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Motivación y voluntad
Stella Maris Vázquez

Doctora en Filosofía, Profesora de Pedagogía y Bachiller en Teología. Miembro de la Carrera del Investigador Científico del CONICET. Directora del Departamento de Filosofía de la Educación del Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural (CIAFIC).

Se hace un análisis de la relación entre la motivación y los procesos volitivos, tal como es presentada por las actuales teorías de la motivación, con la tesis de que la separación que estas plantean entre ambos momentos de la conducta tiene su raíz teórica en la concepción tripartita de la mente, tal como fue formulada a partir de Kant y de Tetens. A partir de estos autores, el sentir se reduce a sentimiento y la voluntad es conceptuada como energía sin objeto propio. Se presentan los hitos históricos principales de este giro y se hace una consideración sintética de la teoría de la motivación de Nuttin, presentada como alternativa superadora de los límites de otras teorías actuales. Se esbozan algunas consecuencias educativas.
Palabras clave: motivación, voluntad, educación afectivo moral, teoría de la motivación, yo ideal, personalidad.

La voluntad en la psicología contemporánea y el tema de la motivación
A lo largo del siglo XX, en el ámbito de la psicología estadounidense, el tema de la voluntad va perdiendo presencia e incluso es fuertemente cuestionada la legitimidad del concepto, en gran parte por la vigencia de posiciones neo-empiristas que privilegian la extrospección, la llamada racionalidad objetiva y el determinismo de las ciencias físicas de la época. En la psicología europea, la línea inspirada en Dilthey integra el concepto, a propósito de la realización de los valores en la acción. A partir de los años ‘70, sobre todo en la psicología alemana, comienza a resurgir la temática en relación con los cuestionamientos a la psicología cognitiva y su explicación de la conducta humana en términos de procesamiento de la información, que dejaba en la sombra los aspectos motivacionales afectivos y volitivos. Sin embargo, este resurgimiento tiene lugar desde concepciones ligadas al formalismo antropológico, propio de la modernidad.
Las teorías de la motivación más difundidas en las últimas décadas tienen algunos aspectos en común que remiten, a su vez, a una concepción antropológica heredada de la modernidad y en particular del idealismo kantiano. En razón de esta herencia, el momento motivacional se escinde del momento volitivo y la voluntad aparece conceptuada exclusivamente como principio eficiente, dejando de lado el momento previo de carácter patico, de recepción de un bien que suscita una respuesta de amor.

La concepción moderna de la voluntad
En la concepción antropológica clásica, desde Aristóteles hasta la modernidad, se asume una teoría del obrar que implica la secuencia conocer, ser afectado por lo que se conoce y, en consecuencia tender, de donde brota el obrar, ya sea como locomoción, ya como acción inmanente. Tanto la función cognitiva como la tendencial pueden ser de orden sensible o de orden espiritual. En ese contexto, la voluntad se define como la capacidad humana de ser afectado por la cualidad valiosa de ciertos bienes que trascienden lo meramente sensible y en consecuencia de tender hacia ellos. En cambio, en la modernidad esa concepción se modifica sustancialmente, a pesar de que algunos autores (Diessner, Frost & Smith, 2004; Gerdes & Stromwall, 2008; Scheerer, 1989, entre otros) afirmen que hay una continuidad entre la teoría tripartita moderna y la clásica.
Esa modificación se debe fundamentalmente a la filosofía de Kant, quien asume a su vez una clasificación de los fenómenos psíquicos propia de J. Tetens (1777), que produce una doble ruptura en la secuencia del obrar humano: la afección se separa del conocer y queda reducida a sentimiento; no es captación sensible, sino un sentirse afectado, de carácter inmanente; es presencia inmediata en la conciencia, sin referencia a su causa ni a su significado (Houser, 1983). Por otra parte, la tendencia se escinde del ser afectado por una cualidad objetiva de valor, para quedar subsumida bajo la categoría de la acción, con lo cual desaparece el momento receptivo de la voluntad y esta queda reducida a su dimensión de causa eficiente.
Tetens (1977) pone como primera función psíquica el conocimiento, un término genérico dentro del cual distingue: la sensación —entendida como modificación sufrida por el alma—, la representación, la imaginación y la capacidad de juicio.
Llama a la facultad del sentir sentido o sentimiento y aquí se halla la primera diferencia fundamental con la concepción clásica, desde Aristóteles en adelante, pues la sensación, si bien reconoce una causa en el objeto externo, no es considerada como conocimiento del objeto en sí, sino solo “la materia de los pensamientos y del conocimiento. [en cambio] la forma de las ideas es obra de la fuerza pensante” (Tetens, 1977, p. 43).
Es evidente la influencia de esta concepción sobre la teoría kantiana del conocimiento como síntesis.
En la sensación, el alma siente o recibe, sintiéndose; recibe y advierte la modificación, de allí que el conocimiento sensible, en esta concepción, no es estrictamente objetivo, sino la advertencia de sí, de su propia modificación. En esto consiste el punto de partida del principio de inmanencia. Esa advertencia es llamada por Tetens representación secundaria, sobre la cual actúa la imaginación productiva, que es el antecedente inmediato del esquematismo kantiano. Para que la representación pase a ser real objeto de conocimiento se requiere el juicio, función a priori que no tiene ninguna relación intrínseca con la experiencia.
El sentir es ahora sentimiento, una categoría aparte cuya función primaria no es ser afectado por lo real sino sentirse. He aquí entonces la primera ruptura en el circuito del obrar humano: el ser afectado, la respuesta afectiva no tiene una relación intrínseca y objetiva con el conocer lo que es lo real, ni tampoco genera la tendencia pues, de suyo, es solo un fenómeno centrípeto. De allí se sigue la segunda ruptura: entre el ser afectado y el tender. Tetens unifica lo tendencial con la actividad motora, bajo el término de voluntad o actividad, que constituye el tercer momento de dicho circuito. Llama a la voluntad fuerza activa a partir de distinguir en las representaciones del sentido interno1 dos formas: “1) las representaciones que tenemos de los estados interiores del alma, el placer o displacer [...] y de los estados de ánimo y 2) representaciones de las autodeterminaciones de nuestras fuerzas y actividades y de sus efectos [...] que se recogen bajo el nombre común de manifestaciones de la voluntad” (Tetens, 1977, p. 24). Este texto explicita la segunda ruptura, antes mencionada, entre lo afectivo y lo tendencial.
