Investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Los “nombres” de los afectos
Para meramente rotular las investigaciones sobre afectividad que se llevan a cabo se utilizan nombres varios, lo cual habla ya del carácter esfumadizo del tema. Agnes Heller (1979) escogió llamarlos “sentimientos” (feelings), pero Cheshire Calhoum (1984) la llama “emoción” (emotion), en celebración del centenario del título que William James (1884) eligió utilizar.
Esfumadizo, en efecto. Si a veces no se logra captar el tema, debe admitirse que la mayoría de los autores no justifiquen el nombre que usan. Echebarría y Páez (1989) intentan justificar el suyo por medio de una tipología verosímil aunque no convincente. Dada su verosimilitud puede considerarse como el uso generalizado de los nombres de la afectividad. Para ellos, la “afectividad” es el “área general” que consiste en “la tonalidad o el ‘color’ emotivo que impregna la existencia” (Echebarría y Páez, 1979, p. 43; Páez y Adrián, 1993, p. 53) (primera definición y automática esfumación del tema: el afecto es emotivo) que tiene varios tipos sentimientos, que son reacciones evaluativas de placer y displacer, como, por ejemplo, “sentirse” defraudado o tener un “sentimiento” de rencor, o que son estados de ánimo, o sea, sentimientos más genéricos, como estar o ser triste. Las emociones son un fenómeno afectivo concreto, intenso, breve, que distrae y reorienta la conducta y la cognición como, por ejemplo, la emoción del espectador en un partido de futbol. Finalmente, las pasiones, que son muy persistentes, de largo plazo y largo aliento, que son en sí mismas el objeto que persiguen, como la “pasión” por alguien o la “pasión” por la música (cfr. Echebarria y Páez, 1979, pp. 43-44). La verosimilitud de esta tipología radica en que capta el uso común en el lenguaje cotidiano, aunque frecuentemente se hagan intercambiables dependiendo del contexto, vgr. las “pasiones” en el futbol o las “emociones” en la música.
Les faltó clasificar sensación o motivación, tal vez porque resultaban sinónimos pobres de los ya anotados. En todo caso, ellos eligen el término “emoción“ por ser el “elemento esencial de la afectividad” (idem).
Muy atinadamente, es decir, le atinan al término que se utiliza corrientemente en la psicología y en las ciencias sociales y humanas en general: se trata de teorías de las emociones. Boring (1950, p. 812), por ejemplo, consigna “emoción” como categoría, donde no aparece “afectividad”.
Era verosímil, pero no convincente. La razón por la cual se utiliza el término “emoción” no es tan analítica ni tan científica: sucede simplemente que es la palabra que existe en inglés para nombrar a la afectividad (esta última no aparece en el Websier’s Dictionmy, aunque podrá eventualmente hacerlo, toda vez que la raíz latina ya existe en ese idioma.
affectio, p. ej.), y dado que el grueso de la psicología en cualquier idioma es una traducción técnica de lo que se hace en inglés, aparece que “emotion” se traduce como “emoción”, para alegría del traductor que esta vez no tuvo que consultar el diccionario.
Pero si se traduce “emotion” al latín se dice “uffectio”, de donde se deriva “afectividad”. La lengua madre del castellano es el latín, y no el inglés, salvo mejor opinión. Por lo demás, una vez denominadas “de la emoción”, todas las teorías pasan a hablar de “sentimientos” y “pasiones” sin ningún miramiento, lo cual es correcto, porque da cuenta de la inclasificabilidad de la afectividad a pesar de los pruritos clasificatorios.
Las tipologías dan cuenta del pensamiento del autor, pero no de la naturaleza del objeto; la naturaleza y el fundamento de cualquier cosa afectiva parecen ser los mismos: la rabia se siente con los mismos sustratos y procesos con los que se siente la vocación por la pintura o la administración de hoteles.
De cualquier manera, el presente texto aprovechará este desliz para utilizar el término “afectividad” (incluyéndosele sentimientos, emociones, pasiones, estados de ánimo, sensaciones y otros nombres que no están asociados oficialmente con el campo del sentir, como la intuición) y contrastar las teorías de las emociones.
Teorías de las emociones
Desde Descartes, y hasta pronto (cfr. Berman, 198I), el pensamiento humano divide al mundo en todos los opuestos que Se puedan, como mente y cuerpo o sujeto y objeto. Dado esto, es fácil deducir las posiciones teóricas que se refieren a las emociones, haciendo un cruce de oposiciones donde puedan encasillarse, de modo esquemático y como tal injusto, las diferentes aproximaciones. La psicología específicamente se ha polarizado, por un lado, entre lo físico (obedeciendo el modelo de las ciencias naturales) y lo cultural (más acorde con las ciencias del espíritu); por el otro lado, dado su tipo de objeto de estudio, entre lo interior (ie. dentro del cuerpo) y lo exterior.
Sin embargo, debido a la misma naturaleza de la psicología, lo exterior tiene también como opuesto al individuo visto en su apariencia y comportamiento, que puede asimismo funcionar como opuesto del interior (conciencia y biología). Es estrictamente esta compartimentación la que ha fundado una psicología como opuesta de una sociología, y luego puesto un opuesto en medio que llaman psicología social. Como sea, puede elaborarse un esquema matricial que quede así:
Emociones |
Interior |
Comportamiento |
Exterior |
Físico |
Sensación |
Conducta |
Ambiente |
Cultural |
Sentimiento |
Gesto |
Lenguaje |
Es de esperarse que las diversas teorías de las emociones se ubiquen bajo algún rubro. Las seis casillas representan, no los límites dentro de los cuales se constriñe una teoría, sino su centro o eje de explicación, toda vez que todas las teorías admiten la importancia de otros fenómenos, sin que tal importancia sea central. Una conclusión ante facto es que muchas teorías son incompatibles entre sí y todas son correctas.
Teorías sensacionales
Para unas teorías, la explicación de la emoción radica en última instancia en los cambios neurofisiológicos que se operan en el organismo. Como decía Severo Ochoa, el amor es física y química. Una buena parte de la teoría de James-Lange opera sobre esta explicación (cfr. Ch. Calhoum y Solomon, 1984). James lo pone así:... regresemos a nuestro punto de partida, la fisiología del cerebro. Si suponemos que su corteza contiene centros para la percepción de cambios de cada órgano sensorial, en cada porción de la piel, en cada músculo, en cada articulación, y cada víscera, y que no contiene absolutamente nada más, de todos modos tenemos un esquema perfectamente capaz de representar el proceso de las emociones (1884, p. 156). Esta valentía que tienen los clásicos para ser tajantes ya no se acostumbra en la actualidad.
Teorías sentimentales
El término "sensación" se utilizó como el impacto físico sobre el estado corporal. "Sentimiento" se utiliza como la marca infligida sobre el sistema simbólico o espiritual del individuo, sin cambio físico necesario; algo así como sensaciones no orgánicas. La teoría de la emoción de Hume (cfr. Boring, 1950; Ch. Calhoum y Solomon, 1984) utiliza este centro. Es interesante notar que hasta el siglo XVIII no había diferencia entre sensación y sentimiento, y que aún hoy el lenguaje cotidiano no la tiene clara (Merani. 1976). El agrado y desagrado, por ejemplo, en sus órdenes sensorial (gusto, olfato, etc.), estético (bello, feo), o moral (bondad, maldad), y asimismo, las actitudes, serían sentimientos internos.
Teorías conductuales
Para estas teorías, la emoción es básicamente un movimiento de adaptación del organismo ante el medio ambiente. El ejemplo clásico es el trabajo de Darwin, según el cual un animal, y por herencia los seres humanos, se retuercen de dolor para reacomodar las vísceras y aliviarse (ci?. Ch. Calhoum y Solomon, 1984, p. 19). De igual manera, la tensión de músculos en la ira es un acto de preparación para el ataque, aunque en la especie humana de hoy, ya nada más sea un vestigio de un comportamiento otrora útil para la supervivencia.
