Probar alimentos desconocidos, preparados de acuerdo a métodos y recetas locales, es uno de los mayores placeres del viaje. Pero, en un mundo que tiende hacia la producción masiva de alimentos uniformes para todo mundo, implica también una responsabilidad. Ésa es, al menos, una de las ideas que sostiene el movimiento Slow Food.
Por Mari Ángeles Gallardo
Junio 2006
Comencemos por desmentir: Slow Food no es un mero juego de palabras ni el capricho de un grupo de globalifóbicos radicales ni vagos glotones, sino el nombre de un movimiento comprometido con la diversidad agrícola, cultural y culinaria del mundo. Un mundo en el que la comida rápida o fast food y sus sabores empaquetados han cruzado todas las fronteras: cuando viajamos encontramos locales de esa comida con el nombre de las grandes empresas trasnacionales hasta en las más remotas y pequeñas poblaciones del planeta. Su éxito internacional radica en gran medida en los millones de dólares que se invierten en publicidad, pero también en el precio tan reducido al que se venden sus productos, con los que muchas veces no puede competir la comida artesanal de fondas y restaurantes, aunque sea de mejor calidad.
La mayoría nos hemos acostumbrado a este fenómeno y lo hemos aceptado pasivamente, pero en 1986 Carlo Petrini, un periodista italiano, dijo “basta” cuando una cadena estadounidense decidió instalarse en la Piazza di Spagna en Roma. Petrini empezó un movimiento pacífico y didáctico al que llamó Slow Food, lo contrario de fast food. Este movimiento se preocupa por contrarrestar la tendencia a convertirnos en un mundo de sabores universales, donde no se respeten las tradiciones de cada país, de cada región y aun de cada población, y por defender las especies vegetales y animales, protegiendo a las que están en peligro de extinción.
Desde sus inicios, la sede del movimiento está en Bra, una pequeña ciudad piamontesa cerca de Turín. En 1989 Slow Food se convirtió en una asociación internacional y actualmente cuenta con 83 mil socios en 122 países, y subsedes, por orden de nacimiento, en Alemania, Suiza, Estados Unidos, Francia y Japón. El emblema de la organización es el caracol, símbolo de la lentitud, que sirve de amuleto contra la ajetreada vida actual, que a veces nos impide tomar si quiera el tiempo necesario para disfrutar de una sabrosa comida.
El objetivo de la organización es dar la debida importancia al placer gastronómico que proporcionan los alimentos, aprendiendo a disfrutar de la diversidad de sabores y recetas, a reconocer la variedad tanto de los lugares de producción, como de los campesinos que hacen la cosecha y de los artesanos que los preparan, y a respetar el ritmo de las estaciones del año. Pero Slow Food propone además añadir un nuevo sentido de responsabilidad a la búsqueda de este placer y al derecho que todos tenemos de disfrutarlo: ese enfoque fue denominado “ecogastronomía”, y engloba el respeto y el estudio de la cultura enogastronómica (vino y comida) y el apoyo a los que se ocupan de defender la biodiversidad agroalimentaria en el mundo.
Pues la alimentación está íntimamente ligada a la cultura. Los productos reflejan la esencia de su lugar de origen y la técnica de su manufactura, muchas veces centenaria, enseñada de padres a hijos. A diferencia de un refresco embotellado de determinada marca, que sabe igual en México que en Italia o en cualquier otro lugar del mundo, ya que se prepara a base de una fórmula química exacta, el sabor de un vino, un queso, un prosciutto, un café o un aceite de oliva depende de muchos factores controlados por la naturaleza, y puede variar no sólo por circunstancias geográficas de una zona a otra, sino también por circunstancias climatológicas de un año a otro dentro de la misma zona, como se demuestra claramente en las añadas de los vinos.
A pesar de que los mexicanos, y los latinos en general, nacemos con la filosofía Slow Food en el alma —nada más hay que ver lo que duran las comidas entre degustación y plática de sobremesa tanto en casa como en el restaurante— las cadenas de comida rápida proliferan en nuestro país y vemos con tristeza cómo desaparecen las neverías artesanales, las auténticas tortillerías en donde se hacía cola para comprar tortillas calientitas alrededor de la hora de la comida y las panaderías de la esquina, adonde se iba dos o tres veces al día a comprar el pan caliente. Hoy preferimos hacernos de éstos y otros productos en el supermercado, sacrificando la calidad en aras de la comodidad y la velocidad o, en algunos casos, como los helados, atraídos por el glamour de un nombre extranjero.
