Hay crímenes de gravedad cometidos por los Estados mismos, es decir por instituciones que se supone deben hacer que prevalezcan el orden, Lajusticia y la paz. ¿Cómo, en consecuencia, luchar contra su impunidad? Dos actitudes se oponen y se revelan tan impotentes una como la otra. Por una parte, están los militantes de los derechos humanos, que tienden a deconstruir la figura jurídica del Estado con vistas a instaurar una soberanía universal imaginaria, ya que desconocería Los conflictos de derecho y el uso de la violencia que de ellos se desprende. Y por la otra, los soberanistas, que se apoyan fuertemente en la figura del Estado soberano y en el principio de la intangibilidad de las fronteras, y que no toman en cuenta las diversas formas en que los ciudadanos evaden la institución estatal y el profundo cambio que resulta en las relaciones gobernantes- gobernados.
El título de la obra de Antoine Garapon nos ubica primero ante una doble comprobación de impotencia: la incapacidad del derecho interno y de la sociedad civil para someter a la justicia los crímenes en masa cometidos por el Estado, y luego ante una esperanza: la búsqueda de una justicia internacional que escapa al espacio cerrado del Estado. De acuerdo con la interpretación que consideramos poder darle a este libro, vemos que al conferirle un significado y una orientación originales al término “internacional”, el autor intenta superar la comprobación del fracaso; señala los progresos actuales del trabajo de la justicia, haciendo cada vez el relato de los conflictos que lo afectan y exponiendo las tentativas de solución a menudo resultan paradójicas y ambiguas.
Esta obra, pues, surge en momento oportuno. Al abordar cuestiones complejas y cruciales que marcan a todas las sociedades-tanto a las democráticas como a las no democráticas- el autor logra la proeza de poner al alcance de un público no especializado tesis provenientes de diversos horizontes, de posiciones contradictorias y de numerosos puntos de vista que se ignoran a los que obliga a confrontarse. Con una infinidad de datos obtenidos de historiadores, sociólogos, periodistas, politólogos y antropólogos, crea un espacio de debate posible entre juristas y filósofos, ambos destinados a familiarizarse con sus respectivas problemáticas, y termina por sentar las bases de lo que él llama la “recompensación antropológica de las sociedades democráticas” (p. 129).
LA RECOMPOSICION ANTROPOLOGICA Y SU INFLUENCIA EN EL DERECHO INTERNACIONAL Y EN EL DERECHO ESTATAL.
Esta recopilación antropológica se deriva de la atención que en nuestros días las sociedades democráticas otorgan al cuerpo humano en cuanto a su vulnerabilidad física. Dicha focalización en el cuerpo tiene como base el sentimiento de justicia que denuncia la injusticia en todos los lugares donde hay cuerpos que sufren. El sufrimiento no es un signo de salvación o de redención; el sufrimiento, en las sociedades democráticas, es la marca de la injusticia humana a la que el orden político debe poner remedio. El sentimiento de una injusticia injustificable y no irremediable, que afecta a los cuerpos que sufren, es lo que obliga a la política a reformarse sin cesar, con el fin de volverse más justa.
Estas consideraciones antropológicas, nos muestra el autor, son correlativas, por un lado, a la intensa emoción que suscita el espectáculo mediatizado de las víctimas y por el otro al deseo no menos intenso de perseguir a los autores de crímenes extremos, a los que A. Garapon reúne bajo la denominación general de crímenes contra la humanidad. Quizá sea el carácter exorbitante de dichos crímenes lo que ha desencadenado en los juristas una crisis de conciencia, que los ha llevado a tomar la decisión de cambiar la regla del derecho. En efecto, al ser causa de los más atroces sufrimientos que un aparato de Estado puede infligir en masa a poblaciones civiles, y luego entonces, con la aquiescencia tácita o explícita del conjunto de magistrados, estos crímenes han modificado la percepción jurídica de la relación gobernantes- gobernados. Debido a su carácter excepcional, han contribuido al a denuncia internacional de la violación de derechos, a la injerencia internacional en los asuntos internos de los Estados mediante la creación de tribunales penales internacionales y, por último, a que se inicie el debate sobre el carácter inviolable y sagrado de la persona de los dirigentes, quienes, al representar la eminente dignidad de la soberanía del Estado, gozaban hasta ahora de impunidad.
Como lo señala A. Garapon, esa es la recomposición antropológica que puede leerse en los progresos del derecho penal, los cuales han transformado la configuración jurídica del derecho internacional y del derecho interno hasta entonces prevalecía.
Ciertamente, la concepción westphaliana del derecho internacional ha sufrido muchas modificaciones desde el siglo XVII, ya que justificaba para los Estados europeos el derecho soberano de hacer la guerra a toda potencia amenazadora para mantener el equilibrio que debía regir entre ellos. El siglo XX, por su parte, prohíbe la guerra como medio para arreglar los diferendos interestatales: los Estados siguen considerándose soberanos e iguales, pero aceptan que la igualdad se dé de acuerdo con el derecho y ya no de acuerdo con la potencia efectiva. La Carta de las Naciones Unidas, firmada por 53 Estados después de la segunda guerra mundial es, en nuestros días el texto que regula la coexistencia pacífica y la interdependencia de más de 130 nuevos miembros que gozan de los mismos derechos formales de la igualdad soberana. La soberanía es la expresión de un poder independiente sobre un territorio y una población dados. Los Estados, grandes y pequeños, débiles y poderosos, suscriben acuerdos entre ellos para tratar cuestiones que no están en posibilidades de manejar por sí solos desde su territorio celosamente resguardado. Pero la elección de su política y el aprovechamiento de sus recursos naturales pertenecen al ámbito de su libertad soberana y permanecen en él. Ninguna potencia estatal u organizacional puede decidir jurídicamente sobre el destino de otra. Ahora bien, la justicia internacional trastorna tal concepción de lo internacional: la interpretación hecha de la regla que se desprende del derecho humanitario es que introduce el derecho de injerencia para llevar auxilio a las poblaciones que sufren, y que impone el deber de perseguir a los dirigentes que violan masivamente los derechos humanos. Se reconoce como justo llevar ante un tribunal internacional, militar o penal, a los más altos dignatarios que hayan instigado una política planificada de violación masiva de estos derechos. Esta es la vertiente de la justicia internacional que analiza A. Garapon.