Teorías gestuales
Mead (1932) teorizó los comportamientos de Darwin, de modo que una vez perdida su utilidad práctica se elevaron a la dimensión simbólica, con el fin de que podamos estar seguros que aunque alguien nos frunza el ceño, no nos va a comer, pero sí a enteramos de que está enojado. Para estas teorías, de cualquier manera, la emoción es una construcción cultural que encarna en dichos gestos significados. Así, James (1884) alega que cambiando el gesto -vgr. Sonreír en la tristeza- puede cambiarse la emoción, acción que él practicó tenazmente (cfr. Miller, 1981).
Teorías ambientales
Depende que se tome por medio ambiente, que puede ir desde una estructura social hasta una locación particular. Comoquiera, el centro de las la explicación está ubicado en los factores del exterior que inciden en o configuran los sentimientos, tales como el poder o estatus en el primer caso (cfr. Echebarría y Páez, 1979, pp. 145 ss.), de donde se sacan datos tales como que la tristeza es una emoción característicamente femenina, debido a la posición de ellas en la estructura o, en el segundo caso, la ambientación de un recibidor que lo hace cálido y hospitalario (cfr. Harré, Clarke y De Carlo, 1985, pp. 140 ss.)
Teorías lingüísticas
La cultura simbólica, es decir, normas, valores, tradiciones, sistemas de interpretación, incardinados preponderantemente en el lenguaje, proporciona o dicta las pautas de lo que ha de ser reconocido como sentimiento, y la forma en que se va a sentir. El tipo, la intensidad y las circunstancias de una emoción dependen de los cánones sentimentales de una cultura determinada. Un ejemplo es la teorización que hace Blondel (1 928) de la afectividad colectiva.
Se mencionaron como ejemplos puros autores clásicos para poder esquematizarlos más impunemente, y porque las teorizaciones contemporáneas son, diríase, más prudentes y a veces solamente menos atrevidas, de modo que los toman más como un asidero, aunque con ello pierdan su centro; por ejemplo, el neo-jamesianismo de Schacter y Singer (cfr. Echebarría y Páez, 1989, pp. 67 ss.) le añade a la activación fisiológica un componente congnitivo, para quedar bien con dios y con el diablo. Deschamps y Clemence se refieren a esta versión como “la más creíble” (citado por Echebarría y Páez, 1989, p. 67): éste es el problema general: son muy creíbles, como si los sentimientos se condujeran de acuerdo con los planes, siendo que la afectividad es de entrada lo increíble; convierten en explicable lo inexplicable, en racionalista lo afectivo: lo falsean.
La racionalidad lineal. Sucesiva y distinta
Ciertamente, la crítica básica que se puede hacer a las teorías de las emociones es su racionalismo. La racionalidad es aquella parte de la razón o de la vida simbólica que, además de creer que tiene toda la razón sin más, está hecha de lenguaje o de discurso (S. Langer, 1941, pp. 97 ss.). El pensamiento, se supone, es puro lenguaje, y se supone que la ciencia es discursiva, empleando, por lo demás, un discurso conceptual (cfr. Bruner, 1990). El lenguaje tiene ciertas características, y se las infunde al pensamiento y a la ciencia; tres de ellas vienen a cuento. En primer lugar es lineal, prueba de lo cual son estos renglones, en donde lo que se describe tiene que ir apareciendo palabra por palabra, una detrás de otra, en fila india, las cuales se tienen que ir siguiendo para llegar basta la última: el final no puede aparecer desde el principio en la racionalidad lingüística. En segundo lugar es sucesivo, es decir, que tiene un antes y un después que se desprenden uno del otro, de manera que la explicación de lo que ocurre después es lo que ocurrió antes: las consecuencias de los antecedentes, o dicho más al gusto del cientificismo, todo efecto tiene causas. En tercer lugar es distinto, como diría Leibniz del pensamiento en su Monadología (1714), esto es, que cada palabra de que está compuesto su vocabulario designa un objeto discreto, apartado y diferente de los demás objetos y nombres. Las teorías de las emociones tratan a los sentimientos como si fueran palabras, siendo que su característica fundamental, su definición, es que no tienen nombre, que son exacta y precisamente aquello que uno no puede decir con palabras, lo que no puede explicar. Las teorías de la emoción les inyectan a los afectos la linealidad, sucesividad y distintividad propias del pensamiento racionalista, y por eso pueden explicarlos. Etimológicamente, explicar significa exactamente eso: extender los pliegues de algo como si fuera un rollo. Pero los afectos no se explican, se comprenden.
El objeto de estudio de la psicología
Dentro del mismo marco de su crítica, conviene advertir que, no obstante, las teorías de las emociones, malas o buenas, tiene la virtud de trabajar sobre el genuino objeto de la psicología: la única ocupación posible de la psicología es la afectividad; todo lo demás, o no es conocimiento o no es psicología. En efecto, la psicología trata, se sabe, con lo que la gente de todos los días hace, piensa, siente, dice; y todo lo que hace, piensa, siente y dice cotidianamente es muy razonable, pero no precisamente racional. Si no bastan los interminables ejemplos de hábitos, llantos, sextos sentidos, ritos, rabias, incomprensiones, cuentos e ilusiones de los que cada uno puede dar fe, puede entonces utilizarse la argumentación de los positivistas lógicos (vgr Bertrand Rusell; cfr. S. Lsnger, 1941, pp. 100 ss.) según la cual una oración o un enunciado que no esté lógicamente construido denota un hecho científicamente falso, y que en el pensamiento cotidiano (ideas, ocurrencias, conversaciones, informaciones, e&.) no se ha encontrado todavía una frase lógicamente correcta, por lo que no enuncian verdades, sino que Solo expresan emociones; conclusión: toda la vida psíquica es emocional; por lo demás, parece ser que este criterio ha llevado al resultado colateral de que la ciencia tampoco ha podido proferir uno solo de tales enunciados lógicos, así que tampoco resultó racional. Comoquiera, es este carácter afectivo de la realidad psíquica lo que hace que el discurso cotidiano no utilice conceptos para desplegarse y justificar su validez o veracidad, sino narraciones (Bruner, 1990), en la forma de anécdotas, ejemplos, chistes, cuentos, historias, etcétera.
La compartimentación de la vida
La segunda crítica es que las teorías de las emociones realizan compartimentaciones de una realidad que en sí misma no tiene por qué estar parcelada, partida en dos a la enésima potencia, separando cuerpo de mente, biología de conciencia, sentimiento de pensamiento, y lenguaje de imagen. Hasta aquí no habría mayor problema, que existan los opuestos no es algo de lo que nos podamos sustraer: ahí está el blanco y ahí está el negro. Pero el pensamiento de la modernidad occidental ha colado bajo cuerda la idea de que los opuestos tienen que ser excluyentes: blanco contra negro, vida contra muerte, triunfo contra fracaso, de modo que la cabal existencia de uno implique la cancelación de su opuesto, es decir, como polos, como extraños. Y nos tocó fracaso. También es posible la idea, que servirá más tarde, de que los opuestos pueden ser incluyentes, de que el blanco solamente es posible por la existencia de su contrario, y que la muerte forma parte de la vida, y que todo triunfo lleva dentro su fracaso. Las teorías de las emociones, racionalistas y modernas, piensan con oposiciones excluyentes, enemigas.
