Partieron por la marihuana, siguieron con la cocaína y terminaron en la pasta base. Delinquieron una y otra vez para conseguir la droga. Pasaron por la calle, por la cárcel y por el infierno de la adicción. Ahora son otros. Tuvieron una oportunidad, lograron rehabilitarse en la Casa de Acogida La Esperanza y hoy tienen nuevos sueños.
José Vega: "Mis hijas son mis ojos. Estoy luchando por ellas"
José Vega es de Curicó. Sólo tiene 24 años y ya es padre de dos niñas (de 6 años y 3 meses). Al igual que la mayoría de quienes entran al mundo de las drogas, su vida no ha sido fácil.
A los 12 años probó el primer pito de marihuana, dice, porque se sentía solo. De ahí en adelante nadie lo paró. Al principio esperaba con ansias que su padre llegara borracho para sacarle plata de la billetera. Siguió con los robos en las tiendas, más tarde vino el cartereo y luego los robos con violencia. Necesitaba dinero para costear su adicción.
A los 15 años tuvo su primer y único trabajo. Ahí se inició en las drogas más duras. "Me servía para trabajar; cuando llegaba de amanecida a la pega me llevaba mis papelillos de cocaína y me tiraba mis puntazos", recuerda.
Cuando se terminaba el efecto venían los "bajones". "Era como si hubiese corrido cinco horas seguidas y sintiera todo el cansancio de una vez", dice, aunque reconoce que nunca se angustió por la coca. El problema real vendría tres años después.
Probó la pasta base y le gustó. Entonces, los delitos se tornaron desesperados y los botines más jugosos. "Salíamos a robar en cuadrillas de 5 personas. Entrábamos a las tiendas y mientras uno de ellos llamaba la atención de los guardias, el resto metíamos las cosas en mochilas", cuenta Vega. Todo un "laburo", como se le conoce en el mundo del hampa.
Si bien nunca estuvo preso, la cárcel en la que estaba metido era mucho peor. La pasta base consumía su vida, y también la de su pareja, quien hoy está internada en un centro de rehabilitación. Ni siquiera paró cuando nació Krishna, su primera hija.
Con su mujer salían a robar en el día, cambiaban las especies por droga y consumían toda la noche. Esa fue su rutina durante dos años. "En cada pipazo que das estás pensando en cómo conseguir más. La pasta te absorbe, te manipula", confiesa.
Cuando tenía 21 años, la situación no dio para más. Se intoxicó con marihuana y paró en el hospital, lo que se mezcló con una citación en el juzgado. Por eso ingresó a un centro de rehabilitación en Curicó: la otra alternativa era ir preso. Pero el entusiasmo le duró sólo 10 meses, y de a poco volvió al robo y a las drogas.
Le regalaron un paquete con hierba y todos los días se fumaba con su pareja unos 5 pitos mezclados con pasta base. Los problemas se exacerbaron e incluso llegó a la violencia. "Muchas veces nos peleábamos porque yo me fumaba un 'mono' más. Es complicado acordarse de eso".
Pero algo cambiaría las cosas: su mujer quedó embarazada otra vez y José se dio cuenta de que no podía seguir así. Con la ayuda de su mamá consiguió un cupo en la Casa de Acogida La Esperanza, en Santiago.
"Me perdí el nacimiento de mis dos hijas, que son mis ojos. Eso todavía me duele. Por eso estoy luchando", dice. Su mujer también dio el paso y se internó en un programa de CONACE que acoge a madres con problemas de drogas.
Ya han pasado 11 meses desde que comenzó el tratamiento, se siente más seguro y mira el futuro con otros ojos. Desea encontrar un trabajo y traer a sus hijas y a su mujer a vivir con él. "Quiero hacer mi familia, volver a enamorarme de mi mujer, ser un papá ejemplar y apoyar a mis niñas".
José Manuel Quezada: de la calle a la universidad
A los 14, el primer pito de marihuana. A los 16, sus primeras anfetaminas. A los 20, un "jale" de cocaína tras otro. A los 30, ya convertido en un adicto a la pasta base.
