Profesor universitario. Escuela Universitaria de Enfermería del Mar (adscrita Universidad Pompeu Fabra)
Reflexionar sobre los sentimientos de las personas es complicado y extenso. Sin embargo, no quiero perder la oportunidad de tratar el tema puesto que una parte fundamental del psiquismo humano, desde que nacemos, es la afectividad. Lo que nos rodea nos afecta de manera positiva o negativa, pero siempre incide en nuestro yo. La afectividad es un filtro que da color a nuestros días y que recibe diferentes nombres como emociones, sentimientos o pasiones. Estas categorías no son exactamente iguales, pero comparten un rasgo esencial: condicionan de manera indiscutible la vida cotidiana.
En el texto que sigue trataré de explicar algunas de les relaciones que se establecen entre los sentimientos, las personas y las diferentes facetas que constituyen el día a día.
El apego es la primera forma de afectividad que conocemos. Durante la infancia nos aporta seguridad, afecto y cobijo emocional; es, con gran probabilidad, la primera lección que recibimos de lo que es un sentimiento, y de ahí su importancia en nuestro desarrollo emocional. De hecho, en psicopatología, no encontramos ningún trastorno que no afecte de manera primaria o secundaria el sistema emocional de la persona.
Los sentimientos son básicos para el desarrollo de las personas, pero en muchas ocasiones se convierten en conflictos que obstaculizan el bienestar propio y el de los demás. Nos movemos en un trabajo constante de equilibrio y desequilibrio sentimental que modifica y afecta nuestro estado anímico, tanto personal como relacional, cada día de nuestra vida. El amor, la amistad, la confianza y también el odio, el desprecio y la envidia, entre otros, son sentimientos bastante estables y persistentes en el tiempo. Una característica general es la subjetividad que los origina, es decir, dependen de la experiencia personal de cada uno. Naturalmente, eso forma parte de los pensamientos, creencias y juicios de valor con los que poco a poco vamos construyendo nuestra personalidad. Su complejidad es evidente en las palabras del escritor Josep Mª Espinás cuando afirma que hay sentimientos difíciles de definir, porque se los fabrica uno mismo.
En el mundo sentimental no se puede disociar el pensamiento del sentimiento, ni tampoco ordenarlos: no existe un dominio de uno sobre el otro, sino que funcionan como un todo integral en el que ambos desarrollan la misma capacidad y potencia. Pensamientos y sentimientos, así, son un binomio difícil de separar. Forman parte de nuestra construcción personal y afloran en las relaciones interpersonales que día a día vamos estableciendo con la familia, los amigos, en la facultad o en el trabajo.
Si nos fijamos en algunos de los roles que llevamos cabo a lo largo de la vida –como hijos, estudiantes, profesionales de la salud, pareja o amigos- nos daremos cuenta de que nuestro mundo está completamente impregnado de afinidades, sentimientos, y prejuicios. Tales elementos guían nuestra conducta, muchas veces de un modo inconsciente, o eso creemos. Y es que no hacemos nada de manera gratuita; nuestras conductas están condicionadas por lo que pensamos y sentimos, y también por el bagaje que constituye nuestra historia personal. Lógicamente, no todos los sentimientos son positivos; a veces experimentamos sentimientos reprobables o repugnantes y es mejor, en determinados momentos, que éstos no vean la luz. Por otro lado, los sentimientos de las personas son íntimos y por tanto no contrastables; podemos observar su expresión, pero en ningún caso hacer valoraciones generales sobre lo que representan para cada persona.
Tal vez a causa de la invisibilidad y naturaleza incierta de los sentimientos hay personas que los consideran poco importantes. El problema, aquí, radica en creer o no si existen y nos afectan. Personalmente no tengo ninguna duda de su efecto, en algunos casos demoledor, sobre la mente del individuo. Las personas abordamos la realidad instaladas en nuestra estructura emocional, una estructura forjada con los años que, en muchos casos, nos provoca una anticipación sobre aquello que todavía hemos de vivir. En consecuencia, este último hecho nos separa de la realidad, conduciéndonos al territorio de la imaginación. ¿Cuántas veces habremos creado una imagen mental sobre algo o alguien a quien desconocemos? ¿Cuántas veces habremos preparado un encuentro o mantenido una conversación basándonos únicamente en impresiones erróneas?
Los prejuicios, o sentimientos como la soberbia o el egoísmo, son obstáculos emocionales que pueden distorsionar la realidad. Pero lo cierto es que sólo existe una realidad, sólo una, aunque las formas de interpretarla sean infinitas.
En el día a día de las relaciones interpersonales y profesionales el sentimiento de la confianza es el elemento base sobre el cual depositamos nuestras expectativas. La desconfianza en cambio, en las relaciones mencionadas, provoca la aparición de sentimientos como el recelo, los celos y la envidia. En este mundo emocional, uno de los sentimientos más perturbadores es precisamente la envidia, sentimiento que sobresale por encima de todos los otros debido a su carga negativa. Pero dado su alcance y complejidad tal vez tratemos el tema de la envidia, en profundidad, en otra ocasión. En la medida que el ser humano se relaciona de forma cotidiana con otros individuos u objetos siempre existe algún tipo de sentimiento de aceptación o de rechazo, y éstos siempre son provocados por la realidad externa o interna de la persona que los siente. Pensad que no hay sentimientos inmotivados; es decir, los motivos reales o imaginados que producen los sentimientos casi siempre se localizan en nuestro interior. A la hora de tratar con otras personas hay que tenerlo en cuenta. Somos seres relacionales, y nuestro trabajo como profesionales de la salud así lo confirma: sin "el otro" no hay mucho que hacer. En esta línea de pensamiento, Martin Buber -filósofo vinculado al estudio de los procesos sociales- mantiene que todo ser humano es protagonista de sí mismo, pero a la vez también existe para el otro. Incluso podríamos sugerir que "el otro" es, en muchas ocasiones, nuestra razón de ser. La percepción de dichos aspectos puede variar en función del rol que nos ha correspondido vivir en el momento presente, ya que tanto podemos ser profesionales de la salud como usuarios de la misma (para comprender esta dualidad, os recomiendo la lectura de la entrevista a Ana Mª Cruspinera, Revista Agora di enfermería N. 53, 2010, Escritos de enfermería)
En cualquier caso, podemos entender toda vivencia como una experiencia más o como un verdadero punto de inflexión en nuestra trayectoria vital. Los sentimientos unidos a cada experiencia vivida son nuestro "aquí y ahora", y en función de esto o bien nos ayudan, o bien añaden más dificultades de las que ya tenemos. Al final, solamente disponemos del momento que estamos viviendo, porque todos los demás todavía están por venir. A menudo confiamos, esperanzados, que el futuro sea mejor, deseamos que la suerte nos sonría si nuestra impresión indica lo contrario.