La formalidad extensa, simultánea y confusa
Pero lo que no tenga lenguaje, tiene forma. Tatarkiewics (1976) encuentra más de cinco acepciones (forma vs. las partes, vs. el contenido; como contorno, como sustancia, y como esencia; pp. 253 ss.) y en todos los casos las formas se refieren a los que excede la cobertura del lenguaje. Cuando los gestaltistas aseveran que la forma es más que la suma de las partes (Guillaume, 1937), significa que es algo distinto de la descripción molecular que se puede hacer de ella. Las formas tienen imagen, tacto, gusto, olor, sonido, kinestesia y lo que falte, pero no tienen palabras: una música no es comunicable con palabras, por lo que uno debe oírla para saber de qué se trata.
Diríase que, frente a la voz esencial de la palabra, la forma fundamental es el silencio. Es imposible platicarle a alguien el color rojo. Cuando Echebarría y Páez definen a la afectividad como el “color” o tono, le atinan, porque está constituida por este tipo de imágenes. La afectividad pertenece al mundo de las formas; un sentimiento es una forma.
Ejemplos de formas: un paisaje o un cubo, una sinfonía o un murmullo, un golpe o una caricia, lo amargo y lo dulce, el vértigo o el reposo. Las formas pertenecen a la razón pero no a la racionalidad, de modo que sus características son otras que las del lenguaje. En primer lugar, son extensas, es decir, aparecen de golpe de principio a fin de una vez por todas desde el primer momento, y sólo son aprehensibles en su completitud; podrá haber trozos de discurso, pero un trozo de sentimiento es ya un sentimiento completo. En segundo lugar, son simultáneas, esto es, que sus detalles específicos son parte de la forma solamente en virtud de la presencia y relación de los demás detalles, de modo que la comprensión o validez de una forma descansa sobre criterios de armonía, compatibilidad, cadencia, etc.; así, por ejemplo, el valor de una sombra sobre la cara está determinado por el resto de los claroscuros que la acompañan. En tercer lugar, son confusas, lo cual quiere decir que un detalle de una forma es un carácter continuo que está presente en toda la magnitud de la forma sin que se pueda determinar dónde; la simpatía de una cara no puede ser localizada en algún componente particular de la misma: ese componente está en toda la cara.
Teoría de la afectividad colectiva
El esquema graficado de las teorías de las emociones puede ser leído, además de como esquema, como mapa, como una topografía de la realidad afectiva; en efecto, ahí se observan delimitadas las tres regiones psíquicas, o sea, el exterior o contexto, los actores y sus comportamientos, y la interioridad de estos, especificándose la sustancia en que se presentan. Por lo ya dicho, el mapa está trazado con una lógica impecablemente racional. Dentro hay lugar pata seis modelos de teorías. Pero, desde el punto de vista de la formas, el mapa tendría que ser trazado de otro modo, ya que, por su naturaleza, desaparecen las comportamientos rectangulares y todos los casilleros se resuelven en una forma extensa, simultánea y confusa, que dejaría una esquema mucho más simple de dibujar y mucho más complejo de describir, toda vez que, véase bien, es silencioso: sin partes, sin componentes, sino todo como una sola afectividad fluida, la cual hay que reconstruir. Todas las teorías de las emociones son correctas en lo que dicen, pero son incorrectas en que sólo dicen eso. Si cada quien pasa revista a sus emotividades personales, tendrá datos frescos y vividos para corroborar los seis modelos, pero ciertamente, gestalt mediante. Un afecto es algo más que la suma de seis emociones.
La situación
A modo de ejemplo, descríbase una tristeza. concretamente, la de una muerte. Por ser un mal sentimiento es un buen ejemplo. Pues bien, hay por supuesto alguien que falta y que deja vacíos los espacios que ocupaba, rodeado de todos los adminículos que se han quedado sin dueño, absurdos; el silencio ha crecido desde entonces. Los que se quedan presentes habitan un ambiente que ha sido abandonado, como las ruinas, y sus comportamientos se acomodan a tal ambiente, como lo hacen los fantasmas a las ruinas, adoptando sus inutilidades: caminan más despacio y con menos rumbo, con ademanes lentos y hablando poco y en voz baja, como si todo ex-abrupto de actividad fuese una anomalía en un tiempo que deambula sin coordenadas. Y lloran, porque las lágrimas han sido empujadas hacia afuera por un hueco muy pesado que les oprime las vísceras y no les deja respirar, sino acaso, suspirar, mientras la imaginación les representa escenas de todo lo que ha quedado interrumpido con la ausencia, como las conversaciones, la vida cotidiana o la cara del ausente. Todo esto puede llamarse aproximadamente la tristeza, que pareciera tener la forma de un eco hecho de tiempo y espacio, localizable tanto dentro de los individuos como en su aspecto y en el paisaje. Lo curioso es que su descripción sigue el mismo patrón en las tres localidades.
Este ejemplo, y asimismo el mapa o esquema, son lo que se puede llamar una situación, en el sentido en que se usa corrientemente el término: “situación” política, “situación” embarazosa. Una situación es, ante todo, un sitio, sitiado, es decir, un emplazamiento interior que está delimitado con respecto al resto, encerrando en su seno una multiplicidad de cosas (personas, objetos, distancias, etc.) dispuestas de alguna manera interrelacionada y donde se da un movimiento o actividad, esto es, sucede algo, lo cual implica que así como es un espacio confinado, también es un tiempo delimitado; una situación es una ocurrencia, lo que sucede es una situación. La amplitud del movimiento de su ocurrencia es la que va determinando la magnitud del territorio que ocupa y el alcance de sus límites, de manera que una situación se construye desde dentro, y ahí donde empezó y desde donde se irradia o se expande, es un centro. Ya con centro y límites, entonces una situación es autónoma e independiente de aquello que está fuera de sus límites, que le es exterior, ajeno. Por lo mismo, sin importar su tamaño ni su duración, una situación siempre ya está completa, toda vez que tenga lo que tenga, tiene el suficiente material para ser situación.
AI parecer, una definición admitida de “ser vivo” es la de una entidad centrada en sí misma (cfr. Nicol, 1941; Gadamer, 1974); entonces, una situación está viva. Comoquiera, dentro de una situación puede admitirse cualquier cantidad de contenido; por ejemplo, una situación de soledad incorpora a alguien, pero asimismo, a una serie de otros frente a los cuales ese alguien es uno aparte, e incorpora asimismo una edad, una biografía, múltiples recuerdos, y una serie de objetos, relaciones y sucesos, tales como la apariencia física, el estatus socioeconómico, el silencio, las distancias, los lugares, etc., y se le pueden añadir un sinnúmero más pero también se le pueden restar muchos, sin dejar de ser soledad, porque lo que verdaderamente es el contenido de la soledad es su forma, es decir, la organización inherente de los pocos o muchos componentes que se puedan distinguir. Una forma una situación.
Sorprende enterarse de lo que la concepción de la forma y de la situación le debe a las mónadas de Leibniz (1714), a veces tan ridiculizadas por la convicción típica de la ignorancia: Las mónadas no tienen ventanas, por las cuales alguna cosa pueda entrar o salir de ellas. Los cambios naturales de las mónadas vienen de un principio interno, puesto que una causa externa no puede influir en su interior.
Pero es necesario también que, además del principio del cambio, haya un detalle de lo que cambia, que haga, por decirlo así, la especificación y la variedad de las sustancias simples. Este detalle debe comprender una multitud en la unidad o en lo simple. Porque todo cambio natural se hace por grados, algo cambia y algo queda; y por consecuencia, es necesario que en la sustancia simple haya una pluralidad de afecciones y relaciones, aunque no haya partes en ella (pp. 27-29; se omiten subrayados y especificación de las frases no reproducidas).