Sin embargo, podemos anunciar otro avance de la justicia internacional que está en vías de preparación. En efecto, a muchos observadores les preocupa el hecho de que la superioridad tecnológica y económica de ciertos Estados que se apoyan en la doctrina del libre comercio viola con toda impunidad soberanías territoriales y desestabiliza a un buen número de gobiernos, los cuales llevan a sus poblaciones al límite de la indigencia para satisfacer la avidez de los Estados poderosos. A. Garapon no analiza la derivación de la injerencia económica que implica hambruna, deportación y, en el mejor de los casos, emigración. Ciertos juristas esperan que algún día estas violaciones masivas de los derechos humanos sean perseguidas por cortes penales internacionales, puesto que también son resultado de una política criminal llevada por dirigentes que encarcelan o masacran a sus oponentes. Amnistía Internacional, por ejemplo, una ONG que hasta el día de hoy se ha centrado en los prisioneros políticos, ha decidido ampliar su campo de protección a los impugnadores de las políticas económicas.
Si bien el derecho humanitario internacional ha transformado el carácter puramente convencional del derecho internacional, se ejerce una presión similar sobre el derecho interno. De manera general, el derecho estatal que marca un territorio nacional también se ha modificado considerablemente. Su formulación es cada vez más inspiración internacional, y cada Estado debe ajustar su jurisdicción interna a los textos de los convenios internacionales que ha ratificado. Pero la creación de tribunales penales internacionales impulsados por el derecho humanitario internacional aporta un cambio inesperado, que A. Garapon menciona varias veces a lo largo de su obra: este tipo de jurisdicción sólo puede funcionar si se introduce una distinción entre los individuos que representan a los poderes estatales y la soberanía estatal misma. Las acusaciones presentadas en contra de las políticas criminales de Pinochet o de Milosevic no pretenden ser un atentado a la soberanía de los Estados chileno o serbio, sino a los individuos que, al ocupar los rangos superiores dela jerarquía del poder, decidieron y planearon una política de violación masiva de los derechos humanos.
A. Garapon hace explícito el proceso: como la sensibilidad democrática está ligada a la visibilidad del cuerpo humano, el cuerpo del soberano es parecido al cuerpo de cualquier ciudadano, es decir resulta visible en su corporeidad tanto como el cuerpo de la víctima. Ahora bien, la soberanía, por su parte, es invisible, es una ficción elaborada por el derecho. Los jueces internacionales no la destruyen, muy por el contrario, quieren preservarla gracias a la separación entre la función: la soberanía, y el órgano encargado de llevarla a cabo: el soberano. La tarea del juez internacional es mostrar que resulta deseable desechar él órgano enfermo y reemplazarlo con un órgano sano, con el objeto de que se mantenga la función. Así pues, la función de la soberanía permanece inalienable, pero el cuerpo del soberano es un cuerpo que puede señalarse, alcanzarse, asignarse, contarse y cambiarse.
El cuerpo simbólico ha abandonado al cuerpo físico (…) El poder concreto decidir, que es propio de individuos con personalidades propias, no puede valerse de la inmunidad del gran cuerpo simbólico de la nación.
Esta verdad, se entiende, resulta intolerable a los ojos de los militantes utopistas de los derechos humanos, que no quieren ver la necesidad del mantenimiento de las múltiples soberanías para dar mayor eficacia al derecho; y les resulta igualmente intolerable a los soberanistas, quienes, confundiendo soberano con soberanía, pervierten el poder y lo deshumanizan, aunque querrían garantizarle una dignidad superior, al abrigo de cualquier juicio, y excusarlo por adelantado de los peores crímenes que pudiera cometer.
POR UNA JUSTICIA INTERNACIONAL: EN BUSCA DE OTRO SENTIDO APLICABLE AL TÉRMINO “INTERNACIONAL” PARA EXPLICITAR LA ORIENTACION DE LA JUSTICIA.
Puede uno preguntarse por qué, ya que toca los crímenes internacionales, A. Garapon no analiza más que una categoría de crímenes, es decir los crímenes contra la humanidad. Perece no prestar atención a las demás categorías: los crímenes contra la paz, los crímenes contra las leyes y las costumbres de la guerra, las violaciones graves de las Convecciones de Ginebra- los crímenes de agresión y los crímenes de genocidio- a pesar de que éstas se catalogan o se mencionan a la par que los crímenes contra la humanidad en los estatutos o en los fallos de los tribunales militares internacionales de Nuremburg y de Tokio, en los de los tribunales penales internaciones para la exYugoslavia y Ruanda y en el estatuto de la corte penal internacional. Del mismo modo, lo que él llama justicia internacional no es exactamente la comprendida en los estrictos límites del derecho penal internacional, tal y como la presentan los manuales de derecho. Más bien la generaliza a todas las formas de justicia, hasta el punto incluso de revelar su huella en los tribunales internacionales, en las actas de arrepentimiento público aunque también en la justicia local, como la gacaca ruandesa, que se apoya en los usos y costumbres, como el ubuntu, en Sudáfrica, sentimiento de justicia que ha provocado el establecimiento, por parte del gobierno de Nelson Mandela, de una tercera comisión, llamada Comisión de Verdad y Reconciliación- esta comisión, que ha tenido el beneficio de una notoriedad excepcional, se ha vuelto un modelo para los Estados que, después de regímenes extremadamente represivos, intentan una transición al a democracia. ¿Por qué?-.
