Argumentos de Fondo / Afectividad
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La felicidad según Max Scheler
Sergio Sánchez-Migallón

Resumen:
El artículo trata de analizar el fenómeno de la felicidad según Scheler en tres pasos. Primero, como sentimiento espiritual en el marco de la clasificación de los estratos sentimentales, descubriéndose, sobre todo, como acto y no como estado. Segundo, se profundiza en ese carácter de acto, iluminándolo como fuente de sentido. Por último, la felicidad se propone como signo de la identidad esencial de la persona, y se aborda brevemente el sentimiento contrario, la desesperación.

Palabras clave: Felicidad, Scheler, sentimiento, persona.

1. La Felicidad Como Sentimiento Espiritual
Es justo afirmar que la novedad de la filosofía de Max Scheler particularmente en el terreno moral y afectivo— sacó importantes asuntos del estancamiento intelectual en que se hallaban sumidos desde la modernidad. Uno de esos problemas es la felicidad.
Basta recordar que la felicidad se entendía en general pacíficamente, allá en la filosofía antigua y medieval, como compuesta solidariamente de dos componentes: uno objetivo, el bien disfrutado (que en este caso era el llamado bien supremo), y otro subjetivo, el disfrute mismo. Ahora bien, la concepción del bien supremo era subsidiaria de un orden global metafísico y antropológico, y éste es sumariamente arrumbado en la modernidad a manos del empirismo.
Por consiguiente, la felicidad pasó a verse como el mero estado de satisfacción subjetiva. En este contexto, desaparece cualquier relación de la felicidad con elemento objetivo alguno, y en particular con la moralidad, con el ser bueno. De este modo, la doctrina general del eudemonismo o ética de la felicidad cae en el descrédito más absoluto; se entiende como una pura técnica de obtención de placer que poco o nada tiene de auténticamente moral. Por tanto, la felicidad y la moralidad se ven entonces unidas a lo sumo —y cuando al menos no se ven como contrapuestas en la forma de egoísmo y desinterés— por una armonía preestablecida o (en Kant) por una exigencia que deba ser garantizada incluso por una intervención divina, pero no en modo intrínseco alguno.
Pues bien, en esta situación el fenomenólogo muniqués trata de rehabilitar el carácter objetivo de la felicidad y de recomponer la relación intrínseca entre ella y la moralidad. Pero no lo hace primeramente recuperando el entero orden metafísico y antropológico clásicos, sino —de manera típicamente fenomenológica— buscando la objetividad de las vivencias psíquicas (y la felicidad es una de ellas) a través de las vivencias mismas. Así, descubre a un tiempo el referente objetivo bueno de las tendencias y emociones, el orden de lo valioso, y reelabora la psicología de la afectividad que se había empobrecido a causa del empirismo hedonista.
Conforme a lo que se acaba de introducir, Scheler elabora su discurso más extenso sobre la felicidad en el marco de la crítica al eudemonismo empirista1. Una doctrina ésta elaborada por los empiristas británicos y franceses, y asumida acríticamente por Kant.
No es preciso recordar aquí dicho empirismo, que en la esfera afectiva sólo reconoce los sentimientos sensibles y no concibe otra noción de lo agradable que la del placer2 (por lo que ese eudemonismo se llama también eudemonismo hedonista). Y de que Scheler adscribe esa visión al empirismo moderno y no al eudemonismo clásico y medieval he aquí una buena prueba, lamentando que Kant perdiera una gran oportunidad para rectificar en este punto el rumbo de la filosofía moderna: "¡Ojalá Kant hubiera sido capaz de pensar, con la palabra 'alegría', también en la profunda alegría de la actividad espiritual que Aristóteles incluye en su concepto de eudemonía (estado de bienestar y belleza del alma); o en la hilaritas et serenitas animi de los romanos; o en la 'bienaventuranza' del cristianismo, protegida por Dios e indestructible por 'destino' exterior alguno, y que podía llenar incluso a los mártires ardiendo en las llamas! ¡Ojalá Kant hubiera podido pensar, con la palabra 'felicidad', también en algo distinto que justo en la discutible 'felicidad' del alma de su época, en el estado placentero sensible; y no hubiera hecho suya la teoría sensualista radicalmente falsa de algunos franceses e ingleses, según la cual toda clase de sentimientos de felicidad y sufrimiento (excepto el sentimiento de 'respeto a la ley moral') deberían poder reducirse genéticamente a sentimientos sensibles!" 3.
Pues bien, para depurar la idea de felicidad de las adherencias hedonistas, Scheler emprende varias tareas: distinguir netamente entre los valores como cualidades objetivas y el placer como estado subjetivo provocado por lo valioso4; una clasificación muy fina de las vivencias emotivas o sentimientos en general, donde ilumina fundamentalmente la diferencia entre estados sentimentales no intencionales y el sentir intencional como función y como acto5; un extenso análisis del auténtico significado de la relatividad y subjetividad de los valores, puesto que el eudemonismo tiende a definir lo valioso o bueno por relación a la tendencia humana, a saber, como aquello que la cumple6; y, por último, la tesis de la estratificación de la vida emocional7.
Tras numerosos y finos análisis, Scheler logra romper la univocidad sensualista de la vida emocional humana (y a fortiori de la tendencial), tan característica del hedonismo. Al conseguir disociar lo bueno en general (o valioso) y el placer, hace posible el correlativo despliegue de la actividad emocional en vivencias variadas, pudiéndose entonces hablar de diversas formas de desear y de tender, así como de diversos objetos de esas vivencias.
Pero Scheler descubre entonces un desdoblamiento de la vida emocional, por así decir, relativamente novedoso. Tradicionalmente se había hablado de diversos géneros de objetos buenos y de los respetivos apetitos hacia ellos como más o menos elevados o superiores, o bajos o inferiores. Es decir, la mira estaba puesta frecuentemente en la valía o dignidad de los objetos, y ella definía su vez la altura valiosa de la tendencia hacia ellos. Más lo que ahora ilumina el fenomenólogo es una diferencia, no en las tendencias o sentimientos por su relación al objeto, sino más bien, además, por su relación al sujeto. Y, desde luego, esto es muy justo, pues así como no es posible separar el tender y el sentir del objeto al que tiende, tampoco puede prescindirse de su ser vivencia de un sujeto. "Todos los 'sentimientos', en general, tienen una referencia vivida al yo (o a la persona) que les distingue de otros contenidos y funciones (sentir sensaciones, representar, etc.); referencia en principio distinta de aquella que también puede acompañar a un representar, querer y pensar"8. Según este criterio —que Scheler llama de "profundidad"— pueden distinguirse "cuatro grados muy característicos del sentimiento"9: el sensible, el corporal y el vital, el puramente anímico y el espiritual. Lo cual irá dibujando el mapa donde poder situar la felicidad.
