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Filosofía y violencia
Dos miradas al fenómeno terrorista
Gina Paola Rodríguez

Resumen

El presente artículo reflexiona acerca del fenómeno terrorista presentando algunas  posturas  filosóficas que, de manera antagónica, rescatan y/o censuran su papel como método político y como reivindicación moral de los sujetos oprimidos. Se empieza por exponer la apología de la violencia revolucionaria operada por Jean Paul Sartre y Franz Fanon. En seguida se exhiben los términos generales de lo que podemos llamar una descalificación del terror como ejercicio mudo y apolítico por parte de  Hannah Arendt En tercer lugar, se considera  la posición de Jürgen Habermas como  perspectiva explicativa que permite entender el terrorismo en virtud de una paradoja comunicacional de la modernidad. Finalmente se  defiende la tesis según la cual, más allá de las reivindicaciones políticas y morales invocadas por el individuo o grupo terrorista,  la experiencia histórica demuestra que  el medio específico de estas acciones  termina por absorber su fin, por lo que los argumentos a favor de su supuesta legitimidad  terminan siendo  insostenibles.

 Palabras clave: Filosofía, violencia,  terrorismo, política, moral.

Introducción

En la actualidad  nos vemos envueltos en la futilidad de una guerra contra el terrorismo que no admite espacio alguno para la reflexión por parte de sus actores . Y sin embargo, resultan abrumadoras las razones que nos permiten vislumbrar el callejón sin salida al que nos conduce esta obcecada apuesta por una hipotética solución militar.  A pesar de que no sea el camino más fácil, y ni siquiera el más atractivo, resulta imperativo seguir la recomendación que nos legó Ernst Jünger: “Antes de poder actuar sobre un proceso es preciso haberlo comprendido” (Jünger: 1988). Lo cual nos obliga a poner en cuestión algunas posturas frecuentemente repetidas y escasamente razonadas acerca de la violencia terrorista.

Cabe anotar  que tal tarea enfrenta enormes dificultades. En primer lugar, como bien lo señala Curbet: “cuando se trata de comprender  la violencia terrorista, se impone una lógica maniquea que sólo permite razonar libremente contra el enemigo. En este caso, como dijo Montaigne: cada uno designa como barbarie lo que no es de su uso” (Curbet: 2006). Lo anterior trae consigo  grandes obstáculos para quienes desean trazar límites entre terrorismo  y guerra, terrorismo y criminalidad e incluso para definir diferentes tipos de terrorismo. Dado que la designación del terrorismo -esto es, la aplicación de la categoría a un agente, un acto o una ideología- en ocasiones depende más de la posición que ocupe el hablante que del reconocimiento fáctico del terror (el oprimido hablará del terrorismo de Estado, el Estado a su vez hablará del terrorismo rebelde, Bush del terrorismo internacional, etc ), debemos reconocer que nos encontramos con una aparente ausencia de “puntos fijos” desde donde  hablar sobre la violencia terrorista. .

Una segunda dificultad estriba en  que la palabra terrorismo tiene  un sentido negativo intrínseco, que la hace más útil como calificativo de uso peyorativo que como concepto. La censura moral  es así un lugar común entre los diferentes estudios sobre el terrorismo, cuyo sentido radica en dar por sentado el fenómeno  y ubicar el análisis en la perspectiva de la condena, la descalificación y la respuesta (lucha antiterrorista) . Con lo anterior quiero llamar la atención sobre la necesidad de pensar el  terrorismo como exhibición de la perplejidad de una  sociedad que sólo consigue ver en él una máscara de lo ajeno. El terrorismo parece llevar consigo una carga moral inmanente que desempeña la función de aislar y de encerrar al terrorista  como un agente  autosuficiente, separado de cualquier otra práctica,  flujo social o forma política que lo  torna enigmático e incomprensible.

La tercera dificultad surge en esta misma perspectiva y consiste en el rechazo generalizado, por parte de nuestras sociedades, a cualquier planteamiento del problema de la violencia en términos de choque de valores contrapuestos en el seno de una sociedad multicultural -lo cual, claro está, sólo resultaría posible desde la comprensión de las razones del otro. Por el contrario, reducimos dogmáticamente el debate a una cuestión puramente criminal y, en la medida en que la simplificamos de forma tan extrema, la convertimos en hueca y carente de toda utilidad interpretativa. El terrorismo es llevado así a los límites de lo social, negando de esta forma su lazo, me atrevería a decir causal,  con las sociedades contemporáneas. Es destinado al confinamiento teórico como algo irracional e incomprensible, con lo que se niega que como hecho y como concepto,  el terrorismo es deudor de las prácticas y representaciones del campo social que intenta excluirlo.

Con esto no quiero decir que la violencia terrorista sea un hecho natural ni deseable en las sociedades contemporáneas, tampoco que sea justificable en cualquier contexto, ni mucho menos que sea insuperable. La idea de que las sociedades reconozcan la existencia del terrorismo en su seno, y no como algo distinto a su existencia, va en la perspectiva de que asuman su responsabilidad en el fenómeno. Esto es, que se pregunten: ¿qué es lo que permite que el terrorismo surja, actúe y se perpetúe en el tiempo?, ¿no responderá tal nivel de exacerbación de la violencia a una falla estructural de nuestras sociedades?

Al revisar estas preguntas el lector me juzgará por caer en el juego de la transferencia de la culpabilidad que es ya tradicional en el terrorismo . Vale decir a mi favor que no es esta mi intención, y que mi interés en este trabajo se ubica  más bien en contrastar  algunas lecturas sobre el terrorismo que nos permitan superar los escollos de las posiciones finalistas y totalizantes. Desde aquí me dedicaré, entonces, a presentar dos lecturas opuestas  de la violencia terrorista: una que puede inscribirse  en su justificación e incluso apología, y otra  tendiente a su denuncia y a la prescripción de  su destierro del campo político. Nos encontraremos de forma inmediata con las obras de Sartre y Fanon por un lado, y las de Arendt y Habermas por el otro.

Paralelo a la lectura de los autores veremos la relación entre terror y moral. El terrorista  parte de una convicción moral (fin último) que lo conduce a llevar su acción hasta las últimas consecuencias. Siendo  una exacerbación del principio ético que dice guiar las acciones políticas, el terror desdibuja los límites entre  lo permisible y lo impermisible, los medios y los fines, la revolución y la contrarrevolución. De esta suerte, en el momento de evaluar la legitimidad o ilegitimidad de una acción terrorista nos encontramos siempre en la misma disyuntiva: legitimarla a partir de una ética de la convicción o censurarla desde una ética de la responsabilidad.

