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De la guerra de los estados a la guerra de las galaxias
Alexandre Franco De Sa

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The article considers the development of the concept of war in four stages. State Wars: wars between morally equal sovereign states. Democratic Wars of Peoples: defence and self-determination wars. Humanitarian Wars: "just wars" fought in the name of mankind and justice against an enemy considered as an un­ human criminal. Star Wars: the "war on terror" that tries to circumscribe the most extreme violence inside enemy territory, to be closed as if it would be a "star".

Keywords: war, modernity, state, violence.

La relación íntima con la guerra es, para la política moderna, un arcanum. La polis griega se basaba en la determinación  aristotélica del hombre como "animal político" y en la consecuente consideración de la "vida política" como un elemento indispensable para una vida feliz y plenamente humana. El imperium romano, a su vez, se fundaba en una teología política de origen helenístico, en la cual el orden monárquico imperial se representaba como reproductor de un orden divino universal. En ambos casos, la felicidad y el orden, considerados como un modo superior de existencia humana, constituían los fines de la vida política. En el caso de la política moderna, por el contrario, no es una representación de un telos de la vida humana, una representación de un orden natural o de una vida feliz, sino un desorden, y el miedo ante el, lo que subyace a su formalización. Así, la política moderna no se orienta a la obtención de una vida plena y feliz, según la aretê; se orienta más bien a encontrar una respuesta a la pasión del miedo que suscita una situación de desorden, a reponer la seguridad quebrada sea por el libre curso de las pasiones naturales del hombre, sea por los conflictos que esas pasiones inevitablemente implican. La política moderna nace así marcada por lo que Leo Strauss llama un "abajamiento de los patrones de la acción social"1 ; en ella, no se trata ya de cultivar en el hombre una "vida buena", sino solamente  de asegurarle que una muerte violenta, resultante de pasiones desarregladas,  no le impida vivir todo el tiempo que la naturaleza le permitiría. En ese abajamiento de los patrones de la política moderna se hace presente, su íntima relación con la guerra. En la modernidad, se podría definir la política como un estado de la vida humana originado por la guerra y orientado a su limitación.
En T. Hobbes, en su referencia  ala "guerra  de todos contra todos", se manifiesta del modo mas claro esa relación originaria  entre la guerra y la política moderna. Para Hobbes, como es sabido, el origen del miedo conducente a la constitución de un estado civil es un estado de naturaleza determinado por el derecho de todos a todo, o sea, un estado de naturaleza en el cual el conflicto y la guerra no pueden dejar de emerger. La guerra propia del estado de naturaleza es la causa del pacto fundador de las relaciones políticas. Sin embargo, no es solo en el origen de la política donde la guerra se encuentra. El soberano constituido por el pacto protege a los individuos y garantiza su seguridad en la medida en que se conserva el mismo en un estado de naturaleza. Forma parte de ese estado, esencialmente, un derecho de entrar en conflicto o en guerra, un jus ad bellum. Por eso Hobbes atribuye al poder soberano, al poder que sustenta el estado civil, como el noveno de sus derechos, la posibilidad de decidir sobre la guerra y la paz2 . Eso quiere decir que la guerra esta no solo en el origen de la política moderna, sino también en sus fines y resultados. El estado civil en el cual los hombres entran como respuesta a la guerra inevitablemente presente en el estado de naturaleza o la vida política resultante de la necesidad de apartar el peligro de una guerra de todos contra todos, se caracterizan no por la ausencia de conflictos, sino por la canalización del conflicto originario hacia otro tipo de conflicto que, a diferencia del anterior y en contraposición a el, podría ser calificado de mas previsible y ordenado. No es la "paz perpetua", sino otro tipo de guerra lo que, en la política moderna, substituye a la "guerra de todos contra todos" hobbesiana.
En ese sentido, podemos decir que la relación de la guerra con la política moderna es doble: por una parte, ella surge como su ratio essendi, pues es en la guerra y en el desorden donde la política moderna encuentra su génesis y el principia de su existencia; por otra parte, ella surge también como su ratio cognoscendi. En la modernidad se caracteriza una determinada forma política en función del tipo de guerra que posibilita. Es en esta segunda dimensión de la relación de la guerra con la política moderna donde encuentran su justificación las reflexiones que aquí presentamos. Ellas procuraran abordar dos cuestiones fundamentales: en primer lugar, la posibilidad de caracterizar la política moderna a partir de la guerra; si la política moderna se puede caracterizar en función del tipo de guerra que ella hace posible, ¿Como abordar la política moderna, en general, a partir de esa caracterización?; en segundo lugar, se trata de comprender a partir de esta relación entre guerra y política la configuración mas actual de la guerra la guerra marcada en el Occidente, sabre todo desde el 11 de Septiembre de 2001, como una "guerra contra el terror"-. Si nuestra actualidad política se confronta con un nuevo tipo de guerra, ¿Como comprender, en particular, ese nuevo tipo de guerra a partir de la relación intima que no puede dejar de mantener con la política? Es en esa segunda cuestión donde el desarrollo de nuestra reflexión no podrá dejar de culminar.