Los fenómenos desde los que Scheler dice descubrir su tesis son bien elocuentes:
"Un hombre puede ser dichoso y sufrir a la vez un dolor corporal; incluso ese sufrir el dolor puede ser un sufrimiento dichoso —tal, por ejemplo, en los auténticos mártires de sus convicciones religiosas—; por otra parte, se puede sentir un placer sensible cuando se está 'desesperado hasta el fondo del alma', y hasta gozarlo centrado en el yo. Más también se puede estar 'sereno' y 'tranquilo' en medio de una grave desgracia vivida; por ejemplo, en presencia de una gran pérdida de fortuna, si bien es imposible en ese caso estar 'contento'. Y se puede también, estando descontento, beber un vaso de buen vino y paladear su aroma"10.
"Un rostro melancólico sigue siéndolo en la risa, y otro sereno lo es también en el llanto. La ausencia en un solo sentimiento de la mezcla que hay entre sentimientos de tan diversos estratos de profundidad puede servir además de signo de que no sólo son de diversa cualidad, sino también de diversa profundidad"11.
Y sentencia: "El eudemonismo no sabe que podemos estar determinados sentimentalmente, en los diferentes estratos de profundidad de nuestra alma, de modo negativo y positivo al mismo tiempo...”12.
Así pues, Scheler habla de "profundidad" de estratos en la vida emocional, cuya gradación crece en los sucesivos estratos (sensible, corporal y vital, puramente anímico y espiritual). Una profundidad donde los sentimientos más profundos fundamentan los más someros, y no al revés; y donde los más profundos son independientes de los superficiales, mientras que éstos dependen de los primeros. Ya se adivina que el sentirse feliz se encuadrará en el estrato más profundo, permanente e independiente. Pero, ¿qué significa propiamente que unos sentimientos fundamenten otros, influyan en otros o los determinen? Scheler trata de aclararlo con nuevos ejemplos de vivencias:
"Representémonos una alegre risa, en la vivencia y en la expresión, dentro de una grave pena. En esa alegría nos salimos, de un modo sentimentalmente perceptible, desde la hondura de nuestro yo central a un estrato periférico de nuestra existencia anímica; mantengámonos en éste durante un tiempo largo o corto: siempre quedará la 'profunda pena' residiendo en el yo profundo, y dará su cuño característico a todo nuestro estado en el cambio de los estados sentimentales de aquel estrato periférico"13.
Y de este modo introduce un nuevo aspecto en la descripción que se acerca aún más a nuestra idea intuitiva de felicidad: ese aspecto es la satisfacción de la vivencia afectiva.
A Scheler le parece evidente la vinculación de la profundidad de un sentimiento con la satisfacción que ese sentimiento produce (como percepción sentimental cumplida) y en la cual consiste (como estado sentimental) 14. Con lo que aparece la ley esencial según la cual un sentimiento de mayor profundidad (o lo que es lo mismo, un sentimiento del estrato más profundo) conlleve o contenga una satisfacción más plena y asimismo más profunda. Y en referencia a la diversa profundidad de las respectivas satisfacciones habla el fenomenólogo —en otro lugar— de la relación de influencia unidireccional antes mencionada.
"Decimos que una satisfacción en el percibir sentimental de un valor es 'más profunda' que otra cuando su existencia se muestra independiente de la percepción sentimental del otro valor y de la 'satisfacción' a él unida, siendo ésta, empero, dependiente de aquélla"15.
O sea, las vivencias más profundas pueden existir sin las superficiales, o pueden permanecer durante la variación de éstas; mientras que las superficiales dependen de las profundas. Pero esta última dependencia no se refiere a la existencia, pues ya se ha visto que pueden darse variadamente sentimientos superficiales al mismo tiempo que vivencias muy otras más profundas. Dicha dependencia se refiere a la cualidad. Las vivencias superficiales son cualificadas o graduadas, positiva o negativamente, por las profundas.
"Es un fenómeno muy particular, por ejemplo, el de que sólo cuando nos sentimos 'satisfechos' en la esfera 'más céntrica' de nuestra vida —donde más 'en serio' somos—, entonces, y sólo entonces, nos satisfacen plenamente contentos sensibles o ingenuas alegrías superficiales (así, por ejemplo, en una fiesta o en un paseo). La risa plenamente satisfecha por cualquier alegría superficial de la vida estalla, por así decir, únicamente en el trasfondo de ese profundo estar satisfecho. En cambio, cuando la insatisfacción domina en ese estrato más central de la vida, aparece, juntamente, en vez de la plena satisfacción en la percepción sentimental de los valores inferiores, un ansia 'insatisfecha' e insaciable de valores de goce; de modo que puede exactamente concluirse que cada una de las mil formas del hedonismo práctico es siempre señal de una 'insatisfacción' respecto de los valores superiores"16.
Ahora bien, estas descripciones psicológicas, que ciertamente nos ponen en camino para comprender la satisfacción profunda que intuimos aparejada a la felicidad (e incluso que pensamos como su esencia), requieren un paso más. Y éste es justamente preguntarse qué es propiamente la satisfacción. Pues bien, Scheler responde claramente —mostrando de nuevo que la vida emocional no se reduce al plano sensible, como piensa el hedonismo—: la satisfacción no es el placer. En todo caso, el placer puede ser una consecuencia de la satisfacción, pero no es ella misma. De hecho, pueden vivirse satisfacciones desligadas de placer sensible. La satisfacción tampoco está unida necesariamente a una tendencia (ni previa ni concomitante), como es claro en la satisfacción del sencillo percibir o aprehender sentimental de valores. "'Satisfacción' —afirma— es una vivencia de cumplimiento. Acaece tan sólo cuando se cumple una intención hacia un valor mediante la aparición de éste"17; y también: "La cualidad de satisfacción o insatisfacción es, simultáneamente, 'señal' de [junto a la existencia de los valores que un ser percibe sentimentalmente] la relación de su tendencia y contratendencia con los valores sentidos por él"18 Es decir, la satisfacción sólo se concibe como dependiente de un polo objetivo, de una cualidad de valor. De manera que las satisfacciones, o los sentimientos, descubren y se definen por su relación a valores de diversa clase ("se corresponden la altura de valor y la profundidad del sentimiento"19), y satisfacen e iluminan, por así decir, diversos planos del sujeto.