Leibniz, a decir de Fuentes Benot (1957), pretendía con su monadologia evitar la división de la naturaleza que Descartes había hecho para el resto de la modernidad en res cogituns y res extensa. El resultado es que las mónadas son entidades psíquicas (cfr. pp. 2711, 2911). Michel Toumier (1977) describe lo que vio Leibniz de la siguiente manera: De estas pequeñas células encerradas y sin contacto material, conspirando todas juntas a un orden jerarquizado y armonioso, de todo este sistema leibniziano emana una luz fina y apacible que no es otra cosa que la soberanía de la inteligencia, sin otra fuerza que la persuasión. La monadología describe una sociedad ideal donde las leyes de la naturaleza se llamarían fineza, cortesía, afabilidad. Todavía no conozco una filosofía de encanto más convincente (p. 29) y agrega: “¿de dónde diablos sacó Leibniz que uno entra o sale por las ventanas?”
Frases como “situación de emergencia” y “mala situación” se ajustan a estas ideas; sin embargo, de todas las situaciones, la más general, la primigenia, la más comprehensiva, la fundacional, es la cultura, o sociedad. Una cultura es un modo de hablar, de hacer, de sobrevivir, de prohibir y de morirse que abarca un territorio y tiene una duración, y que se autoafirma por la demarcación de una frontera que la deslinda de lo que no es ella, sino “incultura” o naturaleza. Una cultura es fácilmente representable como un todo coherente y simultáneo, leibniziano; diez siglos de cultura griega, veinticinco de cultura occidental o cuatro de cultura moderna, además de la cultura prehispánica o la cultura judía, son vistos como bloques de una pieza, como lo son las situaciones.
Por lo tanto, la cultura o la sociedad pueden ser consideradas como un sentimiento, e investigadas en consecuencia. Asimismo, ámbitos o lapsus tales como un día, una pieza de música, una cosa (vgr. una mesa o la torre Eiffel), una ciudad, un incidente, un individuo, son ejemplos de otras tantas situaciones: la mesa es una situación de diseño, función, historia, técnica, material, gusto, precio, color, etc., que hace aparecer al mueble como un afecto.
La disolución de la racionalidad de la vida
Lo que la mente y la materia, la cultura y la naturaleza, el cuerpo y el espíritu o lo físico y lo simbólico comparten, es la forma, de modo que la noción de situación disuelve las compartimentaciones diádicas racionalistas excluyentes de las teorías de las emociones. Desde la perspectiva de su forma, la física es un modo de la psíquica, como la física de Heisenberg, que ya incluye al observador. Esto es en términos generales; ahora, en los más particulares términos de la afectividad y la psicología, queda por disolver el dato empírico, correcto desde el punto de vista de una psicología que aprendió su ciencia porque se la enseñaron los físicos y los químicos, de que hay un interior humano, un comportamiento, y un exterior, distintos entre sí en tanto independientes y diferentes.
Estos tres planos son lo que Leibniz llamó “detalles’’ de la situación y que pueden rebautizarse más situacionalmente como “intimidad”, aquello inasequible o invisible en una situación; “figura”, que es precisamente lo que figura, lo notorio, que son los objetos aparentes y las apariencias humanas, las cosas en su contorno y volumen y otras propiedades perceptuales, y las gentes con su ropa, gestos y voces; finalmente, lo otro habitualmente invisible e inasequible cuyo mejor nombre es tal vez “el resto” de la situación, que Hall (1966) bien llamó “la dimensión oculta” y que comprende los fondos, la ambientación, los intervalos, los silencios, los espacios vitales y los mismos límites de la situación, dentro de lo cual resalta la figura con su intimidad por dentro. Si se toma a una persona sola como situación, es fácil localizar la ubicación de los tres detalles, pero si se toma como situación a una exposición de juguetes, con muchas personas y muchos objetos, entonces los tres planos se deslocalizan, esto es, que la intimidad, la figura y el resto aparecen salpicadas o entretejidas por todas partes: la topografía interior-intermedio exterior no tiene en realidad lugar; sólo lo puede tener en las teorías de las emociones que hipostasian al individuo como único sujeto válido. Y es que una situación no es una estancia llena de objetos sólidos y separados, sino más bien una esfera acuosa, humoral, homogénea, indistinta, simultánea y extensa, hecha toda de la misma sustancia que transcurre por todo el ámbito haciendo olímpico caso omiso de las barreras de los cuerpos materiales que las leyes de la física le quieran oponer. Así, en vez de planos, presenta tres densidades, tres espesuras de un mismo líquido.
Una forma tiene la misma forma
En efecto, una situación, al estar hecha de forma, ocupa el espacio de un modo distinto que la materia.
El resto, la figura y la intimidad son tres densidades de un mismo material, y por lo tanto, son tres detalles de una sola forma; están atravesados por la misma forma de toda la situación. Por caso, un recuerdo, una cara y un árbol están hechos, se sabe, de materia prima diferente, y, no obstante, al mismo tiempo también se sabe que los sauces llorones son tristes, que las caras de los tristes se alargan, y que su tristeza es honda, profunda: en los tres distintos planos hay una misma forma, por lo demás muy armónica, que consiste abstractamente en una vertical de arriba hacia abajo y carente de todo interés de resistirse a la ley de la gravedad, como dejándose caer; la estructura de los tres es la misma: la situación es triste.
Cuando uno tiene la cara larga, lo más recomendable es tener una tristeza honda e ir a sentarse bajo un sauce llorón, lo cual, ciertamente, dará un espectáculo muy triste pero sumamente atractivo, al grado de que se antoja estar así de triste; los cineastas saben este tipo de cosas. Lo que sucede es que se trata de una forma armónica, con fluidez y continuidad a través de sus tres densidades, lo cual, por muy triste que sea, es una imagen bella, y en efecto, se da la posibilidad -racionalistamente incongruente, contradictoria- de gozar el dolor: es un sentimiento “bonito” porque su forma es armónica.
El caso de recordar una palabra o un nombre que uno tiene en la punta de la lengua es similar: lingüísticamente hablando, si no se sabe cuál es la palabra, no podría saberse cuando la ha encontrado; no habría modo de saber que tal era la palabra si no se la sabía, y sin embargo, sin ninguna duda, se le reconoce de inmediato una vez que se ha dado con ella, esto se debe a que el hueco dejado por la palabra faltante tiene, sin embargo, la estructura de la palabra, como hueco de rompecabezas, y asimismo, tiene la misma estructura que el objeto a que se refiere, de modo que, cuando se encuentra por fin la palabra, la evidente armonía de la forma en todos su detalles es seguridad suficiente de haberla recordado, con la satisfacción aliviada de la completitud Por el contrario, hay sentimientos “feos” por muy alegres que sean: estar feliz en medio de una tragedia provoca culpabilidad, y quien sonríe encantadoramente en un funeral resulta chocante, es decir, disonante.
La fealdad de estos sentimientos consiste en la disarmonía del conjunto de la forma, ríspida, con fricciones, porque los rasgos de un detalle no sintonizan con los del otro. Es interesante notar entonces que los sentimientos “bonitos” y los sentimientos “feos” no coinciden con los sentimientos alegres otristes. La resignación es triste pero bonita. El cinismo es alegre pero feo. La mala fama que tiene la hipocresía es precisamente su forma desencajada y desacomodada.
Aquí se da una paradoja, a saber, que la mejor manera de quitarse una tristeza es entristecerse mejor. Mientras que el sentido común lingüístico, occidental, moderno y racionalista, que trabaja mediante oposiciones polares, recomienda alopáticamente a la alegría como antídoto contra la tristeza (cfr. vgr James, 1980), al mal tiempo buena cara, lo cual parece ser más bien la fórmula de la superficialidad anímica, en cambio la lógica situacional de la afectividad propondría dejarse llevar por ella, acomodarse, acunarse en ella, de manera que tanto la intimidad, la figura como el resto de la situación se acoplaran en una forma cada vez más armónica, que por su propia dinámica afectiva, iría limando sus propias asperezas, puliéndose, volviéndose bonita y, necesariamente, sintiéndose bien (cfr. vgr Jankélévitch, 1966): llorar para desahogarse es aproximadamente eso; los grandes tristes de la literatura, Rosario Castellanos, verbo y gracia, se regodean en su tristeza, y quedan satisfechos.
