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Comanches, patriarcas y CO2

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Grupo de guerreros comanches

Hacia 1830, los comanches de América del Norte se hallaban en su momento de máxima expansión histórica (en rigor, prehistórica, ya que culturalmente estaban en pleno Paleolítico). Su territorio abarcaba una superficie similar a la de la Península Ibérica, a caballo de los actuales estados de Texas, Nuevo México, Colorado, Kansas y Oklahoma. Por entonces, los primeros y más audaces colonizadores blancos empezaron a establecerse en los límites de ese territorio.

Con frecuencia, al volver a sus campamentos tras sus devastadoras incursiones en las zonas de incipiente colonización en la frontera, los comanches llevaban consigo prisioneros blancos. Muchos de esos prisioneros lograron volver al mundo civilizado al cabo de los años. Gracias a sus relatos, el modo de vida de los comanches, similar al de las restantes tribus paleolíticas de las Grandes Llanuras, empezó a ser muy bien conocido en los años siguientes. Los periódicos de la época daban cuenta detallada de esas historias, también publicadas en numerosas narraciones y libros de viajes.

De ese modo, los contemporáneos conocían ya con bastante detalle la organización, las creencias y el modo de vida de las distintas bandas que integraban el pueblo comanche y, dentro de esas bandas, su estructura familiar y económica. El tejido social básico era la familia nuclear, a veces poligámica, dada la elevada tasa de mortalidad de varones guerreros y cazadores. Entre unas familias y otras había grandes desniveles económicos, determinados sobre todo por la capacidad del guerrero para acumular en mayor cantidad la moneda de curso más corriente: los caballos.

Tan sólidamente establecida estaba la familia nuclear que, si por alguna circunstancia, un niño perdía a sus padres, su vida como huérfano dentro del grupo era sumamente difícil y dependía por completo de la caridad ajena. Esto le aconteció, por ejemplo, al que más tarde se convertiría en el último gran jefe comanche, Quanah Parker, que quedó huérfano a los 12 años y pasó, de ser hijo de un jefe guerrero destacado y con elevado estatus social, a ser un paria en su tribu. “Con frecuencia tuve que mendigar para obtener comida y vestido –contaría años más tarde un Quanah ya anciano e integrado en la sociedad americana-, y me resultaba difícil que alguien me proporcionara con qué vestirme”.

Ilustrativo es también el relato del segundo matrimonio de Quanah. En general, las parejas sólo podían casarse si las familias respectivas llegaban a un acuerdo sobre la dote (expresada, naturalmente, en caballos) que debía entregar el novio. Quanah se enamoró de Weckeah y fue correspondido por ella. Querían casarse. Pero el padre de Weckeah consideraba que Quanah era un partido poco ventajoso para su hija. Otro pretendiente ofrecía como dote 12 caballos, mientras que Quanah sólo podría ofrecer su propio caballo. La joven Weckeah rogó a Quanah que consiguiese los 12 caballos necesarios para rivalizar con el pretendiente preferido de sus padres. Quanah lo hizo, pero para entonces el pretendiente rival estaba en condiciones de ofrecer 24 caballos. Así que Quanah y Weckeah tomaron una decisión arriesgada, que les podría haber costado la vida a ambos: huir juntos. Tras diversas vicisitudes, la huida por amor acabó teniendo un final feliz.

Todas estas circunstancias y otras muchas que ponen de relieve la importancia de la familia nuclear y la propiedad privada en las tribus paleolíticas del continente americano, contrastadas hasta en sus más nimios detalles mediante constantes citas a las fuentes de la época, se cuentan en el libro “Empire of the Summer Moon”, de S.C. Gwynne (Scribner, 2011).

A decir verdad, pocas veces una cultura tan primitiva fue conocida de forma tan directa y fehaciente como lo fue la cultura paleolítica de los indios de las Grandes Llanuras americanas por sus contemporáneos. Allí, la sociedad industrializada del siglo XIX chocó en su expansión con un mundo de cazadores y recolectores (comanches, kiowas, cheyennes, sioux...) pertenecientes a un estadio cultural comparable al de nuestros antepasados de Altamira y al resto de tribus cazadoras que han dejado su huella en cuevas y refugios prehistóricos por toda Europa.