A Garapon da a entender que los crímenes perpetrados, crímenes de vecindad o de proximidad, así como la justicia que los persigue, ya sea local o nacional, sólo tienen sentido si se adopta un punto de vista internacional. Para comprenderlo, debemos recordar brevemente que el Estado es una figura jurídica que se constituye con base en la afirmación decisiva de que una multiplicidad de individuos y de grupos se mantiene unida y protegida gracias al poder de uno solo, que la representa, la trasciende y, al darle la experiencia única de su unidad, puede proclamar su soberanía y su perennidad. Ahora bien, la justicia internacional es la única que ésta en posibilidades de operar sin perjuicio de una deconstrucción momentánea de la constitución del Estado cuando persigue a sus altos dignatarios. En efecto, para juzgar a un jefe de Estado debe desunirlo de la población que lo eligió o lo aceptó como tal: es necesario que lo prive no sólo de su función de representante del pueblo, sino también de la representante del Estado. El crimen contra la humanidad es pues la única categoría, si interpretamos correctamente la intención del autor, en la que esta deconstrucción es posible y se opera casi por sí sola, porque se ofrecen suficientes pruebas de que el dirigente falló respecto de su población, de que ya no representa, de que su forma de representar la soberanía destruye toda soberanía y pervierte el funcionamiento de todo Estado.
En cambio, suponemos que para el autor, el crimen de agresión, el crimen de guerra o el crimen contra la paz conservan cierta indeterminación, puesto que no implican de manera tan tajante la separación gobernantes- gobernados, soberano-soberanía, lo cual no significa que no haya que perseguirlos. Pero un pueblo puede obligar a sus dirigentes a desencadenar hostilidades cuya salida victoriosa solo se obtiene por medio de la unidad absoluta del cuerpo social; y, en tales circunstancias, los dirigentes acusados pueden así hacer valer el derecho de autodefensa y el derecho de necesidad, alegato que está desprovisto de sentido cuando se trata de un crimen contra la humanidad. De este modo, el crimen contra la humanidad ocupa un lugar paradigmático en la justicia internacional debido al hecho de que sólo en él resulta posible señalar la frágil asociación gobernantes-gobernados, soberano- soberanía. El crimen contra la humanidad es, pues, portador de un significado que permite incriminar una política concertada de violación masiva y sistemática de los derechos humanos, que se ejerce contra una población civil sin defensa, ya sea que la guerra se produzca entre Estados o dentro de los Estados, o aun cuando no se declare guerra alguna.
En esta misma perspectiva, podemos suponer que si el autor tampoco analiza de manera específica, el crimen de genocidio, esto es para evitar la interferencia, hábilmente mantenida, según la cual el deber de un Estado es otorgar selectivamente derechos a la etnia mayoritaria de la que forma parte. Ahora bien, de acuerdo con el punto de vista democrático desarrollado por los textos fundadores de las Naciones Unidas, los pueblos de las naciones se mezclan y se confunden, y todos los individuos, libres e iguales en dignidad y derechos, deben vivir en un espíritu de fraternidad. En consecuencia, el crimen contra la humanidad sigue siendo la expresión más general de la negación de tal principio.
Por eso, nos parece, resulta necesario comprender el punto de vista internacional de la justicia como el descentramiento obligado respecto de toda política de Estado que se pensaría desde dentro, en lo absoluto de su particularidad, hasta tal punto de mantener relaciones , mortíferas con su población. Esa es la razón por la que un punto de vista externo pensando como internacional puede hacer reaccionar la mente de los jueces y volverlos capaces de perseguir crímenes que desestructuran la constitución jurídica del Estado. Sin tal descentramiento, estos crímenes son tan abrumadores que no es posible ni castigarlos ni perdonarlos.
LO INTERNACION PARA LIBERAR EL ESPACIO INTERNO DE LA RECONSTRUCCION
EL Título que A. Garapon da a su obra, Crímenes que no es posible castigar ni perdonar, se inspira en un frase de Hannah Arendt sobre la acción política, sacada de La condition de I`homme moderne. Arendt hacía notar que los hombres son incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que no pueden perdonar. Tanto el perdón como el castigo suponen la libertad de actuar. Castigo y perdón obedecen al mismo paradigma: romper la causalidad que vincula al ofendido con el ofensor, romper el determinismo que vincula inexorable el sufrimiento impuesto al sufrimiento experimentado. El libre acto del perdón y el libre acto del castigo liberan simultáneamente al ofendido y al ofensor, mediante la obligación moral de una no repetición de tal vinculación de sufrimientos infligidos y experimentados.
