Sin duda alguna, los conceptos sirven para fijar la realidad, pero, en ocasiones, también por eso mismo pueden tergiversarla y hasta confundirnos, cuando se aplican erróneamente.
En el complejo de “Peter Pan”, muy bien podría acontecer esto último “The Peter Pan síndrome”, constituyó el título original del libro de Dan Kiley (1983), gracias al cual se divulgó este “complejo”. Su autor subtítulo la publicación con la siguiente proposición, por el momento, sólo parcialmente probada: los hombres que nunca crecieron”.
Como tal síndrome, fue definido como un trastorno psíquico que afectaba exclusivamente a los hombres y que se caracterizaba por los seis bloques sintomáticos siguientes: irresponsabilidad, ansiedad, soledad, conflictos al rol sexual masculino, narcisismo y machismo.
A lo que parece, este síndrome se ha generalizado durante las dos últimas décadas, haciendo estragos entre los varones de la cultura occidental. Al inicio, fue descrito como un trastorno absolutamente innovador y sin precedentes en la literatura psicopatológica tradicional. Su mayor incidencia acontece, según parece, en la adolescencia y en los jóvenes adultos, aunque de no arbitrarse las soluciones oportunas podría llegar a cronificarse y hacer estragos en otras muchas etapas de la vida.
En realidad, el complejo de Peter Pan traduce bien lo que desde antiguo se viene considerando como falta de madurez e inmadurez personal, término éste que a pesar de no haber sido definido nunca de forma operativa- lo que hace que su uso sea poco riguroso, un tanto ambiguo y, a veces, abusivo- , no obstante, permitía hacerse cargo de lo que con él se quería significar.
El término “complejo, con el que también se designa y caracteriza, fue extraído de la literatura psicoanalítica y más concretamente de Jung, quien lo describe como la agrupación de elementos psíquicos de contenido emocional que gravitan sobre un rasgo nuclear de que se derivan numerosas constelaciones secundarias asociadas.
En el contexto psicoterapéutico en que este término fue introducido, el elemento nuclear en el que se asentó su fundamento se le hacía residir en el ámbito de lo inconsciente, con independencia de que las constelaciones sintomáticas secundarias a él asociadas fueran más o menos conscientes. Un poco más tarde, Jones subrayo la importancia que la represión jugaba sobre este agrupamiento de sentimientos y emociones insatisfechas.
Sea como fuere, el hecho es que el síndrome o complejo de Peter Pan atravesó la barrera cultural en la década de los ochenta. Aunque sin demasiada fortuna en el ámbito de la psiquiatría y psicopatología científicas, si con el suficiente poder de penetración cultural como para que, En cierto modo, fuese aceptado por el entorno social de entonces.
De forma muy sucinta, el perfil psicológico que caracteriza a estas personas es el siguiente: jóvenes y adolescentes varones- de muy variada edad,- que se experimentan como inadaptados socialmente y casi siempre andan más ocupados de la autoexaltación de su propio “ego”, que de establecer y satisfacer los necesarios compromisos con los demás.
A pesar de todo lo cual, tienen en mucho- en demasiado- el ser aceptado por los otros, como si se tratase de la única y más relevante condición necesaria para poder llegar a aceptarse a sí mismos.
Hay en ellos miedo al compromiso y miedo a la libertad, Y, sin embargo, se fingen como adultos maduros aunque, en realidad, se comportan como niños malcriados.
Como su hubieran cristalizado en una etapa adolescente, en la que fuera imposible progresar, resultan incapacitados para auto-comprenderse, amarse y creer en sí mismos.
Están faltos de valor y, en consecuencia, se tratan a ellos mismos y a los demás como si nada valieran y como si sus padres nunca les hubieran afirmado en lo que valían o tal vez, en algunos de ellos, por lo contrario: por haberles afirmado demasiado.
En el primer caso, como se desconocen e ignoran por completo a sí mismos, y no disponen de ninguna experiencia previa que les sea de alguna utilidad para fundamentar su autoafirmación personal, acaban por asentar su “ego” en la errónea convicción de que nada valen.
En el segundo caso, en cambio, el exceso de afirmación y exaltación al que fueron expuestos cuando niños, contribuyo a configurar en ellos un autoconcepto excesivamente positivo que, más tarde cuando jóvenes, la experiencia diaria en lugar de verificar y confirmar sólo consigue frustrar.
Este último itinerario acaba siendo convergente con el anterior, puesto que la exposición cotidiana a las reiterativas frustraciones, acaba por disvolver el viejo autoconcepto positivo que antaño equivocadamente formaron, simultáneamente que en ellos emerge la conciencia infundada de que nada valen.
El varón afectado por los anteriores síntomas se nos aparece como un hombre-niño o, en el mejor de los casos, como un hombrón-niño. En una elocuente y sintética imagen robot, Killey decribe la paradoja y ambigüedad en que se encuentran los varones afectados por el síndrome de Peter Pan. Ante la pregunta de “¿cómo conocer a estas personas?”, el autor citado responde lo que sigue:
“La persona afectada por este síndrome es un hombre por su edad y un niño por sus acciones. El hombre quiere su amor, el niño quiere su compasión. El hombre ansía estar cerca, el niño teme que le toquen. Si usted mira más allá de su orgullo verá su vulnerabilidad. Si usted desafía su audacia, sentirá su miedo” (pág., 17)
2. Evolución sintomática del Síndrome de Peter Pan y etapas de la vida
Los numerosos síntomas a que antes se ha aludido se distribuyen y manifiestan de forma diversa, a lo largo de los diferentes periodos de desarrollo evolutivo, por lo que atraviesa la persona que sufre este síndrome. Es decir, en cada etapa evolutiva cabrían distinguirse ciertos síntomas preferenciales o emblemáticos que, durante esa etapa, se manifestarían de un modo más frecuente e intenso que en otras.
De acuerdo con esta evolución, los “síntomas pico” característicos de la adolescencia (antes de los diecisiete años), serían los siguientes: la irresponsabilidad, la ansiedad, la soledad y los conflictos relativos al rol sexual.
De los dieciocho a los veinticinco años los síntomas más emblemáticos son el narcisismo y el machismo, que emergen con una energía inusitada, calificando su comportamiento.
De los veinticinco a los treinta hay una etapa en meseta, en que los anteriores síntomas se mantienen, suscitándose crisis agudas en las que el hombrón- niño se siente insatisfecho tras de reiterar estilos de comportamiento inadaptado que pueden tender a cronificarse.
En la etapa de los treinta a los cuarenta y cinco años, algunos suelen contraer matrimonio, después de vencer parsimoniosamente las dudas y temores que en ellos suscita tal elección. Es frecuente en esta etapa un relativo comportamiento simulado de adulto adaptado a sus nuevas circunstancias conyugales. Sin embargo, tal imagen se extingue rápidamente, cuando se recaba la necesaria información en, por ejemplo, una entrevista a su mujer.
