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ˇLos vulgarianos llegaron ya!
Ernesto Aguilar-Álvarez Bay

El libro del norteamericano Steve Allen, Vulgarians at the Gate [1] (Vulgarianos en la puerta) anuncia que los adalides de la vulgaridad parecen haber conquistado la radio y la televisión, los medios con mayor impacto. ¿Hay solución? Sí, revalorar la cultura popular y, con la participación de toda la sociedad, mejorar la calidad de los contenidos que transmiten los medios masivos de comunicación.

Ilustración: Malena Álvarez Alpízar

Una de las más dolorosas pérdidas de nuestra generación es la creciente ausencia del sentido de lo humano, con sus inevitables consecuencias: incapacidad de compasión, egoísmo individualista, desconfianza en los demás y tristeza generalizada. Se han abierto tantos cauces a la exposición masiva de la maldad, que las aguas han salido de cauce.

Apostar por el mal, so pretexto de una expresión artística o bajo el endeble argumento de «retratar la realidad», es apelar a los instintos básicos y estos no conducen a la vivencia plena de lo que hace hombre al hombre.

Si bien el panorama se presenta oscuro, Steve Allen se muestra optimista. El mal se ahoga con el bien en abundancia y los tiempos críticos son tierra fértil para sembrar esperanza. Pero esta sólo se cosecha con acciones que comprometan. Frente a la actitud de muchos artífices de la cultura popular que pugnan «por degradar a una sociedad de por sí perturbada», Allen presenta el caso de muchísimas personas e instituciones que no están dispuestas a seguir recibiendo tanta basura a través de los medios.

Su misma vida ejemplifica este compromiso por el bien social. El libro es necesariamente autobiográfico y reseña con fidelidad las acciones emprendidas por Allen para mejorar el nivel cultural de su país. Su llamado va a todos aquellos que creen en la necesidad de contar con más y mejores contenidos aptos para toda la familia y, una y otra vez, implora la reflexión de los dueños de los medios que han deificado el rating, convirtiéndolo en la única medida del éxito o fracaso de un programa determinado. Al «cerrar los ojos a lo que es nada menos que el colapso parcial de su propia sociedad», los propietarios de los canales de radio y televisión han elegido el dinero y rehuido su responsabilidad cultural.

Pero la mirada de Allen, que ha contemplado todo lo que hay que ver en la industria del entretenimiento, se posa directamente en quienes poseen el poder de lanzar al aire un programa. Lo que más le desconcierta es el cinismo de dueños, accionistas, ejecutivos y productores, que públicamente profesan ciertos valores morales que «desaparecen» en cuanto se refieren a su compromiso como responsables dentro de la industria.
Esto, que en el ámbito médico podría llamarse fácilmente esquizofrenia o síndrome de personalidad múltiple, en realidad es el resultado de la tergiversación de la escala de valores. Cuando el único éxito de relevancia es el económico, todo el entramado de las relaciones sociales comienza a desdibujarse.

Allen muestra su preocupación por la respuesta casi generalizada de los ámbitos intelectuales a no llamar a las cosas por su nombre y la creciente aceptación de una visión de un mundo malo —la que trasmiten los medios—, donde la libertad cede su espacio al libertinaje y el anhelo de un hábitat verdaderamente humano se difumina ante la posibilidad, real y comprobada, de obtener grandes ingresos a costa de pervertir a la juventud.

EN BUSCA DE RESPUESTAS

Allen no oculta su sorpresa ante el relativismo moral que ha conducido a la descomposición social de nuestro tiempo: la desaparición, paulatina pero comprobable, de «la percepción general de una ley moral natural que empieza con la simple suposición de que algunas conductas están bien y otras mal».

Por increíble que parezca, hay muchas personas empeñadas en negar lo innegable y, en concreto, la probada relación entre la progresiva criminalidad y la desintegración familiar debida a la constante exposición televisiva. El juicio de Allen es contundente cuando afirma que lo sucedido en años recientes es «una creciente, ciega y hasta estúpida insensibilidad en la que muchos han perdido la conciencia del mal» al grado de ignorar o menospreciar cualquier planteamiento sobre lo que es correcto y lo que es incorrecto.

Pero, además de la necesidad de señalar a los principales responsables del deterioro en los medios, Allen urge a todos sus lectores a actuar. «Si somos personalmente tan virtuosos que no estamos realizando un mal específico, aun así podemos estar contribuyendo a él simplemente por echarnos para atrás, haciendo poco o nada para oponernos».
Sin mengua de ese llamado, Allen enfoca su atención en quienes, como los ejecutivos, controlan lo que los medios transmiten, y no duda en considerarlos faltos de buen juicio y gusto por su errónea percepción del público y lo que este quiere escuchar y ver. Sin embargo, ejerciendo la virtud de ponerse en lugar del otro, también reconoce que la situación de los ejecutivos es precaria pues «su destino profesional depende de los ratings y las ganancias de los programas que autorizan».