Ahora bien, cuando el Estado persigue a ciegas su inexorable acción exterminadora, y cuando la población, diezmada por tales violencias en masa, ha desaparecido, ¿quién presentará la denuncia para que se haga justicia, que también en este caso será para perdonar? La libertad ha abandonado por completo el ámbito de lo político. ¿Cómo volver a introducir libertad en un espacio encerrado del que han desaparecido todas las relaciones basadas en la confianza y en la buena fe? Entonces no puede uno hacer otra cosa que situarse mentalmente en un espacio distinto a aquel en el que se cometen atrocidades. Es necesario adoptar, por lo tanto, un punto de vista desde lo externo, que es el que A. Garapon evoca al hablar de justicia internacional.
En efecto, cualquier política criminal de Estado le pone un acordamiento a su población, de manera que las instituciones mismas (administración, policía, ejército, justicia) se agarrotan, mientras se movilizan los diversos servicios ofrecidos por la población civil: medios masivos, transportes, investigaciones científicas, producciones industriales, educación, cultura, religión, etcétera, ¿Quién puede castigar los crímenes que se están cometiendo? ¿Quién puede perdonar?
Así pues, el análisis de A. Garapon supone de manera implícita el de H. Arendt, aunque prefiere desarrollar la dialéctica del castigo y el perdón, Es inexacto decir que la justicia es una condición del perdón, porque el perdón prepara a una comunidad a aceptar la justicia; esto se ve en países como Argentina y Chile, en donde las comisiones de la verdad han permitido instruir procesos, si bien hasta entonces predominaba un deseo de venganza y de revancha que los hacía imposibles. La justicia no puede hacerse en un país que se democratiza y se estabiliza, lo que exige una actitud de perdón por parte de la población que sufre que busca las condiciones y los medios de elegir nuevos dirigentes. No obstante, incluso antes de que se instruyan los procesos, el perdón puede sobrevivir de manera muchos más clara aun luego de las declaraciones oficiales del nuevo poder público, que reconoce públicamente los crímenes políticos cometidos por el precedente. Este reconocimiento público se expresa mediante el arrepentimiento. Al parecer, en este caso el acto de arrepentimiento no tiene nada de religioso. Es ante todo un acto de inteligencia y de sentido común político, que significa que los nuevos dirigentes renuncian a comprometerse con empresas que ya fracasaron, porque son suicidas en el plano de lo interno e insostenibles en las relaciones de un Estado con otro. El arrepentimiento es un acto de justicia y de libertad que crea una ruptura con el pasado. En caso de haber algún carácter religioso, éste se encuentra en la referencia al Estado imaginado como una realidad hipostática durable.
El pensamiento jurídico construye la figura del Estado sobre el modelo del pensamiento teológico cristiano que construyó la figura del al Iglesia. A semejanza de la Iglesia invisible y visible, el Estado posee un cuerpo inmortal representado por la soberanía, y un cuerpo mortal representado por los dirigentes que van sucediéndose. El acto de arrepentimiento por parte de un jefe de Estado significa pues, por una parte, que el garantiza la continuidad del Estado en su soberanía invisible, sin mancha, inmarcesible, pero por la otra que reprueba los actos criminales de aquellos que tenían las riendas del mismo antes que él: y por último, en virtud de que garantiza su continuidad, puede, en ciertos casos, asumir las reparaciones.
JUSTICIA PENAL, Y RETRIBUTIVA Y JUSTICIA RECOSNTRUCTIVA.
Aquello que, en la justicia penal, puede parecer seguramente como lo internacional de facto es la presión de los estados de las instituciones onusianas, de las ONG que cooperan para hacerla funcionar. Es el hecho de que los jueces que ocupan un escaño en esos tribunales sean de diversas nacionalidades: entre los jueces del TPIY1 se encuentran un chino, un marroquí, un malí, un ucraniano…y no solo miembros de la OTAN, señala el autor. Es el procedimiento mismo el que se presenta como internacional, ya que es resultado de la combinación de la common law y de la civil law. De cualquier manera, tampoco son estos rasgos factuales de lo internacional los que le permiten al autor definir esa justicia que intenta describir como justicia reconstructiva.
En efecto, A. Garapon observa los límites de la justicia penal retributiva tal y como ésta se manifiesta en los tribunales penales internacionales y nacionales. En cambio, quiere mostrar que las comisiones del tipo “verdad y reconciliación” son una mejor expresión de lo internacional como justicia, ya que tienen como finalidad restablecer los vínculos rotos tanto por parte de los gobernados como por parte de los gobernantes, volver a darle a la población fe y confianza en la simbología de la soberanía. El hecho de que estas comisiones obedezcan a la presión internacional, que estén financiadas en parte con dinero extranjero, que las presidan o sean miembros de ellas magistrados o personalidades internacionales con mucha autoridad moral junto a las nacionales, no quita que trabajen de manera interna en muy estrecha colaboración con los protagonistas en el territorio en donde se han producido los crímenes contra la humanidad, ni tampoco que hayan sido creadas por decreto presidencial o por una ley parlamentaria, con ocasión de nuevas elecciones o de algún cambio político. Su finalidad sigue siendo estatocéntrica: se trata de volver a crear un Estado soportable para todos. ¿Cuál es entonces la razón de que, según A. Garapon, la justicia reconstructiva participe de lo internacional?
