La realidad y el fracaso de Marcuse
                                      No recuerdo la primera vez que mi madre me dijo  que no podía hacer algo, pero recuerdo que fueran muchas. Y ahora se lo  agradezco. Fui una niña inquieta que ya a los 4 meses se había tirado de cabeza  desde la cama dos veces, que arrasaba con todo lo que sus manos diminutas  pudieran alcanzar; que a los cuatro años, sin querer claro, había prendido  fuego a un cuarto de juegos; a los 7, por separarse de sus padres, acabó en una  comisaría pues no sabía como regresar a su casa, y a los 12 enseñaba a otras  amigas a fumar. 
                                      Mis padres entendieron pronto, sin recibir  ningún curso de Escuela de Padres, que una de las formas claves de amarme era  enseñarme que existen límites en todos los campos: físicos, psicológicos y  éticos. Los límites para el ser humano no son obstáculos a la libertad, son  precisamente los cauces para que esta pueda elegir el bien, la verdad y el  amor, que no son cualquier cosa.
                                      Un elemento imprescindible en la educación es  saber decir “no”. Las actuales generaciones de padres de familia dan la  impresión de tener fobia a esta palabra. Les tiembla la voz cuando tienen que  poner un límite, y hasta se sienten culpables cuando lo hacen. El buen educador  no necesita levantar la voz, le basta en muchas ocasiones una mirada para decir  “eso no se hace”, porque se siente seguro de estar haciendo el bien.
                                      La diferencia psicológica fundamental entre el  niño y el adulto radica en que el primero desconoce cuáles son sus límites, hasta  donde puede llegar en sus deseos, qué le ayuda o hace daño, que es bueno y qué  es malo. La sabia naturaleza ha organizado de tal manera las cosas que el  período de maduración de una “cría humana” es de las más lentas comparada con  otros mamíferos. ¿Cuántos años depende el niño del adulto para poder subsistir  por sí mismo? Esos años son vitales no solo por la necesidad de recibir el  alimento sino por la necesidad de educar la libertad humana en orden al amor. 
                                      Herber Marcuse fue unos de los pensadores que  más abogaron en los años 60 por las teorías de la total permisividad sexual en  el niño para evitarle traumas posteriores. De los 34 niños “usados” como  objetos de su experimentación en un jardín de infancia americano, durante 5  años, donde nunca se les dijo “no” a nada, 12 se suicidaron antes de 55 años,  18 presentaron problemas serios de adaptación y convivencia y 4 llevaron una  aparente vida normal. 
   
  Porque es necesario
                                      La violencia en las aulas, la falta de  disciplina, el crecimiento de la delincuencia juvenil, el vandalismo, el uso  del cuerpo propio y ajeno como instrumento de placer, las adicciones al  alcohol, a la droga, a la pornografía, etc. son fenómenos globales de la  sociedad occidental. Todos estos comportamientos –aclara el psicólogo Tony Anatrella,  en su obra “El sexo olvidado”–, de los que cada vez más gente se queja con un  sentimiento de impotencia y de hartazgo, no nos están cayendo encima de manera  accidental. La sociedad ha creado las condiciones objetivas para que se  desarrollen y no es justo afirmar, como hacen algunos sociólogos, que están  relacionados sistemáticamente con el paro y la crisis económica. En realidad  estos comportamientos lo que más bien demuestran es una infantilización de la  sociedad.
                                      Y una de las causas principales de este hecho ha  sido el miedo que nos han trasmitido para educar, de vez en cuando, con un “no”  necesario. El “no” es un término políticamente incorrecto, enemigo de la  tolerancia, de la permisividad, pero bien usado es elemento clave para formar  inteligencias claras, voluntades libres y afectividades sanas.
                                      Detrás de cada “no” en la formación hay millones  de “sí” en el futuro de la vida de ese niño. Un “no” a un acto egoísta es decir  “si” a muchos de generosidad, un “no” a un comportamiento sexual separado de un  amor verdadero, es el principio de matrimonios estables y felices, un “no” a la  pereza, es un “si” a la responsabilidad y al espíritu de lucha, y un “no” a la  curiosidad morbosa de torturar un animalillo sin necesidad alguna, es también  un “si” al cuidado del planeta y al desarrollo de la responsabilidad ecológica.
                                      Queda demostrado que un “no” a tiempo, puede ser  saludable, para el ser humano de hoy y la sociedad del futuro.
                                      Fuente: Mujer Nueva