1. La definición  de la política desde la guerra

La pregunta sabre la posibilidad de caracterizar la política a partir de la guerra -la primera de las dos cuestiones enunciadas­ ha de abordarse justamente partiendo de Hobbes, es decir, a raíz de la emergencia de la política y del Estado  modernos como la solución para superar el conflicto generado por las guerras de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII. Aparecido en la secuencia de las guerras entre confesiones cristianas, el Estado moderno asienta el principia  del cuius regio, eius religio, o sea, atribuye al soberano político el poder de determinar una religión y un culto públicos. Esto quiere decir que la política moderna usurpa a la teología la capacidad de determinar la pertinencia de los conflictos políticos y de marcarlos, consecuentemente, con el cuño de conflictos totales, en los cuales la propia verdad y salvación están en causa. Así, el Estado moderno relega la teología a una instancia políticamente neutra, asumiendo el mismo el monopolio del jus ad bellum, de un derecho a hacer guerras que son ya conducidas no como una lucha por la verdad y por la salvación de un pueblo, sino exclusivamente  como la lucha por intereses propios y por razones de Estado. La primera guerra moderna -la guerra entre Estados­ se puede caracterizar, por tanto, además, negativamente, en función de aquello que no es: no es un conflicto entre religiones, entre visiones del mundo, entre verdades. Y, no siéndolo, tampoco es una guerra de cada uno de los hombres que en ella son combatientes. Se diría que, en la guerra de los Estados, los combatientes combaten no por ellos mismos, tampoco en nombre de sus convicciones profundas y de aquello que esencialmente son, sino en nombre del puro interés del Estado bajo cuya protección se abrigan. Tales combatientes surgen así no como sujetos, sino como instrumentos. Y en esa misma medida, en la guerra entre Estados, los combatientes no son personas, sino soberanos que actúan por medio de personas; no pueblos, sino Estados que obran por medio de pueblos.

La guerra entre Estados es, en su esencia, una guerra no personal. Y es justamente esta impersonalidad la que le da su sello fundamental. Se diría que, entre los siglos XVII y XIX, semejante guerra se enraíza en Europa como expresión de un dualismo cartesiano fundamental: en ella solo los cuerpos de los combatientes combaten, no sus almas; solamente el exterior es movido hacia la enemistad, no lo íntimo o la esencia del pensamiento  que constituye, en una persona  humana, su espíritu. Debido a este dualismo fundamental, la guerra de los Estados asienta la distinción entre una enemistad publica y privada, entre la enemistad de un hostis y de un inimicus, de un. En el siglo XX, C. Schmitt es el autor que mas sensiblemente capta esta distinción. Por eso, justamente, al presentar su comprensión de lo "político" puede afirmar que" no es necesario odiar personalmente al enemigo ¿político, y solo en la esfera de lo privado tiene sentido amar al 'enemigo', o sea, al opositor"3. Si el enemigo publico o político es alguien que no solo puede, sino que debe, no ser odiado en la esfera privada y personal, si en esta esfera es posible amar a los propios enemigos, eso quiere decir que la guerra publica entre Estados es una guerra esencialmente limitada, arreglada y ordenada, regida por un "derecho publico" y distinta de un estado de mero desorden y caos. Presente en las relaciones europeas basta el siglo XIX, ese "derecho publico" se constituye como un Jus Publicum Europaeum y posibilita la reducción de la intensidad del conflicto en las guerras entre los Estados de Europa. Luchando exclusivamente por sus intereses, renunciando a combatir en nombre de la justicia y de la verdad, esos Estados no podrían dejar de reconocer en el enemigo su semejante, depositario de una igual dignidad. Es justamente ese reconocimiento, esa renuncia a reducir al enemigo al estatuto de un mal, lo que posibilita el establecimiento de la guerra entre Estados como una guerra parcial y no total, o sea, como una guerra que renuncia a la tentación no solo de una discriminación o criminalización del enemigo, sino de combatirlo por todos los medios posibles basta su rendición incondicional. Una rendición incondicional es algo, en este horizonte europeo, en general, inconcebible.