Es cierto que su trabajo es estable y que su conducta parece madura. Pero esto es solo una apariencia. Vivir a su lado constituye una difícil prueba, por lo tediosa que es su convivencia, por la ausencia de inquietudes y de ilusiones y, sobre todo, por el hecho de refugiarse únicamente en su trabajo, desatendiendo todas y cada una de las responsabilidades que, derivadas de su familia, a él le atañen.
En muchos de ellos se suscita, además, un nuevo síndrome: la adicción al trabajo (el workalcoholism”), por constituir el único ámbito, el exclusivo escenario donde su “ego” logra encontrar las anheladas gratificaciones que perseguía y de las que tanto depende.
Obviamente, cuando el centro de la vida se pone únicamente en este ámbito extrafamiliar, resulta lógico que la familia se resienta y acuse tal golpe. Nada de particular tiene, por eso, que el informe de la esposa cuestione muy seriamente la conducta de adaptación simulada por el hombrón- niño, que, aparentemente, se comporta como si estuviera ajustado a su contexto familiar y social.
Este centro extrafamiliar, a cuyo alrededor gira la vida principalista del cónyuge afectado por el síndrome de Peter Pan (SPP, en lo sucesivo), no solo le descentra a él personalmente, sino que arruina también sus relaciones familiares y conyugales. Acaso por eso también, lo típico de esta etapa sea la aparición de los conflictos conyugales, las ausencias del hogar sin ninguna notificación o motivo previo, el abandono de la familia, la separación y el divorcio.
El niño-hombrón busca la recompensa social y la aceptación personal allí donde menos debiera importarle, es decir, solo en el escenario social, cuya relevancia objetiva debiera ser- qué duda cabe- mucho menor que la del ámbito familiar.
Este descentramiento ególatra acaba por arruinar las relaciones íntimas de los cónyuges. El niño-hombrón llega a casa siempre cansado, además de muy preocupado por las “batallas” que, todavía por librar, le aguardan al día siguiente en su oficina.
Tensionado por la competitividad, a la que no ha dejado de atender al llegar a casa, es lógico que no disponga de ninguna actitud cooperativa respecto de su esposa y la educación de sus hijos.
En ocasiones, tan ensimismado está en su preocupaciones que sus umbrales perceptivos están insensibilizados para hacerse cargo de las necesidades del otro. De aquí que, la inhibición del deseo sexual y la ausencia y mediocridad de las relaciones íntimas que establece con su conyugue, acaben por agrandar todavía más la distancia que les separa entre ellos.
A partir de los cuarenta y cinco años el pronóstico de este cuadro es todavía más sombrío. El niño- hombrón suele evaluar durante esta etapa sus éxitos y fracasos, sus aciertos y errores, la relevancia social y la felicidad personal alcanzadas. Y el balance que casi siempre les resulta es más bien negativo. Negativo, porque no obtuvo todas las metas que la omnipotencia de su pensamiento mágico adolescente había diseñado, y más negativo todavía porque la mayoría de ellas se avizoran ahora como utópicas e inconquistables, al menos durante los próximos años de vida.
Esta “reválida” vital y existencial les hunde frecuentemente en la depresión, en una depresión agitada, disfórica y ansiosa, de la que apenas si encuentran otra salida que la de buscar un “chivo expiatorio” al que atribuir la culpa de sus fracasos.
Hay también el renacer de la rebeldía adolescente, de una rebeldía en parte atónica y en parte nostálgica. El hombrón- niño desea recuperar la adolescencia ya ida, el tiempo irreversible que jamás volverá. Pero en lugar de adentrarse en sí mismo y en lo que es su familia, opta por escapar, evitar a su familia y huir de sí.
Una vez más vuelve a situar el centro de su vida fuera de los suyos y lejos de sí. De aquí que patéticamente incurra en comportamientos que en modo alguno son los adecuados para su edad y circunstancias.
Con esta rebeldía comienza un sufrimiento sin retorno. Su personal estilo de vida carece de sentido. Sus antiguas ilusiones, ahora ajadas y marchitas, no pueden ya reverdecer; la recuperación del tiempo perdido y de la juventud ida resultan imposibles: y, lo que es peor, la “huida hacia delante” que se acaba de emprender finaliza con harta frecuencia en el desprecio, la manipulación y el aprovechamiento económico y social, casi siempre muy certeramente urdido por el oportunismo de su novel y joven compañera.
La trayectoria biográfica de las personas afectadas por el SPP, hasta aquí descrita, plantea muchas cuestiones psicopatológicas que solo en apariencia están resultas. Hemos observado, líneas atrás, el modo en que los bloques sintomáticos que caracterizan y comparecen en el SPP, se satisfacen en mayor o menor grado, aunque en muy diversa forma, a lo largo de las diferentes etapas evolutivas. La estabilidad, homogeneización y permanencia de tales sintonías y comportamientos sugieren la presencia de un trastorno psíquico que acaso pudiera llegar a establecerse de un forma más rigurosa y menos problemática. De otro lado el seguimiento de tal perfil psicopatológico a lo largo de la biografía de las personas que lo sufren, manifiesta que estamos más bien ante la presencia de un “desarrollo” que de un proceso patológico.
La evolución parsimoniosa de este complejo sintomático, parece ser compatible con breves e intensas crisis disfóricas, ansiosas, agresivas, distónicas, y desadaptativas, que pueden asociarse o no a ciertas adicciones (alcohol, marihuana, cocaína, juego patológico, anfetamina, sexo, etc.) y a otras patologías (obsesiones, depresión, impotencia, etc.).
Desde otra perspectiva, la consideración de ciertos factores familiares- especialmente de tipo situativo y educacional- permite inferir una más o menos estrecha vinculación entre la psicopatología del apego y el origen de este síndrome.
A ello hay que añadir, obviamente, el universo de variables socio-culturales que, sin duda alguna, acunan, amparan y hasta suscitan, miméticamente, la emergencia de estos estilos de vida y comportamientos desadaptados.
No deja de ser curioso que el SPP no tenga parangón ni analogía alguna con los muy diversos cuadros clínicos psicopatológicos hoy al uso, tal y como se especifican en las nosologías psiquiátricas internacionales con validez para la comunidad científica de los psiquiatras (DMS_IV).
3. El Síndrome de Peter Pan y la psicopatología actual.
Pero el SPP no aparezca así conceptualizado en las anteriores nosologías, no excluye que puedan encontrarse ciertas y bien fundadas similitudes sintomáticas entre este síndrome o complejo y ciertos diagnósticos clínicos. Basta para ello con escrutar el elenco de algunos de los diagnósticos incluidos en las citadas nosologías- muy especialmente los que hacen referencia a los trastornos de personalidad- y comparar los síntomas que caracterizan a aquellos con los síntomas a los que se ha aludido al describir y tipificar el SPP.
Un diagnostico con el que podría establecerse cierta similitud con el SPP, es el de trastorno narcisista de la personalidad. A continuación se transcriben los criterios para este diagnóstico, según el DMS-IV (1995, pág., 678)
Lo característico del trastorno narcista de personalidad es un patrón general de grandiosidad (en la imaginación o en el comportamiento), una necesidad de admiración y una falta de empatía, que empiezan al principio de la edad adulta y que se dan en diversos contextos, como lo indican cinco (o más) de los siguientes ítems:
1) Tiene un grandioso sentido de su autoimportancia (por ejemplo, exagera sus logros y capacidades, y espera ser reconocido como superior, sin que haya una causa proporcionada para ello).
