Siempre en búsqueda de mayores estímulos, las nuevas generaciones escapan de lo cotidiano a través de extravagantes imágenes, actividades simultáneas, relatos novedosos y experiencias fuera de serie que impactan y afectan su interacción con el mundo.
Al 25 de abril de 2007, la palabra «Pokémon» arroja 36 millones de resultados en el motor de búsqueda de Google. Creado por el japonés Satoshi Tajiri en 1996, el juego infantil catapultó los videojuegos Nintendo y derivó en un conglomerado de productos y servicios tal, que le valió la portada de la revista Time del 22 de noviembre de 1999. La multimillonaria franquicia nipona produce también una exitosa serie de televisión de dibujos animados en la que un grupo de chicos sale en busca de las cerca de 500 criaturas fantásticas Pokémon.
Un electroshock provocado por imágenes
A las 18:30 horas del martes 16 de diciembre de 1997, millones de niños japoneses comenzaron a ver un episodio en el que Pikachu, el protagonista, y sus amigos se encuentran en el interior de una computadora con el villano Polígono, quien les arroja una «bomba de virus». Con sus poderes eléctricos, Pikachu repele la agresión y genera una explosión de luces multicolores que, además de intensas e intermitentes, se suceden a gran velocidad.
En ese instante, muchos televidentes sintieron como si el contraataque fuera dirigido a ellos. Para las 19:30 horas, 618 niños habían ingresado en hospitales afectados por desvanecimiento, náuseas, ataques de epilepsia y otros padecimientos menores. Inmediatamente las televisoras nacionales incluyeron la noticia y al repetir la secuencia del ataque, se incrementó el número de afectados, cuya cifra oficial fue de 11,870.
Si bien hubo quienes la rechazaron, la explicación del extraño fenómeno se centró en el concepto de pacing o ritmo con que las imágenes y sonidos son producidas en un producto audiovisual. En el caso de la explosión, el ritmo fue tan intenso que resultó excesivo para que pudiera ser procesado por la mente de los niños afectados. (1)
La relación entre el excesivo ritmo de estimulación audiovisual y los efectos en la salud física y mental de los niños es un tema que se ha estudiado con mayor frecuencia en los últimos años.
Una postura extrema equipara los riesgos asemejando el ritmo de las imágenes con una especie de electroshock en los cerebros de los niños más vulnerables, pero la mayoría de las investigaciones apunta a efectos más cotidianos como déficit de atención, ansiedad, hiperactividad, poco gusto y habilidad para la comunicación verbal y escrita, aislamiento, y apatía hacia temáticas culturales de cierta envergadura.
Para poder entender dichas anomalías, que pueden adoptar tintes patológicos, numerosas investigaciones se han centrado en averiguar qué procesos se desencadenan cuando un bebé se expone a una pantalla de televisión, con independencia de si entiende o no lo que allí sucede.
Tanto estímulo incrementa el déficit de atención
Autorizar a un hijo «ver la televisión siempre y cuando no la encienda», es algo más que un chiste gastado y viejo: es una decisión que se torna cada vez más sabia en la medida en que los niños son más pequeños. Tan es así que la Asociación Americana de Pediatría (AAP) lo recomienda para los menores de 24 meses.
Un artículo publicado en 2005 por el organismo, profundiza en la relación causa-efecto que tiene lugar entre la exposición a la televisión y el desarrollo de la atención, el lenguaje y la capacidad cognitiva. A pesar de que cada vez existen más programas y videos específicamente diseñados para estimular el desarrollo mental de los bebés, numerosas investigaciones concluyen que las experiencias desarrolladas en la vida real son más enriquecedoras y educativas que sus equivalentes televisivas, por lo que privilegiar la televisión pudiendo usar el otro medio produce lo que denominan el «déficit del video» o video deficit. (2)
Otro estudio realizado en Estados Unidos (2004) sugiere que existe una relación estrecha entre el número de horas que un niño muy pequeño dedica a ver televisión y los subsecuentes problemas de atención. Durante los primeros años de vida, el cerebro infantil es como una esponja que absorbe las experiencias del medio ambiente para formar mediante sinapsis las conexiones neuronales y el umbral de activación cerebral que lo marcarán para toda la vida. La enorme estimulación que proviene de la rápida sucesión de imágenes y sonidos en la televisión, es uno de los elementos que mayor influencia ejerce en su desarrollo mental. (3)
Un bebé que se expone frecuentemente a programas de televisión y/o películas, aun tratándose de material educativo, crea un estado anímico más necesitado de estimulación continuada y excitante. Es, como veremos más adelante, un candidato a convertirse en un «buscador de sensaciones».