Concretamente, en el estrato de los sentimientos sensibles (por ejemplo, dolor y agrado sensibles, placer, gozo, voluptuosidad) se descubren, del lado objetivo, los valores de lo agradable y lo desagradable; y del lado subjetivo, una parte delimitada del cuerpo vivo. En el estrato de los sentimientos corporales —como estados— y los sentimientos vitales —como funciones— (por ejemplo, temor, espera, agotamiento, frescura, vértigo, repugnancia, apetito, vigor, angustia, vergüenza, aversión y simpatía, atracción sexual) se revelan, del lado objetivo, los valores vitales; y del lado subjetivo, el yo vivido globalmente mediante el cuerpo. En el estrato de los sentimientos puramente anímicos —o sentimientos puros del yo— (como tristeza, alegría, melancolía, sentirse afortunado o desafortunado) se nos manifiestan, como polo objetivo, los valores espirituales; y como polo subjetivo, el yo psíquico sin mediación del cuerpo vivo.
Por último, en el estrato de los sentimientos espirituales —o sentimientos de la personalidad— (por ejemplo, beatitud, desesperación, tranquilidad, serenidad, paz del alma) accedemos, por el lado del objeto, también a valores espirituales; por el del sujeto, al ser y valor propio de la persona espiritual.
Como se ve, la felicidad cabe encontrarla en el estrato espiritual, el más profundo y permanente, el más capaz de satisfacción y a la vez en relación a valores espirituales. Obviamente, comprender la felicidad como sentimiento espiritual supone, entonces, la posibilidad de un sentir intencional no sensible, o sea, a su vez espiritual, y lógicamente también que la persona humana contenga un núcleo asimismo espiritual. Y entenderla efectivamente así permite desvelar, según Scheler, su verdadera naturaleza y su papel en la entera vida humana.
Al describir los diferentes estratos sentimentales, Scheler va contrastando ciertas propiedades de las correspondientes vivencias afectivas20 , las cuales se dan en grado mínimo en el estrato superficial y máximamente en el más profundo. De ellas, algunas son muy obvias cuando pensamos en la felicidad: la profundidad en el ser humano, la plenitud de la satisfacción de su cumplimiento y la capacidad de permanencia o durabilidad. Pero otras nos interesan más porque penetran en la esencia misma del sentimiento de felicidad: la intencionalidad o referencia interna a un contenido, la fundamentación y donación de sentido a experiencias de un estrato superior, la relación y continuidad de sentido entre experiencias del mismo estrato, la inclusión de pasado y futuro en la temporalidad de la experiencia, la resistencia de las experiencias a ser observadas sin desfigurarlas y la resistencia también a la provocación o modificación voluntaria.
Examinémoslas con detalle.

2. La felicidad como acto y como fuente.
En primer lugar, la felicidad como sentimiento espiritual es plenamente intencional, contiene una referencia a un contenido, a saber, a los valores superiores o espirituales. Lo cual significa es que se trata de un acto. Ahora bien, esto resulta curioso, porque estábamos hablando de los sentimientos como estados afectivos consistentes en la satisfacción como fruto del contacto con un valor, es decir, como el estado en que queda el sujeto al vivir un valor (placer si es un valor de agrado, felicidad si es un valor espiritual). Y entonces se advierte que la felicidad —igual que su opuesto, asimismo sentimiento espiritual, como veremos, la desesperación— es al mismo tiempo estado y acto. Parece un estado por cuanto resulta de una vivencia de un valor, la cual presupone el acto de captar y vivir dicho contenido valioso. Pero es sobre todo un acto, porque es una vivencia que remite al sujeto no en cuanto meramente afectado de modo pasivo, sino sobre todo como quien vive activamente lo valioso en cuestión.
Y ello hasta tal punto que nuestro autor afirma: "Lo que en mi opinión distingue a los sentimientos espirituales de los puramente anímicos [los inmediatamente menos profundos] es, precisamente, el hecho de que no puedan aquéllos ser nunca estados"21. En la terminología de Scheler, los sentimientos espirituales no son vividos por el cuerpo, ni propiamente por el yo (que puede aún objetivarse), sino por la persona (que es exclusivamente acto, sin posibilidad de tornarse objeto). Si pensamos concretamente en la felicidad, es cierto que nos vivimos felices nosotros mismos, pero hay que reconocer que nos vivimos más como siendo felices que como estando felices: es decir, nos vivimos más en el valor de ese "estado" que en nuestro vivirlo. Sin duda, en la felicidad (y en la desesperación) —y en claro contraste con los sentimientos sensibles— el sujeto se siente lleno y henchido de un sentir objetivo, quedando el aspecto subjetivo en segundo plano. "En la beatitud y desesperación auténticas, lo mismo que en la serenidad (serenitas animi) y en la 'paz del alma', aparece como borrado todo estado del yo"22 Lo cual casa bien con las experiencias descritas según las cuales los sentimientos espirituales dan sentido, colorean o tiñen, todos los sentimientos y vivencias menos profundas.
Es decir, la felicidad es acto porque da sentido a otras vivencias
de menor entidad. Precisamente es esa la segunda propiedad que enumerábamos: la fundamentación y donación de sentido.
La felicidad es fuente de sentido; en cuanto acto de la persona posee la capacidad de informar o configurar todos los estratos vivenciales superiores. No deberíamos acostumbrarnos a este hecho singular: ciertos sentimientos pueden influir en otros de tal manera que los vivamos de modo distinto, como nos decía Scheler respecto del dolor. Semeja ser una suerte de penetración o expansión de los actos profundos en vivencias más livianas. La felicidad, puede decirse, tiende a expandirse, a contagiar toda la vida psíquica.
"Estos sentimientos [los espirituales] parecen brotar, por así decir, del punto germinal de los actos espirituales mismos e inundar con su luz y su sombra todo lo dado en esos actos, lo mismo en el mundo interior que en el exterior. 'Penetran y empapan' todos los contenidos peculiares de la vivencia"23.
