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Cultura y vida lograda
Por Manuel Casado Velarde, catedrático de Lengua Española en la Universidad de Navarra y miembro correspondiente de la Real Academia Española

Cultura y vida lograda

Por Manuel Casado Velarde, catedrático de Lengua Española en la Universidad de Navarra y miembro correspondiente de la Real Academia Española

1. No todo es cultura

No conozco mejor caracterización de la cultura que la que hizo el escritor T. S. Eliot: “Aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida” [1]. Pero no me parece que esta concepción de la cultura se encuentre hoy muy extendida, al menos en nuestras sociedades occidentales. Cuando se dice de alguien que “tiene cultura”, que “es una persona culta”, comúnmente se asocia al hecho de que tiene un cierto bagaje de conocimientos, de informaciones, de erudición. “Es una persona muy leída”, se afirma a veces, dando a entender –no sin razón- que cultura y lectura se dan la mano.

Por otra parte, y desde hace algunos decenios, a veces abusamos de la palabra cultura –con evidente influencia anglosajona— para referirnos a un conjunto determinado de comportamientos (in)humanos, y hablamos de la cultura de la droga, del sexo, de la violencia, etc.

Pero dejando aparte todo aquello que se llama cultura sin serlo, algunos de los productos que inequívocamente catalogamos como culturales (artísticos, literarios, cinematográficos, etc.) han producido y producen frutos amargos en “este mundo nuestro –el diagnóstico es de Juan Rof Carballo-, de un pavoroso vacío espiritual, cuyos habitantes sufren cada día más enfermedades imaginarias y más enfermedades reales suscitadas por nuestra cultura, que está ‘hambriento’ de Medicina” [2]. Hay libros que quizá hubiera sido mejor que no se hubieran escrito, y no me refiero sólo a aquellos que incitan al odio, a la violencia, al racismo, al genocidio. Hay libros que envenenan, aunque los venenos presenten a veces apariencia vistosa y seductora (Kafka).

2. La cultura no vacuna contra la barbarie.

Pero aunque sólo nos quedáramos con los frutos más sabrosos de lo que en Occidente llamamos cultura (bellas artes, humanidades), tendríamos que preguntarnos si lo que consideramos cultura nos hace más plenamente humanos. Lo que parece claro es que el consumo de productos culturales no nos vacuna contra la barbarie. Aunque nuestra memoria histórica sólo alcanzara a este último siglo, sabemos que leer la más exquisita literatura o gozar de la más sublime música es compatible con diseñar minuciosamente y poner por obra con frialdad el más atroz sistema de aniquilar vidas humanas. Los exterminios nazis, como todos sabemos, se llevaron a cabo en un país que disfrutaba de la más alta cultura; las dos guerras mundiales, los gulags, las deportaciones, torturas, actos terroristas, limpiezas étnicas y otras atrocidades ejecutadas o permitidas conviven o han convivido con las instituciones culturales, científicas, artísticas, sociales que más nos enorgullecen.

“El primer problema, contra el que lucho en todos mis libros y en toda mi enseñanza –dice Steiner— es muy simple: ¿por qué las humanidades, en el sentido más amplio de la palabra, por qué la razón de las ciencias no nos han dado protección alguna contra lo inhumano? ¿Por qué […] es posible que una misma persona vaya a interpretar a Schubert por la noche y marchar por la mañana a cumplir con sus obligaciones en el campo de concentración? Ni la gran lectura, ni la música, ni el arte han podido impedir la barbarie total” [3].

3. Adicciones y vacío existencial.

Da la impresión de que algo falla; de que lo que comúnmente entendemos por cultura –en el sentido ilustrado, moderno, de la palabra— no llega a producir en las personas los efectos benéficos que cabría esperar. Más aún: en nuestro paisaje social, que proclama con orgullo el acceso de todos a la cultura, vemos desarrollarse y extenderse conductas adictivas y comportamientos compulsivos que son síntoma de un enorme vacío existencial y déficit espiritual; de una vida que carece de un sentido consistente [4]. Las toxicomanías son sólo una modalidad de dependencia, pero no la única. Hay personas preocupadas de modo compulsivo por el sexo, por el aspecto físico (vigorexia, anorexia, ortorexia), por el trabajo (workaholism), por el juego (ludopatías); hay jóvenes y mayores enganchados a la televisión, al móvil o a internet. Todas estas adicciones, que no respetan edad ni nivel social, tienen un denominador común: la esclavitud existencial o expropiación de la libertad.