2) Está preocupado por fantasías de éxito ilimitado, poder, brillantez, belleza o amor imaginarios.
3) Cree que es “especial” y único y que sólo puede ser comprendido por, o sólo puede relacionarse con otras personas (o instituciones) que son especiales o de alto estatus.
4) Exige una admiración excesiva.
5) Es muy pretencioso, con expectativas irrazonables de recibir un trato de favor especial o de que aquellas se cumplan automáticamente.
6) Es explotador en sus relaciones interpersonales, sacando provecho de los demás para alcanzar sus propias metas.
7) Carece de empatía. Es reacio a reconocer o identificarse con los sentimientos o necesidades de los demás.
8) frecuentemente, envidia a los demás o cree que los demás le envidian a él.
9) Presenta comportamientos o actitudes arrogantes o soberbias.
Es relativamente fácil y muy puesta en razón la comparación entre los anteriores criterios específicos para el diagnóstico del trastorno narcisista de personalidad con los bloques sintomáticos del SPP, antes descritos. En efecto, la “grandiosidad” (en la imaginación o en el comportamiento) y la necesidad de admiración, coincidiría, hasta casi superponerse con el narcisismo y el pensamiento mágico propio del adolescente que nunca creció”. La falta de empatía” (trastorno narcisista de la personalidad; DMS IV), coincide casi exactamente con la soledad, el machismo y el conflicto de rol sexual (Síndrome de Peter Pan).
La observación atenta de los nueve ítems que conforman el patrón criterial de DMS IV, tienen cumplida satisfacción en muchos de los otros bloque criteriales, a los que líneas atrás se atendió, a propósito del diagnóstico del SPP, en forma de inventarios de comportamiento.
Esto quiere decir que hay una estrecha analogía- si es que no una perfecta redundancia y superposición- entre los criterios descritos en el DMS-IV para el diagnóstico del trastorno narcisista de la personalidad y los criterios (principalmente descriptivos) a los que se alude en el caso del SPP.
Habida cuenta que este último diagnostico no ha sido aceptado por la comunidad científica y no dispone, por tanto, de los necesarios criterios clínicos, hay que sostener- con independencia de su mayor o menor circulación en la actual sociedad- que el síndrome de Peter Pan, constituye una boutade y, por el momento, todavía no un diagnóstico clínico.
Cierto también que los criterios diagnósticos para el trastorno narcisista de la personalidad no son en la actualidad tan rigurosos como sería de desear, lo que tal vez permita en algunos casos no diferenciarlo bien de otros trastornos de personalidad (histriónico, antisocial y/o límite) que tan próximos le son.
Ello no obsta, para que de acuerdo con el sentir general de la comunidad científica psiquiátrica, optemos por el diagnostico propiciado por el DMS-IV, en lugar de por el que nos propone el SPP. Y esto a pesar de que desde esta colaboración se reconozca la relativa validez social del referido trastorno, así como el aumento experimentado por su incidencia y diseminación en el actual horizonte cultural.
4. Aprender a querer, psicopatología del apego y SPP.
No resulta fácil, realizar una indagación que pueda ser verificada acerca de cuáles sean las causas del SPP. No obstante, a lo que parece, resultaría más acertado que erróneo conducir estas indagaciones hacia su origen, es decir, hacia lo que se entiende, constituye o debiera constituir el núcleo fundante, protohistórico y originario donde se configuran esas relaciones emocionales que, en el curso de la vida, acaso devendrán patológicas.
Esto supone apelar a las primeras relaciones tempranas- de tipo emotivo, pero no exclusivamente emotivas- entre padres e hijos.
Es lo que se conoce hoy con los términos de apego, urdimbre afectiva, “imprinting” emocional, vínculo afectivo, “attachement”, etc.
De la patología del apego, el autor de estas líneas se ha ocupado ya con anterioridad en otras publicaciones, tanto de forma personal como con sus colaboradores, por lo que se remite al lector interesado a tales publicaciones (cfr., Polaino- Lorente, 1996, 1997 a, b, c, d, e,).
Naturalmente, quien esto escribe no tiene la pretensión de ser reduccionista a la hora de indagar acerca de cuáles sean las posibles causas que desencadenan el SPP. Antes al contrario, está firmemente persuadido de que son numerosas las variables, por otra parte de muy diversa naturaleza, que se concitan en la génesis de este trastorno. Por consiguiente, constituirá una mezquindad científica, fuera de toda razón, apelar exclusivamente a la patología del apego para justificar o tratar de explicar la aparición de este trastorno.
Una vez advertido esto, parece conveniente que el lector afine su capacidad de discernimiento y repare en que el núcleo constitutivo y básico del SPP asienta precisamente en ciertos trastornos emocionales, sin cuya presencia aquel sería mucho más difícil de explicar.
De hecho, la inmadurez de la personalidad remite siempre, de una u otra forma, a la afectividad inmadura, es decir, al hecho de que el niño-hombrón no puede, no sabe y /o no quiere querer. Y eso, a pesar de que hoy esté en la cresta de la ola- más como una ola- ficción que como una realidad bien asentada- la así denominada “educación sentimental”.
Parece razonable, por tanto, que pongamos en conexión este trastorno- consistente, principalmente, en la “incapacidad de querer”- con las tempranas relaciones emocionales entre padres e hijos que, inevitablemente, median el difícil proceso de aprender a querer, que hoy conocemos con el término de apego.
Es muy posible que esa torpeza emocional que se manifiesta en las personas afectadas por el SPP, tenga su origen y arranque- al menos incidental y provisionalmente- en el modo en que fueron queridos por sus padres, y también en el modo como ellos manifestaron sus afectos a aquellos.
De hecho resulta muy difícil aprender a querer si previamente la persona no se ha sentido querida. De aquí que pueda inferirse, con toda posibilidad, que el modo en que uno ha sido querido condiciona en buena parte el modo en que uno manifiesta su querer.
Esto es lo que hoy se entiende con el término de “estilo emocional”, un estilo que es específico, característico y de lo más singular en cada persona. Es lógico que sea así, puesto que el modo en que uno percibe cómo se es querido (la primera experiencia originaria de la afectividad personal), constituye, por sí misma, la primera emoción, el primer afecto que se aprende de un modo experiencial y vivido. Y, lógicamente el afecto, cualquier afecto- especialmente el primero- forzosamente ha de afectar a quien así lo experimenta.
Pero por otra parte, las primeras experiencias emocionales constituyen el ámbito íntimo a cuyo través se producirá el acunamiento del futuro talante afectivo que, más tarde, se desarrollará.
De aquí que pudiéramos admitir, sin demasiado error, que estas primeras experiencias son, en gran parte, autoconstitutivas y autoconfiguradoras del futuro talante emocional de las personas, cuando adulta. Naturalmente, que también otras variables se concitan en la génesis de las experiencias de estos primeros sentimientos como, por ejemplo, el temperamento, el contexto social o lo que se conocerá, posteriormente, como rasgos de personalidad.