De aquí se sigue ya de modo evidente la impugnación del eudemonismo de tipo hedonista. Sencillamente, la felicidad sólo viene de la mano de valores espirituales, y no de valores de lo agradable o placentero. Éstos son incapaces de una satisfacción profunda y duradera tal como pensamos intuitivamente que es la felicidad. De manera que, cuando se tiene esa visión hedonista de la felicidad, el intento de lograrla se convierte en una frenética reiteración de placeres, pues ninguno de ellos acaba llenando tan hondamente y apenas duran lo que dura su contacto sensible. Como Scheler observa agudamente, lo que empuja hacia delante la conducta y afán hedonista creciente no es la felicidad que en los placeres sensibles se encuentra sino, muy al contrario, el vacío provocado por la ausencia de felicidad, la desesperación, que busca y no logra colmarse con valores de tan escasa altura y densidad.
"Así, el que en su centro se halla desesperado, 'busca' la felicidad en las relaciones humanas, renovadas de continuo; y el agotado vitalmente ansia la frecuentación de sentimientos aislados de placer sensible. Incluso para una época entera, el signo más seguro de su decadencia vital es siempre el creciente  hedonismo práctico24. Y hasta puede afirmarse que el hecho de aconsejar los medios que provocan el placer sensible y evitan el dolor sensible también suele ser cada vez más pronunciado cuanto más va convirtiéndose la falta de alegría y la determinatividad negativa del sentimiento vital, en general, en postura íntima y básica de una sociedad"25.
Un diagnóstico general según el cual llega a decir que "en el seno de la historia occidental misma el sufrimiento ha avanzado más rápidamente que la felicidad"26, pues el hedonismo tiende a disminuir nuestra capacidad de sufrimiento en la misma medida (o mayor) en que nos acostumbra al placer.
Pero el carácter dinámico de la felicidad posee aún otra importante dimensión, esta vez en relación con la moralidad. En general, toda tendencia se funda en una percepción sentimental de un valor, pues de otro modo no se ve cómo ni en qué dirección se actualizaría el movimiento tendencial. Y dicha percepción sentimental del valor se corresponde o conlleva, como sabemos, con un respectivo estado afectivo o sentimental que viene a ser fuente de dicha tendencia (y que, como ya sabemos, es distinto del sentimiento que acompaña al desarrollo y ejecución de la tendencia). "Así como el 'objetivo' de la tendencia está condicionado por la percepción sentimental del valor dentro del contenido conativo de la vivencia, así también el tender hacia un objetivo lo está por su fuente sendmental"27. Pues bien, apliquemos este esquema al plano que estamos considerando. Antes se ha dicho que la falta de felicidad, la desesperación (el sentimiento espiritual negativo), mueve o es fuente de la tendencia a la búsqueda de valores periféricos, del placer sensible y vital. La razón de ello es, sencillamente, porque se busca activamente llenar ese vacío, y esa actividad se encamina a lo factible, siendo así que los valores más fácilmente realizables son esos inferiores. Por eso dice Scheler:
"Todo eudemonismo práctico —es decir, toda conducta moral en la que los objetivos de la tendencia y los fines de la voluntad son los sentimientos de placer (sean de uno mismo o de otros) — debe suponer forzosamente la tendencia a dirigir toda la actividad voluntaria, contenida en tal conducta, hacia el aumento puro y simple del placer sensible, y esto quiere decir que es una conducta hedonista. La razón no es que no haya ningún placer no sensible..., sino sencillamente que las causas del placer sensible son las únicas susceptibles de un inmediato encauzamiento práctico"28.
En cambio, el contacto (perceptivo y vivencial) con los valores más altos, con los que adviene la cualidad moral del sujeto, viene acompañado del estado afectivo más profundo, la felicidad; y, entonces, la tendencia a esos valores (la tendencia al obrar superior y moral) nace o se funda precisamente en ese contacto y estado. Con otras palabras, la felicidad no es el fruto de la moralidad, sino al revés, la fuente de la bondad moral.
Ciertamente, esta tesis puede parecer sorprendente a primera vista, pero una mirada atenta descubrirá que sólo le parecerá así al hedonista, e incluso a todo aquel que no se haga cargo cabalmente de la profundidad de la felicidad. La profundidad de los sentimientos, como ya sabemos, está en relación directamente proporcional con la altura de los valores. O sea, la felicidad como sentimiento más profundo sólo puede vivirse en el vivir los valores más altos.
Ahora bien, sabemos por otra parte que la altura de los valores está en relación inversamente proporcional a su capacidad de ser producidos: cuanto más bajos son los valores, más fácilmente pueden producirse (aunque más breve es su duración); cuanto más elevados, más esfuerzo se requiere, y en la cúspide (lo moralmente bueno y santo), son más bien un don que recibimos29 o —como es conocido que dice Scheler de los valores morales— aparecen "a la espalda" de nuestras acciones. La felicidad se mueve en este plano elevado e íntimamente hondo al mismo tiempo. Ella nace con lo bueno y busca a su vez, elevando al sujeto, lo bueno más alto aún.
"Por ende, el sentimiento más céntrico que acompaña al valor de la persona es la 'fuente' del querer y de su disposición moral de ánimo. Únicamente la persona feliz puede tener una buena voluntad, y únicamente la persona desesperada tiene que ser también mala en el querer y en el obrar. [...] Toda dirección buena de la voluntad tiene su nacimiento en una superabundancia de sentimientos positivos del estrato más profundo entre todos"30.
Scheler muestra los equívocos de la tesis contraria, es decir, de la afirmación de que la tendencia a valores positivos nace de una carencia afectiva de la correspondiente naturaleza, sea por resentimiento envidioso31, sea por sentir una necesidad de tales valores32.
Pero en ambos casos la percepción del valor debe estar presupuesta, y por tanto también cierta satisfacción correspondiente, cuyo sólo aumento es lo que, como mucho, podrá desearse.
Quien tenga la experiencia de la bondad moral sabe que ella no se busca como resultado, sino que, al revés, de ella brotan las acciones buenas. La felicidad fomenta el deseo de lo bueno, impulsa a su crecimiento y difusión, mueve a lo mejor que le quepa ser a uno mismo y a los demás. De este modo, así como Scheler piensa que todos los sentimientos nos dicen algo de nosotros mismos, la felicidad nos revela nada menos que la distancia entre quienes somos y quienes estamos llamados a ser, como veremos mejor después.