Las sensaciones internas son definidas como sentimiento de sí, de las modificaciones sufridas, tal como están en nosotros.
La definición de esta categoría implica, a la vez que la reducción del sentir a sentimiento, la ruptura entre el conocer y el ser afectado. Aparece así el concepto moderno de afección como afectividad, como sentimiento que ya no se define por referencia al conocimiento ni a la acción, y se separa de lo tendencial.
En esta nueva taxonomía “el sentir (en su acepción afectiva) dice más relación al acto de experiencia sensorial que al objeto del mismo; tal es, al menos la opinión de Tetens, [...] para el cual el sentimiento es algo de lo que solamente sé que consiste en un cambio que se opera en mí, y no se refiere a un objeto exterior” (Pinillos, 1994, pp. 597-598).
Por otra parte, la voluntad aparece como pura fuerza o actividad, ya no como apetito racional, como capacidad de amar espiritualmente y por eso de tender hacia el bien que trasciende lo puramente sensible. La voluntad resulta: podada de toda dimensión afectiva y ello da origen al moderno concepto de la voluntad como una pura fuerza de realización de fines, una pura energía [...] que se identifica con la acción o bien con la anticipación de la respuesta motriz (Blanco, 2002, p. 469).
La división que hace Tetens de los fenómenos psíquicos en: conocimiento, sentimiento y voluntad como actividad, pasa a la mayor parte de los textos de psicología del siglo XIX y así se llega, en algunos casos, a negar la voluntad. Kant en su Crítica del Juicio (1958) recoge esta concepción tripartita de la mente, reduciendo las facultades a: facultad de conocimiento, de placer o displacer y de deseo. Define la facultad de desear como “la facultad de ser causa de los objetos de las representaciones, por medio de éstas” (p. 119, nota 1), distinguiendo entre una facultad de desear superior, cuya sede es la razón, legisladora a priori, y una facultad de desear inferior, cuyo antecedente es el sentimiento de placer o de dolor.
Roget (1852), en su Thesauro, sigue esta teoría, presentando la volición como conación, que sería la acción basada en un impulso motivado. En Gran Bretaña en 1876, Alex Bain funda la revista Mind con una orientación científico-empirista, en la que asume la concepción tripartita, describiendo la dimensión conativa como voluntad que incluye toda nuestra actividad, dirigida por el sentimiento —feeling— (Bain, 1868, p. 2).
En la orientación cognitivista un punto común en las diversas posiciones es la conceptualización de la voluntad como capacidad ejecutiva y de control del desarrollo de la acción. A su vez, el aspecto receptivo afectivo está acogido en la bibliografía actual, en el ámbito del tratamiento del tema de la motivación.
En lo que sigue presentaré sumariamente algunos hitos que conducen al estado actual del tema, tratando de mostrar, por una parte, cómo desaparece el momento receptivo-valorativo de la voluntad y, por otra, algunos aspectos operativos aplicables a la tarea pedagógica, a condición de que se los integre en un marco antropológico más comprensivo. A partir de esta exposición sumaria, presentaré algunos elementos para la integración de los dos aspectos mencionados en el operar volitivo, tal como pueden hallarse en la obra de un autor que constituye uno de los pilares más sólidos para elaborar una nueva psicología de la educación: J. Nuttin, quien en sus obras presenta una teoría relacional de la motivación que conceptualiza la conducta desde una perspectiva cognitivista-humanista, en la cual el punto de partida de un acto motivado es el sujeto en una situación significativa y el punto de llegada es una meta, fin, propósito alcanzado que previamente ha sido elaborado significativamente, fin que a la vez es un resultado y un regulador del proceso, y en cuya elaboración juega un rol clave el yo ideal (Nuttin, 1980).
Esta teoría se pone como alternativa a las teorías de: 1) la motivación como factor energético para restablecer el equilibrio (teorías homeostáticas), 2) la motivación como estado de activación a partir de un estímulo externo, y 3) la motivación como resultado anticipado (teorías cognitivistas).
La teoría relacional vuelve a unir motivación y volición a través de una concepción diversificada de las necesidades fundamentales que se concretan, se canalizan, al elaborarse cognitivamente en torno a objetos-meta que son asumidos como tales por el sujeto a partir de una concepción de sí y de su auto-desarrollo personal. En otras palabras, el núcleo de la motivación es la concepción y adhesión a un fin, en el cual se halla involucrada toda la personalidad en todas sus funciones psíquicas, más aún psico-morales. La diferencia con el cognitivismo estaría en que la motivación no sería simplemente una idea o razón para obrar sino esa razón aceptada como fin. De aquí se desprenderá el planteo de la educación afectivo-moral como configuración ética de la personalidad, cuyo núcleo es la libre adhesión de la voluntad al bien en cuanto conocido y apreciado como valor-fin.

La psicología de la voluntad en el S. XX
Los estudios teóricos y experimentales acerca de la voluntad y los procesos volitivos se han intensificado en los años ‘80, principalmente en el seno de la psicología alemana. Todos los autores coinciden en poner a N. Ach como el punto de partida de los trabajos contemporáneos sobre el tema. El autor distinguió dos aspectos en el actuar de la voluntad: la formación de la intención (decisión) y la determinación a actuar (Ach, 1905). Este último aspecto es el centro de sus trabajos que se sitúan en controversia con las explicaciones mecanicistas de la psicología del asociacionismo, a las que contrapone el rol clave del objetivo que se persigue en el curso de una acción, respecto de la cual afirma que hay efectos que derivan del carácter inherente del objetivo, que dan por resultado una determinación, de acuerdo con el significado de dicho objetivo. Esas tendencias determinantes son la base de los fenómenos psíquicos cuyas manifestaciones han sido subsumidas tradicionalmente bajo el concepto de actividad volitiva.