Pero el hecho es que la percepción de las primeras emociones nucleadas en la intimidad de la propia persona y sus padres, como experiencia vivida, muy probablemente constituyan una impronta muy especial.
El proceso de percepción de las emociones- de las emociones residenciadas en uno mismo, como persona que resulta afectada por ellas- resulta inseparable- sobre todo cuando no se dispone de ninguna otra experiencia con la que poder comparar a ésta- del modo en que el niño percibe y casi “adivina”, el estado emocional, los sentimientos, de quienes precisamente acaban por afectarle a través del impacto que suponen en él las manifestaciones del afecto que expresan.
Esto quiere decir, que resulta inseparable- aunque, teóricamente distinguible- la experiencia de percibir y sentirse afectado por el querer del otro, simultáneamente que por el modo cómo se alcanza el significado- más experiencial e intuitivo que racionalmente- de las expresiones de afecto manifestadas por los otros.
Acontecería así una cierta articulación, por otra parte muy sólida, entre las manifestaciones de afecto percibidas en los otros y la experiencia personal de sentirse querido; entre el modo como los demás nos quieren y la forma o modalidad en que uno se experimenta querido; entre el querer de los otros y el sentirse querido y querer a los otros.
Pero no todo acaba aquí. Esta articulación vinculante y plena de sentido- en tanto que resulta verificada experiencial y existencialmente-, se prolonga y puede llegar a condicionar el modo en que el niño responderá a los afectos que recibe y recibirá en el futuro.
Es decir, el modo en que, a su vez, el niño manifiesta sus emociones- lo que en la literatura se conoce con el término de “expresión de emociones”- no constituye un proceso autónomo, independiente y casi automatizado que nada tenga que ver con la experiencia previa del hecho de sentir querido. Asistiríamos así a la génesis de una importante y segunda articulación entre el hecho de sentirse querido y el modo como el niño expresa sus emociones.
En síntesis, que la percepción del hecho de sentirse querido, la percepción de las manifestaciones de afecto de los padres y la expresión de emociones por el niño constituirían un denso tejido en el que, forzosamente, estarían ensambladas todas y cada una de las interacciones entre ellas.
¿Puede quererse a otra persona, cuando no se dispone de ninguna experiencia de haber sido querido?, ¿puede manifestarse un sentimiento a otro, cuando jamás se experimentó en sí mismo?, ¿puede percibirse acertadamente el significado de los gestos y comunicaciones afectivas de otra persona- lo que hoy se denomina en psicología “ponerse en el lugar del otro”-, cuando tal percepción no ha sido refrendada experiencialmente y /o verificada como tal sentimiento en la propia intimidad?, ¿cómo puede obtenerse una aceptable adaptación entre los afecto manifestados por el otro y la respuesta que le damos a través de las personales emociones expresadas?, ¿puede darse el diálogo, la comunicación interpersonal entre dos hablantes, cuando estos no sintonizan entre sí empáticamente, ni a través de los gestos ni de las emociones, sencillamente, porque como dicen los jóvenes de hoy, no se da la “química” entre ellos?
Las anteriores cuestiones acaso puedan parecer al lector un tanto redundantes o incluso retóricas. Pero en modo alguno me parece que sea así. La experiencia común cotidiana de miles de personas, de toda edad y condición, está naturalmente a favor de lo que aquí se ha sostenido. No es momento, por eso, para el escándalo, sino para el asombro. Para el asombro de habernos topado con el misterio de la afectividad humana, una función psíquica que moviendo el mundo- basta indagar en el número de ejemplares que publican las “revistas del corazón”-, todavía hoy está tan falta como urgida de investigación.
Una pausada indagación en las relaciones existentes entre el varón afectado por el SPP y sus padres, tal vez pueda arrojar en el futuro cierta luz sobre esa relativa “incapacidad de querer”, que se manifiesta en él cuando adulto.
Acaso la relación afectiva más significativa es la que se establece entre el varón afectado por el SPP y su padre. No parece que se haya tratado de ser sistemático ni exhaustivo en la descripción de las relaciones que se establecen entre padre e hijo en esta caso, al menos tal y como nos lo ha ofrecido la literatura científica disponible. El contenido de las líneas que siguen se atiene a pasar revista a algunos de los principales hitos que jalonan estas relaciones.
5. Las relaciones entre el padre y el hijo.
Es frecuente que la relación padre- hijo nazca condicionada por los tres factores siguientes:
1) Por el hecho de que apenas haya mediado relación alguna entre ello, durante los cuatro primeros años de la vida del niño, dado que, tradicionalmente, el padre delega en la madre esta importante función.
2). Por el hecho, harto frecuente, de la ausencia del padre del hogar, dadas las muchas ocupaciones profesionales a que está sometido (cfr., Polaino- Lorente, 1991).
3). Por el hecho de haberse restringido todavía más las relaciones que, más tarde, se establecerán entre ellos, limitándose a sólo contenidos que podríamos incluir en la denominada “educación formal” (el rol de la paternidad entendido como mera autoridad, aplicador de sanciones, y como persona distante que establece escasas conversaciones, casi siempre graves y exigentes, sin apenas ninguna incursión ni incidencia en los contenidos lúdicos).
Un niño que así se relaciona con su padre, es muy posible que le admire pero es muy probable que no se sienta acogido ni correspondido por él. De aquí resulta, en consecuencia, una atracción que no es guía de los naturales y necesarias procesos de imitación, interiorización e identificación.
Un niño como el que se acaba de describir, forzosamente percibirá la gran distancia emocional que hay respecto de su padre, sin que apenas pueda remitirse a ninguna cercana experiencia de haberse sentido por él querido. Así las cosas, es lógico que admire a su padre, al mismo tiempo que sólo disponga de la triste experiencia de su deprivación afectiva. De aquí que le admire, pero que no se sienta por él querido, lo que todavía contribuye a alejarle emocionalmente más de él.
En ese caso, es posible que la admiración que por él siente, deje su garra en la raíz misma de la necesidad de afecto, del hambre de afecto que de él tiene. Sin tal admiración, difícilmente se produciría tal necesidad. Y como aquélla es causa de ésta- y suele estar muy bien asentada-, resulta comprensible que tal admiración no se extinga en el niño, a pesar de la percepción de no correspondencia ni de satisfacción afectivas experimentadas respecto de su padre.
El niño aprende así a “idealizar” a su padre, a la vez que vigoriza la admiración que siente por él y a la que es incapaz de renunciar. Dicho de otra forma. El niño aprende experiencialmente a sobrestimar la admiración por las personas valiosas- a la que muy probablemente desee luego imitar-. Sin que tal sentimiento de atracción vaya refrendado por las pertinentes, necesarias y consuetudinarias experiencias emocionales.