4. Cultura y sabiduría.

Dudo de la capacidad humanizadora, educadora, de una propuesta cultural que silencie “las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana” [5] en todas las épocas históricas y en todas las latitudes: ¿quién soy?, ¿de dónde procedo?, ¿adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? “Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: y de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia” [6]; porque constituyen el fundamento último de la vida humana, tanto personal como cívica.

“En las comunidades arcaicas –escribe el novelista argentino Ernesto Sabato--, mientras el padre iba en busca de alimento y las mujeres se dedicaban a la alfarería o al cuidado de los cultivos, los chiquitos, sentados sobre las rodillas de sus abuelos, eran educados en su sabiduría; no en el sentido que le otorga a esta palabra la civilización cientificista, sino aquella que nos ayuda a vivir y a morir; la sabiduría de esos consejeros, que en general eran analfabetos, pero, como un día me dijo el gran poeta Senghor, en Dakar: ‘La muerte de uno de esos ancianos es lo que para ustedes sería el incendio de una biblioteca de pensadores y poetas”[7].

La sabiduría es la sal de la cultura y de los conocimientos. La sabiduría armoniza, integra y vertebra lo que, de otra forma, sería caos y sinsentido, erudición y faramalla, caparazón que seca la savia de la vida.

5. Cultura y vida lograda.

Porque si la cultura no sirve para vivir una vida lograda, sirve para poco. Pero para que los contenidos culturales vivifiquen la existencia personal hay que digerirlos y asimilarlos. Antonio Machado ironizó, en su Juan de Mairena, sobre la nula virtud nutritiva de la avalancha de datos y de información que constantemente nos llueve y nos resbala: “Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro, a la muerte de un su amigo erudito--, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas”. “Ciencia sin seso, locura doble”, que diría Gracián.

Sin discernimiento y crítica, sin tiempo de silencio y reflexión, el mero trasiego de datos puede ser sólo fuga y escape, condimento sin alimento, adorno y floritura: un anestésico más para la fatiga de vivir sin sentido. La cultura que mejora la vida se fragua en la meditación personal, lo que implica disponer de espacios –es decir, tiempos-- de recogimiento, de silencio, de soledad, de lentitud; espacios que, con mayor o menor esfuerzo, puede conseguir quien se lo proponga seriamente; y que propician que una vida sea plena y vigorosa, lograda: culta.

En los oídos de nuestros contemporáneos se aprecia un horror vacui general, una huida del silencio. Hay miedo a quedarse solos, a encontrarse de frente con uno mismo. Necesitamos compulsivamente el runruneo de la radio o de la televisión o de la música; en todas partes, a todas horas: en casa, en el coche, en el despacho; caminando, trabajando, en la cama. Pero a los efectos de no dejarse expropiar la vida, resulta decisivo aprender a “apagar los aparatos”, esa sabia decisión de prescindir que nos protege de injerencias e intrusismos; y a cultivar la lectura.

“La cultura es la lectura”, se ha dicho no sin razón. Hay que leer. Y hay que leer los clásicos. ¿Por qué? Responde Italo Calvino: porque “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir” [8]. Pero ¿sirve para algo? Y contesta condescendiente: “Los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado” [9]. ¿Y qué utilidad tiene eso? “La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos” [10]. El año 2005 se cumple el cuarto centenario de la publicación del Quijote, el clásico más universal de la literatura en español. Buena ocasión para leerlo o releerlo.

Y vuelvo a Eliot y a su visión de la cultura como modo de vida lograda, como aquello “que justifica que otros pueblos y generaciones, al contemplar los restos y la influencia de una civilización extinguida, digan que a esa civilización le mereció la pena existir” [11]. Esa es la idea de cultura que me gusta y que me sirve.
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Notas:

[1] T. S. Eliot, Notas para la definición de la cultura, Barcelona, Bruguera, 1984, 36.
[2] J. Rof Carballo, “El mar y la palabra”, ABC, 23.9.1989, 3.
[3] G. Steiner, La barbarie de la ignorancia, Madrid, Mario Muchnik, 1999, 58-59.
[4] J. L. Cañas, Antropología de las adicciones. Psicoterapia y rehumanización, Madrid, Dykinson, 2004.
[5] Juan Pablo II, Fides et ratio, 1b.
[6] Ibidem.
[7] E. Sabato, Antes del fin, Barcelona, Seix Barral, 1999, 18.
[8] I. Calvino, Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets, 1995, 15.
[9] Idem, 19-20.
[10] Ibidem.
[11] T. S. Eliot, Notas…, 36-37.

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