En su concepción, esa tendencia determinante se convierte en un acto de voluntad cuando da lugar a una acción, luego de haber superado un obstáculo mediante un gran esfuerzo. En esto consiste lo que Ach (1910) llama acto primario de voluntad o resolución energética, que caracteriza con los siguientes rasgos: sensación de tensión física, idea de un objetivo de acción, referencia al yo y advertencia del esfuerzo requerido por el objetivo. Estos cuatro rasgos objetivizan el acto de voluntad, experimentado como un poder que se incrementa en función del obstáculo a vencer. Como se ve, Ach no se refiere al constitutivo intrínseco del acto de voluntad, la auto-determinación ejercida en la decisión libre frente a un fin asumido, sino a estados y efectos subsecuentes a esta. Esto llevará a distinguir, en la teoría psicológica alemana actual de la voluntad, el momento de la decisión y el momento de su implementación.
En los años ‘70 se asiste a lo que podría llamarse el renacimiento de la psicología de la voluntad, en el seno del Instituto de Investigaciones Psicológicas Max Planck, a partir de un proyecto de investigación sobre procesos volitivos, bajo la dirección de H. Heckhausen y con la colaboración de J. Kuhl, J. Beckman y de los estadounidenses E. Klinger y F. Kanfer. A partir de estos trabajos se formulan dos modelos teóricos complementarios que tendrán amplia repercusión e influencia en la psicología contemporánea: la teoría del control de la acción de J. Kuhl y el modelo Rubicón expuesto por H. Heckhausen, que analiza las fases de un curso de acción, cuyo tratamiento abordo más adelante.
En la psicología contemporánea —sobre todo en la línea cognitiva— está presente la concepción moderna de la voluntad como principio eficiente, casi como motricidad. Un ejemplo de esto es la posición de B. Baars (1993), importante representante de la psicología cognitiva actual que trata la cuestión en un trabajo dedicado a revalorar el tema de la voluntad, luego del largo ocaso del mismo durante el período dominado por la psicología conductista. En este trabajo el autor sostiene la tesis de que la voluntad es el sistema de control que guía la conducta, el cual puede ser activado a partir de una imagen-objetivo (o meta) consciente. Si bien liga este control a la consistencia interna de una jerarquía de objetivos, parece ligarlo, también, con una causalidad casi necesaria a ciertas imágenes conscientes de objetivos de acción (teoría ideo-motriz). Nótese que esta concepción hace desaparecer el momento receptivo-valorativo de la voluntad (el amor como su acto propio) y aún su cualidad de libre.
También Corno (1993) define la voluntad como fuerza, diligencia, sistema dinámico de procesos de control que protegen la concentración y el esfuerzo, cuya función es implementar y administrar las metas. Hacer algo por propia voluntad es hacerlo por los propios medios y esfuerzos sostenidos, con independencia de presiones externas. En su modelo del aprendizaje auto-regulado identifica las estrategias volitivas con las que se emplean para enfrentar dificultades en la actualización de las intenciones, cuya función sería análoga a la de una luz roja para mantenerse en el camino correcto hacia la meta, controlando obstáculos tanto internos como externos (Corno & Boekaert, 2005). Asigna a la motivación la guía en las decisiones. En una posición semejante, Gollwitzer (1990) da a la motivación el rol de determinar metas y a los procesos volitivos el esfuerzo para alcanzarlas. Dewitte y Lens (1999) consideran que la volición es un concepto intuitivo de esfuerzo mental que se manifiesta en conductas con cierto grado de constancia y gasto de energía. Según los autores, puede haber sujetos que no usen estrategias volitivas y tengan buen desempeño, debido al alto nivel de interés, de habilidad o de hábitos de estudio, en cambio, la estrategia volitiva se requiere ante tareas no agradables. De allí que planteen la disyuntiva entre impulsar la volición o el interés, disyuntiva que lleva implícita la concepción del hábito como mecanismo y no como configuración estable de la capacidad, que se origina en actos de valoración y libertad.
Snow (1980, 1996) plantea la necesidad de introducir aspectos no cognitivos en la teoría del aprendizaje, en particular la conación, que conceptúa como un proceso opuesto a la homeostasis y distinto de la auto-regulación, consistente en la actualización (enactment), perseverancia y protección de las intenciones. En su taxonomía (Snow, Corno & Jackson, 1996) identifica la afección con la emoción y a la volición como control de la acción. Zhu (2004a, 2004b) define la volición como un proceso ejecutivo mental que salva el hiato entre la deliberación, la decisión y el movimiento corporal, iniciando y controlando la acción. Otros autores contemporáneos ponen la conación como la parte activa de la mente (Houser, 1983), el componente proactivo de la conducta cuya fuente energética es la emoción (Huitt, 1999), el esfuerzo consciente de realizar actos auto-determinados (Gerdes & Stromwall, 2008) y como la acción dirigida por el sentimiento (Bain, 1868).
Lo común a todas estas posiciones es, por una parte, la revaloración de los procesos volitivos para comprender de un modo integral la conducta humana y, en particular, la conducta de aprendizaje en contextos académicos. Por otra parte, hay una fuerte influencia de la concepción neoclásica de la mente, en la que se advierte una reducción de la voluntad, ya sea a la acción, ya a los aspectos formales del movimiento volitivo, de modo que la voluntad parece perder su objeto propio, el bien o valor que se encarna en cada meta elegida, como también su carácter pático-afectivo, que pone de manifiesto que esta tiene motivos propios y no es meramente la energía que recibe sus contenidos motivos del sentimiento. En general, se asume la concepción tripartita de la mente tal como es recibida a partir de Kant, con la fuerte impronta del voluntarismo formalista, que no puede considerarse como una secuencia lineal con respecto a la tradición greco-latina anterior al siglo XVIII, en el cual se produce la ruptura de la secuencia clásica, con las consecuencias teóricas ya señaladas.
Sin duda las formulaciones más desarrolladas de esta concepción se hallan en los modelos de Kuhl y Heckhausen, a los que refieren la mayoría de los autores citados.

Teoría del control de la acción
En los años ochenta Kuhl presenta su teoría en la que distingue, en una acción, el aspecto motivacional (motivación de elección) y el aspecto volitivo (motivación ejecutiva). Su modelo teórico intenta integrar un número mayor de procesos mediadores en el control de la acción de lo que hacían los modelos precedentes, y especificar la relación entre control de la acción, control del desempeño y motivación.
Los principales referentes para comprender tanto el modelo de Kuhl como el de Heckhausen son los modelos interpretativos de la motivación, en particular el de motivación de logro de Atkinson (1974).
