Una educación bien desarrollada forma criterio, buenos ciudadanos, mejores personas, lejos de fenómenos que ennegrecen a la sociedad, como la hedionda corrupción. Sin embargo, para que rinda frutos es preciso iniciar la práctica de una vida ética, dejar a un lado los discursos y transformar las ideas en acciones.
La escuela, la sociedad y la familia son protagonistas en el desarrollo de los pequeños, ¿qué toca a cada quien en el combate a la corrupción?
Se dice que en casa debe enseñarse a los hijos lo que no aprenderán en la escuela, ¿no debe ser una tarea conjunta?
Idealmente sí. Sin embargo, si hablamos de prioridad, me parece mucho más importante el papel que juega la familia como primera escuela de socialización.
Por su parte, el sistema escolar en México –como casi en todo el mundo occidental– está muy lejano a brindar una verdadera formación ética. Al respecto, hoy se habla de una educación en valores para combatir una situación social enfermiza –la corrupción y otras conductas anti éticas– que no se arregla tan fácilmente, pues eso es tanto como pretender solucionar el cáncer con una aspirina.
¿Cuál es la importancia de poner el ejemplo en etapas tempranas de la educación?
En formación ética siempre hay una preeminencia del hacer sobre el pensar, de las acciones sobre las palabras y las ideas. Y esto es más patente al tratar con niños y adolescentes. Al respecto, Tomás de Aquino enseña que «en acciones y pasiones, los ejemplos persuaden mejor que las palabras». Los adolescentes y los niños, aún pequeños, no son tontos y comprenden cuanto ven y oyen; el ejemplo arrastra.
El papel del liderazgo es tan importante que cuando existe un buen líder –éticamente hablando– las cámaras del mundo se vuelcan sobre él, como es el caso de Nelson Mandela, líder político sudafricano quien le dio la vuelta a la situación política de su país, con un actuar ético maravilloso como base de su gobierno. Un individuo que es atractivo para la gente, inspira a ser como él.
Y no es extraño, pues como dice Alasdair McIntyre, filósofo moral, el razonador práctico independiente está en mejores posibilidades de actuar como tal, en la medida en que se haga cargo de las necesidades de seres dependientes. Por su parte, Polo afirma que quien no se gobierna a sí mismo, no puede gobernar ninguna otra cosa.
Nelson Mandela llegó a la presidencia después de 30 años de estar injustamente en prisión. Luego reunió a quienes apoyaron su encarcelamiento para invitarlos a quedarse a trabajar con él: «Su país los necesita», dijo. Le preguntaron: «¿Cómo pudiste perdonarlos?, ¿no te das cuenta que te hicieron daño?» Su respuesta fue impresionante: «no había noche, en mi celda, que no hiciera un acto de perdón por todos esos individuos». Mandela vio la necesidad de cambiar a su país y en cuatro años de gobierno lo logró. Cabe destacar que no nació «con estrella», sino que trabajó consigo mismo, siendo mejor y haciendo lo bueno.
Hacer lo bueno nos conviene y es la única manera de ser felices. Al respecto, Josef Pieper señala que al final sólo hay dos posibilidades: ser egoísta o darse a los demás. Lo paradójico, manifiesta, es que mientras más me quiero poseer a mí mismo, más infeliz soy y cuando me doy a los demás me acerco más a la felicidad. Pero en la práctica sucede que nadie da lo que no tiene, expresa Leonardo Polo. Mientras seamos apáticos, las cosas no van a cambiar.
¿Cuál es el primer paso para formar el criterio de un niño sobre qué es bueno y qué malo? ¿Cómo se inculcan los valores morales y la ética?
Para educar éticamente me parece interesante centrarse primero en la educación de las emociones, como lo ha hecho Daniel Goleman en su libro Inteligencia emocional. Aunque no estoy de acuerdo en la solución que propone, la problemática que señala Goleman es muy vigente, pues el juicio sobre la bondad o maldad en las primeras edades tiene mucho que ver con la vida afectiva y los sentimientos, que no son sino respuestas sensibles y anímicas ante algo que se percibe como bueno o malo. De manera que, una educación bien desarrollada de las emociones es la base oportuna para una educación ética.