El análisis de los enfoques propuestos nos permitirá concluir que no hay  argumentos definitivos que justifiquen el terror ya  que, aún cuando los actos terroristas estén encaminados a fines tan valiosos como la libertad, la experiencia histórica demuestra que  el medio específico de estas revoluciones termina por absorber su fin.

1. Liberación y Terror: Sartre y Fanon

¿Puede ser justificado el terrorismo  bajo algún tipo de circunstancia?, ¿acaso puede ser entendido como la única forma de  resistencia del débil frente a la opresión?, ¿se justifica su uso para la liberación?  Examinemos estas preguntas a la luz del estudio de la rebelión de los argelinos contra la colonización francesa  a mediados de la década del cincuenta .

A primera vista, la espiral de violencia desencadenada por el Frente de Liberación Nacional (FLN) encuentra su justificación en la opresión y deshumanización que los colonos franceses ejercieron sobre el pueblo argelino durante más de 70 años. Desde esta perspectiva, los actos terroristas ejecutados por los rebeldes pueden ser entendidos  como  instrumentos de la lucha por la liberación nacional. Esta posición fue ampliamente compartida por Sartre, quien en el prólogo a los Condenados de la Tierra de F. Fanon , entiende la rebelión violenta  de los argelinos como el legítimo ejercicio moral de una nación cuyos miembros estaban siendo reducidos al nivel de bestias. Según Sartre:
La violencia colonial no se propone sólo como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres sometidos, trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, destruir su cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá hasta el cansancio (…) si se resiste, los soldados dispararán, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrantar su carácter, a desintegrar su persona (Sartre: 1963: 14).

A esto agrega que lo malo con la servidumbre es que “cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba por costar más de lo que rinde" (Sartre: 1963: 15). Por esa razón, los colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el nativo [colonizado]: “Golpeado, subalimentado, enfermo, temeroso, pero sólo hasta cierto punto, tiene siempre [para el colono], ya sea amarillo, negro o blanco, los mismos rasgos de carácter: es perezoso, taimado y ladrón, vive de cualquier cosa y sólo obedece a la fuerza” (Sartre: 1963:15).

El colonizador se encuentra, así, en condiciones de «cosificar» al colonizado, cuando la conquista ha arrasado con la resistencia y con el «resistente». De este modo, le es allanado el camino por lo que resta: dignidad y valor quebrantados por la fuerza, debilidad por la subalimentación,  estupor ante la avalancha urbanística, tecnológica y cultural con que el colonizador ha desorganizado el mundo  del nativo. Al colonizado se le hurta el medioambiente vernacular que reconocía como propio y al cual estaba adaptado, para instalarle un medioambiente urbano ajeno, en donde los códigos para desenvolverse en él los maneja solamente el colono.

Fanon, cuando denuncia el caso de Argelia, no vacila en plantear un argumento que tiende a justificar el terrorismo del colonizado para lograr su libertad frente al terror del colonialismo, que se opone a ser desplazado del poder y de los recursos que explota: “... el colonialismo no es una máquina de pensar, no es un cuerpo dotado de razón. Es la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor (…) “la «cosa» colonizada se convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera” (Fanon:1963, 31).

Pero, el hecho de que Fanon haya vuelto a sacar a la superficie a la violencia, escribe Sartre, “no se debe a que una sangre demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado algún gusto singular por la violencia; simplemente se convierte (Fanon) en un intérprete de la situación: nada más”(Sartre:1963,14). ¿Y en qué consiste  tal situación? En Argelia se mata al azar a los europeos, pero esta violencia irreprimible, como señala Fanon, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes, ni siquiera un efecto del resentimiento: “es el hombre mismo reintegrándose” (Fanon:1963,20). El colonizado se cura  de la neurosis colonial  una vez elimina al colono. Mediante el terror, el argelino consigue su emancipación  frente al combatiente, liquidando en él las tinieblas coloniales: “Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma del combatiente es su humanidad". (Fanon:1963, 20 la cursiva es mía).

El terror es justificado, entonces, como ejercicio legítimo para la liberación de Argelia, para la humanización del nativo. Fanon  reconoce la doble utilidad  de la muerte del colono: “... matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez un opresor y un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre. Tras la muerte del europeo, el argelino, por primera vez, siente su suelo nacional bajo los pies (Fanon:1963, 22).

Por supuesto, el argelino no es el único que realiza su humanidad a partir de la eliminación del Otro. Sartre denuncia cómo el europeo, no sólo el colono, sino el metropolitano, es también un hijo de la violencia que se hace  hombre a expensas del nativo, del colonizado. De allí su llamado a que Europa pose sus ojos sobre sí misma concientizándose de su complicidad criminal: “... hay que afrontar el striptease de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo justificaban nuestras agresiones” (Fanon: 1963 23). 

¿Quién es entonces el  terrorista?, ¿el europeo humanista-racista que no ha podido hacerse  hombre sino fabricando esclavos y bestias?,  ¿el nativo argelino que lucha, en medio de su miseria,  contra el europeo fuertemente armado? Con el terror se desdibujan los límites de lo permisible  y lo impermisible, de lo moral y lo inmoral ya que, ante la muerte,  todos son perdedores y tanto colonos como nativos deshumanizan y son deshumanizados. La lucha por la liberación deviene  un círculo inacabable, una violencia irredimible, pues aunque el  terrorista sabe en dónde empieza nunca sabe cuándo ni cómo termina. La necesidad de más terror se renueva y siempre hay una razón para no abandonarlo. Así,  lo que comienza como una simple táctica para la insurrección, termina por tragárselo todo devorando todo el capital revolucionario. Como muestra de esta situación, la historia de Argelia tras la expulsión francesa, y hasta nuestros días, continúa marcada por el terror

Los votos de Sartre por la violencia revolucionaria parecen proceder de una concepción hiperrealista de las relaciones sociales, pero sobre todo de un profundo desencanto del proyecto “humanista” europeo. El mito iluminista de occidente  es desmitificado y censurado por el autor, quien hace evidente la forma en que la expoliación y el crimen europeos son disfrazados por un falso humanismo como ganancias de la fraternidad  y el amor. Con la rebelión argelina, escribe Sartre, Europa pasa de ser sujeto de la historia a mero objeto. El terror argelino es vuelto contra ella y sus soldados: “el colonizado se reintegra y colonos y metropolitanos son descompuestos”. Y desde aquí,  sólo “la violencia, como la lanza de Aquiles puede cicatrizar las heridas que ha infligido” (Sartre: 1963, 28).