Sin embargo, no nos damos cuenta de que el mejor premio que podemos recibir es sentirnos vivos, aquí y ahora.
Cuando me preguntan si los sentimientos se pueden trabajar para modificarlos, respondo que sí; los humanos poseemos tal capacidad a pesar de la resistencia de algunos de esos sentimientos, como la tristeza o los celos. En ese sentido, la educación es uno de los instrumentos más potentes de cambio. Existen programas de educación emocional que enseñan a personas de todas las edades y condiciones a valorar sus sentimientos mediante la detección de emociones y de las situaciones que las desencadenan, evaluando su intensidad. Para comenzar a trabajar un buen sistema de aprendizaje es interesante acercarnos al pensamiento de San Agustín, quien a parte de ser una figura preeminente del cristianismo, fue también un gran filósofo y escritor. Decía el pensador de Hipona que antes de querer conocer a los demás debemos aprender a saber quiénes somos, y los sentimientos nos pueden ayudar a encaminar esa tarea. De este modo se puede llegar a comprender cómo, muchas veces, los juicios de valor que hacemos no tienen otro fundamento que las ideas propias, ideas que a menudo basamos en impresiones personales equivocadas. Y la cuestión es que según de que ideas se trate, los efectos pueden ser absolutamente devastadores.
Los estudiantes, como futuros profesionales de salud integral, desarrollan un rol fundamental y, de hecho, tienen más de uno. Ya sea como técnicos, terapeutas, educadores, cuidadores, o profesores, los profesionales de la salud tienen el potencial de ser auténticos agentes de cambio, o sea gracias a su actuación profesional y humana pueden ayudar a los demás a descubrir un mundo donde las personas más importantes somos nosotros mismos. Y es por eso que han de formarse continuamente para educar y ayudar a las personas en su bienestar físico y emocional, tanto en la salud como en la enfermedad. Los estudiantes no sólo han de creer y poner en práctica los conocimientos teóricos y prácticos adquiridos durante su formación; deben aprender, además, a cuidar de sí mismos, a madurar y trabajar las relaciones interpersonales y terapéuticas. El conjunto de estos conocimientos y habilidades en un profesional de la salud denota una gran responsabilidad personal que exige implicación y voluntad de esfuerzo: lo que requiere, en definitiva, es un compromiso profundo a nivel social y personal.
Los sentimientos, para acabar, hemos de entenderlos como una experiencia que se vive en el momento presente, que nos motiva, nos ayuda, y nos puede enseñar. Sin olvidar por eso que, en su faceta negativa, los sentimientos nos pueden trastornar y obsesionar, y que su alcance yace en nuestra capacidad de conocerlos y de controlar su dirección y evolución. Al mismo tiempo, los sentimientos hay que entenderlos también como una experiencia mental que repercute en el organismo y que no afecta a todos de la misma manera. Por ejemplo, hay personas que son más susceptibles a sus efectos negativos; es lo que se conoce como labilidad emocional, y constituye un rasgo de la personalidad en algunos individuos. Recordemos igualmente que los sentimientos no se pueden contrastar empíricamente, y que pueden llegar a hacernos mucho daño. No obstante, a mí me gusta considerarlos un motor de cambio: trabajar con los sentimientos, ser consciente de ellos, es poner vida en tu vida. Es una responsabilidad que tenemos como profesionales de la salud y, sobre todo, como personas. Insisto, para poder cuidar a los demás antes hemos de saber cuidar de nosotros mismos.
En muchos momentos, dejarse llevar por los sentimientos es conmovedor, gratificante y extraordinario; en otros, constituye una especie de catástrofe personal. Todo depende, por eso, de quiénes somos y qué hacemos, y también, como ya apuntó Ortega y Gasset, del momento y las circunstancias que nos rodean. Para aprender a sentir positivamente es necesario trabajar los sentimientos desde la responsabilidad y la madurez, ser capaces de tomar decisiones y tener presente que somos libres para escogerlas. Poder escoger como nos sentimos es, posiblemente, una de las libertades más grandes de las que goza el ser humano.
Vivimos en una sociedad hiperactiva y dominada por los avances tecnológicos, en un espacio invadido por la superficialidad donde no parece haber tiempo para los sentimientos. A menudo dejamos al margen el hecho que los sentimientos, las emociones, son una parte intrínseca de nosotros, obviando así su influencia en nuestra vida cotidiana. Pero están en ella, presencias silenciosas e invisibles, compañeras constantes del día a día aunque pasen desapercibidas, como siempre sucede con tantas cosas que son realmente importantes.
Escritos de enfermería
Agora de Enfermeria SRL AgInf, 2010, (54),14, 2, 66-70 66 |