Aprender a alegrarse en acciones y cosas buenas, así como a entristecerse con acciones o cosas humanamente malas genera sentimientos que el niño incuba en su interior y coadyuvan a un sano conocimiento de sí mismo. Luego, estos juicios interiores y prácticos le permiten establecer una medida para actuar sobre un hecho concreto en su vida.
La buena práctica educativa se inicia con el descubrimiento emocional de la bondad humana, una disposición interior que nos hace querer sensiblemente lo humanamente bueno y tender a ello; y tras de ella, adviene la vergüenza, una pasión que se cultiva y nos hace temer lo malo o torpe y reaccionar anímicamente ante ello. Por eso se trata de educar la afectividad en acciones, no en palabras ni en ideas.
La tarea de la educación afectiva consiste en unificar las tendencias emocionales y volitivas para que vayan en una misma dirección. De lo contrario, el individuo se rompe internamente, y eso es muy dañino para la persona, como puede ser alegrarse con algo malo y entristecerse con algo bueno.
Así es que el primer paso en la formación del criterio ético en la infancia, consiste en que el niño descubra la bondad humana desde sus emociones. Esto lo confirma MacIntyre, quien manifiesta que la primera condición para que los niños maduren hacia la racionalidad práctica independiente es ser capaz de lograr un distanciamiento de sus deseos inmediatos. Un niño que es capaz de distanciarse de sus deseos está en posibilidad de evaluar sus motivos de acción pues podrá distinguir entre aquello a lo que se siente atraído y lo que verdaderamente le conviene; ese análisis es la segunda condición para lograr madurez afectiva.
Por eso Leonardo Polo recomienda que antes de formar a los niños en hábitos, tienen que aprender a temperar sus emociones. Esa regulación emocional es parte fundamental de la vida práctica y es producto de la acción formativa de la templanza, hábito afectivo que forma parte del esquema de las virtudes cardinales del actuar ético que enseñó Aristóteles y cristalizó Tomás de Aquino.
Por tanto, la formación de este sistema de virtudes inicia en la infancia con la templanza, que significa moderación de las emociones. Moderar no es cortar, frenar ni negar las tendencias, sino encauzarlas y orientarlas al bien humano, a lo conveniente. En la práctica, las materias de la templanza son muy diversas y pueden ser sujetas a moderación por parte del niño mediante acciones como comer, sus movimientos corporales, su relación con otras personas, el placer del juego… Pero estas acciones requieren la orientación continua de padres y profesores. En mi parecer éste es el inicio de la vida ética en la práctica.
Entonces ¿no se trata de controlar las emociones sino de encauzarlas?
Sí. Y, en este sentido, se pueden y deben educar mediante hábitos, que no son simples automatismos, sino la repetición de acciones que conforman un modo de ser propio.
Cuando los hábitos son positivos permiten la autoposesión, mientras que los negativos llevan a la dispersión subjetiva. Ése es el principio de acción: el niño descubre lo bueno mediante sus acciones moderando sus ímpetus, aprendiendo a conocerse y a dominarse a sí mismo, pues de lo contrario sus emociones juegan en su contra, dispersando su atención o promoviendo el autoengaño.
Uno de los resultados más importantes de la moderación, incluso en la vida adulta, es la tranquilidad de ánimo, aspecto que es fundamental al descubrir la bondad y ejecutar lo bueno.
Pero sucede que éstos y otros criterios prácticos de acción son culturalmente desconocidos. Es muy común que ante el dolor o tristeza, en vez de enseñarle al niño a reconocerlo y moderarlo, los adultos lo habituamos a mitigar su mal a través de un placer o una idea. Es decir, controlar la emotividad desde el exterior despótico, por ejemplo, si se lastima, se le da un dulce «para que no sufra» o si pierde en el juego, se le dan razones para animarlo y que no esté triste. Este tipo de reacciones prolongadas en el tiempo conducen al desconocimiento de sí y a posibles fracasos futuros.
No será extraño que, dada su experiencia afectiva, tienda a mitigar su dolor con un placer como pauta de comportamiento, es decir, a acudir al alcohol o al sexo. Por eso los niños tienen que reconocer y experimentar sus emociones bajo una guía inteligente, aprender a moderarse en la práctica bajo ciertos hábitos positivos, conocerse e iniciarse en lo ético, en lo bueno y lo conveniente.
La educación es un método preventivo, una especie de vacuna ¿cómo curar a las sociedades que ya están inmersas en la corrupción?