De acuerdo con ello, resulta comprensible que el “ideal del yo” que a orillas de estos acontecimientos se generan en el niño, se configure como un modelo contrahecho, consistente en la sobrestimación del valor personal (prestigio, éxito, eficacia, etc.) y la infraestimación de la satisfacción emocional, en cuya pobreza ha sido entrenado, aunque, por lo general, de forma no intencionada.
El niño ama un modelo cuyas expresiones de afecto ignora. El niño idolatra al padre, pero desconoce su afecto. En consecuencia, el niño se ama a sí mismo y se sobrestima en exceso, pero está impedido- porque no lo ha aprendido- a manifestar su afecto a los demás.
6. Las problemáticas relaciones entre el niño y su madre.
En lo que respecta a las relaciones entre el no9ño y su madre, la interacción entre ellos sueles estar menos deformada que la anterior, aunque no del todo exenta de riesgos. La continua presencia de la madre- tanto desde la perspectiva educacional como emocional- suscita en el niño un cierta saciación y hartura de las que intentará liberarse. En el fondo, un niño así crece en un contexto relativamente parecido al de las familias monoparentales, solo que en este caso nucleada siempre en la madre.
Pero como todo y el único afecto que recibe de su madre, los intentos del niño de liberarse de ella resultan, cuando menos, contradictorios y paradójicos. De una parte, quiere liberarse de su madre; pero, de otra, intuye que tal liberación conlleva la supresión y ausencia de la fuente de donde recibe su único afecto.
Acaso por esto último se sienta culpable. El niño quiere liberarse de esas relaciones, pero no puede exonerarse de la culpa que condiciona tal liberación. Surge así una ambivalencia afectiva que tal vez luego pueda resultar funesta en su modo de comportarse cuando adulto.
De otro lado la estabilidad emocional no es una característica excesivamente frecuente en muchas madres. Hay ocasiones, en que la ternura colorea de forma prioritaria esas relaciones (la madre suele decir al niño “te comería a besos”). Pero tal vez, a día siguiente, en una situación parecida, a causa del cansancio o de las prisas o tal vez la misma inoportunidad infantil (cuando el niño se le acerca buscando el afecto que necesita), tal vez la madre le rechace de forma incongruente (es lo que sucede cuando la madre le espeta “déjame en paz. No seas tan besucón y zalamero”).
Estas contradictorias experiencias de atracción- rechazo, muy difícilmente pueden ser comprendidas por el niño que, no sabiendo a que atenerse en el trato con su madre, se sentirá postergado, perplejo y, desde luego, mucho más ambivalente respecto de ella.
Es posible que a través de determinadas expresiones emocionales, el niño aprenda a suscitar en su madre los sentimientos que el anhela. Hay niños que son expertos en el modo de suscitar los sentimientos de compasión, benevolencia y tolerancia, en sus respectivas madres, que ellos necesitan.
7. El aprendizaje de una doble manipulación.
Una vez que, por mor de la práctica, el niño aprende este tipo de comportamientos, se está poniendo una sólida base para el aprendizaje de la manipulación emocional. Por su defecto, el niño-hombrón aprenderá a suscitar en el otro los sentimientos que él desea, sin apenas comprometer afectividad.
En realidad, lo que el niño aprende a través de estas y otras experiencias es a no querer al otro; sencillamente, a servirse del otro, a cautivarlo y manipularlo en favor de su satisfacción y autoexaltación personal.
En cierto modo, aunque se produjera un relativo ajuste emocional entre madre e hijo en esa relación, el niño tampoco aprendería a querer. En realidad, el niño no sale de sí para satisfacer al otro y hacerle la vida más amable. El niño tampoco se deja querer por su madre, tal y como ésta naturalmente le quiere. Lo que aprende, por el contrario, es a fingir una determinada pose, a partir de la cual arrancar a su madre determinados afectos, justamente aquellos que le permitan sentirse querido tal y como él quiere.
Por eso, insisto, darse aquí una doble manipulación; de una parte, no dar nada a la otra persona de la que, sin embargo, se espera recibir todo; y de otra, manipular a la otra persona para que la expresión de sus manifestaciones de afecto coincidan exactamente con las que el niño desea obtener.
Este aprendizaje tortuoso en el laberinto de la afectividad puede generar, con la repetición, hábitos de comportamiento que, además de generalizarse a otras personas y situaciones contextuales parecidas, serán luego muy difíciles de modificar.
8. El proceso de socialización.
Lo habitual es que este primer aprendizaje de las emociones, en la emergente y delicada urdimbre afectiva, condicione, de alguna manera, las futuras relaciones afectivas que el niño establezca con los demás (compañeros, amigos, profesores, etc.) y, a su través, configuren su peculiar estilo de inserción en la sociedad.
No cabe duda de que el proceso de socialización infantil depende y exige una relativa y previa madurez afectiva. Por la socialización, el niño se incorpora a la sociedad, es decir, multiplica sus interacciones con los compañeros e iguales, como consecuencia y a través de las cuales queda incluido en la trama del nuevo tejido social por él formado.
Esto supone la aceptación por parte del grupo, simultáneamente que la emergencia del sentimiento de pertenencia al grupo, por parte de quien así se socializa. Si la interacción con los demás sigue los mismos o parecidos derroteros que la interacción entre el niño y sus padres a la que antes se aludió- y muy posiblemente los siga, puesto que no cuenta con ninguna otra experiencia previa-, es muy probable que el niño fracase en su proceso de socialización.
Esto quiere decir que tal vez no se socialice en absoluto, lo que cualquier profesor puede inferir cuando, con ocasión de un recreo, por ejemplo, observa al niño retraído, aislado y solitario, lejos de donde conviven y alternan el resto de sus compañeros.
Este inicial aislamiento social es en buena parte la consecuencia de haber replicado con sus iguales el peculiar y contrahecho estilo emocional que caracterizó a la relación con sus padres, es decir, la falta de empatía, la admiración no seguida de imitación y un cierto talante manipulador para lucrar el afecto que en cada circunstancia necesitó. Todo lo cual incrementa todavía más sentimientos de soledad.
En estas circunstancias, lo que se advierte es que su inicial impotencia emocional se ha mudado ahora en impotencia emocional se ha mudado ahora en impotencia social.
Llegados a este punto, la evolución del adolescente afectado por el SPP, puede seguir muy diversas trayectorias.
En unos casos, puede persistir en ese camino fácil, pero erizado de sufrimientos, que consiste en una extraña lealtad a sus primeras y erróneas experiencias emocionales.
En otros casos, la evolución que experimenta es más favorable. El adolescente ensaya nuevas actitudes emocionales en las relaciones con sus compañeros, de manera que pueda lograr el necesario ajuste adaptativo. Cuando esto sucede, el sentido de pertenencia al grupo, naturalmente, le hace crecer (emocional y socialmente), pero a costa de producirse ciertos cambios disrruptivos que, sin duda alguna, generarán algunos conflictos en sus relaciones familiares. El adolescente se adapta a su grupo de pertenencia y, simultáneamente, se desajusta en su contexto familiar. El modo en que resuelva los conflictos, en este último ámbito, condicionará en uno u otro sentido, la dirección que más tarde tomará su desarrollo emocional.