Como se ve, la felicidad es mucho más que un simple sentimiento resultante o acompañante, más que una redundancia o eco afectivos.
Es verdad que no le faltan al feliz, en cuanto feliz, estos últimos (acaso especialmente la serenidad y la paz), pero no son ellos la felicidad, sino frutos de ella que carecen del dinamismo esencial en la felicidad —dinamismo lejano, claro está, del activismo de lo factible—.
Lo que resulta verdaderamente fascinante y a la vez enigmático de la felicidad, cuando se la comprende de este modo auténtico, es que nos conecta de la manera más rápida con la esencia profunda de la persona: "Pues son precisamente el ser y el valor propio de la persona misma quienes constituyen el 'fundamento' de la beatitud y la desesperación"33. Y, en ese hondón, las distinciones que solemos trazar para manejarnos en planos psíquicos más someros se desdibujan notablemente. En efecto, la felicidad parece ser, a la vez, estado y acto; sentir intencional de los valores superiores y simultáneamente tender a ellos (unión entre el sentir y el tender de la cual da cuenta la noción scheleriana de "disposición de ánimo"34); unión intencional con esos valores objetivos y gozo de vivirlos; tendencia a difundir el bien en otros y amor a uno mismo35. En definitiva, nos las habemos cara a cara con lo más central, dinámico y fontal de la persona; y esto, en Scheler, no es otra cosa que ella misma como acto y el acto central en el que vive: el amor.
Y entonces, así como es conocida la idea scheleriana según la cual la persona es, en su esencia, su amor; acaso podría aventurarse la tesis de que la persona consiste, o al menos se reconoce, en su felicidad. Pero precisamente al hablar de la esencia de la persona, tocamos ya las otras propiedades de los sentimientos espirituales que aún nos queda por examinar. Tal vez ellas nos iluminen sobre esa suposición apuntada.

3. La felicidad como signo de la identidad personal y el drama de la desesperación.
Los sentimientos espirituales (veíamos en aquel elenco de propiedades) poseen entre ellos una conexión de sentido y de cumplimiento.
Unos sentimientos remiten a otros, se fundan en los demás con coherencia biográfica. Todo esto, en cambio, falta en el ámbito sensible. Ahí, el sentido —si puede hablarse de él— acaba con el cumplimiento que dura su vivencia y tal vez con una función simbólica de interés vital; a un sentimiento puede sucederle otro de muy distinta naturaleza sin exigirse una continuidad lógica. En cambio, aquí, en lo espiritual, la aparición de sentimientos no puede ser brusca e inesperada; puede decirse que cada uno brota de los anteriores y se proyecta sobre los futuros. Un ejemplo claro con el que Scheler ilustra esa característica es el arrepentimiento. "Un sentimiento como el arrepentimiento, por ejemplo (cualquiera que sea el lugar del tiempo en que se inserte), puede eliminar un sentimiento negativo del valor de sí mismo producido por una mala acción. Aquí nos hallamos ante una manifiesta conexión de sentido"36. Sin duda, la felicidad cumple también esta nota. Y la cumple porque expresa la armonía narrativa de la propia vida; no en vano la felicidad era, para los griegos, la vida lograda. En efecto, la armonía de una vida cuajada y estable es una de las notas que intuitivamente se reconocen en la felicidad. Pero es también algo que apunta a la propia vida como unitaria, a la propia identidad.
Y hablar de identidad es, lógicamente, hablar de conexión e identidad temporal, otra de las notas de los sentimientos espirituales (la inclusión de pasado y futuro en la temporalidad de la experiencia). Los sentimientos espirituales no se suceden pasajeramente como los sensibles; pueden, como asimismo los vitales, re-sentirse (vivirse de nuevo un idéntico sentimiento), pre-sentirse y post-sentirse, y con-sentirse (sentirlo juntamente o simpáticamente con otro) 37. Los sentimientos espirituales viven, por así decir, en otro tiempo, en un tiempo más unitario donde se interpenetran pasado y futuro, donde pueden permanecer idénticos. Son sentimientos de la persona en su valor más alto, o sea, de la persona moral. "Más es de la esencia de estos sentimientos que, o bien no son vividos en absoluto, o bien toman posesión de todo nuestro ser. [...] Es el valor moral del ser personal mismo, cuyos correlatos parecen formar aquellos sentimientos"38. Por eso, "resalta su particularidad también en que son sentimientos absolutos y no relativos a estados de valor extrapersonales ni a la fuerza motivadora de éstos"39. Este carácter absoluto personal y temporal cuadra bien con la misma índole específica de los actos —de los que dice Scheler: "los actos brotan de la persona dentro [hinein: adentrándose] del tiempo; las funciones son hechos en la esfera temporal fenoménica"40— y asimismo con la experiencia de que la felicidad la vivimos y deseamos como un presente con vocación intemporal y, en lo podamos imaginar, eterna. Tal como concebimos, por cierto, el amor.
Otra característica de los sentimientos profundos que el fenomenólogo enumeraba era la máxima resistencia de dichas vivencias (por contraste con el estrato sensible) a ser observadas sin desfigurarlas. En realidad, su descripción se refería fundamentalmente a los sentimientos vitales41; de los espirituales podemos decir que, al ser actos personales, para ellos la objetivación resulta imposible. Ciertamente, ya sabemos que esto corresponde a todo acto en cuanto acto —y en especial a la persona, que es puro acto—, pero además la experiencia del sentirse feliz lo confirma. Estos sentimientos son tan profundos y globales, tan absolutos, que están más allá de nuestra observación.
"Pueden darse únicamente cuando no estamos dados a nosotros mismos como referidos a un dominio especial del ser (sociedad, amigos, profesión. Estado, etc.), ni tampoco como en relación de valor o de existencia con un acto que puede ser realizado por nosotros (del conocimiento o de la voluntad), sino, por el contrario, de un modo absoluto, como 'nosotros mismísimos''42.