Para José Manuel Quezada (41 años, Conchalí) todo fue muy rápido. Pasó de niño que les sacaba plata a sus padres a robar carteras para obtener anfetas, luego a ser mechero en tiendas y finalmente a estafador para hacerse de grandes cantidades de pasta base.
En su infancia sus papás estaban todo el día trabajando y el pequeño José Manuel, el menor de 6 hermanos, pasaba el día en la calle, queriendo imitar a sus amigos que fumaban marihuana.
Estando en el colegio se puso a trabajar en un municipio instalando patentes de autos. Tenía 16 años. En ese trabajo, ansioso de conseguir hierba, decidió robar una cartera. Y aunque su dueña llegó a reclamar, él nunca fue descubierto. Era su primer delito.
"Con plata en los bolsillos empecé con las anfetaminas. Esas nos daban personalidad. Uno se creía simpático. Nos quitaba la curadera. Y uno hablaba, hablaba y hablaba. Despertaba con dolor de mandíbula".
Así y todo logró terminar cuarto medio, pero jamás volvió a estudiar. A los 18 estaba convertido en mechero y entraba con una bolsa de aluminio a las tiendas para que las alarmas no sonaran. Por esos años comenzaron sus detenciones, que con el tiempo superarían las cincuenta. Nunca pasó más de 5 días en la cárcel.
Aunque nunca volvió a pisar una sala de clases, José Manuel tuvo otra escuela, el hampa. A los 20 años se "especializó" en estafas. La estrategia era comprarles a los ladrones de autos las tarjetas y talonarios de cheques que encontraban en los vehículos. Luego, partía a tiendas y supermercados del barrio alto. En un solo fin de semana obtenía más de un millón y medio de pesos. "Ganaba harta plata. Como era fácil, más cocaína compraba."
Su sueño era ser lanza internacional. Así que partió a España. Pero en menos de un mes, tras robarle la billetera a un inglés en Madrid, quedó detenido y fue deportado. Tuvo que seguir con sus estafas en Chile.
Una noche de juerga, un amigo le ofreció un "pipazo" de pasta base. Había cumplido recién 32 años. Hoy recuerda que ese fue el comienzo de la perdición.
"Yo terminaba con los pies llenos de ampollas. Caminaba todo el día buscando dónde consumir. Incluso en los delitos que preparaba cometía errores. Se me olvidaba que ya había ido a una tienda a robar. Llegó un momento en que no salía de la casa. Le hurtaba cosas a mi mamá, ya no me bañaba, no me afeitaba."
En sus espacios de lucidez, se miraba al espejo. No paraba de llorar. Pesaba sólo 60 kilos. Nunca había estado tan esmirriado y enjuto. Pasaba días enteros acostado. "Estaba vacío -dice-, no valía un peso". Un día, ya sin fuerza para luchar, decidió quitarse la vida. Su plan falló.
Desesperada, su madre intentó ayudarlo. Cinco días después de su cumpleaños número 37 lo llevó a internarse a la Casa de Acogida La Esperanza, creada por el senador Jaime Orpis.
Su vida comenzaba a cambiar. Pero no sería fácil.
Era duro dejar de lado la pasta base y entrar en terapia, pero con el tiempo lo logró. Compartía sus problemas con otras personas en rehabilitación y de a poco rehizo su vida, con el apoyo de su hermana, quien fue su apoderada. "Supe que había cometido muchos errores en mi pasado. Y lloré, me enrabié y luego logré reencontrarme".
Han pasado ya cinco años y José Manuel es otro. Nunca más volvió a las calles a delinquir y hoy se pasea enérgico y vital en el centro de acogida La Esperanza. Es monitor del taller laboral y cada tarde parte a la universidad de Santiago a estudiar técnico en prevención y rehabilitación. Su madre está feliz y su novia, con la que lleva un año y medio de relación, lo apoya en todo.
Hoy está orgulloso de su vida. "Tan orgulloso -asegura- que me dan ganas de salir a gritar ¡viva la libertad!". Está convencido de que nunca volverá atrás.
El Mercurio. Reportajes. Domingo 18 de septiembre de 2005 |