Cincuenta años más tarde de ese “descubrimiento” del mundo comanche, Fiedrich Engels escribió su obra más conocida e influyente: "Los orígenes de la propiedad privada, la familia y el Estado" (1884), cuyo objetivo era deslegitimar las relaciones económicas basadas en la familia. Totalmente ajeno a la gran lección de Prehistoria transmitida por los exploradores y pioneros de América, Engels nos describe el Paleolítico como "un estadio primitivo en el cual imperaba en el seno de la tribu el comercio sexual promiscuo, de modo que cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada hombre a todas las mujeres […] un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandria y en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes".

Risum teneatis, habrían dicho los comanches de haber sabido un poco de latín. Probablemente, los aborígenes americanos estaban más alejados de ese modelo social descrito por Engels que muchos europeos de la época.

Ni qué decir tiene que, en ese modelo imaginario, la propiedad privada no tenía cabida. Al contrario, fue la aparición de la propiedad privada lo que, según el filósofo alemán, determinó el surgimiento de la monogamia y los vínculos familiares y desbarató la primitiva utopía comunista:

"La monogamia nació de la concentración de grandes riquezas en las mismas manos -las de un hombre- y del deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre, excluyendo a los de cualquier otro". "El primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino. […] El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella al proletario." (Los orígenes de la propiedad privada, la familia y el Estado, cap. 2).

Para llegar a tales conclusiones, Engels puso buen cuidado en desechar la información procedente de las Grandes Llanuras americanas, la más actualizada y fidedigna que se le ofrecía, pero totalmente incompatible con sus teorías, y prefirió basarse en otras fuentes, más vagas y maleables, sobre tiempos lejanos y culturas remotas.

Mucho más tarde, Simone de Beauvoir relanzó las teorías de Engels en su libro “El segundo sexo” (1949). Para entonces, la Paleoantropología había realizado tales avances que las teorías de Engels eran simple calderilla científica. Pero era el tipo de calderilla que Simone de Beauvoir necesitaba para escribir la obra fundacional del feminismo moderno. Aunque, como acuñadora de calderilla, Simone de Beauvoir no iba a la zaga de su maestro y, ¡en 1949!, se atrevía a escribir cosas así: "Es especialmente difícil hacerse una idea de la situación de la mujer en el período que precedió al de la agricultura. Ni siquiera se sabe si, en condiciones de vida tan diferentes a las actuales, la musculatura de la mujer y su aparato respiratorio estaban tan desarrollados como los del hombre".

Las falacias propaladas por estos dos falsos profetas han hecho grandes estragos. Si Engels hubiera prestado más atención a las descripciones fidedignas de un Paleolítico real, conocido de primera mano por exploradores y pioneros, en lugar de utilizar las vaguedades y especulaciones antropológicas que mejor cuadraban a sus tesis, y si su heredera intelectual, en lugar de abrevar en esas aguas estancadas durante 60 años, hubiese mostrado una mínima curiosidad por los avances de la Paleoantropología, especialmente brillantes en su país, nos habríamos librado de esa fábula especulativa titulada “El segundo sexo”, biblia y génesis del feminismo moderno y sus calamidades.

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Y ya que hablamos de calamidades… Hace 18.000 años, en la época en que nuestros antepasados directos, los comanches europeos, perseguían uros y bisontes por los montes y valles de lo que ahora llamamos Borgoña o Aragón, el nivel del mar estaba unos 120 metros más abajo de su nivel actual. Era el momento álgido de la última gran regresión glaciar. Luego, la temperatura global  empezó a ser más cálida, el hielo glaciar se derritió, y el nivel del mar subió y subió durante varios miles de años. Todo ello sin necesidad de CO2 industrial. Cuando el nivel del mar acabó de subir, hace unos 10.000 años, tampoco se quedó exactamente quieto, porque las pequeñas oscilaciones han sido constantes a lo largo de la historia. A pesar de todo, nuestros comanches provenzales o manchegos pudieron seguir cazando y el mundo no se acabó. Ahora el fin del mundo está a punto de llegar sólo porque, en los próximos cien años, el nivel del mar subirá, en la peor de las hipótesis, 30 centímetros. Eso, contando con que el Sol colabore… En todo caso, dentro de 18.000 años, el nivel del mar estará otra vez 120 metros más abajo, porque así lo determinarán los ciclos de Milankovitch, los cambios en la actividad solar y factores similares. Para entonces, y al ritmo que vamos, lo más probable es que hayamos regresado a la barbarie  y que las llanuras americanas y europeas vuelvan a ser territorio comanche.

11 de febrero de 2012
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