Además, es la felicidad la que contagia el resto de la vida emocional y no al revés, de manera que se entiende que cualquier foco o interés que quiera penetrar en ella la desvirtúa de algún modo. Sucede aquí lo mismo que con los valores morales (los más profundos y personales): cuando se los intenta realizar, observar o mostrar —intento imposible que confunde esos valores con una imagen de ellos— se cae en la perversión del fariseísmo43.
Verdaderamente, de la misma manera que al bueno le resulta extraña la pregunta por su bondad, al feliz le sorprende interrogarse su felicidad; ambas cosas se ocultan a su sujeto y menos aún se perciben como una adquisición propia. Más bien, cuando se piensa en ellas, se descubren precisamente como un don. Lo cual confirma la última de las propiedades aludidas de los sentimientos espirituales, a saber, la resistencia a la provocación, realización o modificación voluntaria.
De todos los sentimientos dice Scheler, con razón, que "no son en principio dominables ni pueden ser encauzados deliberadamente; lo son únicamente de un modo indirecto, gracias a la dominación de sus causas y efectos (expresión, acción)"44. Pues bien, como la felicidad brota de los valores más elevados (los valores morales de la persona) y ellos son por eso mismo, como sabemos, los que más se hurtan a nuestro poder y dominio, la felicidad misma se presenta como algo que no procuramos, sino que nos adviene.
"Están completamente sustraídos al dominio de la voluntad los sentimientos que  brotan espontáneamente de la hondura de nuestra persona misma y que, por consiguiente, son en grado mínimo 'sentimientos relativos', a saber: la beatitud y la desesperación de la persona misma. Sólo los sentimientos reactivos se someten a la provocación voluntaria, y en la misma medida en que son reactivos. Pero aquéllos se ofrecen —si se me permite la expresión— como pura 'gracia', y cuanto más importante son como fuente de toda conducta y de todo querer, tanto más imposible es hacerlos objeto de una intención, o bien proponerse como 'fin' que existan o no''45.
Ahora aparece más claro que es imposible el eudemonismo práctico, es decir, el proponerse la felicidad como fin práctico o factible, tornándose automáticamente en hedonismo.
Es muy cierto el dicho común según el cual la felicidad sólo se encuentra si no se la busca directamente: "La felicidad huye de quienes tratan de apresarla, alejándose cada vez más''46. Sin embargo, este rasgo nos deja en una situación más bien de perplejidad al plantearnos el origen de la felicidad: si es más don que logro, más regalo que adquisición, ¿no podemos hacer nada al respecto?, y ¿de dónde viene tan gran dádiva?, ¿será necesario pensar, al modo clásico, en una gracia de lo alto? No cabe duda de lo extraño que resultaría semejante conclusión a los oídos modernos, tan acostumbrados al igualitarismo nato y a lo meritorio ganado sólo por el propio esfuerzo. Pero mirando las cosas más de cerca, esa afirmación no es tan descabellada ni peregrina.
En primer lugar, es claro que la ética de Scheler no puede significar sin más una suerte de quietismo o determinismo que niegue la libertad. Y no puede ser así porque entonces carecería de sentido su entera propuesta de transformar nuestra disposición de ánimo, de seguimiento a modelos para tornarnos en mejores personas como ellos47, de arrepentirnos y renacer a un modo de vida mejor48. No; que la felicidad y la bondad moral en nuestras vidas sean "gracias" no significa que no podamos ni debamos hacer nada por que vengan, sino que la relación entre nuestras acciones y esos resultados, por así decir, es completamente desproporcionada49. La felicidad, y la bondad que la acompaña y mana de ella, es algo más profundo que las acciones, porque pertenece a la persona, que es la raíz de las acciones. "Felicidad y desesperación son sentimientos que penetran el ser de la persona misma —el cual está más allá de su querer- y, por lo tanto, todo lo que aquélla ejecuta en actos resulta igualmente codeterminado y penetrado"50. Ciertamente, esta afirmación puede sonar determinista; pero al mismo tiempo hay que tener en cuenta que ese ser de la persona misma es su actuar ("la persona es la unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa"51), y que tal actuar puede darse en niveles diversos:
"Hay una pluralidad de niveles o de diferencias de nivel en la profundidad del yo en nuestra vivencia del yo [...]. Más el cambio de estos niveles no es nada que esté sometido a cualquier especie de causalidad psíquica, sino que sigue a los actos de la persona, 'libres' con respecto a toda causalidad psíquica, y a la medida y clase de su 'autoposición"52.
Como se ve, le es posible a la persona actuar también, de manera peculiar (antes Scheler decía que de modo indirecto respecto al dominio de los sentimientos), en el nivel profundo de su valor moral y de su felicidad. Pero seguir este camino nos llevaría lejos, y por otro lado está suficientemente indicado en las referencias señaladas.
No obstante, en segundo lugar, hay una verdad profunda en ese carácter de "pura gracia" de la felicidad. Pues si la felicidad viene, por así decir, del contacto con los valores más altos. Es justo decir que el don de la felicidad es el don de poder vivir dichos valores.
Y esto significa dos cosas: primero, el don o la posibilidad —a menudo contingente y fortuita— de la cercanía con los valores superiores o, más bien sobre todo, con personas que los encarnan; segundo, la posibilidad esencial de vivir, cognoscitiva y amorosamente a la vez, lo valioso. Respecto de lo cual, por cierto, no está dicho que todos poseamos la misma capacidad de amar, ni que tengamos la fortuna (así decían los griegos) de convivir con mejores o peores personas.
Ahora bien, es justamente eso, nuestro amor y nuestro vivir con los demás, lo que constituye, según Scheler, la persona misma que cada uno es. En el amor personal fundamental converge y de él nace todo sentir y tender, o sea, toda felicidad y querer lo bueno; amor fundamental que llama también "disposición de ánimo": "Precisamente en la disposición de ánimo es donde llegan a coincidencia la conciencia apriórica de valor y el núcleo de todo querer en su último contenido estimativo"53; "la 'disposición de ánimo' no sólo abarca el querer, sino también todo conocer ético de valores, el preferir, el amar y odiar, que fundamentan cualquier clase de querer y elegir"54.