La paradoja de la paradoja es que también lo opuesto funciona, pero no gracias a la lógica oposicionista, sino a la lógica armonizante; ciertamente, para alterar un sentimiento se puede hacer deliberadamente lo contrario de lo que se siente, pero ello significa, no la prescripción de un antídoto, sino la transfiguración de la situación. Los actores saben hacer bien esto Sonreír, sonreír y sonreír ante una intimidad amarga termina por ir moldeando la estructura de la intimidad hasta volverla más dulce; salirse de un ambiente agresivo que lo torna a uno correspondientemente hostil, es cambiar uno de los detalles de la situación para que cambie toda.
Resumen: un afecto es un humor que tiene tres densidades distintas pero que tiene la misma forma, la cual puede ser armónica en sus tres momentos, que es a lo que se llama “sentirse bien”, o disarmónica, que es “sentirse mal”. Otra manera de decirlo es que las tres estructuras de un sentimiento son isomorfas (cfr. GuiIlaume, 1937). A este isomorfismo de la afectividad, S. Langer (1941; 1953) lo llama “forma significativa”.
Estética
Para la cultura de la modernidad, el fin, ya sea del ser humano, del planeta, de la alegría o de la inteligencia es exterior a éstos; éstos sólo sirven como medios o instrumentos de algo que les es superior, que puede ser la riqueza, la producción, etc. Ésta es en el fondo la lógica denominada racionalista o cientificista. De hecho, el lenguaje, a quien en este texto le toca jugar el papel del malo de la película, no tiene la culpa, sino más bien aquella lógica que lo ha considerado como un “medio” de comunicación, como un “instrumento” de conocimiento; el presente trabajo, incluso, parte de la consideración del lenguaje como la entidad más alta a que se puede aspirar, porque el lenguaje es el centro y el límite de nuestro conocimiento, esto es, es nuestra realidad (cfr. vgr. Habermas, 1968). Por la confianza en el lenguaje, este artículo todavía es “ilustrado”. Habermas (1981) da a entender que el cientificismo es el aborto de la Ilustración, aunque lo diga menos altisonantemente. El caso es que la psicología, que por mucho tiempo ni siquiera se dio cuenta de que utilizaba lenguaje para hacer su ciencia (cfr. Gergen, 198S), creyendo que manipulaba “realidad” en vez de palabras, ha utilizado, en consecuencia, lógicas que instrumentalizan a su objeto, que lo vuelven medio, no fin, tales como la aproximación biológica, médica, económica, etc., que hacen de su objeto una serie de piezas y mecanismos que componen un aparato movido por algo o que sirve para algo que no es psíquico, ya sea la producción o el aprendizaje, y que es susceptible de descomponerse y por ende -psicología mediante- de arreglarse, como sucede con el aparato digestivo o con las máquinas de cortar pasto. Por estas razones, en psicología las emociones han sido analizadas y calibradas con los mismos instrumentos y magnitudes que se aplican a la producción, la gravitación universal, las máquinas de vapor o las computadoras.
De este modo la psicología se vio convertida en metodomanía y tecnología.
Los objetos que son desarticulados en sus piezas y que son analizados según sus atributos de función, utilidad o corrección pierden su forma. Y por el contrario, cuando los objetos son tomados como forma adquieren una lógica estética. La estética es la disciplina que se aproxima a la realidad desde el punto de vista de su forma. La estética ha sido tradicionalmente parte de la filosofía (como tradicionalmente lo era la psicología), y por lo común se ha dedicado a las Formas de los objetos artísticos. En su Diccionario de filosofía, Abagnano (1961) la define así: Estética. Con este término se designa a la ciencia (filosófica) del arte y de lo bello. El nombre fue introducido por Baumgarten hacia 1750, en un libro (Esthetica) en el cual sostenía la tesis de que el objeto del arte son las representaciones confusas, o sea, sensibles, en tanto que el objeto del conocimiento racional son las representaciones disirnias (p. 452: paréntesis y énfasis en el original)
La terminología ya es familiar, y se sabe con Leihniz (y Spinoza, otro enemigo de la separación de la mente y el cuerpo) que la afectividad es confusa.
Ciertamente Baensch (citado por S. Langer, 1953, p 3I) se pregunta y se contesta “¿cómo podemos capturar sentimientos?: podemos hacerlo creando objetos en los que los sentimientos que intentamos detener estén incorporados. Tales objetos son llamados ‘obras de arte”; de este modo resultará “el aspecto emotivo de una obra de arte como integral a ella, algo tan objetivo como la forma física, el color” (S. Langer, 1953, p. 27).Es en efectos. S. Langer (l941,1953) quien más acabadamente hace de la estética una ciencia de las formas a través de los sentimientos: “arte es la creación de formas simbólicas del sentimiento humano” (1953, p. 47); la llamada “verdad artística” es la verdad de un símbolo con respecto a las formas del sentimiento (1941, p. 299).
La estética filosófica estaba primordialmente interesada en las formas, pero durante su desarrollo se ha percatado que éstas son formas de sentimientos, o sea, que todo sentimiento genera su propia forma intrínseca: la forma es el material del sentimiento.
Una psicología estética estará primordialmente interesada en los sentimientos, y durante su intento de comprensión se percatará de que éstos tienen formas, o sea, que toda forma genera su propio sentimiento inherente: el sentimiento es el contenido de las formas. La estética es una psicología de las formas y la psicología es una estética de los sentimientos. Por el lado de la psicología filosófica, Ch. Calhoum lo pone así: “tener una emoción es, en parte, que el mundo parezca estar en cierta forma” (1984, p. 356); habría que preguntarle cómo una forma puede “parecer” sin serlo; quizá su respuesta sea que la tradujeron mal.
En suma, los sentimientos, las formas y las situaciones tienen estética, en vez de lógica. A todo esto, es interesante enterarse que Páez haya continuado su trabajo sobre emociones (cfr. Páez y Adrián, 1993) a partir del arte, y que para ello tome a Vygotsky (su trabajo sobre psicología del arte) como marco teórico, un autor para quien lo psíquico es fundamentalmente una construcción colectiva, de donde su afectividad sea un acontecimiento cultural. Páez, en un momento dado, estipula las similitudes entre Vygotsky (1934) y su contemporáneo Mead (también 1934; ambos libros póstumos), que son enormes; por ejemplo, para los dos, la sociedad es anterior al individuo.
Cabe aquí señalar que el presente trabajo, aunque no se note mucho, tiene en el fondo la teoría de Mead; por mencionar un punto, la idea de situación es mutatis mutandis el acto social meadiano, quien también lo llama de vez en cuando situación.
El modo espacial de ser de la afectividad
Si el modo de lo afectivo es lo estético, su método de comprensión es la estética. Los sentimientos son formas que tienen matices, tonalidades, ritmos, valores, “detalles”, es decir, son complejas, y la manera de aproximarse a ellas es por la descripción o narración de los detalles de su forma. Para hacer esto es necesario notar que los términos “forma” y “situación”, usuales en las ciencias del espíritu, y que pueden ser táctiles, gustativas, auditivas, olfativas, kinestésicas y visuales, han sido no obstante tomados, natural y espontáneamente, del espacio. En efecto, así como la situación es un “sitio”, un lugar en el espacio, la forma, palabra que llega intacta del latín (’forma’’), tiene cualidades espaciales: figura, imagen, configuración (cfr. Corominas, 1973). Es curioso que los sentidos no espaciales, como el olfato, el gusto y el oído, sean tratados como si lo fueran, es decir, como si se vieran, y así, un sonido puede ser “largo” como las carreteras y un sabor “picante”, como los alfileres.