La condición de este mutuo reconocimiento entre Estados beligerantes radica así en su rechazo a la idea medieval de la "guerra justa". Es también C. Schmitt quien mas claramente reconoce esa condición esencial: "De la guerra parcial, no total, forma parte también la importante particularidad, frecuentemente señalada en los últimos años, de que el concepto de guerra del derecho de gentes, vigente hasta ahora, tenia que dejar de lado la cuestión de la justicia de la guerra, la importante particularidad  de ser un concepto de guerra 'no discriminante"'4. Lejos de poder dividir los Estados entre buenos y malos, justos e injustos, introduciendo en el ámbito político una categoría moral que le es extraña, la guerra de los Estados es solamente una consecuencia posible del jus ad bellum que resulta de su soberanía política. Esto quiere decir que, dejando de lado la verdad y la justicia, renunciando a la auto­ proclamación de una guerra justa, la guerra de los Estados surge así como una guerra esencialmente limitada y circunscrita. En función de esa limitación y circunscripción se hace posible introducir las diferenciaciones, esenciales a la moderación de la guerra, entre combatientes y no combatientes, zonas de guerra y zonas civiles, recursos de guerra y otros tipos de bienes. Así, es posible decir que el Estado moderno es la condición, al mismo tiempo, de la decisión sobre la guerra y de su limitación. En la guerra de los Estados es uno y el mismo poder el que, en su jus ad bellum, puede decidir la guerra y regular su intensidad.

Los Estados soberanos de Europa, representados hasta el siglo XVIII en la persona de sus monarcas, son unidades políticas esencialmente diferenciadas de sus sociedades o de sus pueblos. Sus guerras estallan como disputas entre sujetos moralmente iguales que combaten no inmediatamente entre si, sino mediatamente a través de personas que ellos instrumentalizan como armas. En ese sentido, los combates entre ejércitos son siempre, para usar una terminología jüngeriana, "batallas de materiales". Y las guerras entre Estados  aparecen, de este modo, bajo la figura de un juego en el que los pueblos son colocados, empeñados y movilizados como piezas. Las palabras del príncipe búlgaro al emperador de Grecia, que lo desafiaba a un duelo para la resolución de una contienda, citadas por Kant en Zum ewigen Frieden, son el ejemplo mas paradigmático de esa disposición: "Un herrero que tenga tenazas no retirara el hierro de las brasas del carbón con sus manos"5 •  Ante este carácter lúdico de las guerras entre Estados, ante esta esencial diferenciación entre los soberanos en cuanto sujetos de la guerra y los pueblos en cuanto sus instrumentos, no puede dejar de surgir una revuelta democrática. La guerra de los Estados, asentada en la diferenciación entre Estado y sociedad, encuentra en el aforismo L 'Etat c 'est moi de Luis XIV su formulación paradigmática y contiene en si la revuelta democrática de pueblos que, rechazando su instrumentalización, pasan de entrar como medios de los conflictos a ser el fin en esos mismos conflictos, o sea, transforman su identidad en la del propio Estado. El nacionalismo y el principio democrático de la soberanía popular, el principio según el cual un pueblo o una sociedad  deben identificarse con su Estado, es el fruto de una revuelta contra la guerra de los Estados como primera guerra moderna.

Las revoluciones americana y francesa constituyen, en el siglo XVIII, un cambio político generado por el rechazo de la guerra de los Estados y por la génesis, en su sustitución, de otro tipo de guerra. Este segundo tipo de guerra moderna se vincula, además, a la constitución del pueblo como soberano, al principio democrático de la identidad entre sociedad y Estado y, consecuentemente, al rechazo, por parte del pueblo, a entrar en una guerra como mero medio o instrumento movido por una voluntad exterior. A diferencia de lo que ocurría en el conflicto entre Estados, la guerra surge ahora como guerra democrática, una guerra entre sociedades y pueblos, una guerra en la cual estos, convertidos en soberanos, son no medios, sino fines; no instrumentos, sino sujetos. En tales guerras, se diría que el pueblo lucha para si mismo, por su tierra, por su existencia y por su autodeterminación. Esta guerra de los pueblos surge, a diferencia de la guerra de los Estados, como una guerra esencialmente defensiva. Y este carácter defensivo le permite recuperar para sí la categoría de la justicia. La guerra democrática de los pueblos se caracteriza así por esta asociación entre defensa y justicia: solo una guerra defensiva puede ser ahora una guerra justa. Y si, en tanto guerra defensiva, la guerra democrática de los pueblos es una guerra justa, entonces se caracterizara inevitablemente por un aumento de la intensidad del conflicto.

Después de su preludio en la resistencia de los indígenas colonizados, es quizá en España y Portugal, ante las invasiones de los ejércitos napoleónicos, donde esta guerra democrática de los pueblos emerge más claramente. Y lo hace en un escenario en que los dos tipos de guerra -la guerra de los Estados, representada por los soldados uniformados de Napoleón; y la guerra de los pueblos, representada por la guerrilla y por las milicias irregulares de los partisanos ibéricos-se confrontan en el mismo campo de batalla. En tal confrontación, la guerra clásica de los Estados no puede dejar de encontrar su superación en la actitud de combatientes cuya característica esencial reside en la posibilidad de intensificar el conflicto guerrero a través de la asociación entre su carácter telúrico y defensivo, por un lado, y la representación de una causa justa, por otro. A diferencia de la guerra de los Estados, que se basaba en la distinción entre civiles y combatientes,  recursos de guerra y otros bienes,  frente de combate y zonas civiles, la guerra de los pueblos no puede ya reconocer nítidamente tales distinciones. En la misma medida en que la guerra de los pueblos no consigue establecer distinciones capaces de moderar el conflicto, no puede dejar de triunfar sobre la guerra clásica de los Estados, conduciendo a su transformación intrínseca. A partir del siglo XIX, los ejércitos regulares aprenden a su costa, a costa de aquello que se podría llamar su estilo, que solo con métodos de guerrilla se podría responder eficazmente a los guerrilleros.