El principal problema hoy es que los niños no están aprendiendo a compartir ni a darse a los demás, asegura McIntyre. Y sólo en la medida en que la sociedad reconozca la necesidad de las personas, se determinarán las condiciones de actuar humana y éticamente, entre otras cosas para combatir la corrupción.
En general, cuando se habla de educación de niños se hace referencia a la madre y pocas veces al padre. Leonardo Polo, por el contrario, habla sobre el papel fundamental del padre en las primeras edades, cuando la afectividad del niño está en pleno desarrollo. Acentúa la importancia de que el padre enseñe a su hijo a jugar, no como un simple esparcimiento sino en el sentido del crecimiento ético. De esa manera, lo instruye a seguir unas reglas establecidas, buscar propósitos y fines concretos, desarrollar destrezas, ganar, perder y aprender a conocerse a sí mismo.
El juego es una poderosa herramienta de educación afectiva y ética. Esto va conformando la subjetividad del niño y lo introduce en el mundo de los retos, simulación de la vida real. Indudablemente en la adolescencia las experiencias del juego, como los deportes, son herramientas valiosas para vivir la honestidad, desarrollar seguridad y confianza al tiempo que se fortalecen las redes sociales y se aprende a colaborar; en suma, a determinar el bien personal y el común de forma práctica.
¿El desarrollo de ciertos hábitos afectivos es característico de cada edad?
Sí. Fisiológicamente está comprobado que el desarrollo cerebral del recién nacido llega a su plenitud como órgano funcional a los 18 años. Y como las emociones tienen un asiento corporal, las capacidades tendenciales del individuo también ganan variedad y complejidad con el tiempo.
En términos generales existen emociones primarias y secundarias; las primeras son emociones suaves que todos experimentamos en el deseo de un bien particular desde la primera infancia y durante toda nuestra vida; las segundas son mucho más fuertes y profundas, como sucede con el enojo y la ira, surgen alrededor de los siete u ocho años y emergen con toda su fuerza en la adolescencia.
Hoy en día un adolescente sabe que drogarse le es dañino, sin embargo, lo hace por juzgarlo como un bien mayor, pero esto no como un juicio mental o discursivo sino emocional. Esta tendencia emocional y compleja se llama audacia, muy necesaria para afrontar la adversidad y que consiste en buscar algo malo para conseguir algo bueno.
Estos movimientos tendenciales siguen a un juicio ético que debe formarse en las acciones personales. Y así como en la infancia se aprende a moderar las emociones primarias, en la adolescencia se aprende a afirmar y a resistir las emociones secundarias, principios prácticos que promueven una virtud cardinal distinta: la fortaleza.
A partir de los once o doce años, el niño ya es capaz de querer con mucha más fuerza. El reto a partir de esa etapa, es que descubra el bien humano en sus propias acciones y darse cuenta de que puede hacer cosas muy valiosas por sí mismo y proyecte su propio futuro. La madurez afectiva requiere una tercera condición, según McIntyre: imaginar un mejor futuro compartido, modos de vida humanos y buenos, que le permiten al adolescente desarrollar sus capacidades personales hacia su propia donación.
Así, en palabras de McIntyre la educación es el paso de la dependencia práctica y racional, a la racionalidad práctica e independiente, es decir, lograr ser individuos maduros que sepan tomar decisiones sin depender de otros para arreglárselas con el mundo. En ese descubrimiento hay una virtud fundamental, parte de la fortaleza, que consiste en la afirmación de la esperanza, que Tomás de Aquino denomina «magnanimidad», o la grandeza de ánimo: soñar con proyectos valiosos, tirarle a lo grande y realizarlo.
Esta virtud relaciona un concepto muy importante: el honor, que es la capacidad de ganar un lugar, tener prestigio y ser reconocido por otros. La adolescencia es precisamente la etapa en la que se busca forjar una identidad propia que destaque frente a los demás. Esta tendencia tiene que estar estrechamente relacionada con una aportación social valiosa. Para hacer algo grande en la vida, dice Tomás de Aquino, necesitas el honor, pero para desarrollar el honor necesitas hacer cosas que dignifiquen a la sociedad.
De nada sirve que los niños aprendan valores ciudadanos en el colegio si en su casa no se practican. ¿Cómo extender ese mensaje también a los adultos?