Una teoría de la afectividad colectiva adopta el método de describir o narrar los sentimientos como siendo lugares ocupados, volumen poblado de volúmenes; es una teorización espacial.
La afectividad tiene cualidades espaciales. Sólo las máquinas son útiles o funcionales. Las formas no son útiles; son, en cambio, grandes, horizontales, estrechas, largas, densas, verdes, etc., en una serie de oposiciones incluyentes:
Lo caliente y lo frío
De todos los objetos que están calientes, el que quema más es el fuego. Canetti (1971, pp. 71 ss.) realiza una espléndida metafísica del fuego como símbolo de las masas y multitudes, las cuales, como se sabe, son un sentimiento de carne y hueso. Es siguiendo al fuego que los objetos candentes toman sus características, para empezar, su color, rojo vivo, esto es, el mismo color y el mismo calor de la sangre cuando se sube a la cabeza, que enrojece la piel, o a veces nada más la sonroja. Las situaciones, objetos y afectos que son calientes tiene esta característica: la ira, la rabia, el rencor, la violencia, la agresión, pero asimismo las fiebres, las pasiones febriles, la sexualidad incandescente.
En todos “hierve la sangre”. Como se ve, lo candente trata de afectos que son repentinos, intensos, fulminantes, destructores y fugaces.
A cualquiera que es presa de un sentimiento flagrante, se le recomienda la temperancia, la templanza, lo templado, es decir, que deje bajar La temperatura, la sangre, el rubor, el coraje o el ansia, que enfríe la situación para mejor moverse en ella. Hay que atemperar la candencia con un baño de agua fría, sea metal o sea deseo. Aquí se trata de los objetos que vienen del rojo o que se detienen antes de llegar a él: la paciencia o la prudencia son afectos de temperatura rebajada con ciertas dosis de inteligencia o sensatez, que son cosas frías. Los sentimientos templados son muy civilizados.
De la misma temperatura que los sentimientos civilizados, son los sentimientos gentiles, aunque por razones contrarias, ya que éstos no provienen del calor, sino que se alejan del frío, como el “calor de hogar” que no se opone al fuego, sino que se opone a la intemperie del invierno, y es apacible. No son situaciones enfriadas, sino calentadas, cálidas. La ternura, la bondad, la maternalidad, la hospitalidad, son afectos de esta índole. Su tibieza es orgánica, como la de la lana, la madera, o el contacto humano.
Tienen el color del fuego inofensivo, como los amarillos, naranjas, ocres. Las cocinas, los restaurantes, los decorados acogedores tienen este color y esta temperatura La frialdad es del hielo. Hay objetos fríos, situaciones álgidas, afectos gélidos. Nada hay tan lejano en tacto, apariencia o color al fuego como el hielo, que es de un azul lívido, como el metal, y carente en absoluto del movimiento crepitante y orgánico del fuego. Los muertos están fríos, rígidos y pálidos. Las líneas rectas, los ángulos, como los de la arquitectura de aluminio y cristal del estilo internacional, son formas frías y más bien inhóspitas, que sirvieron para construir casas pero no hogares, contrariamente a la arquitectura barroca y churrigueresca (cfr. vgr Tournier, 1986, p. 129). Eso sí, es más durable y menos repentino que los sentimientos calientes. La crueldad, la venganza o la indiferencia son afectos fríos, y hasta calculadores: “la venganza se sirve fría”, dicen; también se habla de la frialdad de algunas personas.
Las caras delgadas, como hoja de cuchillo, con rasgos angulosos, y sin pigmentación ni bronceado, expresan frialdad.
Lo suave y lo duro
Suave es aquel material o situación, o afecto o forma, contra el cual uno se puede arrojar sin el menor riesgo de peligro los cojines y colchones, y las nubes. Suaves son la tela y la piel; son objetos lisos, sin ningún tipo de muesca o relieve que pudiera raspar; no causan fricciones. Son inofensivos. También es suave lo que puede caer sobre uno sin lastimarlo, como la brisa o un vaso de leche al estómago, o lo dulce en el paladar o la garganta, que no raspa dulzura es una forma de la suavidad, y por lo mismo, el cariño, la simpatía, la timidez, la infancia, son afectos suaves.
Pero lo suave es al mismo tiempo inconsistente, maleable, débil: se puede estrujar, doblar, replegar, arrugar sin mayor trabajo, como la piel con la edad, de manera que la suavidad tiene su doble connotación, que aparece cuando se excede a sí misma, de tan suave, débil, y entonces se toma empalagosa, incómoda, blandengue. Es amortiguador pero no soporte.
Y lo que es soporte pero no amortiguador es duro.
Al principio, como un brazo fuerte, sostiene y levanta, sirve de apoyo, es sólido, firme, confiable, como un muro, como cualquier objeto macizo, de una pieza, como lo pueden ser afectos tales como la confianza, la fe, los consejos, la solicitud, la compañía.
Pero el cristal, la roca o el concreto, son cosas que no deben caer sobre uno ni uno caer sobre ellas, porque no perdonan, y es del todo probable que quien se rompa con el impacto sea uno y no ellas. Objetos duros son las paredes de los callejones sin salida, las miradas que no responden y tampoco pestañean, o el método de las ciencias naturales aplicado a la sociedad.
Rígidos e inflexibles, y sordos, precisamente como una tapia. El poder es duro; la realidad, a veces, también. La burocratización es un acto paulatino de endurecimiento. Parece ser que todo afecto que se presenta como imposición tiene esta calidad: la disciplina o la exigencia. Las caras que no sonríen, que carecen de gestos, como las de las actrices con frecuentes cirugías faciales, son figuras endurecidas.
Bertolt Brecht decía que “en estos tiempos, una frente lisa indica un corazón endurecido”. Si la visión de estos rasgos se tradujera al gusto y al olfato, serían acres, agrios, amargados, que no imponen respeto, sino más bien mal sabor de boca.
Lo alto y lo bajo
La vida diaria transcurre a ras de suelo, y a esto se le llama “normalidad’, pero esta normalidad no podría mantenerse en su nivel si no estuviera insuflada por la tensión entre dos extremos: lo alto y lo bajo. Las ciudades que habitamos, las morales que habitamos, las culpas que habitamos, el tiempo que habitamos, están marcados por esta dicotomía. Altas son las cimas de las montañas, las cúspides de las pirámides, las cúpulas de los templos. Dios está en lo alto, de hecho es el “altísimo”; los reyes son nada más “altezas”, y las cosas que valen la pena son de “altos vuelos”.
Hay ciertamente, sentimientos altos, como las altas virtudes, la magnanimidad, pero sobre todo, hay sentimientos que tienden a la altura, es decir, que son ascendentes, y por ello, entre lo alto y lo bajo, no hay más niveles donde situarse como no sea la mediocre normalidad de ras de suelo, tan desprestigiada (aunque ya hay alegatos en su favor, vgr. Hall, 1966): en realidad hay escalas, como la escala social, escaleras, como la del triunfo, y otros utensilios para trepar posiciones. Las situaciones de ascenso y los sentimientos de subida son muy propios de la tecnomodernidad y su sistema de competencia: la ambición, la soberbia, la voluntad, etc., son afectos que tienen esta forma. Las ciudades del primer mundo no tienen rascacielos sólo por razones prácticas, sino también por razones sentimentales.
Es el juego de escaleras y serpientes de lo alto y de lo bajo. Las escaleras, insolitamente, sólo sirven para subir: mientras que por ellas se sube paso a paso, peralte por peralte, lo que baja, en cambio, lo hace de un tirón, por simple resbalón, y mientras más alto se esté, más vertiginosa es la caída, ya que no se baja por escaleras, sino por resbaladillas, toboganes, pendientes, proclividades, en suma, por serpientes, de la noche a la mañana. Caer, descender, no requiere esfuerzo, sino distracción, y por eso, los afectos que poseen tales cualidades espaciales son la pereza, el abandono, el descuido.