También, teniendo en cuenta el triunfo de la guerra democrática de los pueblos se puede comprender la propia transformación de la democracia a partir del siglo XIX en un principio universal y abstracto de legitimidad política. A partir del siglo XIX, incluso la monarquía tendría que ser democráticamente  fundada: la legitimación plebiscitaria de Napoleón III, como emperador de los franceses, el 2 de Diciembre de 1852, es aquí el retrato más paradigmático de ese proceso.

El establecimiento de la democracia como principio universal y abstracto de legitimidad política supuso, por su propio desarrollo inmanente, el abandono de su vínculo inicial con una dimensión telúrica y situada. La democracia es ahora un mero principio abstracto de identidad entre el pueblo y el soberano político. En cuanto tal, no puede determinar a partir de si el proceso concreto de identificación por el cual una instancia gubernativa identifica su voluntad con la voluntad soberana del pueblo. Esta transformación de la democracia en un principio abstracto de legitimidad se refleja también en la transformación de la guerra democrática de los pueblos y en la aparición de un tercer tipo de guerra.

Al abandonar su vinculación con la tierra, la guerra defensiva del resistente, la guerra justa del partisano, se transforma en una guerra moral e ideal, en una guerra movida por un puro ideal de justicia. Lo que se defiende en esa guerra no es ya un pueblo o una tierra, sino un principia abstracto de democracia, así como una idea de humanidad. Por su propia lógica, este tercer tipo de guerra -la guerra de la humanidad- puede llegar a ser extremadamente intensa en la medida en que el enemigo tiene en ella un estatuto de inhumanidad, bien se represente esta como injusticia o como cualquier otro tipo de mal. Según la representación básica de una guerra tal, todos los medios deberán ser empleados, si todos fuesen necesarios, para derrotar al enemigo inhumano y salvar de el la humanidad amenazada. Es C. Schmitt quien, en su Theorie des Partisanen, alude a la inevitable extensión de la intensidad del conflicto bélico a través de la transformación del carácter telúrico que caracteriza la guerra de los pueblos, en un principia universal abstracto: "[La marca del carácter telúrico] es importante para la situación del partisano que, a pesar de toda la mutabilidad táctica, es fundamentalmente defensiva; y es ese partisano el que altera su esencia cuando se identifica con la agresividad absoluta de una ideología mundial-revolucionaria o tecnificada"6.
Una guerra conducida en nombre de la humanidad o de la democracia contra un enemigo criminal, malvado e inhumano, aparece como un conflicto apocalíptico entre el bien y el mal, que tiene su fundamento en lo que se podría llamar una contaminación moral de lo político y que contiene la posibilidad de un conflicto extremo, de una guerra total, abierta por esta misma contaminación. Así, si la guerra de los pueblos surgía a partir de la Asunción democrática de la soberanía popular y del llamado derecho de autodeterminación de los pueblos, la guerra  de la humanidad aparece ahora justamente como la posibilidad de retirar la soberanía a Estados considerados criminales, moralmente inculpados por toda la humanidad, o a pueblos cuyas practicas sociales sean clasificadas -para usar una expresión de John Rawls en The Law of Peoples- como "indecentes".
Pero ¿donde es posible encontrar, además, este tercer tipo de guerra moderna?  Si bien es en Europa, con las invasiones francesas, donde mejor se puede observar el conflicto entre la guerra de los Estados y la guerra de los pueblos, el conflicto entre esta ultima y la nueva guerra -la guerra de la humanidad- aparece ya en America, como consecuencia de la lógica que desencadena, en los Estados Unidos, la Guerra de Secesión. Las reivindicaciones de los Estados esclavistas se pueden interpretar como la evocación democrática de un derecho a la identidad y a la autodeterminación. De ahí que, por ejemplo, J. Calhoun, en 1850, pudiera rechazar las presiones abolicionistas  con una "restauración para el Sur, en sustancia, del poder que el poseía de protegerse a sí mismo"7 . Y si la posición confederada en la Guerra Civil americana surgía como una guerra democrática de autodeterminación, ya los Estados del Norte y, en general, el movimiento abolicionista luchaba no por la autodeterminación de un pueblo, sino por una idea de humanidad que excluía, como principia moral, la esclavización de una raza humana por otra. Solo por su humanitarismo y su moralidad la guerra promovida por Lincoln y por la Unión podría pasar a ser una "guerra total", en la cual todos los recursos serian admisibles para asegurar la victoria. No es, pues, un accidente que la expresión que privilegiadamente señala el nacimiento de la guerra total -War is hell- haya sido pronunciada justamente por el General Sherman, comandante del ejercito unionista que, al incendiar Atlanta, se manifestaba como incapaz de establecer las distinciones entre combatientes y no combatientes, zonas de combate y zonas civiles, recursos de guerra y otros bienes; distinciones esenciales, en la guerra, con vistas a su moderación.