De manera que puede afirmarse ahora con fundamento lo que antes sólo se sugería: en la medida en que la persona es su amor, la felicidad está en su misma esencia. Amar, nuestra existencia amorosa y amante, nuestro ser felices, es una gracia no adquirida, un don no merecido; lo que apunta directamente a que hemos sido y somos amados, regalados de tal modo. De este modo, resulta natural la identificación de la felicidad —como vida de quien ama bien y ordenadamente—  con la bienaventuranza participada de Dios, por cuanto Él constituye el culmen de lo valioso y por ser Él la Suprema Persona amante: "La persona 'buena' participa con su existencia y sus actos —en el sentido del 'velle in Deo'- del ''amare in Deo'—, de modo inmediato, en la esencia de la divinidad, y es con ello 'bienaventurada'55.
Y precisamente esa referencia a Dios como Persona amante perfecta nos ilumina un aspecto más profundo del carácter activo y dinámico de la felicidad. Antes vimos que este sentimiento es fuente y origen de la tendencia a lo bueno, del obrar moralmente bueno, y que nace del ser y valor de la persona misma. Pues bien, ahora se trata de advertir que la persona que somos está (según Scheler muestra con detalle en su Ética56) como tensada en el movimiento entre quienes de hecho somos y quienes estamos llamados o debemos ser. De manera que también la felicidad estará como a caballo entre esos dos polos. Es decir, no es señal tanto del valor poseído como de lo que nos queda por alcanzar (naturalmente, mientras no lo logremos del todo).
"Las emociones espirituales (es decir, sentimientos puros de actos que se mezclan con los actos de sentimiento) no denotan valor ninguno ni fomento alguno de la vida de la persona misma espiritual para el logro de su ser valioso ideal individual. Miden precisamente las distancias entre lo que la persona como tal es y lo que debe ser"57.
Se hace entonces más patente aún la continuidad entre el ser bueno y el obrar bueno (con vistas al ser mejor propio) dinamizada precisamente por la felicidad: el ser bueno conlleva el ser feliz, y éste impulsa a obrar bien encarnando poco a poco dicho ser mejor ideal.
"Sólo el bueno es dichoso. [...] Sólo el dichoso obra bien"58. Dinamismo moral que es progresivo, potenciado por la felicidad, como es propio de la conducta virtuosa: "Toda preferencia de un valor más alto a otro valor más bajo va acompañada por un aumento en la profundidad del sentimiento positivo [...]. Por ende, se aclara que todo preferir un valor más alto a otro valor más bajo hace posible con más facilidad un ulterior preferir del mismo dpo"59. De nuevo se ve claramente que la felicidad es más profunda y anterior con respecto a toda satisfacción resultante de las acciones o a todo premio o recompensa60. No está basada en el amor a un resultado, sino en el legítimo amor a uno mismo (el que soy como tendiendo al que debo ser) y a lo valioso en general.
Ahora bien, la felicidad parece así tan arraigada en la esencia de la persona humana que lo que resulta enigmático es el sentimiento espiritual opuesto, la desesperación. Es ella el sentimiento negativo más profundo, el paralelo opuesto de la felicidad o bienaventuranza:
"Así como en la desesperación va implícito, en el núcleo de nuestra existencia personal y de nuestro mundo, un '¡no!' emocional —sin que por ello la 'persona' sea únicamente objeto de reflexión—, así también en la 'beatitud' —el estrato más hondo del sentimiento de felicidad— va incluso un emocionalsi!61.
¿Es realmente posible, y cómo, esa actitud que parece tan antinatural?
Desde luego, Scheler no duda de la realidad de la existencia de dicho sentimiento, de la actitud emocional profunda y global que rechaza los valores positivos y tiende a los negativos, y sobre todo de uno mismo. Así caracteriza, de modo igualmente dinámico pero en sentido contrario, "al hecho evidente de que existe una recusación de valores positivos y sentidos como positivos, y una apetición de valores negativos y sentidos como negativos [...]: Debe apetecer valores negativos y rechazar valores positivos aquel ser que siente su propia existencia como negativamente valiosa y, por consiguiente, se siente a sí mismo como 'no debiendo ser'. En esa conducta práctica niega —por así decir— su propia esencia valiosa y afirma, no obstante, con ello también la existencia de los valores positivos. En esta conexión descansa el carácter esencialmente (auto)destructor del malo. El malo no es tal porque se 'mantenga en la existencia', como si bueno fuera igual a capacidad de conservarse en la existencia, sino que, porque el malo es malo, debe destruirse a sí mismo y al 'mundo' suyo” 62.
Bucear en la naturaleza y raíces de la desesperación nos aleja ya de nuestro tema aquí y nos adentra en el fenómeno del odio (que, como Scheler bien dice, no es tan lejano al del amor63). En el contexto de las palabras citadas, su autor da una pista de gran interés. Se trata de mirar en la dirección del engaño emocional, o de la ilusión  estimativa, conforme al cual el malo y desesperado se percibe a sí mismo como negativamente valioso. Y en ese punto remite a los complejos fenómenos que, como el resentimiento, explican el paso de la perversión de la persona a la ilusión valoradva64. En efecto, el resentimiento es letal, por así decir, para el amor, y nace de no aceptar la insuficiencia de las propias fuerzas para obrar bien.
Pero además (y dentro del misterio que siempre ha envuelto el mal moral) nosotros queremos apuntar, a la vista del precedente análisis de la felicidad, otras raíces o causas del percibirse como malo de un modo tan radical que se engendre la desesperación. La primera es la experiencia de una quiebra grave de nuestra coherencia personal. Si la felicidad radica en la identidad biográfica de una vida lograda, nada desgarra más que la ruptura y desmembramiento vitales, especialmente cuando resulta extremadamente difícil recomponer la propia vida desde su origen, un origen que nos es dado (y con él, también nuestro fin ideal). Y una segunda raíz o causa de no amar ni amarse (de odiar y odiarse) la vemos en la actitud de quien no cree que los demás amen y le amen (o cree que odian y le odian).
Esa creencia —acaso forjada por malas experiencias— impide recibir amor de otras personas y sentir amor dirigido hacia su propio ser. Quien vive así no podrá experimentar el perdón de los demás, ni de sí mismo ni de Dios. Desconocerá por ello el poderoso fenómeno del arrepentimiento, "únicamente el cual puede restablecer esa felicidad positiva e íntima"65, y también que "Dios puede 'perdonar' a la persona 'mala' —en virtud del amor que constituye su esencia— y así eliminar su mal”66.