Kuhl considera que los modelos motivacionales de expectativa de éxito por valor de incentivo no son suficientes para explicar la perseverancia o declinación en el curso de la acción: “Parece haber un consenso implícito entre los investigadores acerca de que una fuerte motivación es suficiente para una alta persistencia en la tarea. Esta visión ignora el problema del control de la acción” (Kuhl, 1984, p. 108). Por eso distingue cuidadosamente entre la motivación y la acción, y se centra en el estudio de los procesos que permiten controlar a esta última, con la hipótesis de que un déficit en la persistencia y desempeño es atribuible a un déficit en el control de la acción más que a un déficit motivacional. De allí la necesidad de que entren en juego procesos mediadores cuya finalidad es, precisamente, proteger el logro final cuando surgen obstáculos en el curso de la acción. Se distinguen seis tipos de procesos:
1. Atención selectiva a los aspectos de la acción que son relevantes para la intención en curso.
2. Control de la codificación: se codifican los rasgos de los estímulos que están relacionados con la intención en curso, se usan estrategias de elaboración de la información para mejorar la ejecución.
3. Control de las emociones: enlaza la fase de ejecución con la fase previa motivacional, tratando de impedir las emociones negativas y de enfatizar las que facilitan la eficacia de la acción.
4. Control de la motivación: se fortalece la base motivacional de la intención en curso. Se trata, fundamentalmente, de una reconsideración y revaloración de los motivos de la acción, del valor de la meta y de las expectativas positivas respecto del logro de la misma. Aquí es más evidente que en el resto de los procesos la necesidad de considerar como intrínseco al acto volitivo el momento afectivo-valorativo, en virtud del cual lo que, en definitiva, mantiene la intensidad de la acción, es decir la perseverancia, es el compromiso del sujeto con el contenido de valor de la meta, inseparable de su propia realización personal.
5. Control del ambiente: una instancia de los dos anteriores, que pueden ser puestos en juego mediante alguna manipulación del ambiente.
6. Procesamiento “parsimonioso” de la información: modo de conducir el proceso de deliberación que lleva a la decisión, evitando detenerse excesivamente en la consideración de los motivos, lo que caracteriza a un tipo de sujeto “rumiante”, indeciso.
Sin negar el valor de las hipótesis de Kuhl, cabría señalar que resulta demasiado tajante la separación entre motivación y acción volitiva, porque la misma motivación es un acto o momento de la conducta en el cual está presente la voluntad en cuanto esta tiene por objeto el bien aprehendido e intentado como fin y por lo tanto la primera “protección de la acción”, a mi juicio, es la valoración de la meta, y la relación de esta valoración con el contenido objetivo de valor de esa meta, que es lo primero que puede sustentar el curso de una acción. Si bien algo de esto se halla implícito en la descripción de los procesos mediadores, tal como Kuhl los presenta, sería preciso introducir una jerarquización en dichos procesos, distinguiendo los que hacen a lo formal u operativo y los que hacen al contenido de valor, siendo estos últimos los que permitirían restablecer la relación de mutua apertenencia entre motivación y acción, hablar de curso de acción motivado versus curso de acción automático y, a la vez, salvar la oposición entre motivación extrínseca e intrínseca.
En efecto, el contenido de valor objetivo de la meta por una parte es extrínseco, lo que no significa una calificación peyorativa ni comprometida con los modelos conductistas puesto que, siendo las capacidades del sujeto precisamente potenciales, requieren ser actualizadas por algo en acto, exterior a su propia operación y a la vez adecuado a sus exigencias intrínsecas de desarrollo perfectivo. Por otra parte, ese contenido objetivo debe ser concebido y valorado en su valor en sí y para el sujeto, condición necesaria para convertirse en motivador y dar así lugar a la determinación de un objetivo de acción. Este sería el momento subjetivo, lo que no significa arbitrario, opuesto a objetivo, en razón de las condiciones antes explicitadas, sino que refiere a lo que se constituye desde la interioridad del sujeto. En otras palabras, este sería —o debería ser— el momento de la libertad como compromiso.
Kuhl, en cambio, asigna a la voluntad solo el proceso post-decisional que consiste en “energizar el mantenimiento y realización de las acciones planeadas” (Kuhl & Beckman, 1985, p. 90).
En su modelo el primer momento es el motivacional. En él se forman las intenciones, se elaboran las razones para hacer algo, se selecciona una alternativa, en razón de la probabilidad de éxito del sujeto (Ps) y del valor de incentivo (I) de la meta. Kuhl enfatiza, en este punto, el aspecto temporal en el proceso decisional, señalando que en contextos reales hay un tiempo limitado para la decisión, cuya duración está principalmente bajo el control de la voluntad2.
Como resultado de ese proceso una tendencia motivacional se convierte en una intención, para lo cual debe satisfacer ciertas reglas de admisión que podríamos conceptuar, a partir de los ejemplos que da Kuhl, como principios de valor más generales que subyacen a los valores de incentivo específicos de las metas particulares, o también como fines que el sujeto ha asumido en su vida y que lo caracterizan existencialmente, fines que son precisamente punto de partida del proceso deliberativo y criterio de cada elección. Dicho en otros términos, una meta específica tiene un valor superior de incentivo por su relación con el fin o proyecto existencial de cada sujeto. Esto no implica negar los valores objetivos de determinadas metas, sino reconocer que, de acuerdo con la estructura personal, las mismas metas mueven de modo diverso a cada persona.
Kuhl plantea en términos psicológicos la situación en la cual una tendencia no dominante se convierte en intención de acción, situación que no tiene explicación en el modelo motivacional de expectativa por valor de incentivo y que Kuhl tipifica como conducta no hedonista. En estos casos, el estado motivacional inicial se caracteriza por un conflicto entre dos tendencias, de las cuales la no-hedónica puede no tener tanta energía disponible, sobre todo al principio, por lo cual se requiere que sea reforzada por procesos volitivos.
Este planteo asume, de modo implícito, presupuestos kantianos que reducen la voluntad a un control en el que no deben entrar contenidos de valor, los que serían propios del momento motivacional. La distinción propuesta entre motivación y acción volitiva presupone que la motivación es solo afectiva y que su identificación con la volición haría caer en mecanicismo determinista. Sin embargo el planteo corre el riesgo de deslizarse al extremo del voluntarismo formalista.