AI final de la caída está el fondo, y en el fondo radican las bajezas: Los bajos fondos, las cloacas, los hoyos, los precipicios, los sótanos, los abismos, y por supuesto el infierno, son objetos adscritos a esta cualidad de las situaciones; se cae en la desesperación, en el olvido, en el vicio, etc., de modo que los afectos bajos son los peores: la maldad, el fracaso, la destrucción, la traición, la deshonestidad o la mentira.
Lo vacío y lo lleno
Es evidente que un desierto o un cielo azul son espacios vacíos, cuya superficie no se ve alterada por casi ninguna variación, y donde la mirada se cansa antes de que el panorama cambie, por lo que se retira más por decisión propia que por interrupción. Lo mismo sucede con una pared blanca o con el silencio. Si a estos espacios se les diera terminología de tiempo, serían recorridos lentos, porque el movimiento no avanza toda vez que en su trayecto no cambia casi nada. La actividad visual que se da en estas situaciones no es la percepción, sino la contemplación, que hace que un espacio vacío, por ejemplo, pinturas o esculturas o paisajes de muy pocos elementos, puedan ser vistos con mayor detenimiento. El afecto de tales situaciones es también sin alteraciones, como la calma, la tranquilidad, la paz, la solitud. En realidad, cualquier tipo de paisaje, por la lejanía de los objetos y su aparente inmovilidad, presentan este tipo de sentimientos.
Si se exceden las monotonías de la vaciedad, se alcanza el hastío, el aburrimiento, el tedio, que pueden definirse como la persistencia del vacío después de su contemplación, como le sucede a cualquiera que abusa de un paisaje o de un descanso.
En la actualidad, estas situaciones tranquilas son muy cotizadas, sobre todo debido a su escasez, ya que la constante es la de las situaciones llenas de detalles, repletas de adornitos, tonos, relieves, ruidos, variaciones, donde la mirada no puede reposar sobre una cosa sin que se vea interrumpida por otra que se atraviesa, así que el panorama cambia antes da que se canse, por lo que no puede contemplar, sino percibir, es decir, registrar en el menor tiempo posible la presencia de una cosa. Un espacio lleno es aquél donde la atención no puede completar la aprehensión de un rasgo porque es interceptada por otro.
En términos temporales, se trata de situaciones rápidas, tan propias de la época. Virilio (1980) escribe una metafísica de la velocidad, que consiste en ver pasar la realidad a través de la ventanilla del tren, sin que ningún objeto del paisaje pueda coexistir con su observador: siempre se esfuman, desaparecen. La rapidez requiere mucho mayor espacio para desplegarse, y mucho mayor cantidad de objetos, pero, paradójicamente, en un espacio rápido y lleno hay “menos”, de hecho no hay “nada”, excepto la “desaparición”. Para ver una pintura llena, recargada, sólo se requiere el tiempo exacto para percibir todos sus detalles, pero ni un momento más, mientras que una pintura “vacía” puede ser vista tanto en un segundo como en cuatro horas; el tiempo no pasa. Como sea, es casi ocioso dar ejemplos de situaciones rápidas: cualquier ciudad en día hábil, con sus transportes, carreras, tráficos, accidentes, violencias, ruidos, horarios, agendas, producción, consumo, desecho, es un espacio lleno. Sentimientos así de repletos son las prisas, las preocupaciones o el estrés, que si rebasan el nivel de tolerancia, se vuelven ansiedades y desesperaciones. El consumismo es un afecto de esta índole.
Lo leve y lo grave
Una de las seis propuestas de Calvino (1985) para el próximo milenio es precisamente la levedad como forma de vida. La levedad como proyecto consiste en restarle a las cosas materia tarada para hacerlas más llevaderas; inyectarles aire. En suma, la vida, pero en pormenor, el trabajo, las relaciones interpersonales, las lecturas, el aprendizaje, pueden ser pesados, y la levedad consiste en estilizarlas, quitándoles lo que les sobre, añadiéndoles el helio del buen humor y la sonrisa, puliéndoles las aristas y demás rispideces, para que su peso no se sienta, y se sientan ligeras, leves. La escultura, por ejemplo, es la profesión de hacer que las piedras no pesen. Para que las lecturas no pesen, el escritor debe escribirlas con fluidez, quitándoles lo que les sobre. Y así sucesivamente. En esta situación, los sentimientos leves son el alivio, la resignación o el perdón: quitan una carga de encima.
La levedad es un acto de levitación. Pero lo que nunca ha tenido peso, no es leve, sino liviano, superficial, como la liviandad, las novelas ligeras, la comida sin calorías, el tabaco sin nicotina, la vida sin esfuerzo. A esto se le ha dado en llamar por su término en inglés: light, ligero. Es lo que carece de materia, lo poroso, lo que no es capaz de hundirse y profundizar, y por lo mismo, tampoco de causar daño alguno, o de dejar huella, marca, como las comedias ligeras y las personas anodinas. Es inocuo, insípido.
La afectividad en general es un tema interesante para sus usuarios porque deja marca sobre la vida, de modo que este tipo de ligereza light difícilmente es un afecto: no hay sentimientos light; va contra su naturaleza.
En todo caso, lo leve se opone a lo grave, a lo pesado, a las cosas que tienen mucha masa o densidad. El clima espeso y húmedo es pesado. La ausencia de sentido del humor es muy pesada; el lenguaje técnico sin contenido cierto es pesado; la solemnidad, las ceremonias, los rituales carentes de significado, sin el alivio del sentido, como son actualmente las misas dominicales, las comidas familiares, los actos públicos de los políticos y otros tipos espesos, son pesados; por esta última razón, muchos de los sentimientos que suenan obsoletos, pasados de moda, como el honor, la valentía, la respetabilidad o la seriedad constituyen este tipo de formas. Asimismo, el monumentalismo, la grandilocuencia, la ostentación y otras formas del gigantismo, muy de mal gusto, son situaciones pesadas. Debe suponerse que las enfermedades avanzadas se resienten como un peso encima, toda vez que son “graves” y que cuando sanan, se “alivian” (i.e se alivianan). Siempre ha sido, en todo caso, una bonita fantasía humana, una utopía escapar a la fuerza de la “gravedad”, aunque se oponen a ello todos los dignatarios, funcionarios y burócratas que han hecho de la vida un trámite sumamente pesado
Lo claro y lo oscuro
Sirva la siguiente inintencionada frase (S. Langer, 1941, pp. 18- 19; subrayados añadidos) como ejemplo para mostrar los usos de la claridad: “una nueva idea es un destello cuyo resplandor ilumina presencias que simplemente carecieron de forma hasta que esa luz las alumbró”. Hay cinco apariciones de la claridad sobre la forma en un par de renglones y, según puede advertirse, lo claro se refiere, en primer lugar, a la idea de conocimiento, no como procedimiento de aprendizaje o de recolección de pruebas, sino como comprensión o aparición del sentido de las cosas. En rigor, la luz no es ninguna forma, pero sin ella no habría forma alguna: en la oscuridad, las formas desaparecen, se van, y en efecto, lo oscuro es la ausencia de todo conocimiento y de toda realidad; por eso se habla de la “sombra de la duda” o se dice “oscurantismo” para mencionar la incultura. Lo que es claro no se queda en sí mismo, sino que se reparte, irradia su luz a lo que lo rodea, es decir, tiene la cualidad de “iluminar”, “ilustrar” como en el caso de la Ilustración, también denominada Iluminismo; en retribución, los objetos que dan permiso de ser conocidos son aquellos que dejan pasar la luz, los que son diáfanos, transparentes, como el cristal o como el agua, o como aquellas personas que son confiables, sin intenciones o informaciones ocultas, mientras que, al revés, lo opaco como el plomo, lo turbio como los pantanos, no es digno de confiar: las situaciones turbias son las que esconden algo que no puede salir a la luz del día; hay gente con intereses o motivos “oscuros”, y no son muy recomendables. La mentira, la ignorancia o el malentendido requieren para corregirse un proceso de “aclaración”. Gadamer (1960, p. 576) hace un “brillante” análisis de los atributos metafísicos de la luz y concluye que “la belleza tiene el modo de ser de la luz”. Los afectos del agrado, del gozo, son situaciones claras. La alegría, la confianza, la gentileza, la bondad, también.