Peor pronóstico tiene el adolescente que inicialmente continúa “adaptado” a su contexto familiar, respecto del cual no se rebela, al mismo tiempo que socialmente se automargina, por no llegar a establecer relación alguna con sus compañeros.
A primera vista, este modo de proceder, acaso sea interpretado por los padres con una excesiva satisfacción. Pero esa satisfacción tiene los días contados. Un poco más tarde, el adolescente entrará en una crisis de autenticidad, espoleado por el sentimiento de soledad y la relativa anomia social que puede llegar a sufrir en su contexto escolar de referencia.
En estas circunstancias, la docilidad respecto de sus padres se transforma repentinamente en aireada rebeldía, más aún, en oposición radical. La indolencia que con tanta extrañeza perciben los padres en su comportamiento- y que se manifiesta sin razón o con ella, pero continuamente-, hinca sus raíces en el odio a sus progenitores, a quienes hace culpables de su contrahecha afectividad.
Por otra parte, su identidad ha sido forzada por el grupo de pertenencia en el que cada vez suele ser más aceptado. Lo que robustece y adensa más aún sus actitudes rebeldes respeto de sus padres y familiares.
9. La independencia reactiva y cuestión del origen.
En una primera etapa, el adolescente tal vez llegue a ufanarse de haber conquistado una cierta cota de independencia, por distanciarse de sus padres. Pero, un poco más tarde, descubrirá que es una “independencia reactiva”, una independencia no lograda, por configurarse como una mera reacción al conflicto todavía no resuelto, habiendo con sus padres.
Es decir, se trata aquí de una independencia dependiente o, sencillamente, de una dependencia conflictiva. El adolescente no suele reparar en que no es posible odiar a los padres, simultáneamente que se ama a sí mismo.
Esta imposibilidad está varada en radicales antropológicos bien asentados, que son característicos de la condición humana. En efecto, la satisfacción con uno mismo, la aceptación de sí propio, la autoestima, los numerosos sentimientos que de una u otra forma hacen referencia al modo como personalmente uno se aprecia, necesariamente tuvieron su principio en el origen de la propia persona.
Dicho de otra forma. Resulta indisociable el amor a sí mismo y el amor propio origen. Por eso, es inevitable la consideración de lo segundo para llegar a explicar y /o comprender lo segundo, al que aquel reconduce y remite. En la consideración del origen de cada persona forzosamente comparecen los progenitores, de quienes se recibió el ser, y con ello, el código genético, los numerosos rasgos de personalidad que a cada uno caracteriza, además de ciertas actitudes y gestos.
Esto quiere decir que la consideración de uno mismo- y sin ella no puede emerger el amor a sí propio- remite de inmediato a la consideración de los progenitores. Cierto, que no hay confusión de personas entre padres e hijos, dado que cada hijo es otro “quien” diverso, autónomo, distinto, independiente y, sobre todo, libre respecto de sus padres.
Pero el uno procede de los otros. Y esa procedencia está marcada con la máxima radicalidad, por cuanto que es una procedencia “ab initio” y radicalmente “ex novo”, hasta el punto de ser única e irrepetible. Y esto, lógicamente, marca poderosamente a las personas.
Por eso, es un contrasentido que el adolescente trate de amarse a sí mismo, a la vez que rechaza y odia a las personas de las que procede. Entre otras cosas, porque muchas de las características y peculiaridades que rechaza en sus padres están vivas y vigentes- aunque de otra manera- en sí mismo. Y, simultáneamente, no se puede querer y odiar una misma e idéntica cualidad, aunque modalizada de forma sutilmente diversa en diferentes personas.
Por otra parte, el amor tiende a la semejanza entre las personas que se aman e, inversamente, a la desemejanza entre las personas que se odian. Pero, ¿cómo puede odiar el adolescente en sus padres precisamente aquello en que él mismo consiste, en que él mismo se les asemeja?, ¿cómo amarse a sí mismo en lo que de semejante odia en sus padres?
10. El adolescente y la crisis de identidad.
Proceder de esta manera, sólo puede condicionar en el adolescente una sustantiva y grave crisis de identidad personal. Una crisis que, de ordinario, evoluciona en sentido negativo. El rechazo, la indolencia y la radical oposición a los padres acabará por invadir, corroer y disolver el amor que así mismo se tenía.
Es muy probable que aquellos sectores de la personalidad del adolescente que odia en sus padres, acaben por ser odiados también en sí mismo. Una vez que esto sucede, el balance personal que resulta en su personalidad suele ser más negativo que positivo, por cuanto que son más numerosos aquellos rasgos coincidentes con sus padres que aquellos otros en los que difiere y, gracias a los cuales, de ellos se diferencia. Así las cosas, el inicial amor y aprobación de sí mismo se transforma en odio y rechazo de sí propio.
Es decir, el adolescente no se acepta a sí mismo, tal y como es y, en consecuencia, es incapaz de soportarse.
Esta crisis es tanto más aguda y lacerante cuanto que acaba por afectar al núcleo más íntimo de su propio yo. Su resolución no es nada fácil, por cuanto que el grave conflicto suscitado, ni metafísica ni lógicamente, está puesto en razón.
¿Cómo desde la misma instancia del yo puede no aceptarse el propio ser, rechazarse o incluso anhelar ser otro ser distinto al que se es? La instancia juzgadora (el yo), juzga negativamente la cosa (el propio yo), que forzosamente está implicada en la sentencia dictada (el rechazo del yo).
El juez, el juicio y la cosa juzgada son aquí coincidentes, de forma redundante y, a lo que parece, con unas consecuencias negativas para todo ellos ¿Dónde está, entonces, la supuesta independencia y neutralidad del joven juez adolescente?
Como, por otra parte, los testigos, el abogado defensor y el fiscal son asimismo coincidentes- el propio “ego”-, tal juicio no es otra cosa que un nuevo fingimiento, una impostora, una falsación cercana al cinismo.
11. La proyección neurótica de la culpabilidad adolescente.
Entonces, lo más socorrido para el adolescente es proyectar en sus padres, en forma de culpa, la oscura y misteriosa responsabilidad respecto de los propios rasgos negativos que en sí mismo detecta y detesta. El espíritu justiciero del adolescente no repara en muchas de las posibilidades de que dispone para hacer frente a este problema, especialmente en lo que atañe a su libertad personal.
Obviamente, al hacer responsable a sus padres de los rasgos personales, supuestamente negativos, está reconociendo el fundamento de su origen sólo parcialmente y de forma muy sesgada.
Al mismo tiempo que atribuye a sus padres sus personales y supuestos rasgos negativos- a los que hace responsable de ello-, se atribuye a sí mismo aquellos otros rasgos supuestamente positivos que no se sabe en virtud de que extraña razón- no dependen de sus padres y sí mismo. Este injusto modo de proceder a la hora de realizar ciertas atribuciones- las positivas a sí mismo y las negativas a sus padres-, pone de manifiesto las sinrazón de tales atribuciones.
Por otra parte, al culpabilizar a los padres, el adolescente no obtiene ningún beneficio. Antes, al contrario, hará daño a ellos y a sí mismo se causará un grave perjuicio.