Este tercer tipo de guerra de la modernidad, una guerra humanitaria, considerada como esencialmente justa, adquiere así una especie de cabeza de Janus, llevando consigo una intensidad creciente. El desarrollo de la guerra en el siglo XX es, en gran medida, la historia del crecimiento simultaneo de su moralización y de su intensidad. Una vez más, es C. Schmitt quien, en un pasaje de Der Begriff des Politischen, que además hoy parece premonitorio, establece la articulación, la Wechselwirkung, entre el creciente humanismo de la guerra y su creciente intensidad:

"La humanidad en cuanto tal no puede hacer ninguna guerra, pues ella carece de enemigo, por lo menos en este planeta. El concepto de humanidad excluye el concepto de enemigo, porque el enemigo no deja de ser hombre y, así, la diferenciación específica desaparece. El que se lleven a cabo guerras en nombre de la humanidad no es una refutación de esta simple verdad, pero tiene un sentido político particularmente intensivo. Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, eso no es ninguna guerra de la humanidad, sino una guerra que un Estado determinado lleva a cabo contra otro. El nombre de humanidad - porque no se puede usar tales "nombres" sin ciertas consecuencias-solo podría tener el significado terrible de que es recusada al enemigo la cualidad de hombre y, así, la guerra se vuelve particularmente inhumana. Pero, a parte de este abuso supremamente político del nombre impolítico  de humanidad, no hay guerras de la humanidad como tales"8.

Si la defensa de la humanidad se traduce en la posibilidad de llevar la guerra al grado más extremo de intensidad, y si, al final, no hay una guerra de la humanidad en el sentido propio del termino, eso quiere decir que la guerra humanitaria no puede dejar de tener un carácter ficticio, encerrando ya en su núcleo mas intima la presencia de un cuarto y ultimo tipo de guerra. Con otras palabras: esto quiere decir que la esencia de la guerra hecha en nombre de la humanidad se determina no propiamente por su humanitarismo, si­ no por una dimensión que crece y se desarrolla bajo la protección de la ficción humanitaria y que, consecuentemente, no puede dejar de manifestarse ficticiamente como si consistiera en una defensa de la humanidad.

Es sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando se hace posible la comprensión de este carácter ficticio de la guerra humanitaria. A partir de la ficción que constituye, es posible establecer un contraste esencial entre el modo en que ella se representa y aquello que en ella efectivamente pasa, entre el modo en que ella se manifiesta y aquello que ella efectivamente es.

En el ensayo titulado Der Friede, escrito en 1942, Ernst Junger desvela implícitamente este contraste. Por un lado, Junger trata de pensar la guerra de 1939-1945 como una guerra de la humanidad. En ese sentido la describe como «la primera obra comun de la humanidad»9 y la caracteriza como un conflicto en el que no podría distinguir entre derrotados y vencedores: "Hemos vista las victimas de esta guerra. En su tren oscuro, todos los pueblos pusieron su contingente. Todos participaron del sufrimiento y, de ahí, que para todos ellos la paz tenga que dar frutos. Quiere decir que esta guerra tiene que ser ganada por todos"10 •  Sin embargo, por otro lado, una guerra humanitaria llevada a cabo en nombre de la justicia y de la humanidad no podría dejar de manifestar, como la otra cara de la moneda, el crecimiento inevitable de la intensidad del conflicto. Como Junger aiiade, en ese mismo texto: "Una mayor impiedad es mas propia de aquel que cree combatir por ideas y por una doctrina pura que la de aquel que defiende solo las fronteras de la patria"11. La guerra justa y humanitaria no puede dejar de esconder, en su núcleo, otro tipo de guerra que emerge, además, del crecimiento de la intensidad y de la situación dilemática a que conduce la criminalización del enemigo.

Un dilema de ese tipo puede ser claramente formulado del siguiente modo: si el enemigo es considerado un criminal, ¿podrá el crimen convertirse en legitimo para derrotarlo? En su libro Just and Unjust Wars, a partir precisamente de una alusión al combate justo contra la Alemania nazi, Michael Walzer explicita no solo ese dilema, sino sobre todo la única respuesta que la representación de una guerra justa, llevada a cabo en nombre de la humanidad, puede darle: "Teniendo en cuenta la visión del nazismo de la que parto, la cuestión gana esta forma: debo apostar en este crimen determinado (la muerte de personas inocentes) contra ese mal inconmensurable (un triunfo nazi)? [...] No hay opción; el riesgo, de otro modo, es demasiado grande. [...] Oso decir que nuestra historia será anulada y nuestro futuro condenado a no ser que acepte el fardo de la criminalidad aquí y ahora" 12 • Y es delante de tal propuesta cuando se hace necesario intentar comprender la otra guerra que, encubierta por la manifestación de la guerra humanitaria, emerge en su esencia mas intima.