Sartre presenta el fenómeno de la dominación de unos hombres sobre otros como un hecho natural. En su Crítica de la Razón Dialéctica  el autor  describe la violencia y la contraviolencia como necesidades contingentes que se explican en razón de la escasez:

... la necesidad y la escasez determinaron la base maniquea de la acción y la moral en la historia actual, cuya verdad se basa en la escasez y debe manifestarse en una reciprocidad antagónica de las clases (.....) La violencia y la contraviolencia son contingencias, quizás, pero son necesidades contingentes: y la consecuencia imperativa de todo intento de destruir esta inhumanidad consiste en que, al destruir en mi adversario la inhumanidad del contrahombre, destruyo en él sólo la humanidad del hombre y realizo en mí mismo su falta de humanidad. Si mato, torturo o esclavizo, la meta es la misma - la de suprimir su libertad -, es una fuerza ajena que sobra (Sartre: 1963b, 207).

Adicionalmente, la violencia representa un papel central en el proyecto revolucionario, cuya función  es llevar a la sociedad  de un estado en que las libertades están enajenadas a otro fundado sobre su reconocimiento recíproco (Sartre 1960: 112). La violencia es vista aquí como un instrumento inevitable de la revolución encaminado a la superación de las condiciones que la realidad impone. La justificación de su uso se da toda vez que  la realidad no presta todas las condiciones de transformación  que se requieren para la realización de la libertad: “como la libertad oprimida quiere liberarse por la fuerza, la actitud revolucionaria exige una teoría de la violencia como réplica a la opresión” (Sartre 1960: 111). No obstante, siendo meramente instrumental, la violencia es un momento transitorio que no habrá de entronizarse en la sociedad.

 Hasta este punto podemos decir que es posible encontrar en la obra sartreana una confluencia entre violencia y moralidad, que hace posible que en determinadas circunstancias una permita la creación de la otra. En el prefacio que Sartre escribió al libro de Frantz Fanon, la recomposición del nativo como hombre pasa necesariamente por su identificación con la violencia. Frente a la violencia inmoral y opresiva del colonizador se yergue la violencia ética legítima y conformadora de humanidad  del colonizado. De esta manera, la violencia parece adquirir una virtud catártica capaz de llenar de esperanza a la praxis revolucionaria.
 
 2. Totalitarismo y Terror: Arendt

La valoración de la violencia revolucionaria le ha valido a Sartre el título de apologista de la violencia de parte de autores como Hannah Arendt, quien ve en su invocación una lectura  apartada del legado de Marx :

Queda la duda de por qué tantos nuevos predicadores de la violencia ignoran su desacuerdo definitivo con las enseñanzas de Karl Marx. O para decirlo de otra manera, por qué se aferran tan obstinadamente a conceptos y doctrinas no sólo refutados por los acontecimientos reales sino en obvio desacuerdo con sus propias ideas políticas (Arendt 1970: 25)

Pero más allá del debate acerca del giro hacia la violencia en el pensamiento de los revolucionarios, Arendt evidencia los peligros de  una lectura irreflexiva de la obra de Sartre y Fanon. En su concepto, la glorificación de la violencia hecha en los Condenados de la Tierra no es más que un mito abstracto en el que la venganza es puesta como la panacea de todos nuestros males. Su efectividad no es más que retórica, si se revisan los resultados nefastos de la violencia revolucionaria. Por otro lado, Arendt pone en tela de juicio la idea de que los esclavos, los desheredados y los oprimidos  del Tercer Mundo puedan llevar a cabo una revolución como la anunciada por Marx y Engels:

Pensar que existe algo parecido a la Unidad del Tercer Mundo, al que se podría dirigir un nuevo grito de combate en la época de la descolonización - " Indígenas de todos los países uníos " (Sartre), equivale a repetir las peores ilusiones de Marx en una escala mucho más amplia y con mucho menor justificación. El Tercer Mundo no es una realidad sino una ideología. (Arendt 1970: 25)

 (Arendt 1970: 24-25).

Según Arendt, la identificación de los movimientos de liberación nacional  con los estallidos de los esclavos y los oprimidos del mundo, condena tales luchas a la  derrota. Esto sin contar con el hecho de que al final del camino, muy probablemente, no se encuentra  el cambio del mundo (ni del sistema) sino únicamente un cambio de personal. La guerra civil desencadenada en Argelia tras la descolonización pareciera confirmar la sentencia de Arendt. No sólo  se encuentra ahora un pueblo profundamente  escindido, sino que la violencia transitoria  invocada por Sartre terminó por entronizarse y devorar el ideal nacionalista.

Hasta este momento del análisis, habíamos relacionado el terror con un instrumento de lucha, basado en el uso de la violencia o su amenaza de uso, para la consecución de fines políticos. Con Arendt sin embargo, cualquier recurso a la violencia implica por principio una negación de la política. La concepción arendtiana del poder proviene de una crítica a las teorías de naturalización de la violencia, de ahí que no sea  posible avanzar  en su esquema manteniendo la idea según la cual  la violencia es algo inherente  a la vida humana y un medio para salvaguardarla. Del mismo modo, la asociación de las nociones de poder y violencia característica de la tradición filosófica hegemónica es rota por Arendt. En sentido contrario, la riqueza del poder en la versión arendtiana proviene del consenso y de la capacidad de acción común de los ciudadanos. Con esto, la política se sitúa en el centro de las relaciones entre los hombres, en la vida en común de éstos  fundada en la comunicación y la acción conjunta, y se aleja y distingue de  la violencia que no necesita  más que de instrumentos para ser ejercida. Desde aquí, la separación entre poder y violencia se hace explícita: el poder corresponde a la capacidad humana de actuar en concierto, mientras la violencia es un mero instrumento para aumentar la fuerza natural  de una entidad individual.  El poder es superior a la violencia y a la vez su contrario, de allí que “la pérdida del poder se convierta en una tentación para reemplazar el poder por la violencia” (Arendt: 1970, 39), pero incluso en este caso,  la violencia misma resulta impotente.