Además, deja fuera de foco, desatiende por completo lo más propio de que dispone: su libertad personal. Pues, si odia en sí aquello cuya responsabilidad ha sido transferida a sus padres, es porque reconoce que nada puede hacer para cambiar, es decir, que respecto de ello no es libre, que es tanto como significar que su libertad está cautiva y es esclava de la dependencia contraída con sus progenitores. En este horizonte, es lógico y congruente que se hunda en la desesperación.
12. Incongruencias y victimismos adolescentes.
El adolescente manifiesta, además, su incongruencia cuando, enfatizando su libertad personal, se autoatribuye los rasgos positivos que en sí mismo considera. Se ha venido afirmando, como un rasgo característico de la adolescencia, la intolerancia a los paternalismos, la rebeldía respecto de las personas mayores, el infamante deseo de cambiarlo todo, la necesidad de llegar a ser uno mismo.
Pero si esto es cierto, ¿cómo explicar la apelación al paternalismo que ahora se hace para dar cuenta de los propios defectos?, ¿es que acaso su entera existencia, tanto en los aspectos positivos como negativos que ella tiene, no le ha sido dada como un regalo inmerecido?, ¿Qué razones hay para que no considere los rasgos positivos que le caracterizan, como una parte importante del regalo que ha recibido? Y, muy especialmente, ¿cuál es el “para qué” de una libertad personal como ésta, que resulta a todas luces impotente para transformar el mundo y modificar las relaciones con sus padres, al mismo tiempo que iniciar el proceso autotransformante de sí mismo por que tal vez se decidió?
Hacer responsable a los padres de los propios rasgos negativos sólo conduce a instalarse erróneamente en el rol de víctima.
Pero, de otro lado, la lucidez de la propia conciencia personal-el natural espíritu crítico que tan desarrollado debería estar en la adolescencia- no se deja oscurecer por estas falsas atribuciones de culpabilidad, surgen con frecuencia en él los sentimientos de remordimiento y culpabilidad.
Dicho de otra forma: la errónea culpabilidad proyectada en los padres regresa hacia él y en él vuelve a actuar con una acrecida intensidad y magnitud. El odio a los padres, la rebeldía sin causa, el rechazo de sí mismo y la agigantada culpabilidad configuran un nuevo ámbito que sofoca la existencia personal adolescente.
En unas circunstancias como las que aquí se han descrito, parece lógico que el adolescente no haga pie en su existencia y, por consiguiente, pierda el rumbo, ingrese en la perplejidad y se desoriente, sin acertar a dirigir su vida hacia destino alguno.
De otro lado, al proceder así, renuncia a lo que personalmente es más irrenunciable. Me refiero, claro está, a la necesidad de ser querido, precisamente por aquellos a los que más debe y quiere.
Experimentar que ha sido deprivado afectivamente, que no ha sido querido por sus padres- poco importa que ello sea verdadero o falso-, ha de suscitar forzosamente en él la eclosión del resentimiento y la perplejidad.
Digo del resentimiento, porque con tal privación no sólo se le hurta algo fundamental que tanto necesita para su crecimiento (el sentirse querido), sino que además se hipoteca gravemente el futuro de su vida, puesto que quienes no han experimentado el querer, tanto más difícilmente podrán luego aprender a querer. Lo que más duele a la persona resentida, lo que le hunde en una patética y trágica desesperación es que experimenta que se le ha robado algo que es insustituible para, en su futura trayectoria biográfica, lograr un poco de felicidad. Y no pudiendo ser feliz, ¿en qué medida puede importarle que los demás tampoco lo sean? Más aún, si ella está imposibilitada, por su resentimiento, para ser feliz, es muy probable que gaste sus mejores energías en hacer imposible que los demás lo sean.
Pero esto solo contribuye alimentar, intensificar y radicalizar todavía más su resentimiento, Porque, en cierta manera, se auto-percibirá como la causa de la infelicidad ajena, lo que con toda facilidad reobrará sobre ella acreciendo su propia infelicidad.
Y digo de la perplejidad, porque se suscitan muchos interrogantes que quedan sin respuesta. Si a las personas que más debe- los padres- son las personas a las que menos ama y menos le aman, entonces, ¿qué sentido tiene que le hayan traído a este mundo?, ¿puede considerar acaso la propia existencia como un regalo, cuando en su origen parece haber sido condenada a la infelicidad?, ¿Cómo agradecer el don recibido y detestar, simultáneamente, a las personas de quienes se ha recibido?, ¿Cómo justificar estos contradictorios y paradójicos juicios, si todos ellos convergen en un origen común, consistente en la recepción de la propia vida en que aquellos emergen y se hacen posibles?
No es suficiente con que el adolescente en tal estado de crisis asuma la privación afectiva a la que, supuestamente, fue sometido.
Esto con ser muy importante no es lo único importante, ni siquiera lo más importante. Más relevante aún es que, rehén de su propia historia y aprisionado por sus propias actitudes, el adolescente resulte incapacitado para amar su propio origen, amar a las personas de las que procede y, en definitiva, amarse a sí mismo.
Si es cierto, como se ha afirmado, que la vida de una persona vale lo que valen sus amores, ¿en cuánto podríamos estimar el valor de un adolescente como el que se ha descrito, que odiándose a sí mismo, odia a sus padres y hace infelices a todos cuantos le rodean?
13. El apego y los modelos parentales.
A nadie se le oculta que estamos ante una grave situación. Por eso nunca se insistirá demasiado en la vital importancia que tienen las relaciones padres-hijos, el apego y el proceso de identificación que está mediado por aquellas.
Los hijos necesitan de modelos, pero no de modelos cualesquiera. El modelo que les es más cercano, el que les está más naturalmente próximo es el que sus padres le ofrecen. Es éste, ciertamente, un modelo muy especial, dado que las relaciones que se vertebran entre él y la persona a modelar son de muy diversa índole.
Las interacciones que entre padres e hijos se establecen están articuladas, qué duda cabe, por la afectividad. Pero, al mismo tiempo, descansan sobre la consanguineidad y están transidas por valores, cogniciones, actitudes y comportamientos muy diversos.
La relevancia de la afectividad en el proceso de identificación es importante, por cuanto que lubrica y contribuye- “suaviter et fortiter”- a ensamblar numerosos y muy diversos comportamientos.
El proceso de identificación es el que sale garante, entre otras cosas, de la configuración y modalización de la persona que se es, del proyecto de persona que se quiere ser.
Sin identidad- o cuando ésta está gravemente en crisis- resulta casi imposible conducir la nave de la existencia hacia un puerto seguro. En la borrasca de este mar tenebroso que es la adolescencia, la pequeña y frágil navecilla del niño-hombrón no puede permanecer mucho tiempo.
Por eso, padres y profesores, estamos obligados a vigilar- como un atentado vigía-, el rumbo que siguen todas estas navecillas en cada una de las etapas dela travesía adolescente. Como capitanes más experimentados que somos en las travesías de la vida, estamos también obligados a rectificar el rumbo, por doloroso que esto sea, a pesar de que por ello se retrase el viaje, se alcen protestas o se amotine la marinería.