2. La guerra contra el terror

Abordamos ahora la segunda cuestión que enunciamos al comienzo: ¿Como comprender la guerra actual-lo que hoy se llama una "guerra contra el terror"-a la luz de la relación propuesta entre la guerra y la política moderna? En una primera aproximación, se diría que la guerra actual adquiere su rostro de la herencia de los tipos de guerra que le dan origen. De la guerra democrática de los pueblos, hereda su carácter defensivo; de la guerra liberal de la humanidad, la reivindicación de una justicia por la cual pueda ser llevada a la intensidad mas extrema. Y es este carácter extremo de su grado de intensidad lo que le da su cuño mas propio: si la guerra se determina por la criminalización del enemigo y, por tanto, por la posibilidad del uso contra el de la máxima violencia, en caso necesario, para la obtención de la victoria, la preocupación de la potencia que criminaliza a su enemigo será, obviamente, la de circunscribir la violencia de la guerra al espacio ocupado por el. Con tal preocupación, el objetivo de la guerra se desplaza. Esta guerra se dirige ahora no contra un Estado, o contra un pueblo, o contra una sociedad, sino exclusivamente contra un gobierno o un soberano criminal, cuyo poder se extiende accidentalmente por un territorio que, en esa medida, se debe convertir en el único espacio expuesto a la guerra. Consecuentemente, esta guerra se comprende como una operación policial contra criminales en la que se trata de perseguirlos basta que, no teniendo ya espacio o lugar donde albergarse, queden enteramente des-territorializados. Agamben tiene razón cuando escribe, en Mezzi senza fine, que "no hay hoy sobre la tierra un solo Jefe de Estado que no sea, en este sentido, virtualmente un criminal" 13 •  Pero eso quiere decir también que solo un Jefe de Estado o un Gobierno podrán ser propiamente enemigos, siendo también, en virtud de la enemistad, criminalizados, y que, solo contra ellos, podrán ser empleados, si fuera necesario, todos los medios. Surge así el concepto fundamental de este cuarto tipo -el tipo actual-de guerra moderna: el "efecto colateral". En este tipo de guerra, todo un pueblo podrá ser objeto de boicoteos comerciales, un territorio podrá ser invadido, la soberanía de un Estado violado, poblaciones violentadas, prisioneros torturados, ciudades destruidas, recursos bombardeados. Pero todo eso será un "efecto colateral" de una guerra dirigida solo contra un gobierno o un soberano criminal. Mejor dicho: todo eso serán las consecuencias indeseables y accidentales de una guerra dirigida contra el espacio habitado por un criminal a quien hay simplemente que desalojar, que perseguir basta que quede enteramente sin espacio y sin lugar.

La guerra humanitaria, moral y criminalizante es una guerra sin enemigo y, en este sentido, una guerra específicamente liberal. Sin embargo, de un modo solo aparentemente paradójico, su ausencia de hostilidad es directamente proporcional a su intensidad. Así, ella encuentra en la guerra contra un espacio cerrado su propia esencia, aquello a que se podría llamar la verdad que, bajo su ficcionalidad, se manifiesta veladamente. Por tanto, su presupuesto esencial es que el espacio donde la guerra se desarrolla se convierta en un espacio cerrado, apartado, inmunizado; un ambiente, en el sentido alemán de una Umwelt, enteramente expuesto a una guerra que no se reconoce como tal y que asume, por consiguiente, bajo la forma de una acción policial contra el crimen, las mas distintas configuraciones: desde los embargos comerciales al control de fronteras; pasando por la fiscalización constante de las armas de destrucción químicas; a los tributos y reparaciones a los que se somete la ocupación territorial efectiva. En esta guerra contra el espacio, se diría que el sujeto de la guerra democrática de los pueblos conoce su inversión absoluta. Si de la guerra democrática de los pueblos formaba parte esencial su enraizamiento en la tierra del sujeto de la guerra, si esta surgía como una guerra defensiva o de liberación, la guerra liberal llevada a cabo en nombre de la humanidad no puede dejar de radicarse en la tierra no de su sujeto, sino de su objeto. Ella se caracteriza esencialmente por la exclusiva exposición a la guerra del espacio ocupado por el enemigo, el cual, convirtiéndose así en un ambiente potencialmente mortal, no puede dejar de aparecer como un espacio circunscrito enteramente apartado, como un "mundo" cerrado cuya impermeabilidad debe contener la violencia. Y justamente es en la medida en que se dirige contra un espacio cerrado como la guerra se puede convertir en terror. P. Sloterdijk tiene entonces razón, en su pequeño ensayo Luftbeben, al escribir: "El terrorismo supera la violencia contra personas y la violencia contra casas a  partir del lado del ambiente: es violencia contra aquellas 'cosas' que envuelven al hombre sin las cuales las personas no pueden seguir siendo personas. La violencia contra el aire que se respira transforma la atmosfera inmediata de los hombres en una cosa que esta expuesta en el futuro a la posibilidad de que sea o no damnificada" l4.