Vertiginosos consumidores de música, videojuegos y mensajes
Por lo anterior, conviene controlar el tipo de contenidos y las horas dedicadas a la televisión, películas y videojuegos para que la demanda de sensaciones en su organismo le permita la serenidad suficiente para desarrollar actividades que requieren de un proceso discursivo o lógico, de creatividad, diálogo y formación de conceptos. El individuo debe también generar una fuerte visión crítica ante lo que le acontece y discernir los beneficios o problemas que pueden derivarse de sus decisiones.
En pocas palabras, debe ser capaz de pensar y conectar adecuadamente los conocimientos. Es por ello que el pensador italiano Giovanni Sartori insiste en poner los medios para que el niño se desarrolle como «homo sapiens» y no como «homo videns».
Las tendencias mundiales, sin embargo, no ofrecen un panorama muy alentador. Insaciables en su apetito de nuevas experiencias, las nuevas generaciones se han convertido en vertiginosos consumidores de música, videojuegos, programas de televisión, películas, pláticas en línea, conversaciones o mensajería de telefonía celular...
Hoy, además, es muy común que los jóvenes realicen simultáneamente tres o cuatro actividades comunicativas, lo que dificulta que establezcan un diálogo duradero y profundo o que puedan ocuparse en actividades que requieren de una profunda concentración. Para muchos investigadores, el fenómeno de la hiperactividad está muy relacionado con la necesidad de mantener los umbrales de activación cerebral y adrenalina en el organismo; de hecho han identificado a quienes padecen estas situaciones como sensation seekers, «buscadores de sensaciones».
Escalada del umbral de emoción
La personalidad de un «buscador de sensaciones» está asociada directamente con un deseo o necesidad vehemente por experimentar altos grados de estimulación, novedades continuas, propensión a cambiar de una cosa a otra y tendencia a aburrirse muy fácilmente. En Estados Unidos se considera que cerca de la mitad de los adolescentes caen dentro de esta categoría.
De acuerdo a sus actividades, les gusta explorar lugares extraños, practicar deportes extremos, consideran que pasan demasiado tiempo en casa, prefieren amistades extravagantes o impredecibles, andan a la caza de nuevas experiencias, peligrosas y hasta aterradoras; detestan lo ordenado, previsible o conocido y se inclinan por la improvisación y la aventura.
Su capacidad de tomar riesgos, explorar nuevas rutas y salirse de los moldes los convierte con frecuencia en líderes de sus grupos de pertenencia, lo cual bien orientado puede resultar tremendamente deseable y positivo; pero mal encauzado deriva en conductas perniciosas como adicción al alcohol, sexualidad desbordada e irresponsable, drogas y actividades que absurdamente ponen en riesgo sus vidas y las de los demás. (4)
Entre las audiencias de los medios de comunicación, los «buscadores de sensaciones» constituyen un segmento psicográfico que puede ser permanente o pasajero. En el caso de la televisión y el cine, les resuelve el problema del tiempo libre, del aburrimiento y fastidio o del cansancio para conducirlos a experiencias extremas o inusitadas; hacia aventuras increíbles; historias fantásticas llenas de suspenso y finales impredecibles; a conductas moralmente atrevidas que retan las reglas y convencionalismos sociales; al encuentro de personas más propias de un circo, de un concurso de belleza e incluso de un manicomio.
Debido a la insaciable curiosidad de la naturaleza humana, a la sobreoferta de programación y a la cantidad ingente de horas de televisión que se consume desde la más temprana infancia, los umbrales de estimulación han subido, y hoy las audiencias exigen dosis cada vez mayores de imágenes, relatos novedosos, historias simultáneas y entrelazadas con saltos del presente al pasado y/o al futuro. No es extraño por ello el tono cada vez más creciente y descarado en las narrativas de violencia, sexo, vulgaridad, infidelidad, faltas de respeto a la autoridad, de «reality shows» que rompen todas las reglas y «se atreven» a presentar escenas de la vida privada e íntima, a confesar conductas aberrantes.
Según estudios recientes existe una correlación directa entre los buscadores de sensaciones y la exposición a películas violentas y de horror, pero con una tendencia más marcada a encontrar la satisfacción en las producciones de cine que en las de televisión, pues estas les producen menores dosis de estimulación que aquellas. (5)
Como lo refiere Todd Gitlin en su libro Enfermos de información: de cómo el torrente mediático está saturando nuestras vidas (6), el vivir centrado en la emoción que producen las experiencias audiovisuales «sin parar y todo el tiempo» es lo que pone en riesgo aspectos fundamentales de nuestra cultura. Si lo que vale es el instante; si la transición de una actividad a la otra debe ser lo más corta posible; si el valor de una acción se mide por el número y grado de estimulaciones que ofrece, entonces, ni la educación de calidad ni la democracia son posibles, dado que ambas requieren de un sentido de compromiso y de visiones a largo plazo.
Istmo 290