Por otro lado, el poder  se caracteriza por ser  un fin en sí mismo que no necesita justificación. No se trata pues, de buscar el consenso con miras a alcanzar un objetivo predeterminado. Lo que sí requiere el poder es legitimidad, y ésta se deriva, según Arendt “de la reunión oficial en la que la gente se une y actúa en concierto” (Arendt: 1970:42). Frente a  cualquier impugnación el poder se legitimará   apelando al pasado. En sentido contrario, la violencia funciona en el esquema medios- fin  por lo que requiere ser justificada constantemente pero no puede conseguir más que esto: justificación. De esta suerte, nunca podrá ser legítima toda vez que solo puede ser explicada en función de un fin futuro y no de un acuerdo  inicial. Así las cosas, ¿cómo podemos leer, entonces, el terror desde la  perspectiva arendtiana?

Por su empleo de la violencia, el terror es descartado por Arendt como método de presión política. Sin embargo, el terror es visto por la autora  como algo más que el  puro ejercicio de la violencia. Se trata, según sus propias palabras, de  “la forma de gobierno que nace cuando la violencia, tras destruir todo poder, en vez de abdicar mantiene el control absoluto” (Arendt 1970:51). El terror es, entonces, la entronización de la violencia que no encuentra resistencia alguna en la sociedad. Con esto, Arendt identifica el terror con los dominios totalitarios, los cuales se distinguen de otros  regímenes  basados en la violencia como la dictadura y la tiranía. El rasgo específico del totalitarismo  “radica en el hecho de que la violencia  debe volverse no solamente en contra de sus enemigos, sino también de sus amigos y defensores, pues el poder teme incluso el poder de sus amigos. El terror alcanza su clímax cuando el estado policial empieza a devorar a sus propios hijos, cuando el verdugo de ayer se convierte en la víctima de hoy” (Arendt 1970:51).

La definición arendtiana de terror modifica sustancialmente la lectura que veníamos haciendo sobre el terrorismo. Así para la autora, en tanto el movimiento revolucionario o contrarrevolucionario no se entroniza en el poder, sino que se mantiene en lucha constante, no puede hablarse aún de terror, aún cuando sus actos generen zozobra en la sociedad. Estaríamos hablando aquí de oleadas de violencia producidas por una total ausencia de poder.

El aumento exacerbado de la violencia en los últimos tiempos, su invocación y glorificación encuentran su causa, escribe Arendt “en la frustración de la facultad de acción en el mundo moderno” (Arendt 1970: 74). En  sociedades donde los procesos de desintegración están en avance  y donde se han ensanchado  las grietas en la estructura de poder, los motines y rebeliones hacen que la gente se sienta involucrada en un acto colectivo. Por supuesto, Arendt se refiere aquí  a la acción de los movimientos sociales en los países occidentales. El aparente desencantamiento frente a las instituciones y  la pérdida progresiva de poder de los gobiernos darían pie a este tipo de manifestaciones.  En los casos de África y Oriente Medio, el origen de las acciones terroristas se puede explicar, en primera instancia, por el postulado de Arendt: donde no hay poder hay violencia.  No obstante, en el terror ejercido en estas regiones subyacen causas que van más allá de lo político (al incluir motivos de orden religioso, étnico y moral), por lo que  no puede ser suficientemente explicado a la luz de la teoría arendtiana

Resumiendo hasta aquí, podemos decir que a partir de la teoría arendtiana, las fórmulas violencia= poder   o terror= moral resultan inadecuadas para describir la relación entre política y violencia. Dado que desde la perspectiva de la filósofa alemana, estas categorías son antitéticas, una justificación del terror y la violencia como métodos para la consecución de fines políticos o morales superiores, tal como la operada por Sartre,  es del todo desacertada. A continuación veremos un tercer enfoque que, más allá de la condena de la violencia como método de presión política, encuentra en el terrorismo un síntoma particular de la crisis comunicacional en las sociedades modernas.

3. Terrorismo, Modernidad y Comunicación: Habermas

Más que como elementos de una estrategia política global, las acciones del nuevo terrorismo religioso aparecen como declaraciones simbólicas, cuyo fin parece ser el de otorgar un cierto poder a comunidades desesperadas. Los activistas religiosos han desafiado la idea de que la sociedad laica y el moderno Estado-nación puedan proporcionar el tejido moral que aúne a las comunidades nacionales o la fuerza ideológica que sustenta a los Estados atravesados por fracasos éticos, económicos y militares. Su mensaje ha sido fácil de creer y ampliamente aceptado por los fracasos del Estado laico. Tanto la violencia como la religión han surgido en tiempos en que la autoridad está cuestionada, ya que ambas son modos de desafiar y sustituir a la autoridad.

Para algunos autores (Feinmann: 2003, Borradori: 2003),  la ideología explícita de los terroristas que atacaron las Torres Gemelas en New York el 9/11 es un rechazo a la clase de modernidad y secularización asociada al proyecto ilustrado, esto es, a la afirmación de la democracia y de  la separación entre política y religión como valores universales de las sociedades modernas. Adicionalmente,  el terrorismo religioso encuentra un factor explicativo en el creciente temor de los grupos fundamentalistas al  “violento desarraigo de los modos de vida tradicionales” producido por la globalización (Feinmann:2003).

Este punto de vista, que podemos calificar como una denuncia de la dogmática tecnocapitalista de las sociedades modernas (o postmodernas si se me permite el término), parte de la idea según la cual el terrorismo global es un producto del enfrentamiento entre la unidad fundamentalista de oriente y la unidad tecnocapitalista de occidente. Según este razonamiento, “la postguerra fría se caracteriza por la imposición violenta de un discurso único, triunfante, devastador e irrefutable: el discurso del liberalismo del mercado que sofocó las diferencias, las culturas alternativas, los estados nacionales y las identidades. Un discurso apoyado en un aparato  comunicacional poderoso capaz de constituir las subjetividades del mundo sometido a él” (Feinmann: 2003). La Modernidad con su proyecto ilustrado buscó la instauración de un saber absoluto, un sujeto absoluto y un modo de racionalidad absoluta (hasta aquí meramente instrumental) sostenidos por una maquinaria de guerra: el Estado.

Para autores como Feinmann, en nuestros días, otra unicidad, Lo Otro de occidente, encarnado en el mundo islámico, arremete contra él buscando arrasarlo . El panorama, que desde aquí toma tintes apocalípticos, no es más que el efecto predecible e indefectible de las contradicciones inherentes al  proyecto de modernidad.