Sloterdijk da ejemplos suficientes de esta transformación del ambiente, de aquello que es, en su origen, un "espacio respirable", en lo irrespirable y mortal. Es un tipo de conflicto que el ve emerger ya en la Primera Guerra Mundial, desde 1915, con el uso del gas contra el frente enemigo. En una guerra así, la diferenciación esencial consiste en estar dentro o fuera del espacio cerrado que es objeto de una acción bélica, no pudiendo haber, dentro del espacio circunscrito que es su objeto, cualquier limitación o diferenciación en relación a la intensidad del conflicto. A partir de esta diferenciación esencial, Sloterdijk compara la situación creada por este tipo de guerra con la experiencia ofrecida en el siglo XX por la creación de la cámara de gas: "Es instalada, especialmente, a una distancia corta, una especie de diferencia ontológica -un clima mortal en el interior de la "celda" claramente definida, meticulosamente vedada; un clima de convivencia en el área del "mundo de la vida" de ejecutores y observadores; ser y poder-ser, fuera; ente y no-poder-ser, dentro"15 Y es justamente esta definición de la circunscripción del espacio -que es su objeto-- como una "diferencia ontológica" lo que mas claramente puede determinar, en su esencia, este cuarto tipo de guerra moderna. Los hombres que habitan ese espacio no son discriminados o criminalizados. Ellos no son el enemigo. En este tipo de guerra, esos hombres están no inmediata, sino solo mediatamente, expuestos a la muerte, en tanto habitantes ocasionales de un espacio que constituye ahora el objetivo exclusivo, el enemigo propio de una guerra en defensa de la humanidad. Con otras palabras: no es onticamente, no es en cuanto entes, como tales hombres se hacen objetos de la guerra, sino solo ontológicamente, en cuanto manifestaciones de un determinado ser esencialmente distinto de ellos, pero que solo a través de ellos adquiere su realidad y su manifestación.

Para la designación de este cuarto tipo de guerra moderna, que es actualmente la guerra típica de nuestras sociedades democráticas y liberales, nos gustaría proponer el nombre guerra de las galaxias. Este nombre se justifica por dos razones. Por un lado, es una alusión al plan de defensa americano señalado por ese mismo nombre. Tal plan parte claramente de los presupuestos de esta guerra que intentamos caracterizar: la exposición del espacio enemigo a una permanente vigilancia a distancia y la protección del espacio propio como una esfera que se procura hacer impenetrable, impermeable e inmune a cualquier infiltración. Por otro lado, la expresión "guerra de las galaxias" remite, como es sabido, a la serie de películas realizadas, desde 1977, por G. Lucas, las cuales proyectan "hace mucho tiempo en una galaxia distante", o sea, en un tiempo y espacio enteramente romantizados, las representaciones típicas sobre la guerra propias de las sociedades occidentales actuales. En la Guerra de las Galaxias, esta presente la idea de la guerra de los pueblos, de la guerra de defensa, de liberación y de autodeterminación, en la imagen de los núcleos de resistencia de la antigua "Republica Galáctica" contra una expansión imperial. Del mismo modo, también aquí esta presente la idea de la guerra de la humanidad contra un mal sustancializado en el "Imperio Galáctico", que representa -en un mundo estructurado de forma gnóstica y dualista por dos fuerzas cósmicas en conflicto-- el "lado negro de la fuerza". Pero ambas ideas de guerra -la guerra democrática de los pueblos y la guerra liberal de la humanidad-están aquí subordinadas al nuevo tipo de guerra que aparece: se trata de una guerra que se desarrolla en galaxias que se convierten en "ambientes cerrados" en función de la escala galáctica del conflicto. Es curioso notar que, en la serie de esas películas, los diferentes planetas se caracterizan por un único ambiente: un planeta distante y desértico, donde crece el joven Luke Skywalker; un planeta gélido y olvidado, donde se organiza la resistencia contra el Imperio; un remoto planeta de océanos tempestuosos, donde se prepara secretamente un ejercito de clones; un planeta que es una única ciudad, Coruscant, donde se encuentra el centro de la Galaxia, la capital de la antigua Republica y del Imperio. En cada una de estas "galaxias", lo esencial es su constitución como un ambiente cerrado, un único espacio del cual no es posible escapar, capaz de ser expuesto al poder de ataque de una estación espacial -la "Estrella de la Muerte"-que, frente a esa exposición, permanece como un espectador tranquilo.