La red de miembros de Slow Food está organizada en grupos locales, que se llaman Condotte en Italia y Convivios en el resto del mundo. Cada convivio está dirigido por líderes que se encargan de organizar cursos, degustaciones y comidas en las que los miembros disfrutan de deliciosos platillos y vinos, aprendiendo a valorar y apreciar los productos locales de cada país o región. En la actualidad, hay más de 800 convivios en el mundo repartidos en 50 países, incluido México.
Detrás de un buen alimento, un buen artesano
Terra Madre, la iniciativa más reciente de Slow Food, es un foro para aquellos que quieran cosechar, criar, pescar, distribuir o promover los alimentos de manera que se respete el medio ambiente, se defienda la dignidad humana y se proteja la salud de los consumidores. La idea evoca el concepto de la tierra como madre e introduce un nuevo agente en el campo de la producción alimenticia, la Comunidad del Alimento: el alimento de calidad necesita de una serie de personas de diferentes profesiones para ser producido, distribuido y consumido, para constituir un recurso económico, ambiental, social y cultural. El futuro de la agricultura y del alimento está en manos de muchas personas, de competencias diferentes pero enlazadas entre sí: cocineros, agricultores, pescadores, recolectores de productos espontáneos (como trufas y hongos), ganaderos, investigadores... y todos ellos estuvieron representados en Turín en 2004 por 5 mil participantes de Terra Madre, procedentes de 1200 Comunidades del Alimento distribuidas en 130 países.
Slow Food organiza varios eventos nacionales e internacionales como Cheese, una bienal del queso que se lleva a cabo en Bra, Slowfish, una feria anual en Génova dedicada a la pesca sustentable, y el Salone del Gusto, la mayor feria mundial de comida y vinos de calidad que se realiza cada dos años en el Centro de Exposiciones de Lingotto en Turín. Precisamente mi primer contacto con Slow Food fue una invitación al Salone. Me quedé entusiasmada con esta organización después de participar diariamente en los “Laboratorios del Gusto”, verdaderas aulas en la que los “alumnos” sentados frente a largas mesas en las que se sirven diferentes productos comestibles y vinos aprenden guiados por expertos en cada materia, el arte de apreciarlos ejercitando todos los sentidos, aprendiendo a la vez la historia y técnica de manufactura de cada producto.
El laboratorio “Las edades del Parmigiano-Reggiano” consistió en una degustación de este maravilloso queso de 15, 24 y 36 meses de curación; “Eurocaprinos” fue una cata de los mejores quesos de cabra de Italia, Francia, España, Portugal y Grecia. Durante “Una bodega de Jerez”, el técnico de la bodega nos introdujo al mundo de ese delicioso vino fortificado español, desde el más seco hasta el más dulce. De “Stilton y Oporto” salimos convencidos de que son verdaderamente un matrimonio perfecto. “La Trufa” nos develó los secretos de uno de los aromas más raros y delicados de la cocina, desde su recolección hasta su presentación en la mesa. Y la degustación de Domaine de Chevalier dirigida por su propietario Olivier Bernard, con 4 vinos tintos y 4 blancos 2000, 98, 97 y 83, fue realmente inolvidable.
Por las noches, las “Citas a la Mesa” son el broche de oro de cada jornada. Más de 40 restaurantes piamonteses abren sus puertas para deleitarnos ya sea con la cocina de su propio chef o la de un famoso chef visitante que ha creado un menú espectacular. Y en cada cena una bodega de excepción ofrece una degustación de vinos acompañando cada plato. Recuerdo aún la exquisita cena de “Sabores del Piamonte y vinos botritizados” que disfruté en el restaurante La Carmagnola , y la de Las Estrellas del Sorriso que se llevó a cabo en Al Sorriso, uno de los mejores restaurantes de Italia situado cerca del lago Orta, donde la chef Luisa Valazza, una de las reinas de la cocina italiana, presentó un menú extraordinario acompañado de maravillosos Brunellos.
El primer Salone se llevó a cabo en 1996, y cada año ha ido creciendo en número de visitantes y expositores. En 2004, el Salone atrajo a 140 mil visitantes, y en los 50 mil m2 del área de exposiciones hubo 600 expositores de 80 países.
Travesías N. 54 |