Jürgen Habermas compartirá parcialmente esta posición. Para el autor,  “el problema no es que la Ilustración haya fracasado como proyecto intelectual, sino que su actitud crítica original se perdió, abriéndole el camino a la barbarie política” (Borrador: 2003, 39). La identificación de Habermas con los valores políticos de la Ilustración es más que evidente toda vez que su trabajo se centra en la idea de que la democracia y, en general, las instituciones republicanas tienen un valor universal sobre el cual reposa el potencial emancipatorio de la sociedad.

Las tesis de Habermas parten de la relectura de la crítica de la Modernidad que realizaran Adorno y Horkheimer, así como  de la revisión de las formas de racionalidad identificadas por Max Weber. En el primer caso, Habermas marcará una diferencia sustancial respecto de los representantes de la primera generación de la Escuela de Frankfurt. Mientras para éstos el objetivo de la crítica descansa en la explicitación y denuncia de las contradicciones producidas en el mundo a raíz del  modo de producción capitalista, para Habermas  la función de la crítica debe hallarse en la afirmación de la racionalidad comunicativa y su potencial de autorreflexión y autoexaminación (Borradori: 2003, 110).  En su crítica a Weber , Habermas desplaza la idea de racionalización occidental, de aquella pensada en términos del crecimiento de la tecnología, el cálculo, la organización burocrática y la secularización, esto es, en términos de una racionalidad instrumental que deviene obstáculo para la libertad;  a un tipo de racionalización comunicativa entendida como  un intercambio  cuyo requisito clave es alcanzar un acuerdo racional sobre lo que queremos decir cuando nos hablamos mutuamente .

Para Habermas, los efectos negativos de la racionalidad instrumental y la secularización descritos por Weber se ajustan a la idea de desarraigo de los modos de vida tradicionales, ocasionada por la cultura occidental sostenida por los fundamentalistas religiosos (Borradori:2003,115).  Desde esta perspectiva, la convicción  de los terroristas religiosos descansa en la idea de que la modernidad occidental homogeneiza las culturas e impide el desarrollo de sus identidades morales  y espirituales.

Habermas advierte los peligros de  la lectura weberiana de la modernidad, en la medida en que se llegue a creer que es la salida de ésta,  o su negación, lo que permitirá la solución de los problema actuales.  Para Habermas, la existencia de tendencias patológicas dentro de la modernidad no desecha  la totalidad del proyecto moderno. En este sentido, rescata el principio de tolerancia de la modernidad, cuyo máximo don consiste en mostrar los beneficios de excluir los criterios míticos o religiosos de la formación de las normas políticas. Igualmente, valora la idea  según la cual  la validez de las normas sociales depende de un marco intersubjetivo, del llamado a la libertad e igualdad universales, antes que de un afán particularizante.

La modernidad   posibilita, según Habermas, la adopción de ángulos críticos  con respecto a la tradición, de forma tal que los individuos y las comunidades puedan adelantar de manera libre y consensuada sus propias deliberaciones. De allí que “abandonar la modernidad signifique  abandonar el compromiso con la libertad y con la justicia social”( Borradori: 2003:184).

Habermas reconoce la existencia de una  violencia estructural y cotidiana en todas las sociedades contemporáneas causada por la desigualdad social y la discriminación. El hecho de que en las sociedades democráticas no estallen conflictos más complejos se debe, según el autor, a la existencia de unas prácticas de comunicación cotidiana que permiten que la vida "descanse en un pedestal de convicciones comunes, de supuestos culturales ya admitidos  y de expectativas recíprocas"(Borradori: 2003, 104). Ahora bien, cuando la práctica comunicativa se ve interrumpida o distorsionada no puede haber un acuerdo acerca de las reglas que guiarán a la sociedad, ni intercambios de perspectivas que nos permitan conocer las expectativas de los otros. “Oyente y hablante se vuelven mutuamente ajenos” (Borradori: 2003:104) y es entonces cuando se genera la violencia extrema.

En este orden de ideas, la violencia terrorista responde a una patología de la comunicación que se alimenta de su propio impulso destructivo. Para Habermas, "la espiral de violencia comienza con una espiral de la comunicación perturbada  que -a través de la desconfianza recíproca no dominada- conduce a la interrupción de la comunicación"(Borradori:2003:105). En las sociedades democráticas se cuenta con canales que permiten paliar este tipo de perturbaciones,  tales como la arena pública intersubjetiva donde las demandas sociales son expuestas y donde el derecho permite  resolver los conflictos entre aquellos individuos que han agotado  todas las posibilidades de discusión. Esto explica por qué en las sociedades no democráticas, y en general en aquellas donde no se ha consolidado una esfera de discusión pública, sea en donde la violencia esté más enraizada.

Si extrapolamos esta situación al fenómeno del terrorismo internacional, es más que evidente que no existen espacios de  intercambio comunicativo, a nivel global, donde los grupos extremistas manifiesten sus demandas y reivindicaciones. Insistir en la apertura de espacios de deliberación pública internacional (diferentes a organismos como la ONU) podría ser una posible salida al terrorismo. No obstante, esta no es más que una salida de occidente a un problema  que involucra a todo el mundo. Se trata en últimas de  universalizar la agenda de la modernidad  como el único camino para el progreso moral. 

Habermas apela con notable frecuencia a la necesidad de  superar las nociones del derecho internacional clásico, y ampliarlas al nivel de un derecho cosmopolita. El autor insiste en la urgencia de eliminar el estado de naturaleza entre los Estados a partir de su  respeto mutuo como Estados republicanos y constitucionales. El  orden cosmopolita se apoyaría, en primer lugar, en la instauración de la Corte Penal Internacional pero, sobre todo, en el principio de no intervención en los asuntos domésticos de Estados extranjeros (Borradori: 2003, 92). No obstante, las limitantes para la instauración de un orden cosmopolita son evidentes: 1. la existencia de Estados no democráticos, 2. la asimetría de poder entre los Estados y  el diferencial de poder entre autoridades nacionales e internacionales, 3. la erosión de la justicia distributiva producto de la globalización.

Las potencialidades de la consolidación de un orden cosmopolita, en lo que se refiere al terrorismo, no quedan aún muy claras. Habermas  manifiesta su desacuerdo con  la guerra contra el terrorismo declarada por parte de la actual administración norteamericana, en la medida  en que cede a las pretensiones del terrorismo: centrar la atención de la comunidad internacional. Además, el terrorismo rehabilita la relación amigo- enemigo como fundamento del Derecho Internacional (Borradori: 2003, 93).
 