Notas
1. Cf. M. Scheler, Ética (Caparros, Madrid, 2001), sección Va. Y también el análisis de L. Rodríguez Dupla, Ética de la vida buena (Desclée de Brouwer, Bilbao, 2006), cap. 4: "Eclipse y recuperación del problema de la vida buena", 63-77. Por cierto, en E. Husserl pueden encontrarse argumentaciones análogas: cf. U. Ferrer y S. Sánchez-Migallón, La ética de Edmund Husserl (Plaza y Valdés / Themata, Madrid /Sevilla, 2011).
2. Cf. J. M. Palacios, Bondad moral e inteligencia ética (Encuentro, Madrid, 2008) 15-29.
3. M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos (Palabra, Madrid, 2010) 116.
4. Cf. M. Scheler, Ética cit., 342-356.
5. Cf. M. scheler, Ética cit., 356-369.
6. Cf. M. Scheler, Ética cit., 369-444.
7. Cf. M. Scheler, Ética cit., 444-463; y también S. Sánchez-Mlgallón, El significado de la estratificación de la vida emocional en Max Scheler, en I. García de Leániz (ed.). De nobis ipsis sileimis: homenaje a Juan Miguel Palacios (Encuentro, Madrid, 2010) 357-376.
8. M. Scheler, Ética cit., 448.
9. Ibidem.
10. M. Scheler, Ética cit., 447; cf. 359.
11. M. Scheler, Ética cit., 448.
12. M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos cit. 111.
13. M. Scheler, Ética cit., 447-448.
14. Cf. M. Scheler, Ética cit., 162-164.
15. M. Scheler, Ética cit., 163.
16. M. Scheler, Ética cit., 163-164; cf también 466-469, y M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos cit., 112-113.
17. M. Scheler, Etíca cit., 163.
18. M. Scheler, Ética cit., 478.
19. M. Scheler, Ética cit., 479.
20. Cf. M. Scheler, Ética cit., 449-463.
21. M. Scheler, Ética cit., 461.
22. Ibidem.
23. Ibidem.
24. Nota de Scheler: "Pero no es nunca el hedonismo práctico —como tantos de nuestros predicadores moralistas creen— la causa de esta decadencia y de todo lo a ella anejo, como, por ejemplo, el descenso de la fecundidad".
25. M. Scheler, Ética cit., 466-467.
26. M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos cit., 74
27. M. Scheler, Ética cit., 465; cf también 84 ss.
28. M. Scheler, Ética cit., 454.
29. Cf. M. scheler, Amor y conocimiento y otros escritos cit., 101, 110 y 123.
30. M. Scheler, Etica cit., 470.
31. Cf. M. Scheler, Ética cit., 469-470; y también El resentimiento en la moral (Caparrós, Madrid, 1998) cap. 1.
32. Cf. M. Scheler, Ética cit., 472-475.
33. M. Scheler, Ética cit., 462.
34. Cf. M. Scheler, Ordo Amoris (Caparros, Madrid, 1996) 72. Me he ocupado de esto en S. Sánchez-Migallón, La persona humana y su formación en Max Scheler (Eunsa, Pamplona, 2006).
35. Cf. M. Scheler, Ordo Amoris cit., 37; y Esencia y formas de la simpatía (Sígueme, Salamanca, 2005)214-215.
36. M. Scheler, Ética cit., 452.
37. Cf. M. Scheler, Ética cit., 451-452.
38. M. Scheler, Ética cit., 462.
39. M. Scheler, Ética cit., 461.
40. M. Scheler, Ética cit., 518.
42. M. Scheler, Ética cit., 462.
43. Cf S. Sánchez-Migallón, El 'fariseísmo " en Max Scheler: una aclaración de su tesis,
"Acta Philosophica. Rivista internazionale di filosofia" 15/1 (2006) 95-108.
44. M. Scheler, Ética cit., 449.
45. M. Scheler, Ética cit., 454. Y lo mismo sucede con la alegría: "La alegría es fuente y necesario fenómeno concomitante —no fin ni meta— de todo ser y vivir bueno y noble. Es tanto más 'profunda' y tanto más indestructible por avatares exteriores, cuanto más emerge a modo de gracia desde nuestro yo central. Un deleite sensible 'querido' es siempre ya signo y consecuencia de la desdicha de nuestros centros anímicos más profundos. Pero la alegría es y sigue siendo un factor esencial de todo ser y vivir buenos". M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos cit., 120.
46. M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos cit., 100.
47. Cf. M. Scheler, Ética cit., 731 ss.
48. Cf. M. Scheler, Arrepentimiento y nuevo nacimiento (Encuentro, Madrid, 2007).
49. De ahí que el agradecimiento constituya en la persona buena una actitud tan fundamental, como vio muy bien D. Von Hlldebrand, La gratitud (Encuentro, Madrid, 2000).
50. M. Scheler, Ética cit., 471.
51. M. Scheler, Ética cit., 513.
52. M. Scheler, Ética cit., 557-558. "Por tanto, frente a la legalidad causal que siguen los contenidos vivenciales en cada uno de aquellos niveles de recogimiento, el cambio de niveles de la personalidad misma, en los que ella vive, es un acto libre de nuestra entera persona". M. Scheler, Arrepentimiento cit., 28.
53. M. Scheler, Éltica cit., 210.
54. M. Scheler, Ética cit., 741.
55. M. Scheler, Ética cit., 493.
56. Cf. M. Scheler, Ética cit., sección VIa.
57. M. Scheler, Ética cit., 480.
58. M. Scheler, Ética cit., 482.
59. M. Scheler, Ética cit., 480.
60. Cf. M. Scheler, Ética cit., 482-483.
61. M. Scheler, Ética cit., 462.
62. M. Scheler, Ética cit., 479; cf. también M. Scheler, Esencia y formas de la simpatía cit., 217.
63. Cf. M. Scheler, Ordo amoris cit., 66-70.
64. Cf. M. Scheler Ética cit., 479, nota 13; M. Scheler, Los ídolos del conocimiento de sí mismo (Cristiandad, Madrid, 2003) 35-36; y, por supuesto, M. Scheler, El resentimiento cit.
65. M. Scheler, Ética cit., 488; cf también el entero escrito M. Scheler, Arrepentimiento cit.
66. M. Scheler, Ética cit., 493.

Anuario Filosófico 45/1 (2012) 97-120
Instituto de Antropología y Ética
Universidad de Navarra31009 Pamplona (España)