La dificultad de los educadores radica en formar a las personas para que por ellas mismas puedan descubrir y realizar su bien, puesto que implica un profundo conocimiento de sí mismo que entre otras cosas significa aprender a distinguir entre bienes aparentes, como puede ser ganar la lotería, y bienes reales, que tienen más de común que de individual.
La corrupción es precisamente eso: centrarse en bienes aparentes como fines de la acción, no ver más allá de mis narices y buscar un ideal de vida totalmente individualista pensando que así se consigue la felicidad, cuando no es así. Y digo que ganarse la lotería es algo aparentemente bueno pues aunque parezca extraño no a todos les hace el bien, como Don McNay cuenta en su libro Son of a Son of a Gambler: Winners, Losers, and What to do when you win the Lottery .
Las redes de confianza, sociales y personales, están llamadas a crecer y aportar un bien a la sociedad, como sucede con el deporte. Por el contrario, manejar las cosas «bajo el agua» oscurece a las relaciones. La corrupción es un sistema cuya aportación al bien común es… cero. Nos quita el oxígeno a golpe de intereses individualistas.
Si educamos sólo en valores abstractos, ¿cuándo veremos resultados frente a la corrupción?
Nunca. Los valores son ideales que sólo existen en la mente de quien los posee y al referirnos a la ética tratamos sobre acciones no ideas. Hay que educarles en acciones, lo que significa educar en hábitos buenos o virtudes. Dejémonos de romanticismos, como sólo pensar en el valor cívico de la patria, mejor paguemos los impuestos, vayamos a votar, reclamemos al diputado y exijamos al gobierno lo que conviene.
A los hijos y a los alumnos tenemos que ayudarles a conocerse, a tener seguridad y confianza en sí mismos y a que aprendan a colaborar, sólo así podrán llevar una vida digna, orientada hacia su propio bien y al de quienes les rodean y en tal proceso encontrarán la forma de servir la sociedad de forma honesta y conveniente (ver figura 1).
Solamente una formación que se centre en las aspiraciones humanas de realización y desarrollo libre de las personas, garantizará un sentido ético y anticorrupto en las nuevas generaciones.
Al respecto, Ken Robinson ha escrito un libro muy ilustrativo, El elemento; en él explica cómo las personas detonamos nuestro crecimiento mediante proyectos futuros que nos apasionan y cuenta cómo es que el sistema educativo actual funciona justamente en el sentido opuesto a esta realidad.
Con un sistema educativo tan deficiente como el nuestro, ¿cómo transformar la educación teórica tradicional en una educación ética?
El sistema educativo tiene importantes lagunas en la educación, particularmente la humana: orientarse sólo a exámenes y a una instrucción cognitivista que busca eficiencia no sabiduría humana, y se propone una educación en valores que no se aterrizan en la práctica. Mantenemos una educación despersonalizada, cuando en realidad para educar éticamente a los jóvenes debería fundamentarse en las relaciones entre personas. No quiero decir que no debemos evaluar a los alumnos, lo que resalto aquí es que esa evaluación debía de ser consecuencia de un aprendizaje logrado bajo relaciones interpersonales sólidas, que son más valiosas e importantes que los conocimientos demostrados en una prueba estandarizada. Pero tristemente, hoy las escuelas son un foco de desconfianza que detona serios problemas humanos contrarios a la ética como sucede con el bullying.
Esta irresponsabilidad no es sólo de la escuela. Cuando la sociedad y los padres de familia desconfían de que sus hijos aprendan adecuadamente y exigen eficiencia en resultados, se genera un círculo vicioso y perjudicial para la educación, pues el padre desconfía del sistema escolar, que genera desconfianza del profesor hacia los padres, y mientras tanto al niño no se le toma en cuenta, sino como el productor de un resultado eficiente a costa de lo que sea, incluso de su despersonalización.
En el fondo, como coinciden Carlos Cardona y Héctor Lerma, hay que regresar a la persona, al trato entre personas pues es el mayor valor ético de la sociedad. Bajo tal convicción necesitamos formar redes sociales sanas que busquen el bien propio, en ámbitos de confianza, así como el de los amigos, la familia, la comunidad, la sociedad y el del país.
Si queremos que los jóvenes vivan con un México más honesto, bueno, seguro y próspero es imprescindible la conducta ética y promover esta confianza humana. Es decir, combatir la corrupción mediante la educación.
¿Cómo atender casos de corrupción en un país donde las carencias son diversas y la educación deficiente?