Lo que Habermas  parece no tomar en consideración  en su idea del orden cosmopolita es el hecho de que el terrorismo, en su forma actual, no se hace visible en la forma de un Estado, y en este sentido no puede ser tratado como tal.  La Corte Penal Internacional podría tener un papel importante como instancia de denuncia y enjuiciamiento de los crímenes cometidos por los grupos terroristas. Pero creo que la cuestión no puede reducirse a la mera criminalidad, porque perdemos de vista  la cuestión fundamental de este trabajo: ver por qué  tienen  lugar estos fenómenos.

Reflexión Final

Las sorprendentes diferencias entre las primeras expresiones del  moderno terror rebelde y las de la actualidad, conducen a preguntarse si unas y otras tienen alguna afinidad espiritual, o si, por el contrario, quizá el único vínculo  que mantengan sea el de una mera convención lingüística.  Así, cuando recordamos los primeros movimientos terroristas rusos ,  se nos viene a la mente la historia de una lucha por la libertad  que debía hacer uso de la violencia como el único recurso a su disposición. Se trataba de una lucha con ideales y  principios morales en la que el rebelde, como recuerda Camus: “Fiel a sus orígenes, demuestra mediante el sacrificio  que su verdadera libertad no es para el asesinato, sino libertad ante su propia muerte (Y en este modo), los límites del terror se encuentran allí donde el honor del hombre comienza y termina” (Camus: 1981).

Esto nos lleva a hablar de la  moral  terrorista. Hermann Lübbe nos brinda importantes luces para el análisis de la relación entre moral y terror.  A partir de la lectura de Hegel, el autor trata de explicar qué es lo que pone a los hombres en condiciones de hacer aquello que hacen a los demás  en la praxis del terror. En primer lugar, Lübbe hace referencia  al papel de los fines supremos como agentes de legitimidad del terror: la universalidad  de estos fines  diluye, en la acción terrorista, la particularidad de los intereses individuales (Lübbe:1983,67); de esta manera, lo universal se realiza en un acto que condensa  de manera absoluta y abstracta los principios de la revolución.  En segundo lugar, se señala a la buena conciencia como la condición subjetiva  de la posibilidad de terror. De allí que sólo la pureza de convicción le permita al terrorista  soportar la crueldad de su acto. Es por esto que el asesinato y la ejecución se hacen menos difíciles cuando se ve encarnar en ellos el ideal revolucionario (o contrarrevolucionario) y no el rostro de un hombre inocente: frente al hombre  que habrá de asesinarse  se impone el ideal que emancipará a la humanidad entera. Finalmente, dice Lübbe,  la praxis terrorista es praxis revolucionaria, pues tiende a diluir todas las instituciones. Las sentencias que ejecuta son, por lo demás, inapelables (Lübbe:1983,68). El análisis de Lübbe muestra cómo el terror actúa como movilizador de la conciencia,  y cómo sólo a partir de  la pretensión moral de la causa revolucionaria puede apaciguarse, nunca resolverse,  la paradoja del rebelde  anunciada por Camus:

 Si la rebelión es, en su esencia misma, una pretensión de libertad, y la forma de libertad máxima, la libertad  de matar, no es compatible con los motivos de la rebelión (...) Por consiguiente, (el rebelde) no puede pretender en forma absoluta  no matar o no mentir sin renunciar a su rebelión, y aceptar, de una vez por todas, la mentira y el asesinato. Pero tampoco puede acceder a matar y a mentir, puesto que el razonamiento inverso, que justificaría el asesinato y la violencia, destruiría también las razones para la insurrección. Así pues, el rebelde jamás puede encontrar la paz. Sabe lo que es bueno, y a pesar de sí mismo hace el mal" (Camus: 1981)

Aquí nos encontramos con el problema de los medios y los fines de la revolución o la liberación, es decir, nos enfrentamos a la pregunta sobre  hasta qué punto la violencia terrorista compromete sus propios fines. En párrafos anteriores señalábamos cómo el terror termina por tragarse todo el potencial revolucionario. Esto, visto a la  luz del fracaso histórico de las revoluciones, que tras la victoria devienen las peores tiranías, parece confirmar el hecho de que los medios se superponen al fin y terminan por anularlo.

En El Final de la Utopía Marcuse nos dice dos cosas pertinentes a la presente reflexión. Por una parte, sostiene que "en el curso del movimiento revolucionario mismo ese odio puede dar en crueldad, brutalidad y terror" y que "el límite entre lo uno y lo otro es angustiosamente fluido". Por  otra parte, se consuela con respecto a lo anterior diciendo que "en una verdadera revolución se encontrarán siempre vías y medios para prevenir los excesos del terror" (Marcuse:1968).Pareciera ser, entonces, que debemos mantener  la idea desesperanzadora de que lo único que puede asegurar la revolución es precisamente la crueldad y la bestialidad y no los medios para su prevención. Si pensáramos en el Narodnaia Volia podríamos decir que elementos como el cuestionamiento moral, la aceptación reticente de la violencia, la organización y la disciplina, y el hecho de que los miembros del estado mayor general fueran también combatientes, podrían darnos luces acerca de algunos  referentes sobre  los límites de lo permitido. El lema de la organización según el cual el derecho a incurrir en la violencia se pagaba al precio de  la propia vida, puede encaminarse también en este sentido. No obstante, el carácter excepcional de este movimiento en la historia de las revoluciones hace imposible la extrapolación de sus valores al universo de las manifestaciones terroristas.

A lo largo de este escrito nos preguntamos si hay circunstancias conocidas que puedan hacer defendibles o coherentes los ideales de los terroristas en función de las convenciones filosóficas y morales existentes. Vimos argumentos a favor, como el de Sartre y Fanon, en los  que la violencia terrorista es vista como la obra de una generación inmovilizada por el pesimismo, como el  resultado de un impacto histórico que  le hace sentir que no tiene otra salida.  Desde la orilla contraria, la reflexión de Arendt da cuenta de la vacuidad política de la violencia y, en la misma perspectiva, del innegable yerro que implica la asociación de las nociones de terror y moral. Habermas por su parte, define el terrorismo como una perturbación  de la comunicación que denota una crisis al interior de los postulados de la modernidad ilustrada  preocupándose más por explicar las causas de esta patología que por exaltarla  o censurarla como método político.