Antes que nada, nos parece que el término “internacional”, para el autor, está mejor adaptado y es más operante que el de “universal”, degradado por los utopistas, de quienes desea mantenerse alejado. El concepto de internacional contiene en sí la posibilidad de adoptar un punto de vista crítico que emana del sentimiento de justicia aplicable a todas las políticas por el hecho de que éstas pueden compararse; pero lo anterior no es sino un punto de vista. La justicia internacional de la que habla A. Garapon es una justicia penal, no es internacional en los hechos, porque no resuelve conflictos entre Estados, lo que resulta ser el sentido tradicional del término internacional, entendido como interestatal. En efecto, el papel interestatal de la justicia le corresponde por derecho a la Corte Internacional de justicia, que no emite que opiniones y tan sólo para los Estados que lo solicitan de manera expresa; los Estados pueden escuchar y seguir sus opiniones, o pueden no hacerlo, y la Corte no los persigue en caso de que no las tomen en cuenta, ya que respeta su soberanía.
A.Garapon no analiza la actividad de la Corte Internacional de Justicia. Describe la justicia penal que, a iniciativa de un procurador, persigue a individuos, y tan sólo a individuos, aun si el criminal no se considera como tal, sino como el representante de un Estado, e incluso si la víctima ha sido designada como víctima por ser miembro anónimo de la etnia que se extermina. En efecto, lo propio de la justicia penal es individualizar tanto al criminal como a la víctima, no puede ser operante más que obligándolos a desprenderse de la referencia del ámbito al que pertenecen- partido, etnia- y que los ha sumergido en una tragedia nacional y destruido su individualidad propia. Así, al individualizar al criminal y a la víctima, la justicia llamada internacional tiene como finalidad la reinserción del verdugo y de la víctima en la red de las relaciones internas, interindividuales, propias de un Estado determinado, que ha vuelto a ser un Estado democrático o en vías de reconstruirse. Lo internacional, como punto de vista de la justicia, es aquello que permite liberar el espacio interior público y descubrir que los cimientos de la justicia retributiva no pueden ser sino una justicia de la reconstrucción.
Así pues, esta labor crítica de la justicia internacional consiste en arrancar al individuo de su papel y de su status social mortíferos, para reinsertarlo después en la sociedad con las mayores precauciones y mientras sea posible, sin violencia. Pero lo internacional contiene también un criterio de justicia que permite a todo dirigente ajustar el funcionamiento del Estado para que sea compatible con las intenciones de derecho de cualquier otra constitución. Los crímenes contra la humanidad son crímenes políticos, lo cual significa que toda política interior que lleva adelante un Estado inspira la política exterior de los demás Estados; y más aún, que toda política exterior de un Estado es vivida como política interior por los demás. La justicia reconstructiva- el adjetivo indica que ésta funciona porque un Estado ya existente sale de una situación de crisis extrema- remite a una relegitimación del vínculo social, como un vínculo político voluntario que les concierne a todas las sociedades.
De atenerse a los procedimientos penales retributivos, no parece que la justicia se haga del todo. La organización de un proceso requiere una visión sistemática y descontextualizada de los acontecimientos, para no ver en una población involucrada más que tres tipos de actores: víctimas, testigos y acusados. La verdad buscada por el tribunal, y esto el autor lo muestra en análisis precisos y muy bien formulados, es una verdad eminentemente codificada; no es la verdad del historiador y tampoco es la verdad de las víctimas, que llevan en ellas una verdad que no es la que requieren los jueces, demasiado limitada e impersonal, para dictar sentencia y castigar al culpable. Sin embargo, los debates de los historiadores sobre los acontecimientos son parte del trabajo de justicia; del mismo modo, escuchar a las víctimas que van errando entre los restos de sus vidas, no sólo es un acto terapéutico, sino también un acto de justicia.
Luchar contra la impunidad mediante la instrucción de procesos es parte de la exigencia de justicia. Pero esta labor es delicada, a veces riesgosa, y siempre limitada. En efecto, lo propio del crimen contra la humanidad es que no deja rastros observables que permitan el establecimiento tranquilizador de una justicia segura de sí misma. Documentos imposibles de encontrar, pruebas difícilmente irrefutables, víctimas desaparecidas o traumatizadas cuyo testimonio no se juzga confiable… El autor ha sabido encontrar los calificativos de tal crimen: “paradójico”, “inenarrable”, imposible de formular”, difícilmente imputable”, “generalmente inaprensible”: “su monstruosidad es su mejor protección” (p.152). En semejante contexto, hay víctimas que querrían que el criminal no dejara nunca, como ellas mismas, de sufrir en lo que les resta de vida. Y para ellas el crimen, incluso una vez juzgado, debería conservar su carácter de imprescriptible.
Ahora bien, las comisiones de “Verdad y reconciliación”, expresión más adecuada, a los ojos del autor, de la justicia reconstructiva, reciben un mandato mucho más amplio que el de los tribunales: es el drama mismo el que debe estudiarse, no sólo en todas sus dimensiones geopolíticas, históricas, sociales, psicológicas, económicas, demográficas y estadísticas, sino también en los detalles de la vida cotidiana. Con una duración limitada de nueve meses a dos años, el trabajo de las comisiones debe terminar con un informe, el cual debe concluir en recomendaciones cuya finalidad es la de facilitar la transición hacia la democracia: por ejemplo, destituir a los criminales de sus funciones oficiales, ofrecer el resarcimiento a las víctimas… Los observadores están de acuerdo en señalar que tales recomendaciones de justicia elemental casi nunca surten efecto: ya sea porque el Gobierno en cuestión no tiene los medios para ello, o porque está intentando usar las informaciones proporcionadas por la comisión para amnistiar a antiguos criminales de alto rango a cambio de su apoyo incondicional, o para ajustar cuentas con sus opositores… De cualquier manera, los informes de las comisiones resultan ilustrativos. Revelan que en lo fundamental la justicia es inductora de una política: indica sobre qué base y en qué condiciones pueden reanudarse y vivirse relaciones sociales nuevas y duraderas. La justicia participa en todos los momentos de la vida humana, es omnipresente. Comprender la justicia reconstructiva, escribe el autor, es:
comprender en qué la psicología, la paz, la historia y la política están a su vez en deuda con una palabra de justicia. Una política que quisiera pasar por encima de su momento institucional, una historia que no se preocupara de la calificación penal, una moral que no se articulara con el derecho, un perdón que ignora el crimen sufrido, simplemente carecerían de sentido (p.305).
