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Una educación para la paz
Javier Prades López

Crece el sentimiento de horror por esta guerra que nunca debió empezar. Y también crece la inquietud al ver que ciertos ideales, sobre todo la paz y la justicia, se convierten en violencia en manos de muchos. En medio de la confusión, a todos nos gustaría no vivir alienados, aunque no sepamos cómo buscar las razones que nos permitan ser libres. La insatisfacción que sentimos ante ciertos modos de manifestarse a favor o en contra de la guerra proviene en buena medida de que no aparece casi nunca una mirada sobre la realidad que corresponda a todo lo que somos y a lo que está en juego.

Si queremos tener un punto de vista propio necesitamos cada día más una educación para la paz. Esa educación supone, en primer lugar, partir de la experiencia. Ser razonables supone reflexionar desde la experiencia que tenemos, sin eliminar ninguno de sus factores, porque hoy predomina un pensamiento u-tópico, es decir, desgajado de todo lugar concreto. El utopismo liberal-conservador (que considera posible hacer justicia y democracia a fuerza de bombas o de valores impuestos) y el utopismo progresista (que instrumentaliza la necesidad de paz y la exige a los demás porque el culpable siempre es el otro) censuran por igual dos datos de la experiencia humana concreta: en primer lugar, los hombres advertimos una radical desproporción entre el carácter infinito de nuestras exigencias –paz, justicia, verdad, libertad– y nuestra capacidad de realizarlas personal y socialmente. Y, en segundo lugar, todos somos violentos en nuestros ambientes cotidianos, porque arrastramos la fragilidad que proviene de esa contradicción mortal que el cristiano llama pecado. ¿Quién se atreve a afirmar que él no ha sido nunca factor de incomprensión, de dificultad o de rechazo para otros seres humanos? Si no partimos de esta doble evidencia en nuestras propias vidas, los discursos sobre la paz suenan a algo penúltimo, separado de la experiencia real, y no alcanzan a iluminar hasta el fondo nuestra exigencia de paz. Para contribuir eficazmente a la causa de la paz y de la justicia necesitamos, pues, una educación de la persona y de los pueblos que parta de la desproporción original del hombre y su fragilidad por el pecado. Pero no basta.

Necesitamos descubrir qué puede ayudarnos, no sólo una vez, sino todas las veces que la desproporción y la fragilidad nos abocan al escepticismo. Si atendemos a la experiencia del amor, sólo el encuentro gratuito con la presencia buena de un tú hace renacer el yo, por muy violento o ausente de sí mismo que esté. La desproporción no la vencemos por nuestras propias fuerzas, sino por el don de una presencia buena, que nos da gratis lo que deseamos y no alcanzamos. La prueba es que nos pacificamos sólo cuando otro nos quiere. Si esa Presencia es el Bien infinito hecho carne, el encuentro con personas que la testimonian cambia la vida incluso allí donde parecía que ya no había nada que hacer, que todo intento ulterior sólo podría empeorar las cosas. Si a estas alturas de la vida no nos hemos replegado hacia posiciones menores, cada vez más inseguras y confusas, sino que seguimos expectantes ante lo que la realidad nos promete cada mañana es por este don; gracias a él podemos salir de la abstracción utópica en que caemos tantas veces, y convertirnos en protagonistas de la propia vida y de la historia.
Junto a la desproporción, nos paraliza la fragilidad de nuestro mal. De ahí que necesitemos que otro nos perdone. «No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón»: la reconciliación consigo mismo y con el otro se da por el perdón. Cuando hay perdón se puede abrazar lo distinto, a quien es inevitablemente distinto de nosotros por su cultura o situación concreta, para buscar juntos soluciones pacíficas a los conflictos, de cualquier género que sean. Nunca como ahora necesitamos del perdón, en cuanto fuente de reconciliación, justicia y paz, para que cicactricen las heridas que causa la guerra, allí y aquí.

En la educación al seguimiento de personas vivas y de su testimonio se concentra nuestra contribución a la paz aquí y ahora.
 
Alfa y Omega