La conclusión del análisis presentado es, entonces, que no hay  argumentos definitivos que justifiquen el terror. Aún cuando los actos terroristas estén encaminados a fines tan valiosos como la libertad, la experiencia histórica demuestra que  el medio específico de estas revoluciones termina por absorber su fin. En el fondo de su corazón, el terrorista sabe que al asumir el derecho a la violencia y al asesinato, aún dentro de los límites que él mismo se impone, está al mismo tiempo librando de toda restricción al sistema que combate. Al abrogarse el derecho a asesinar, no hace que más que adquirir el derecho de convertirse en víctima.  Así,  la libertad del revolucionario de poner en práctica sus ideas pone en peligro la libertad de toda la sociedad en la medida en que el terrorismo revolucionario prepara el camino para otro mucho más poderoso: el contraterrorismo de Estado.

Por otro lado,  la eliminación del Otro como imperativo de la acción  no puede bajo ninguna circunstancia reclamar pretensiones de validez universal. Así, ninguna realización de la justicia o la libertad pueden adjudicarse el derecho a quitar la vida. Por supuesto como anota Lübbe, el  cuestionamiento acerca de si el fin justifica los medios, no tiene perspectivas de éxito  en una discusión con el terrorista, quien  nunca participa en este tipo de razonamientos. La posesión del principio que cree universal  le basta para justificar su acción.

Cuando intelectuales como Sartre intentan justificar y encomiar la violencia del Tercer Mundo, en la cual se ve un nuevo proletariado, es cuando los amantes de la libertad deben estar alerta de los peligros a los que conlleva una autorización de la violencia, su culto y su difusión en una época en la que se desdibujaron los límites entre lo permisible y lo no-permisible.  Creer que el terrorismo pondrá fin a la tiranía, y en vía inversa, que la guerra contra el terrorismo desterrará al mal de la faz de la Tierra,  no son más que  pretensiones  sin fundamento, cuyo resultado no es más que  la eliminación de todas las restricciones de ambas partes y la corrupción total de la sociedad.

Bibliografía

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Saga 13-I
Universidad Nacional de Colombia


* Politóloga y estudiante de la maestría en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Profesora del Departamento de Ciencia Política de la misma institución.

Convendremos para efectos del análisis una definición provisional del término terrorismo como el  uso de la violencia, o la amenaza de recurrir a ella, con fines políticos, que se dirige contra víctimas individuales o grupos más amplios. Vale decir que la acción terrorista puede ser llevada a cabo por grupos no gubernamentales o por unidades secretas o irregulares, que operan fuera de los parámetros habituales de las guerras y a veces tienen como objetivo fomentar la revolución (terrorismo revolucionario);  o por el Estado, cuando este atenta contra sus propios súbditos o comunidades conquistadas (terrorismo de Estado). Más que la realización de fines militares, el objetivo de los terroristas es la propagación del pánico en la comunidad sobre la que se dirige la violencia. Con esto  se busca coaccionar a la comunidad y/o  al Estado para que actúe  de acuerdo con los deseos de los terroristas

La iniciativa Bush contra el terrorismo y la política de seguridad democrática de la administración Uribe son sin duda los hechos más cercanos para el análisis del actual estado de cosas.

En un comienzo pensé que el Derecho Internacional Humanitario podría ser un posible punto fijo desde el cual observar el fenómeno de la violencia terrorista, toda vez que tipifica  y penaliza los delitos cometidos contra la población civil desarmada y los bienes públicos culturales y ambientales. Visto más de cerca, el actual DIH se  queda corto frente a fenómenos como el terrorismo internacional, ya que este no tipifica como  conflicto regulado. La asimetría de las fuerzas (Estado vs. Grupos terroristas), las particularidades del enfrentamiento, que ya no puede considerarse como una guerra entre Estados ni como un conflicto armado interno,  y el aún incipiente Sistema Penal Internacional, hacen dudar que el DIH sea un punto de partida infalible para pensar el terrorismo. Tal visión coincide con el llamado que hacen autores como Habermas y Derrida para la consolidación de un “Nuevo  Orden Cosmopolita” que haga frente a las amenazas de orden planetario e implique la superación del Derecho Internacional Clásico. Sobre esto volveremos más adelante.

Me refiero aquí a los trabajos que tienen como punto de partida para el análisis del fenómeno terrorista su completa descalificación. En el otro lado se ubican aquellos autores que ven en el terrorismo un instrumento irrenunciable para la emancipación humana y la creación de una nueva sociedad: Sartre, Fanon, Merleau Ponty, entre muchos otros. Prefiero referirme a ellos más adelante cuando  me ocupe del tema del terrorismo revolucionario.

Este alejamiento de la realidad supone, en buena medida, una sacralización de la democracia, entendida como solución y salvación en ella y por ella misma, en detrimento de su condición de medio idóneo para la resolución de los conflictos políticos (Azurmendi, 2001).

Maurice Tugwell explica magistralmente este fenómeno, por lo que  me permito citarlo: “La transferencia de la culpabilidad es una técnica de propaganda muy antigua, que se usa quizás hoy más que nunca. Esto implica una desviación de la atención pública, la cual se aparta de los actos comprometedores del que inició el conflicto para dirigirse a los del adversario, de manera que puedan ser olvidados o perdonados, mientras que los últimos desgasten la confianza  y la legitimidad de la otra parte…. Cuando la actuación de la propaganda llega a su máximo la transferencia de culpabilidad va más lejos: justifica el acto original transformándolo desde ser una responsabilidad sicológica hasta convertirse en un triunfo, mientras simultáneamente se despoja a las acciones del oponente de su contenido de rectitud moral y de su utilidad práctica”.  Véase: Tugwell M, “La Transferencia de la culpabilidad”. En: La Moral del Terrorismo. Rapoport D, (comp). Ariel editorial, Barcelona, 1985 p. 74.