Preguntémonos por última vez: ¿qué hay de internacional en la justicia reconstructiva? La respuesta es la relación con la humanidad que se establece en el interior de toda política. Del mismo modo que los crímenes contra la humanidad son crímenes de Estado que destruyen la relación gobernantes gobernados y desterritorializan esta relación al involucrar a la humanidad entera, de igual manera la justicia reconstructiva, que A. Garapon llama a veces la justicia general, trata de formular de manera positiva y constructiva la relación gobernantes-gobernados, que los crímenes contra la humanidad expresan de manera negativa y destructiva.
LA JUSTICIA RECONSTRUCTIVA AJENA A LA INSTANCIA DEL PODER.
Sin insistir en ello, A. Garapon elimina la objeción de un gobierno de jueces que usurparía el poder político, objeción hecha en contra de la creación de la corte penal internacional. La notable torpeza de los utopistas, que consideran a la corte como la primera institución de carácter mundial capaz de confiscarles a los Estados su violencia, para ser la única que puede usarla de manera legítima, lleva a tal desconfianza. La justicia reconstructiva, nos muestra A. Garapon, está de este lado del poder, ya que prepara el contrato social, o más allá, porque es crítica respecto de las instituciones. Y precisa: “La justicia penal internacional no debe considerarse como un nuevo poder, sino como el signo de la articulación del poder con una referencia externa y no disponible: los derechos humanos”.
Pero hay más, a nuestro parecer, en lo implícito de la justicia reconstructiva animada por el movimiento de la democratización. En efecto, ya que la justicia es antes que nada una cuestión de relaciones sociales equitativas, en las que libertad e igualdad se equilibran en la aceptación recíproca de todos y de cada uno, entonces el poder debe cuestionarse y reconocerse como que no le pertenece a nadie: este tema ha sido la guía de toda la meditación política y filosófica de Claude Lefort. Tanto como los derechos humanos, la soberanía expresa también lo no disponible para aquellos que- sin importar que se presenten como utopistas o realistas- quieren salvaguardar la empresa jurídica y, en consecuencia, mantener intacta y eficiente la efectividad del derecho: es decir su capacidad de otorgar derechos, no violarlos o exterminarlos, lo que es la perversión del soberano. Por ejemplo, en Uganda, en 1986, la comisión Verdad, como lo menciona la obra Unspeakable Truths, de Priscilla Hayer, y de la que A. Garapon cita un artículo, recomienda que la nueva constitución proporcione un sistema que permita que los cambios de presidentes y de gobiernos puedan tener lugar de manera pacífica mediante elecciones regulares, y que prohíba prolongar el mandato presidencial una vez llegado a su término.
Finalmente, lo que confirma que el adjetivo internacional, que caracteriza a la justicia, no tiene en esta obra el sentido de interestatal, es un conjunto de observaciones hechas por el autor, quien comprueba que la afectividad judicial de los tribunales penales internacionales se encuentra sometida a la voluntad de los Estados: la apropiación de los documentos, la realización de encuestas en el territorio en donde los crímenes se han perpetrado, la captura de los criminales por parte de la fuerzas onusianas o de la fuerzas de la policía nacional, el hacerse cargo de los condenados en las cárceles nacionales, el financiamiento global de los tribunales, que van del salario de los magistrados y la retribución de las diversas partes interesadas hasta los gastos de los locales, etcétera, son, todos estos, actos que requieren la participación de los Estados y que pueden traicionar la justicia, desviarla, volverla arbitraria. Además, ninguno de estos procesos ha sido aún organizado, señala el autor, por países no democráticos; y no hay duda de que es en función de las relaciones geoestratégicas que las llamadas sociedades democráticas eligen acusar a ciertos jefes de Estado y no a otros, a pesar de que son mucho más sanguinarios. Así pues, la puesta en práctica de la justicia internacional mediante acuerdos interestatales sigue quedando sujeta al juicio de una mentalidad de justicia más crítica, relativa al ámbito de la justicia reconstructiva.
JUSTICIA RECONSTRUCTIVA Y JUICIOS POLITICOS.
La justicia reconstructiva ya ha sido objeto de análisis en dos obras anteriores de A. Garapon: Le Gardien des promesses. Justice et démocratie, y la tercera parte de Et ce será justice. Punir en démocratie. En la presente obra, el autor procura señalar de manera más general la imaginación institucional de la justicia reconstructiva, en la forma de las comisiones de Verdad y Reconciliación o de las jurisdicciones “gacaca”, de los tribunales penales internacionales, de la corte penal internacional; la ve funcionar en la competencia universal de la cual se dotan los tribunales internacionales de ciertos Estados; rápidamente también, menciona el movimiento de jurisdiccionalización del derecho internacional y la multiplicación de los tribunales internacionales especializados en actos de violencia o de vandalismo muy específicos. Pero si bien la ve funcionar, ello no significa que efectivamente se haga justicia, sino que el sentimiento de justicia sigue siendo nuestra guía para apreciar la política.