Cabría aquí hacer una consideración más esencial acerca de la naturaleza de la deliberación y de su relación con los fines últimos de la persona y con la decisión que cierra el proceso deliberativo. Pero todos estos elementos van más allá del componente cognitivo, que si bien es condición necesaria para la decisión, no es suficiente, sino que se requiere considerar la meta en relación con el ejercicio de la libertad frente al proyecto último existencial de cada sujeto, que es el criterio para determinar metas y sostener cualquier curso de acción.
De un modo operativo, tiene cierta relación con lo antedicho la condición puesta por Kuhl para el acceso al uso de estas estrategias volitivas enunciadas. La condición es que “la representación cognitiva de la intención en curso incluya alguna referencia al yo (self) como agente causal de la acción intentada” (Kuhl, 1984, p. 127). En otras palabras, es preciso tener presente la relación entre la meta, convertida en propósito, y la propia acción libre, lo que la teoría de la atribución designa como locus de control interno, en virtud de lo cual el sujeto sabe que la acción y sus resultados dependen de él, se le atribuyen, y por eso tiene sentido que ponga en juego procesos de control que le den cierta garantía de eficacia.
El control de la acción interactúa, según el modelo presentado, con el control del desempeño, es decir que el sujeto somete a prueba el grado de congruencia que hay entre el resultado de una acción y un criterio o patrón de evaluación y si hay discrepancias introduce acciones correctivas para satisfacer el criterio (en el modelo esto se designa como TOTE3: test-operación-test-exit, o sea fin del ciclo de control).
Todas las fases del modelo de Kuhl describen la ejecución de un plan de acción orientado a lograr determinados objetivos. En su aspecto operativo permite derivaciones muy concretas en la tarea pedagógica, en lo que se refiere a la enseñanza de estrategias volitivas, aunque es preciso complementar el modelo con la consideración de los actos de discernimiento de los valores que encierra la meta y de los aspectos referidos a las disposiciones habituales subjetivas que le permitan al actor disponer libremente de sí. Es decir que la educación volitiva debe poner como eje la configuración virtuosa del sujeto, para la cual los procesos descritos por Kuhl en su teoría del control de la acción pueden constituir medios útiles, siempre que se los inserte en un adecuado horizonte de fines de la vida humana y de su concreción en un proyecto existencial.

El modelo del Rubicón
Este modelo de la acción motivada es propuesto por H. Heckhausen (1991) a partir de sus trabajos en colaboración con J. Kuhl y de la revisión de los modelos motivacionales de expectativas de logro por incentivo.
El modelo considera cuatro fases en la acción, subdivididas en dos grandes etapas cuyo límite común es la decisión, que recibe, justamente, la denominación metafórica de Rubicón, antecedida por la etapa pre-decisional o motivacional y seguida por la etapa post-decisional o volitiva. La diferenciación entre procesos motivacionales y procesos volitivos representa, justamente, el núcleo del modelo Rubicón.
En la fase pre-decisional, de la motivación, se consideran los objetivos posibles para la acción. Es una fase deliberativa que culmina con la formación de una intención e implica un proceso de control metavolitivo definido como tendencia a acabar la deliberación.
En la fase volitiva pre-accional una intención de objetivo se convierte en una intención de conducta porque logra imponerse por encima de otras intenciones o tendencias que compiten con ella.
Cabe señalar, desde una perspectiva filosófica, que esta tarea pertenece al núcleo de la voluntad que, por su cualidad de libre, cierra la deliberación con un acto de preferencia por una meta y no por otras posibles. Emerge aquí la supremacía existencial de la libertad, en las antípodas de cualquier solución mecanicista, puesto que no es el motivo el que se impone por sí mismo, sino que la voluntad lo pone por encima de otros motivos en virtud de su mayor congruencia con los fines y valores que han llevado al proceso de deliberación. En el modelo que estamos presentando, en la fase volitiva accional el desarrollo de la acción es guiado por una representación mental de la intención referida a la meta, que no es necesariamente consciente durante todo el curso de acción, pero que se activa cuando el curso de acción se ve obstaculizado por la interferencia de otras tendencias o por factores externos. Heckhausen sostiene que “la intensidad y perseverancia de la acción está determinada por la fuerza volitiva de la intención referida al objetivo. La fuerza volitiva es una variable cuyo valor tope está determinado por la tendencia motivacional” (1991, p. 185). A su vez el monto de la actual fuerza volitiva —o esfuerzo disponible— depende de la dificultad que debe ser vencida. Esto significa que el nivel de esfuerzo no se relaciona tanto con las variables de la etapa motivacional sino con las demandas que surgen en el curso de acción. El autor puntualiza que el control del esfuerzo es uno de los procesos claves en el control de la acción: los sujetos más exitosos son aquellos que son capaces de modular el esfuerzo para mantener la eficacia. En esta fase se ponen en juego los procesos mediadores.
En la fase motivacional post-activa, una vez que la acción ha terminado, se evalúa el resultado de la acción y se sacan conclusiones para acciones futuras. Esta fase tiende un puente entre el pasado y el futuro, permite que el sujeto capitalice la experiencia para planificar y conducir mejor futuras acciones.
Aquí inciden los estilos personales: el sujeto centrado en sus propios estados tiene dificultad para desactivar una intención que no ha sido llevada a cabo por completo, le cuesta flexibilizar la acción para responder a los nuevos requerimientos de la situación, puede caer en conductas de perseveración o en el cuadro llamado de indefensión aprendida (Dweck, 1986; Peterson & Seligman, 1993) que tiene lugar cuando se fijan los fracasos bajo la forma de atribuciones negativas en cuanto a la auto-eficacia, lo que determina ulteriores cursos de acción no exitosos. En este caso es conveniente prevenir las conductas rumiantes proponiendo nuevas tareas que, a la vez, permitan extender la perspectiva de futuro (Nuttin & Lens, 1992).