A  finales del siglo XIX, Argelia fue convertida en un departamento de ultramar de Francia, controlado totalmente por los colons (colonos). Frente al dominio francés,  en marzo de 1954, Ahmed Ben Bella, un antiguo sargento del Ejército francés, se unió a otros ocho argelinos exiliados en Egipto para formar un comité revolucionario que más tarde pasó a ser conocido como el Frente de Liberación Nacional (FLN). Unos pocos meses después, el 1 de noviembre, el FLN lanzó su ofensiva para lograr la independencia de Argelia mediante ataques coordinados a los edificios públicos, militares, puestos de policía e instalaciones de comunicaciones. Un continuo aumento en la acción de la guerrilla durante los siguientes dos años forzó a los franceses a solicitar refuerzos; en total, 400.000 efectivos de tropas francesas fueron apostados en Argelia. La estrategia del FLN combinó las tácticas guerrilleras de Abd al-Qadir con un deliberado uso del terrorismo. De hecho, las tácticas de la guerrilla paralizaron a las fuerzas francesas más dotadas, mientras los atentados indiscriminados y los secuestros de europeos y musulmanes que no apoyaban activamente al FLN crearon un clima de miedo por todo el país, lo que provocó el surgimiento del contraterrorismo, ya que los colons y las unidades del Ejército francés atacaban los pueblos musulmanes y asesinaban brutalmente a la población civil. Para profundizar en el tema véanse ABBAS, Ferhat. Guerre et révolution d´ Algérie. Paris: René Julliard: 1962 y CALCHI Novalti, Gianpaolo. La revolución argelina. Barcelona: Editorial Bruguera, 1970.

Fanon, Frantz. Los condenados de la tierra. Prólogo de Jean Paul Sartre. Fondo de Cultura Económica, México, 1963

Con esto no quiero decir que Sartre sea un antihumanista en sentido absoluto.  Todo lo contrario, su crítica del humanismo europeo es un llamado para el rescate del verdadero humanismo. En su obra El Existencialismo es un Humanismo muestra cómo la palabra humanismo tiene dos sentidos muy distintos: "Por humanismo se puede entender una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior. Esto supone que podríamos dar un valor al hombre de acuerdo con los actos más altos de ciertos hombres". Este humanismo es absurdo, dice Sartre, "porque sólo el perro o el caballo podrían emitir un juicio de conjunto sobre el hombre y declarar que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo menos que yo sepa. Pero no se puede admitir que un hombre pueda formular un juicio sobre el hombre. El existencialismo lo dispensa de todo juicio de este género; el existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse. Y no debemos creer que hay una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera de Augusto Comte. El culto de la humanidad conduce al humanismo cerrado sobre sí, de Comte, y hay que decirlo, al fascismo. Es un humanismo que no queremos". Y continúa: " hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir; siendo el hombre este rebasamiento mismo, y no captando los objetos sino en relación con este rebasamiento, está en el corazón y en el centro de este rebasamiento (..)  Es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano". Sartre, Jean Paul. El existencialismo es un humanismo. Barcelona: Ediciones Orbis, 1985.

Aun cuando la anunciara como  partera de la historia, la violencia no  constituye en la  obra de Marx más que un medio para un fin superior que es la emancipación de la clase obrera y no, como la literatutra posterior supone,  el espíritu mismo de la revolución proletaria. Serán los desarrollos ulteriores dentro del  marxismo los que otorguen un papel protagónico a la violencia hasta el punto de entronizarla como principio y fin de la praxis revolucionaria. Al respecto pueden consultarse el Manifiesto Comunista y el texto sobre la Ideología alemana escritos por Marx.

Hasta cierto punto la reflexión actual sobre lo Uno Oriente y lo Uno Occidente coincide con lo que presentara Hegel en sus lecciones de Filosofía de la Historia. Hegel se refiere al mahometanismo como la Revolución de Oriente que vendría a terminar con el aberrante culto de las particularidades en que había caído el paganismo cristiano. En esta religión sólo lo Uno, lo absoluto es conocido. La intuición de lo Uno debe ser lo único reconocido y lo único que rige. Esta sería para Hegel la raíz del fanatismo: el no admitir más que una determinación rechazando todo lo demás particular y fijo, y no queriendo establecer en la realidad más que aquella única determinación. A continuación, Hegel establece una analogía con el Uno de Occidente mediado por el terror. En este caso se refiere al terror desatado por Robespierre en la Revolución Francesa. Dirá entonces que si para el fanatismo islámico el principio es “Religión y Terror”,  para el fanatismo ilustrado de la Revolución Francesa el principio fue “Libertad y Terror”. Al respecto véanse los apartados  “Sobre la religión India” y “La revolución francesa y sus consecuencias” contenidos en las Lecciones sobre la historia de la filosofía universal de  G.W.F. Hegel. Madrid: Alianza Editorial, 2001 pp. 308- 319 y 688-701.

En el capitulo primero de Economía y Sociedad, Max Weber distingue los siguientes  tipos de acción: racional-teleológico, racional-axiológico, afectiva y tradicional. Según el autor, el proceso de racionalización que ha caracterizado la evolución de Occidente, consiste en el predominio de la racionalidad teleológica, según la cual lo racional se define como la aplicación adecuada de medios a fines que se persiguen, tomando en cuenta las consecuencias. Esta racionalidad despliega progresivamente su dominio sobre diversos sectores de la vida social, particularmente en la esfera de la economía y de la administración burocrática. En oposición a la "racionalidad teleológica" Weber alude a una "racionalidad valorativa" que rige una acción con arreglo a valores, por lo cual se obra según convicciones, sin atender a las consecuencias previsibles (Weber: 1996, p.20-21). Pero esta racionalidad valorativa no resuelve los conflictos entre valores (que en el fondo son conflictos entre intereses), con lo que tal esta resolución dependerá de la imposición de la fuerza o el poder. Como resultado del proceso de racionalización, se produce un  fenómeno que Weber denomina "desencantamiento" del mundo, metáfora que da cuenta sugestivamente del estado de ánimo del hombre moderno frente al avance de la racionalización de los ámbitos de existencia. La declinación de las imágenes filosóficas y religiosas que en el pasado cumplían una función vinculante en la vida social se constata como el hecho sociológico más relevante de la modernidad Para ampliar esta perspectiva véase el apartado “Conceptos sociológicos fundamentales”, en Max Weber. Economía y Sociedad: México: F.C.E., 1996.

Sobre la racionalidad comunicativa en Jürgen Habermas véase el tomo I“Racionalidad de la acción y racionalidad social” de su obra Teoría de la Acción Comunicativa: Madrid: Taurus, 1987.

Me refiero aquí al partido Voluntad del Pueblo "Narodnaia Volia" y a su descendiente, el Partido Socialista Revolucionario, quienes adoptaron en un primer momento el terrorismo como parte de su lucha política en la Rusia de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.

Lübbe, Hermann. Libertad y Terror". En: Filosofía Práctica y Teoría de la Historia. Barcelona: Editorial Alfa, 1983.