Así, el autor asocia su estudio de lo judicial al desciframiento simultáneo de cierto número de acontecimientos recientes. Su análisis ciñe la realidad política dentro de las redes del derecho, sus palabras están adornadas con numerosas propuestas concretas y pertinentes. Por ejemplo, resulta absurdo querer acusar a los cascos azules de crímenes contra la humanidad y de hacerlos comparecer ante la corte penal internacional, ya que sería necesario que la ONU fuera un Estado constituido como gobierno mundial, y que los cascos azules fueran sus ciudadanos, para que el crimen contra la humanidad pudiera ser imputable a los oficiales superiores que los comandan. Al servicio de la ONU, los cascos azules se “extraen” de los contingentes militares de los Estados voluntarios, y en consecuencia siguen siendo ciudadanos de los Estados que los prestan. Según A. Garapon, a los cascos azules debería juzgarlos un tribunal especial de la ONU.
En otra observación, el autor alerta contra una visión inadecuada e inoperante que perjudicaría a la corte penal internacional, si se hiciera de ella la primera institución de un Estado mundial que ejerce una justicia en voladizo. En efecto, o bien esta justicia sería una “justicia en estado de ingravidez”, desprovista de un poder político capaz de procurarle los medios de su “exequatur”; o bien, en caso de que lograra agrupar a una coalición política, no sólo sería tributaria de las turbulencias geopolíticas mundiales, sino que además alteraría la capacidad política y judicial que tiene cada país para estabilizar a una población, garantizándole sus derechos, ya que sustituiría de manera abusiva a los Estados, lo cual resulta contrario a su razón de ser. Notemos de paso que el estatuto de la corte penal internacional ha tratado de evitar este doble peligro, lo que ciertos juristas han interpretado como un retroceso de la justicia respecto de los estatutos de los dos tribunales internacionales de la ex Yugoslavia y de Ruanda, actualmente en funciones.
Otro ejemplo: en la configuración de un mundo de múltiples soberanías, todos los cuales tienden hacia la democracia, no puede corresponderle a la corte penal internacional pronunciarse acerca de una guerra para calificarla como justa o como criminal. Le toca a la Corte Internacional de Justicia dar su opinión, sí los Estados se la solicitan, antes de romper las hostilidades… lo que en general no hacen. En cambio, añade el autor, la corte penal internacional, fundada mediante un acuerdo interestatal- lo que entonces hace posible la coordinación de informaciones y diligencias- debería tener por tarea perseguir cualquier tipo de crimen organizado internacionalmente, y en particular el terrorismo. El terrorismo no es, en efecto, un crimen contra la humanidad, no es fruto de una política sistemática que haría lo posible por disimular sus atrocidades mediante decisiones administrativas seudolegales: busca, al contrario, el espectáculo y la publicidad notoria. Así A. Garapon muestra como una evidencia infortunada el hecho de que, al no saber sacar partido de las instituciones establecidas, éstas se desvían, porque no se comprende su sentido, sentido que es necesario en la justicia reconstructiva. Si se deja en manos de la corte penal internacional la responsabilidad de enjuiciar el crimen de terrorismo, esto romperá, escribe, “el mano a mano entre el terrorista y el Estado al que ataca, lo que coloca al primero como víctima y alimenta su discurso paranoico” (p.311).
PERMANENCIA DEL PARADIGMA ANTROPOLOGICO DE LA JUSTICIA: UN PENSAMIENTO POR BINOMIO.
La interpretación antropológica de la justicia, que hace coincidir un sentimiento político de justicia con una institución judicial, coloca al lector filósofo e un terreno conocido: el del mito relatado por Protágoras en el diálogo platónico del mismo nombre 2 Con el fin de impedir que la especie humana se destruya y para permitir el establecimiento de lazos amistosos y la fundación de ciudades, Zeus envía a los humanos aidós y diké. 3 Louis Gernet hace un comentario de este mito Anthropologie de la Gréce Antique (pp.180-181)): 4
El segundo de estos términos es bastante claro: la diké es la justicia, tal como se manifiesta ante todo en el juicio- y por consiguiente, en la condena y en la ejecución- y también, por referencia implícita y explícita al otro término, algo como el jus strictum. La palabra aidós, por su parte, no resulta muy traducible (como ocurre a menudo con los lemas que son las palabras testigo por excelencia): pero a través de la multiplicidad de sus usos, puede decirse que designa un sentimiento de respeto o de discreción que se acerca al menos a la reverencia religiosa- por lo que tal vez pueda tener por objeto la divinidad- pero vale esencialmente en el orden de las relaciones humanas, en las que rige ciertas abstenciones o ciertas actitudes respecto de un pariente, de un ser de eminente dignidad, de un suplicante (…); de un sentimiento a la vez social y moral, ya que el aidós está atento a la opinión pública, de la que a menudo aparece como la contraparte, y al mismo tiempo, en un sentido fácilmente aristocrático, preocupado por aquello que el sujeto se debe a si mismo…
No nos detendremos en la tridimensionalidad del aidós: lo que al mismo tiempo acerca a los seres en una especie de intención democrática, sin dejar de mantener cierta distancia en lo que se refiere a la exigencia aristocrática de distinción y de dignidad personales y, por último, el carácter religioso que da la medida del acercamiento y de la distancia. Nos atenemos a la constatación de que, entre los griegos, la justicia se presenta en la forma de un binomio aidos y diké, y de que en la historia del pensamiento jurídico perdura la misma configuración antropológica con la dualización del nombre de la justicia: themis y diké, Themis y nomos, y también derecho natural y derecho positivo, derecho subjetivo y derecho objetivo, derecho presuntivo y derecho perentorio, derechos humanos y derecho soberano del Estado, y, en la presente obra, justicia retributiva y justicia reconstructiva.