El estilo de control volitivo centrado en la acción incide de modo positivo en el uso de estrategias y procesos mediadores y caracteriza a los sujetos más auto-regulados. En efecto, es propio de los sujetos con este estilo: 1) ejercer atención selectiva sobre la información que es relevante para el logro de la meta; 2) tener mayor facilidad para dejar la actividad cuando la meta no es relevante; 3) evitar la hiper motivación —es decir el compromiso simultáneo con diversas metas— con su consecuencia de deficiencia en la ejecución; 4) evitar estados rumiantes, como el sobre-análisis acerca de la propia actuación, la atención excesiva a las expectativas sociales acerca del desempeño propio, etc.
Estas características pueden expresarse desde la perspectiva de la educación afectivo-moral, como exigencias de promoción de virtudes específicas tales como: esfuerzo de objetividad, valoración de los fines objetivos por encima de la propia imagen social o de la valoración del yo, perseverancia y evitación de la veleidad, desarrollo de respuestas afectivas acordes con un orden objetivo de valores, fortaleza, capacidad de renuncia respecto de todo lo que interfiere con el logro de los fines valorados y libremente elegidos.

Voluntad y motivación
A lo largo de los puntos anteriores se fue señalando la relación entre motivación y voluntad, tratando de mostrar que el momento motivacional no puede ser escindido del volitivo, sino que es un aspecto de este, en la medida en que la voluntad no puede reducirse a pura actividad, sino que debe considerarse como una capacidad bipolar: afectivo-tendencial.
La motivación pertenece, en primera instancia, al momento afectivo, en el cual se vivencia el valor de lo que ha sido conocido, la relación que tienen las dimensiones de lo real con la propia subjetividad. De allí surge la respuesta afectiva, no meramente sensible, sino desde la totalidad del sujeto, ni clausurada en la inmanencia de la subjetividad, sino con un carácter intencional propio de la intrínseca referencia de toda capacidad a su objeto propio, que es la base del carácter finalista, propositivo, de la conducta.
Vale decir que la respuesta afectiva humana da origen a la tendencia, la cual a su vez se concretará en un intención, una decisión y un curso de acción atravesado y sostenido por la decisión que contiene el valor de la meta, convertido en propósito de acción, el cual es, precisamente, el núcleo del aspecto dinámico de la conducta.
Una de las concepciones contemporáneas más comprehensivas de la verdadera naturaleza de la motivación que tiene en cuenta la interacción de lo cognoscitivo y lo dinámico, lo afectivo y lo tendencial es, a mi juicio, la teoría relacional de la motivación de Nuttin (1973, 1980).
Por una parte, asume las contribuciones más valiosas de la psicología cognitiva contemporánea, pero a su vez las inscribe en un marco más amplio, dentro de una concepción humanista de la conducta humana cuya nota esencial es la propositividad, es decir el estar orientada a fines que son resultado de la elaboración cognitiva de las necesidades. “El fenómeno motivacional básico es la orientación activa, persistente y selectiva que caracteriza la conducta” (Nuttin, 1973, p. 13). La motivación implica tanto la movilización tendencial cuanto la orientación y con esta la intervención de la función cognitiva, porque la meta debe estar presente en forma anticipada, debe existir cognitiva y volitivamente como intención. Por eso, si bien la necesidad da cuenta de la activación, la tendencia recibe su orientación a partir de los procesos cognitivos y valorativos. El proceso de formación de la meta es clave en la motivación, como lo es el conocimiento de los resultados de la acción para plantear una nueva meta. En el estudio de la motivación ocupan un lugar central los procesos mediante los cuales las necesidades se transforman en fines y proyectos de acción. La motivación es el aspecto dinámico y direccional de la conducta, de allí que la concepción de aquella depende de la concepción de esta.
La conducta es definida como una respuesta significativa ante una situación. Es un fenómeno global integrado por todos los procesos y funciones psíquicas en su relación con el mundo, que implica no solo lo motriz y manifiesto —como en la concepción conductista— sino un continuo en el que cada acto está dentro de un proyecto o plan de acción, del cual toma precisamente su significado. En el proceso continuo de toda conducta se distinguen tres fases: 1) la situación percibida, 2) la situación a alcanzar: el fin, y 3) la acción que media entre la primera y la segunda fase. De allí que la motivación no sea vista principalmente como descarga de energía, concepción homeostática, sino como proyecto y estructura de medios y fines, concepción teleológica.
En la primera fase hay una construcción en cuanto la situación no es un mero dato físico, sino que implica la elaboración cognitiva de una necesidad, es decir el significado de esta dentro de una situación que contiene al sujeto con sus experiencias previas, de donde toma su valor concreto la motivación, al hacer que la necesidad se convierta en motivo. La segunda fase es la nuclear; en ella se concibe el fin o proyecto mediante procesos representativos y conceptuales específicos del hombre y que le permiten trascender el ahora y aquí propios de la percepción. La fase de ejecución está regulada por el fin (objeto-meta) que le da a la acción su dirección concreta y su rasgo esencial de ser propositiva. Cada acto es instrumental en relación con el fin y no puede ser comprendido acabadamente sin referencia a este.
Nuttin desarrolla una formulación de la acción motivada “cuyo punto de partida no es un estímulo ni un estado de cosas, sino un sujeto en situación [...] en un ambiente percibido y concebido por él” (Nuttin, 1980, p. 48). El sujeto ejerce una acción sobre la situación actual para convertirla en la situación concebida, guiado por el proceso intencional o motivacional que da su dirección a la acción ejercida. El efecto o resultado del acto, en cuanto corresponda —o no— al fin concebido, será refuerzo positivo o negativo y constituirá un nuevo punto de partida.
La necesidad, base de la motivación, es concebida como una relación requerida con ciertos objetos para el funcionamiento óptimo del individuo, el cual a su vez remite a criterios de dos tipos: los innatos y los construidos por el sujeto. Los primeros se refieren a un sistema complejo de necesidades que expresan diversos niveles en la naturaleza humana. Esos niveles se manifiestan a partir del carácter selectivo de los objetos y relaciones que el individuo requiere, ya que “es la naturaleza del objeto (por ejemplo el alimento, la consideración social, el afecto) la que define la naturaleza de la necesidad, es decir de la relación requerida” (Nuttin, 1980, pp. 68-69).