Se dice “dar a luz”, y está bien dicho, porque la sensación de todo lo que nace, todo lo nuevo, se produce a través de una aclaración o una iluminación.
Así pues, los increíbles momentos de un descubrimiento o de una invención, no importa si de un niño que descubre el bote de la pelota o de un escritor que da con la palabra precisa, son sentimientos de claridad: a los dos se les “ilumina” la cara. Ciertamente, la luz acompaña a toda creación, a toda fundación, sea la de un bebé recién nacido, de una idea, de una sociedad, de una amistad, sea la de un proyecto.
No es gratuito que el primer día de la creación haya sido dedicado a hacer la luz; sin ella no habría segundo día.
Entre la luz y la oscuridad están los colores. En efecto, entre las situaciones extremas de la blanca creación y la negra destrucción transcurre el resto de la vida, con sus situaciones y afectos y formas de todos los colores del arcoíris, morado como la solemnidad, azul como la soledad, verde como el reposo, amarillo como la ingenuidad, naranja como el apetito, rojo como el enojo, violeta como la desesperación. Es decir, se le adscriben colores a los afectos que no son tan definitivos, sino que pueden cambiar de matiz y hasta de color, mejorarse o arreglarse, empeorarse o descomponerse, pero sin llegar a las situaciones extremas de la luz que es todos los colores y la oscuridad que no es ninguno.
Hay un sentimiento al que Bloch elevó a la categoría de principio, bajo la certeza de que las culturas que han fracasado eran las correctas, y de que el comienzo histórico de una sociedad está determinado por el final de la historia (cfr. Gómez Caffarena et al., 1979), que es el mismo que quedó en la cajita que abrió Pandora (cfr. Fernández-Galiano, 1980) el día en que las desgracias se extendieron por el mundo.
La esperanza es el sentimiento más insólito posible porque se trata de una forma radicalmente luminosa, de una situación clara, ahí donde no se puede tomar luz de ninguna parte. En mitad de los afectos más destructivos, de las circunstancias más oscuras, en la ausencia de las formas, es donde aparece la esperanza.
La imagen de la esperanza es siempre esa: una luz al final del túnel, el alba en el fondo de la noche, y no tiene forma de objeto ni de situación, sino tiene forma de luz, es decir, de aquello que no tenía forma pero se la daba a lo demás; por ello en la esperanza están contenidas todas las posibilidades de la situación, y surge de la nada. La oscuridad es ausencia de luz por lo que la luz no podría surgir de la oscuridad, pero lo hace. No es que la esperanza muera al último, como dicen, sino que nace despúes de que todo lo demás ya se murió.
Lo caliente suave alto vacío leve claro o al revés
En lugar de las seis categorías anotadas se hubieran podido consignar otras, como lo ancho y lo angosto, lo grande y lo pequeño, pero el resultado hubiera sido el mismo, toda vez que todas conectan con todas y unas se convierten en otras, porque todo lo que sea una forma tiene todas las dimensiones de las formas.
Por lo mismo, las categorías no son casilleros donde clasificar sentimientos, sino un punto desde el cual empezar su aproximación. Asimismo, cada sentimiento es una situación que se puede describir recorriendo las distintas categorías y sus derivados. Así, por ejemplo, la serenidad es lenta, leve, clara y suave, y puede encarnar en una cara de mujer o en el planeo de una gaviota; el odio es duro, candente, bajo, grave y rápido, como golpe. Ahora bien, si los sentimientos son situaciones, obviamente las situaciones son sentimientos, y entonces los eventos pueden ser narrados en los mismos términos: el siglo veinte es cuando menos lleno y rápido, mientras que la Edad Media es vacía y lenta. El poder es pesado, alto, vacío, frío, oscuro y muy duro. Un individuo o un grupo, un lugar o un acontecimiento, y por supuesto, un objeto cualquiera, como una taza o El Beso de Rodin, son formas que pueden ser interpretadas según estos parámetros; el estilo barroco de la arquitectura contiene toda la sensibilidad del siglo XVIII.
Se observará que como metodología de la afectividad colectiva, deja mucho que desear, y de paso, el deseo es la sensación de inalcanzabilidad intrínseca del acoplamiento de los matices de una forma, algo así como una aporía sentimental. Esta metodología es frustrantemente imprecisa, pero la culpa no es tanto de este trabajo como de la afectividad, que es inusitadamente imprecisa, porque la precisión pertenece al mundo del lenguaje. Bien visto, r a w t o a los afectos, solamente es posible aproximar una interpretación, nunca un recetario, como aquellos a los que nos tiene acostumbrados la psicología estándar. De hecho, la propia naturaleza de la afectividad ha promovido su exclusión del panteón de la cientificidad, y aquí la culpa la tiene ese cientificismo que declara “anticientífico”, i.e. no real, a aquello que no quepa en un recetario. Páez y Adrián (1993, p. 11) se dan cuenta del asunto y presentan la siguiente cita de Strongman: lo que se denomina comúnmente como arte depende de su impacto emocional. Por supuesto, es casi innecesario decir que ya que se trata de un área de estudio muy difícil y ya que aparentemente está algo distante de la ciencia, ha sido dejada del lado
El dato del lenguaje cotidiano
A pesar de todo, hay una prueba de veracidad en la presente aproximación de la afectividad, y es que quien ha sufrido los embates de los sentimientos y quien ha padecido su inexplicabilidad ha sido la gente de todos los días de La historia, y mal que bien ha logrado salir airosa frente a lo desconocido gracias a la comprensión obtenida por sus conversaciones y cotilleos, esto es, hay una dosis nada despreciable de conocimiento de primera mano de La afectividad en las palabras que se usan normalmente para referirse a ellos. Lo más cercano a un afecto es el lenguaje cotidiano que lo nombra; prueba de esto es que la gente comprende cuando se dice “se me encogió el corazón”, “tengo un nudo en la garganta”, “hinchado de orgullo” o “el ánimo por los suelos’’ y otras frases que racionalmente son insensatas. El lenguaje cotidiano, ese ilógico como decían los positivistas, se ha dedicado incansablemente a encontrar las palabras que todavía conservan la forma de la situación a que se refieren y que permiten aunque sea rozar la afectividad.
Por lo tanto, el lenguaje cotidiano es el saber más ultimado que existe sobre La afectividad, mucho más cercano a su objeto que las investigaciones psicológicas que primero se deshacen del objeto y luego estudian otra cosa con mucho bombo y platillo. Simplemente sucede que este saber es asistemático, inintencional e irreflexivo: menciona las cosas de manera preciosa y no se preocupa por darse cuenta de que lo ha hecho Una psicología de la afectividad debe intentar construir interpretaciones de los sentimientos, pero la mejor y única prueba de que tal interpretación es verosímil y válida, no son los datos de la fisiología o los resultados empíricos de una conducta, sino el hecho de encontrar que algo se diga así, que “así-se-dice” en lenguaje cotidiano. Si se dice que el remordimiento da “punzadas” o que la envidia ‘‘corroe” hay que buscar los modos de ser de las agujas y de los ácidos.
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