Fuera de la misma observación de la regla por si misma (diké), es necesario dar paso a un sentimiento (aidós) que lleva en él una dimensión más amplia que la sola intimidad del sujeto, puesto que contiene un pensamiento crítico, el cual, en la modalidad misma de un doble poder, poder de juicio y poder de acción, incita a cuestionar no sólo la calidad de las relaciones humanas sino además la expresión jurídica codificada por la costumbre o la ley escrita. Por consiguiente, en la sala de audiencias la justicia reside sin duda en la forma de aplicación de la ley o de la sentencia, en la forma del ritual que reelabora el tiempo y la historia, pone a cada quien en su lugar, asigna categorías, otorga derechos (véase Bien jugar. Essai sur le rituel judiaire (Juzgar correctamente. Ensayo sobre el ritual judicial) del mismo autor); pero también se encuentra fuera del tribunal en forma de una justicia más vasta, “en la que la vida misma del derecho no deja de participar”, señala Gernet.
Por último, lo fecundo del aidós griego reside en que al mismo tiempo que es un sentimiento ligado a la conciencia de la dignidad personal del sujeto y al respeto que ha de darse al prójimo en una relación inmediata, también es un sentimiento de obligación recíproca que puede generalizarse al punto de caracterizar las relaciones que existen entre los individuos que componen un mismo grupo, y además las relaciones de dicho grupo con los extranjeros y con otros grupos distintos. El aidós explicita y construye el sentimiento de humanidad, afirma Gernet.
La concepción de la justicia internacional como justicia reconstructiva de A. Garapon presenta, pues alguna semejanza con el aidós griego. El mito insiste en el hecho de que Zeus le encarga a Hermes distribuir a todos los hombres, a todos y sin distinción, el doble sentido de la justicia como aidós y diké.
Luego vemos que Protágoras comenta el mito que acaba de relatar. Si algún individuo pretende, sin razón, ser bueno tocando la flauta o ser excelente en cualquier otra actividad, y su engaño queda descubierto, harán escarnio de él o lo tratarán con rudeza. Pero, continúa Protágoras, si el mismo hombre, de quien todos saben que es injusto, se pone por casualidad a proclamar ante ellos la verdad sobre sí mismo, su sinceridad, que en el otro caso podía pasar por juiciosa, será considerada en éste como una insensatez: “ (…) se dice, con razón, que todos los hombres están obligados a afirmar de sí mismos que son justos, aunque no lo sean, y que el que no sabe, por lo menos, fingir lo justo, es enteramente un loco, porque no hay nadie que no esté obligado a participar de la justicia de cualquier manera, a menos que deje de ser hombre” 5.
El lector reconocerá en la elucidación de la justicia reconstructiva la misma apuesta que la de Protágoras: todos pertenecemos a la humanidad, el criminal no hace sino simular la justicia, pero al hacerlo deja entrever su derecho a formar parte de ella y no a que se le expulse de su seno. En el siglo XXI, impulsada por los principios de la justicia reconstructiva, la argumentación de A. Garapon sobre la injusticia de la pena de muerte es bastante clara: la pena de muerte se asemeja más a una parodia de la justicia, a una venganza, que a un acto de justicia, ya que la justicia tiene por tarea la de reintegrar a todo ser al seno de la humanidad. Pero ¿cómo reintegrar a los desaparecidos, a las víctimas del crimen contra la humanidad? ¿Quiere esto decir que la víctima, que A. Garapo designa como el principio regulador de la transformación del sentimiento de justicia de las sociedades democráticas, conserva la determinación sagrada que le confiere su etimología (véase Benvéniste, , Le vocabulaire des intitutions euroéennes), con lo que una humanización más completa vuelve a ser posible?
CONCLUSIÓN
Una obra de esta naturaleza no puede resumirse ni discutirse en unas cuantas páginas. El lector debe preparase para descubrir problemáticas más específicas que se abordan, las más de las veces, en la forma contradictoria del debate: justicia e historia, justicia y política, justicia y paz, trabajo de justicia y trabajo de memoria, crímenes colectivos y responsabilidad individual, desequilibrio entre el lugar de la víctima y el del criminal… Se pone a su disposición una considerable bibliografía. Y así pues, le toca al lector proseguir una reflexión que implica cierto compromiso personal y colectivo. La obra termina con lo siguiente:
La justicia penal internacional, por su sola presencia, resta tranquilidad a todos los poderes del mundo- tanto a los autocráticos como a los democráticos-, señalándoles que jamás estarán por completo en paz; y preocupando también a todos los militantes de los derechos humanos, fijándoles un destino, aunque sin darles el mapa (p. 346).
1 TPIY: Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia. El TPIY se creó mediante la resolución 827 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 25 de mayo de 1993 con el objeto de juzgar a las personas presuntamente responsables de violaciones graves del derecho humanitario internacional cometidas en el territorio de la Ex Yugoslavia (N. del T)
2 Platón, Diálogos “Protágoras o de los Sofistas”. Porrúa, México, 1993, pp. 105-142 (HN del T.)
3 Op. Cit., p.114; “Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad” (N. del T.)
4 Existe traducción al español: Antropología de la Grecia antigua. Taurus, Madrid, 1981. (N. del T.)
5 Platón, op. Cit., 114-115. (N. del T. ) |