La descripción de la conducta humana permite distinguir tres niveles de necesidades: psico-fisiológicas, psico-sociales y espirituales. Cada una de ellas está orientada hacia una categoría de objetos que es la única apropiada para satisfacerla, es decir que en la propia necesidad existe determinada direccionalidad selectiva, una orientación preferencial inscripta en la estructura psíquica, que no es aprendida sino innata. Sobre la base de esa orientación fundamental se dará una concreción en la que cada persona irá desarrollando su propio sistema de motivaciones a partir de sus experiencias, de sus fines personales y de su contexto social. En ese desarrollo tendrá un lugar central el proceso de elaboración cognitiva de la necesidad por la que esta dará origen a los motivos concretos de conducta de cada sujeto.
La motivación consiste, precisamente, “en esta configuración concreta de las orientaciones dinámicas permanentes” (Nuttin, 1980, p. 79). Tiene una función directriz, reguladora, de coordinación y de unidad de significación de los distintos tramos de la conducta. Esa función se debe a la influencia que tiene sobre la conducta el objeto-meta, o sea el fin. Es decir que es el fin, tal como es conocido y valorado por el sujeto, el que da a la conducta orientación y significado.
El aspecto direccional de la motivación es su característica esencial, y aun los aspectos de activación e intensidad son concebidos en relación con la naturaleza del objeto. En otras palabras, la motivación no es una cantidad de energía cualitativamente neutra; es, en primer término, una tendencia específica hacia determinada categoría de objetos y su intensidad se halla en función de la naturaleza del objeto y de su relación con el sujeto (Nuttin, 1980, p. 82).
Las necesidades fundamentales, elaboradas cognitivamente, son las grandes formas de la motivación.
A su vez, la necesidad, con su estructura bipolar (individuo-ambiente) se bifurca en dos direcciones fundamentales: la que acentúa el polo del sujeto da lugar a la actividad de autodesarrollo, conservación, realización de sí mismo; la otra dirección determina el objeto de la motivación (la relación social, el alimento, el conocimiento, etc.). Ambas direcciones son complementarias, pues al ser las capacidades del sujeto esencialmente intencionales, el dinamismo que orienta al autodesarrollo orienta simultáneamente al contacto con las diversas categorías de objetos. Así, por ejemplo, en el aspecto social, la imitación, la identificación con el otro, es la primera fase de la gestación de la identidad personal, que se complementará con la tendencia a la autonomía.
Las necesidades fundamentales en el hombre no se limitan al autodesarrollo fisiológico ni siquiera se agotan en la afirmación de sí en el contacto social, sino que incluyen las llamadas necesidades superiores a partir de la modalidad específica que tiene la actividad cognoscitiva en el hombre, que lo lleva a buscar una comprensión integral de la realidad y del sentido de su existencia, a: interesarse por el valor de realidad y de verdad de sus concepciones [...] a evaluar sus actos y los de otros en función de determinados valores objetivos [...] y a comprender en forma crítica el alcance de lo que hace y sabe, el sentido de su existencia, el lugar que ocupa en el espacio y en el tiempo, etc. (Nuttin, 1980, p. 125).
Todo esto constituye una fuente específica de la motivación humana que, a partir de la función cognitiva, construye un sistema referencial —una jerarquía de valores— que interviene en la regulación y evaluación normativa de la conducta, constituyendo a la vez una especie de vértice de unificación de los fines y proyectos de acción, en concordancia con la imagen ideal que cada sujeto elabora de sí mismo.
La jerarquía objetiva de valores y el yo ideal son la doble fuente del patrón o criterio para evaluar los resultados de la propia conducta y configurar las expectativas subjetivas de éxito o fracaso en relación con un nivel de aspiraciones que resulta así ni puramente subjetivo-psicológico ni solo originado en las influencias sociales.
Las grandes orientaciones de las necesidades son, como se dijo, la raíz del proceso motivacional, pero en este proceso las necesidades se concretizan en motivos por vía de la canalización, que consiste, precisamente, en la especificación de la necesidad en una vía conductual concreta, por medio del aprendizaje. Así se desarrollan las motivaciones y pueden incluso ir cambiando los motivos concretos, en la medida en que objetos-meta que en un momento de la vida son fuente de satisfacción, dejan de serlo, sea porque ya no responden a la imagen de sí que el sujeto ha ido elaborando, sea porque constituyen metas superadas y por eso el sujeto cambia su nivel de aspiración o criterio de logro. Nuttin llama a este proceso fase ascendente de la motivación, porque en ella es el mismo sujeto el que, una vez alcanzado un resultado buscado, no descansa en ese estado de equilibrio, sino que se crea nuevas tensiones, buscando responsabilidades crecientes.
En concreto en nuestra concepción de la motivación humana, son los procesos de formación de fines y de proyectos los que representan esta línea ascendente del desarrollo [...] y esta tendencia a sobrepasar el resultado alcanzado, que orienta la acción humana en el sentido del progreso [...] y que se identifica con el dinamismo central hacia el autodesarrollo (Nuttin, 1980, p. 143).
El proceso de formación de fines es presentado por el autor bajo la forma de un modelo —ETOTD— que reformula el modelo cognitivista —TOTE—, según el cual toda conducta se inicia con un test (T) o estimación de la discrepancia que hay entre un estado actual y un estándar o imagen del estado a alcanzar. Si hay discrepancia, comienza la operación (O), el proceso sigue con otra medición (T), hasta que, con la desaparición del desnivel, termina la acción (E = exit).
En cambio, para Nuttin, la cuestión clave es el origen de ese criterio o estándar que, a su juicio, corresponde a una meta elaborada por el propio sujeto, un fin que es el verdadero punto de partida motivacional de la acción, que regula todo su desarrollo y su finalización. Sobre una base de estándares innatos —que corresponden a las exigencias de la propia naturaleza y se manifiestan en la direccionalidad de las capacidades hacia sus objetos propios— se construyen los estándares personales, expresión operativa del propio proyecto existencial.