14. Identidad, modelos y libertad personal.
Ahora bien, identidad no es sinónimo de clonación, y esto debiera ser tenido en cuenta. Hemos observado, líneas atrás, la importancia inexcusable del proceso de identificación. Pero el modelo jamás ha de imponerse a nadie.
Lo propio del modelo es estar ahí. Su función se agota exclusivamente en ser una mera presencia. No se piense que la reducción del modelo a una mera presencia resulta insuficiente, por habérsele condenado así a la mera pasividad. No; el modelo en tanto que presencia, es siempre una presencia activa, aunque él mismo amordace su voz, las más de las veces, y parezca que no se hace oír.
El modelo es activo, porque no ha de olvidarse que la persona a modelar es un ser abierto, necesitado y entregado a la afanosa búsqueda de orientación que le inspire qué hacer con su propia vida. De aquí que la supuesta pasividad que algunos atribuyen a la presencia del modelo, se compadezca tan mal con la infatigable actividad de la persona que desea automodelarse.
Es conveniente, desde luego, buscar lo que al modelo y a la persona a modelar les une y no lo que les separa. Pero ello sin estridencias, sin dogmatismos, sin imposiciones. Entre otras cosas, porque de nada serviría la modelación, moldeamiento o modulación de una persona si a la postre no deviene en automoldeamiento.
En esto reside, precisamente, la fuerza de la identidad personal: en que cada persona se hace a sí, desde sí. Ninguna persona puede vivir su vida por encargo de otro, ni a imitación de los demás ni, mucho menos, al dictado de los otros. Cada persona tiene que enfrentarse consigo misma, conocerse, tomar decisiones, es decir, elegir. Y la libertad en modo alguno es delegable.
Si esto es así, ¿en qué radica la importancia de esa presencia activa que son los modelos?, ¿por qué, entonces, la exposición de niños y adolescentes a determinados modelos parece influirles tanto?
Para responder a estas cuestiones debiera tenerse en cuenta lo sostenido hoy por la filosofía personalista y por la importancia que, recientemente. Se ha dado en este ámbito a las relaciones interpersonales. Cierto que cada persona ha de hacerse a sí desde sí. Pero es cierto también, que ninguna persona vive en el vacío, que ninguna persona es una isla. Esto significa que los demás y las relaciones que con ellos llegan a establecerse son de vital importancia.
De hecho, ninguna persona llegaría a ser quien es- sí misma-, sin el curso de las relaciones, de los lazos, de los vínculos que a lo largo de su trayectoria biográfica establece con los demás.
Es preciso afirmar aquí una cuestión de matiz, pero muy importante. La vida personal está entretejida y entreverada con las vidas de las personas con las que aquella se haya relacionado. Hay muchos trazos de la vida personal- tan fundidos están con los trazos de las vidas de otras personas-, que casi con ellas se confunden. Pero por muy intensa que sea la fusión entre ellas, jamás ésta será tanta que se dé la confusión entre las personas.
Por eso, es preciso reconocer la importancia de la exposición a ciertos modelos de comportamiento. Conviene no olvidar, sin embargo, que el conocimiento experiencial que el niño realiza, a través de esas exposiciones, constituye un proceso de asimilación y de asunción de lo aprendido, que se llevará a efecto según la propia e irrepetible naturaleza de quien aprende y no según el modo de ser del modelo de quien se aprende.
Esto quiere decir que al imitar y asumir trazos, rasgos, peculiaridades y características de los otros, casi siempre se imitan y asumen de acuerdo con las innatas peculiaridades que caracterizan a la persona y, desde luego, de acuerdo con su libertad personal.
Por eso, aunque la imitación en el proceso de identidad sea una clave explicativa, ésta sola no tiene tanto alcance que puede dar cumplida cuenta del resultado final al que se llegue. La imitación y asunción de la propia identidad es autoconstituyente. Por eso precisamente, ni la imitación ni la asunción de la identidad debieran entenderse como figuras sinónimas del modelo, como formas menores y análogas de una clonación forzada. Por contra, lo imitado y asumido se interioriza y realiza desde sí, aunque, ciertamente, lo imitado y asumido haya sido observado y procesa de otro. Y esto con independencia de que, en otro cierto sentido, las interacciones que median tales imitaciones y asunciones le configuren, relativa y parcialmente, y sean como autoconstituyentes del modelo y de la persona misma, que en aquel se inspira.
Padres y educadores debieran tener muy presente lo que se acaba de afirmar. Ninguno de ellos debiera concebir la falsa aspiración de perpetuarse a sí mismos- ni tan siquiera a prolongar sus vidas en las vidas de sus hijos y alumnos. Si así lo hicieran, ese hacer suyo en ningún caso podría llamarse educación, porque no satisfaría los mínimos principios exigidos por la naturaleza del proceso educativo. Si padres y profesores no están dispuestos a dar y darse, sin esperar nada a cambio, si unos y otros aspiran subrepticiamente a supervivirse a sí mismos en las vidas ajenas de quienes les han de suceder. Las identidades personales a que con su concurso darían origen se corresponderían con las de seres robotizados, deshumanizados y trastornados.
Proceder de tal forma conllevaría que resultan al fin frustrados, por no haber logrado obtener lo que propiamente se proponían. Pues si lo que realmente deseaban no era otra cosa que sobrevivirse a sí mismos en las vidas de los otros-una clave muy útil para entender ciertas trayectorias egóticas y existencialistas, concebidas al estilo unamuniano-, lo que en cambio consiguen es apenas una esperpéntica y desnaturalizada supervivencia de sí mismos en seres deshumanizados, que ya nada de semejanza con ellos tienen.
En el mejor de los casos, comportarse de esta manera, significaría sobrevivirse en los “monstruos” de los desemejantes a que se ha dado origen, una supervivencia ésta que, por lo que tiene de monstruosa y desemejante, niega su propia condición e insatisface su primer requisito. De aquí que, para salvaguardar y prevenir estos errores, no haya otra solución que la de optar por el máximo respeto posible a la libertad y a la dignidad de los alumnos y de los hijos.
Pero no se respetara ni una ni otra, si no se asume que el protagonismo de la formación de la personalidad naciente recae sobre ellos mismos, sobre los educandos y no sobre los educadores; que es necesario no sólo tolerar sino amar y defender su libertad personal, con la misma intensidad que la propia, aún a pesar, de que por usar mal de ella puedan incurrir en ciertos errores; que es preciso amarles como son y no como uno quisiera que fuera; y que es conveniente tratarles como si ya fueran la mejor persona que han logrado hacer de ellos mismos, aunque todavía no lo sean.
Sólo así, padres y educadores harán de las personas de los educandos las mejores personas posibles, al tiempo que también ellos mismos, a causa de comportarse así, devienen en los mejores padres y profesores posibles.
15. Biliografía
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Hay traducción castellana: Vergara, Javier, El síndrome de Peter Pan. Los hombres que nunca crecieron, Buenos Aires, 1995.
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