Como señala McIntyre hay que hacernos cargo de la vulnerabilidad, en las familias, las instituciones y las comunidades, pues solamente reconociendo las necesidades humanas es como se puede crecer y alcanzar lo bueno.
El saberse vulnerable es humano y personal, permite por una parte el desarrollo de la humildad para aprender algo nuevo y por otra parte la gratitud ante de quienes se ha recibido algo. Eso es educación y es combatir la corrupción, el camino es ocuparse de lo ajeno y asumirlo como propio, pero eso solamente es posible refiriéndonos a las personas como tales, no a su funcionalidad o eficiencia. En este sentido, aunque falta mucho por recorrer, hoy en día la sociedad occidental es mucho más sensible a las personas con necesidades.
Las leyes no son lo único para atender casos de corrupción. Una ética completa siempre considera los bienes y las virtudes. Por el contrario, como explica Polo, una ética que desconozca estos términos es inhumana.
En efecto, las leyes tienen su límite y una visión legalista de la vida resulta peligrosa. Un ejemplo muy reciente en México es la ilusa pretensión de eliminar el problema de la obesidad por medio de leyes hacendarias. La obesidad es un problema humano complejo y no puede resolverse de manera legalista o técnica. Lo mismo ocurre con la corrupción pues la técnica no resuelve la ética, el problema y su solución no son legalismos técnicos sino son asuntos más profundos, son asuntos éticos que tienen una naturaleza distinta.
Una persona educada en la ilegalidad, al viajar a un país donde sí se cumplen las leyes, suele respetarlas. ¿Por qué sucede esto? ¿Es porque el ejemplo arrastra?
En efecto pueden existir prácticas y modelos de excelencia reales y compartidos en aquel lugar. Por ejemplo, llegar a un lugar donde todo está limpio invita a actuar con pulcritud; por el contrario, un lugar sucio promueve acciones sucias. Llegar a un país donde una institución es honesta, te orienta a comportarte como tal. Pero, atención, porque son precisamente las personas de esos lugares quienes así lo gobiernan.
Ahora bien, también sucede que existe el factor miedo y hay personas, instituciones y hasta gobiernos completos que funcionan con base en él. El miedo es un movimiento afectivo fuerte y una forma de corrección, como sucede con los castigos; y aunque no todos los miedos son negativos, en este sentido no necesariamente implican un desarrollo ético o crecimiento humano. Se trata de unas medidas que pueden funcionar, pero no es un sistema esencialmente ético pues los motivadores humanos son mucho más profundos y positivos. Más bien hay que centrarse en los bienes, resortes que hay que desatar desde la educación para el crecimiento de las personas.
Lecturas sugeridas
Altarejos, F. Dimensión ética de la educación, EUNSA, Pamplona, 1999.
Cardona, C. Ética del quehacer educativo, RIALP, Madrid, 1990.
MacIntyre, A. Animales racionales y dependientes, Buenos Aires. Paidós, 2001.
Nakkula, M. & Toshalis, E. Understanding youth, Harvard Education Press, Cambridge, MA, 2010.
Polo, L. Ayudar a crecer, EUNSA, Pamplona, 2006.
Robinson, Ken. The Element: How Finding Your Passion Changes Everything. Penguin Group, New York, 2009.
Roqueñí, J. M. Educación de la afectividad, EUNSA, Pamplona, 2010.
Y dos películas
Invictus (2009). Dirección: Clint Eastwood.
Manos Milagrosas: La Historia de Ben Carson (2009). Dirección: Thomas Carter.
José Manuel Roqueñí Rello
Doctor en pedagogía por la Universidad de Navarra.
Licenciado en Pedagogía por la Universidad Panamericana.
Más de diez años de experiencia como director general en instituciones educativas en México.
Veinte años de experiencia docente en todos los niveles educativos.
Miembro de la Red Mexicana de Investigación Educativa en la Universidad Panamericana.
Director de Posgrados y miembro del Comité Directivo de la Escuela de Pedagogía de la Universidad Panamericana.
Autor de Educación de la afectividad (EUNSA, 2005), La educación de la afectividad en México, orígenes y perspectivas, (Porrúa, 2012) y Autoengaño, afectividad y conocimiento de uno mismo (Porrúa, en prensa), entre otras publicaciones.
Istmo N° 329. Año 2013 |