Es una tesis central de la teoría del autor que el proceso motivacional se inicia con la elaboración cognitiva de las necesidades, de la que resulta un objeto-fin y un proyecto de acción para llegar a ese fin. Dicho fin tiene entonces un primer nivel de existencia ideal (a nivel de representación o de concepto idea-valor) que requiere a la vez de la capacidad creativa del sujeto y de un ajuste realista a las propias posibilidades y a las del medio. Por lo tanto, la discrepancia no es meramente advertida, sino creada por el mismo sujeto. A ella le sigue un proyecto de acción y una fase de ejecución, en la cual lo que mueve —en sentido real, de causalidad eficiente— no es el elemento cognitivo sino el agente, es decir, el sujeto motivado en razón de su tendencia al autodesarrollo, concretada en el fin elaborado cognitivamente y asumido como valor. En síntesis, contrariamente al ordenador, el individuo que se conduce es motivado, sea por exigencias innatas, sea por fines construidos y esto origina la discrepancia a la vez que mueve a actuar. De allí la nueva fórmula: el sujeto motivado construye el estándar (E); el test (T) o evaluación de la discrepancia y el test del resultado que se sigue de la operación, son todos dirigidos por la orientación dinámica hacia el fin, el cual determina también el fin de la operación.
La intensidad de la motivación depende también del fin y en particular del carácter realista de este. Si “la distancia temporal objetiva del fin último permanece constante, la realidad de ese fin aumenta en función de toda condición que disminuya la distancia percibida (subjetiva)” (Nuttin, 1980, p. 159).
La elaboración cognitiva de la necesidad implica a la vez su personalización. En palabras del autor: al transformarse en fin y proyecto, la necesidad se convierte en un ‘asunto personal’. El fin formado es ‘mi’ fin y la conducta que lo sigue es ‘mi’ acto, de tal modo que el sujeto se estructura como personalidad en cuanto asume un fin, cuya concepción depende tanto del concepto de sí cuanto de la concepción del mundo. Ese fin así asumido da lugar a la autorregulación de la conducta. La conducta del sujeto se regula, en último análisis, sobre los fines que se da a sí mismo; fines que constituyen y concretan su concepción de sí (Nuttin, 1980, p. 165).
Aquí, sin duda, cabe hablar del rol de la libertad, por la cual el hombre se auto-conduce a partir de los fines elegidos. Ese mismo fin personal es el criterio para evaluar como éxito o fracaso los resultados de la conducta, es decir que es auto-reforzador. El concepto de auto-refuerzo, dentro de la psicología humanista, supone un sujeto que se conoce, se valora, es y se sabe causa de sus actos. De donde “la personalidad es fuente de motivación en cuanto el dinamismo de autodesarrollo reviste en ella su forma consciente como concepción de sí [...] Desarrollarse, en el hombre es, en parte, transformarse en lo que se propone ser” (Nuttin, 1980, p. 167). Entre la concepción realista de sí y la imagen ideal se genera la tensión constructiva que mueve el actuar. Esa tensión que es la forma concreta de la tendencia al auto-desarrollo, en la medida en que el sujeto la hace suya, la asume, se convierte en fuente de acción voluntaria.

Conclusiones
El planteo de la relación entre motivación y voluntad en la psicología de la educación actual tiene el gran mérito de haber recuperado la función volitiva para la comprensión integral de los procesos que intervienen en el aprendizaje y, en general, en las conductas auto-reguladas. Sin embargo, los fundamentos teóricos, en la mayoría de los autores, han asumido una concepción de la función conativa que se gestó en el S. XVIII a partir de la filosofía kantiana y de la psicología empirista de Tetens. Esto ha llevado a escindir el momento motivacional del volitivo, reduciendo la voluntad a energía, esfuerzo, control y eficiencia en la actividad, sin objeto ni motivos propios. Cabría señalar que la función conativa, como tendencia, no puede identificarse con la voluntad por dos razones: la primera es que la tendencia humana puede ser de orden sensible o de orden espiritual —y solo esta última es propia de la voluntad— y la segunda es que la voluntad no se reduce al momento de tender, sino que este está precedido y condicionado por el momento de recepción afectivo-espiritual de un objeto conocido y asumido como bien, es decir con capacidad de satisfacer una necesidad que trasciende lo sensible, sin dejarlo de lado, sino integrándolo en el horizonte del bien integral de la vida humana.
De allí que, a mi juicio, no se pueda separar la motivación de la voluntad sino, más bien, reconocer tipos de motivación cualitativamente distintas, algunas de ellas clausuradas en el plano sensible y otras abiertas a un orden de valores y de necesidades propias de la dimensión espiritual que implican la deliberación, la decisión y la consecuente autodeterminación de la voluntad libre.
Los modelos presentados en el desarrollo de este trabajo muestran el giro conceptual aludido, a la vez que avanzan en la operativización de las estrategias requeridas para sostener el curso de la acción, pero el mayor riesgo que se corre es la reducción de la educación afectivo-moral a procesos formales que dejan de lado la configuración virtuosa de la personalidad, con el rol decisivo del discernimiento de valores y la adhesión libre a estos.
De allí la necesidad de recuperar una concepción integral de la conducta tal como la propone Nuttin, quien recoge los mejores aportes del cognitivismo integrándolos, a la vez, en una visión superadora, centrada en la tendencia ilimitada del hombre a la autoconfiguración personal, obra del ejercicio de la voluntad libre frente a los fines últimos, que supone necesariamente el ejercicio de las funciones superiores de conocimiento específicamente humano.

Notas
1. En la antropología clásica y medieval, desde Aristóteles a Santo Tomás, los sentidos internos son potencias de conocimiento, cuyo objeto es alguna dimensión de lo real que ha sido captada en primer lugar con el concurso de los sentidos externos. En cambio el sentido interno del que habla Tetens tiene por función el sentirse, la captación de la modificación subjetiva.
2. Lo que Kuhl señala desde la psicología lo ha tratado Santo Tomás desde la antropología filosófica, al analizar la deliberación como un proceso de evaluación de un curso probable de acción que tiene su comienzo en la estimación de un fin como valioso y que termina en un juicio práctico como inmediato antecedente de la elección, proceso que es iniciado, sostenido y llevado a fin por la voluntad, en razón de ser esta la potencia a la que corresponde el fin de cada acción y el fin último de la vida humana. (Cfr. entre otros textos, Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, q.1, a.5; I-II, q.1, a.7; II Sent., d.25, q.1, a.1; I, q.5, a.4 ad 3, etc.).
3. Nuttin presenta una corrección al modelo TOTE que consiste, fundamentalmente, en poner el criterio como punto de partida de todo el proceso, criterio que consiste justamente en los fines o principios de valor que cada sujeto discierne o elige para sí.

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Revista de Psicología Vol. 27 (2), 2009