secuestros silenciosos
Margarita Iturbide

El mundo entero ha quedado consternado con el caso de Natascha Kampusch, la niña que fue secuestrada en Austria hace diez años, y que, después de ocho años de cautiverio, logró escapar de su captor. Durante estos largos años, claves para una niña que se convierte en mujer, vivió alejada del mundo, sin otra relación humana que aquella que mantuvo con su secuestrador, un hombre que al parecer, sufría de una patología severa. No podemos dejar de pensar en la angustia de sus padres, de los amigos de la familia, de la escuela, de la misma sociedad que se conmovió ante un secuestro que no se resolvió en su momento. Pasaron los años, llegó el olvido, los diarios dieron vuelta a la página mientras esta chica, desde su celda sin ventanas, luchaba por su supervivencia. Simplemente un día desapareció sin dejar rastro, como si se la hubiera tragado la tierra, y después de ocho años reaparece sorprendiendo al mundo entero con otro rostro, con una personalidad definida, con una experiencia de vida muy particular. En un momento de distracción de su captor, pudo escaparse poniendo fin a ocho años de intensa soledad. Ella misma ha comentado que todo estaba marcado por el miedo a la soledad.

Es realmente muy impactante encontrarse con un caso así, pero si miramos con atención a nuestro alrededor, nos sorprenderá darnos cuenta que miles de jóvenes, oscilando entre los diez y dieciocho años, son, de alguna manera, secuestrados silenciosamente. La palabra secuestro significa retener indebidamente a una persona para exigir dinero o alguna otra cosa por su rescate. ¿Por qué afirmo que miles de jóvenes permanecen secuestrados cuando los vemos caminar por las calles, subirse a los autobuses, frecuentar los centros comerciales, ir al cine con los amigos y pasear por los parques? Ellos está allí, pero ¿Dónde están sus mentes? ¿Dónde sus corazones? ¿No nos estamos enfrentando a un tipo de secuestro más sutil, menos impactante, pero al mismo tiempo más peligroso y dramático? No se secuestran sus cuerpos, pero sí sus mentes. Se les enajena y se le deja sin libertad, sin capacidad para reflexionar, sin voluntad, experimentando una profunda soledad interior, sin ilusión por la vida. ¿A cambio de qué? De placer, de momentos de evasión. Sensaciones que duran un instante pagado con dinero, pero lo más duro, pagado con la entrega de la auténtica libertad interior. ¿No son acaso los negocios de la pornografía y de la droga los más remunerados que existen hoy en día?

Me apena encontrar adolescentes de doce o trece años totalmente ebrios por las calles. ¿No es verdad que miles de adolescentes, a los catorce y quince años son alcohólicos sin ni siquiera ellos saberlo? Es cada vez más frecuente toparse, en los trayectos de los autobuses o del metro, con jóvenes de mirada perdida y ojos inyectados, vagando muchas veces sin rumbo y sin destino, así como es cada vez más común, sobre todo en algunas ciudades, tropezar con jeringas tiradas sobre las aceras, en los tránsitos de los parques y en las estaciones de trenes. En España, Antena3 ha informado este verano que casi 200.000 jóvenes entre los 14 y 18 años han probado como mínimo una vez la cocaína en el último año y que en este país, 40.000 personas se han convertido en adictas, muchas de ellas jóvenes. Un folleto del Hospital Bradley de Rhode Island, Estados Unidos, de fama mundial por su autoridad en psiquiatría del niño y del adolescente, muestra unas estadísticas alarmantes hechas a adolescentes que cursan el último año de secundaria. Más de la mitad de los chicos encuestados ya ha probado la marihuana y el 25 %, la cocaína. El incremento de alcohol en Argentina se viene elevando de forma muy rápida en los últimos diez años. El número de personas que abusa del alcohol ha aumentado un 19%. Según informes oficiales, 2,5 millones de argentinos beben en exceso. La razón del aumento de cifras se debe en gran parte a que bajó la edad en que se comienza a injerir alcohol, y ahora los chicos de 12 años toman cerveza como si se tratara de jugo de naranja. Según las encuestas de la Secretaría de Educación Pública de México, el porcentaje de consumo de drogas ilegales en el último año por edad es de 2.4 % en adolescentes de 13 años, ascendiendo este porcentaje con la edad, hasta alcanzar el 16.5% en jóvenes de 19 años. No voy a detenerme en estadísticas relacionadas con la pornografía. Basta navegar un poco por Internet para darse cuenta de lo asequible que es acceder a este mundo.

Sí, son secuestrados nuestros adolescentes, aunque no llamen nuestra atención, aunque no lo tomemos en serio. Un padre me comentaba sobre su hijo: “Yo también bebía a su edad…”. Secuestros que no hacen ruido y, desgraciadamente, algunas veces se descubren demasiado tarde, cuando la desesperación no tiene regreso. Como consecuencia nos encontramos con cifras cada vez más elevadas de suicidios. Sólo en México, un país que está muy lejos de encabezar la lista de suicidios de jóvenes en el mundo, cada año se suicidan 3,200 personas, en su mayoría jóvenes, de acuerdo a las estadísticas de la Dirección General de Servicios de la Salud Mental.

He tenido la oportunidad de charlar con una persona que ha sido víctima de un secuestro. El miedo constante, la inseguridad, la impotencia, la tristeza profunda son sentimientos que afloran en el hombre cuando es desprovisto de su libertad corporal, pero siempre queda la esperanza, el espíritu de supervivencia que incontables veces, alcanza niveles de heroicidad. Sus mentes, más o menos despejadas, con altas y bajas, llegan al descubrimiento de que realmente son libres si quieren serlo, aunque los entierren vivos en zulos denigrantes; son libres porque pueden ejercer el autodominio, porque gobiernan sobre sí mismos y sobre su voluntad. Son libres porque son fuertes, porque tienen una intimidad que sólo les pertenece a ellos, como declaró Natascha en una carta publicada. Esta chica resistió ocho años, ella sabía como también lo dijo, que él, su secuestrador, no era su amo y que ella era tan fuerte como él. Al asomarse como espectadora al mundo a través de los medios que su captor le proporcionaba, llegó a la convicción de que su adolescencia había sido distinta a la de la mayoría, pero no tenía sentimientos de que hubiera perdido nada. Ella refirió que se había ahorrado riesgos de la adolescencia como el tabaco, la bebida o las malas compañías.

Sin embargo, estos otros secuestros que la sociedad muchas veces ignora, acaban por matar lo más sagrado que tiene el hombre: su capacidad de determinación. No son realmente libres, aunque puedan moverse de un lugar a otro. Sus mentes ya no les pertenecen y al experimentar esta carencia, muchos de ellos pierden la esperanza y con ello, el paso al suicido es muy corto. Se logra rescatar a muchos, pero miles aún siguen a la deriva… ¿No puede la sociedad estar más atenta, más dispuesta, más activa? No se trata de ir amontonando estadísticas y acumulando programas de salud, se trata de actuar, de resolver problemas, de tender la mano. De lo contrario ¿Qué será de nuestra civilización cuando quede en manos de estos jóvenes? ¿No estamos ya viviendo las consecuencias de los años 70 cuando la droga, el alcohol y la liberación sexual eran los ídolos de aquellos jóvenes?

Mujer Nueva, 2006-09-08