Después de la guerra de los Estados, de la guerra de los pueblos y de la guerra de la humanidad, es este cuarto tipo de guerra moderna, la guerra de las galaxias, el que subyace a aquello que hoy es evocado como una "guerra contra el terror". Esto significa que de la actual "guerra contra el terror" forma parte esencial el terror mismo como guerra. También a eso se refiere Sloterdijk, cuando afirma que "la 'guerra contra el terrorismo' es una formulación sin sentido" y que "el acto de terror singular nunca forma un inicio absoluto": "Cada golpe de terror se comprende como contra­ ataque de una serie que es siempre descrita como inaugurada por el opositor. De ahí que el propio terrorismo sea constituido antiterroristicamente"16 . Surgiendo como una guerra en defensa -preventiva o efectiva-de la humanidad, la "guerra contra el terror" que hoy es cada vez mas corriente evocar, no puede ser confundida ni con las medidas imprescindibles tomadas por varios Estados para garantizar su seguridad, ante atentados o perturbaciones de su orden interno, ni con intervenciones militares puntuales, decididas por un consenso de Estados, para, siempre inevitablemente de acuerdo con sus propios intereses, solucionar "catástrofes humanitarias"  y salvar la racionalidad y la universalidad de un Estado, ante su ocupación por un partido unilateral y sectario. Por el contrario: la evocación actual de la "guerra contra el terror" solo puede ser comprendida a partir del surgimiento de una guerra de las galaxias, cuya esencia consiste en un proceso de progresiva inmunización del espacio propio de quien la lleva a cabo y, al mismo tiempo, de progresiva exposición del espacio enemigo.

Es a partir de este otro rostro de la guerra humanitaria, a partir de esta determinación de la "guerra contra el terror" como una guerra de las galaxias, como la multiplicación actual del terrorismo puede ser interpretada en su significado fundamental: ningún espacio de la tierra es una galaxia cerrada, ningún territorio impermeable, ningún Estado inaccesible, ningún cuerpo inmune, ningún ambiente circunscrito. Ante ese mensaje del terrorismo, ante aquello que se podría llamar la inevitable porosidad de nuestros espacios políticos, quizá la guerra de las galaxias, que constituye la esencia de nuestras guerras humanitarias contra el terror, tenga que sujetarse a una ultima transformación: a una transformación que se funde en la preocupación no tanto por la justificación de la guerra o por la evocación de su justicia, sino por el modo en que esta se conduce; es decir, no tanto por su teleología, sino por su deontológica. Solo una transformación que consista en el regreso a una mayor concentración en la preocupación originariamente moderna por una guerra moderada y restringida, en la cual le sea reconocida una igual dignidad al enemigo, podrá generar, en un mundo amenazado por armas cada vez mas poderosas y destructoras, los fundamentos para el advenimiento, siempre frágil y siempre en construcción, de la paz.

Anuario Filosófico XL-I


1.  L. STRAUSS, What is Political Philosophy, University of Chicago Press, Chicago y Londres, 1988, p. 41.

2.   Cfr. T. HOBBES, Leviathan, Cambridge University Press, Cambridge, (ed. Richard Tuck), 1996, p. 126.

3.    C.  SCHMITT, Der  Begriff  des  Politischen, Duncker  & Humblot,  Berlin,
1996, pp. 29-30.

4.  C.  SCHMITT, "Volkerrechtliche  Grossraumordnung  mit  Interven­ tionsverbot  fiir  raumfremde  Machte",  en:  G.  MASCHKE (Hrsg.),  Staat, Grossraum, Nomos, Duncker & Humblot, Berlin, 1995, p. 311.

5. I. KANT, "Zum  ewigen  Frieden",  Schriften  zur  Anthropologie, Geschichtsphilosophie, Politik und Piidagogik, Wissenschaftliche Buchge­ sellschaft, Darmstadt, 1983, p. 209.

6.   C. SCHMITT, Theorie des Partisanen, Duncker & Humblot, Berlin, 1995, p. 26.

7.   J.  C.  CALHOUN, "Speech   on  the  Admission  of  California  -and the General State of the Union", en: R. M. LENCE, Union and Liberty: the Political Philosophy of John C. Calhoun, Liberty Fund, Indianopolis, 1992, p. 600.

8.   C. SCHMITT, Der Begriff des Politischen, pp. 19-20.

9.   E. JUNGER, "Der Friede", en: Idem, Essays I, vol. V, Ernst Klett Verlag, Stuttgart, s. d., p. 187, p. 203.

10.  Ibidem, p. 215.

11.   Ibidem, p. 207.

12.   M.   WALZER,  Just  and  Unjust   Wars,  Basic   Books,  London,  1992,
pp. 259-260.

13.   G. AGAMBEN, Mezzi senzafine:  note sulla po/itica, Bollati Boringhieri, Turim, 1996, p. 86.

14.  
P. SLOTERDIJK, Luftbeben: An den Quellen des Terrors, Suhrkamp, Frankfurt, 2002,  p. 23.

15.  Ibidem, p. 40.

16.   Ibidem, p. 25.