Con base en ejemplos reales —la serie de dibujos animados de Charles Schultz (el creador de Snoopy y compañía) y los documentales de National Geographic, dos programas reiteradamente rechazados por los ejecutivos, a pesar de que les fueron presentados incluso con patrocinadores—, Allen realza que la audiencia, al convertirlos en un éxito, «fue mucho más sabia que los autoproclamados expertos de las cadenas de televisión».
Lo que presenciamos, explica Allen, ya fue calificado por Adam Smith como el problema central del capitalismo basado en la libre empresa: la mentalidad de «todo con tal de ganar dinero». Este modo de pensar ha probado sin duda su eficacia para producir dividendos y altos niveles de vida pero «la pregunta es, ¿puede alcanzar esos objetivos sin corromper a sus practicantes y a las sociedades en donde operan?»
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La respuesta es obvia; pocos han sido capaces de resistir la fiebre del dinero y renunciar a sus privilegios con tal de defender sus principios morales que, por desgracia, tras un largo periodo en desuso suelen empezar a erosionarse y acaban por perderse. Allen apunta que quienes detentan el poder de definir la programación «parecen no tener literalmente ninguna orientación moral interior», pues «la explícita y deliberada vulgaridad ha rebasado, con mucho, hasta los más laxos límites que habían prevalecido durante los últimos años».

¿Y LOS NIÑOS?

Steve Allen considera que hay un aspecto concreto al que no se le ha prestado la suficiente atención: los niños como televidentes. Una sociedad donde aún la más grave afrenta es aquella contra un menor, permanece impasible ante lo que bien podría llamarse un crimen moral contra la infancia.

El arma empleada es la televisión y los autores intelectuales son —Allen no lo duda— las emisoras. El daño puede variar según la dosis de televisión, pero queda claro que los niños son tiroteados con mensajes que niegan la autoridad, demeritan la institución familiar, ridiculizan los valores y promueven la sexualidad sin compromiso y la violencia como conductas glamorosas. El autor lanza un desafío: ¿quieres que estos niños sean los cónyuges de tus hijos y los padres de tus nietos?

Quienes afirman, y en México abundan, que la televisión es puro entretenimiento y que para educar están la escuela o la familia son, por decir lo menos, ignorantes. Nadie en uso de razón puede negarlo: la televisión incide en las conductas y actitudes de los niños. Además, su omnipresencia e influjo rebasan con mucho a los de otros medios.
La realidad es que nuestros hijos están expuestos a una copiosa basura mediática y el consumo de desperdicios siempre conduce a la enfermedad. Está ampliamente documentado que la televisión en casa puede ser un instrumento educativo y enriquecedor pero sólo bajo la supervisión de algún adulto con criterio. Lamentablemente, sabemos que esto no es tan fácil.

Hoy, Estados Unidos encabeza la lista en el número de hogares destruidos y los nacimientos fuera del matrimonio; dos quintas partes de los niños no viven ya con sus dos progenitores, lo que representa el doble de casos en sólo 25 años. Un dato de gran relevancia si se considera que los papás deberían ser quienes supervisaran lo que sus hijos ven y escuchan.

Otro ejemplo es el abuso de contenidos sexuales. Lejos de tratar la sexualidad como lo que es —una realidad maravillosa que implica la donación total entre dos personas, hombre y mujer, en el marco de una relación marital estable— los medios se han dedicado a minusvalorarla, convirtiéndola en mera genitalidad al servicio exclusivo del placer.

Un estudio reciente del USA Today analizó las escenas centradas en el ejercicio de la sexualidad humana; de las cuatro principales cadenas estadounidenses (ABC, CBS, NBC y FOX), sólo 9% trataba relaciones sexuales dentro del matrimonio, el resto (91%) implicaba relaciones de adulterio, entre adolescentes no casados, homosexuales y otros tipos de sexualidad no matrimonial. Como señala Allen, si se toma en cuenta que el televidente promedio en Estados Unidos atestigua aproximadamente 14 mil referencias a lo sexual cada año, la idea de la sexualidad que transmiten los medios «debe ser causa de una auténtica preocupación».

Allen señala con claridad que son las cadenas de televisión las primeras responsables porque ellas determinan qué transmitir. «Cuando un programa está al aire, está siendo emitido con una clara intención de la televisora: que sea contemplado en la mayor cantidad posible de hogares». Y resulta que en esos hogares abundan los padres demasiado ocupados para supervisar lo que ven sus hijos o suficientemente aturdidos como para distinguir entre lo bueno y lo malo.

DEJA QUE SE OIGA TU VOZ

Algunos padres pueden cerrar los ojos y financiar el entretenimiento de sus hijos, sin analizar en qué consiste y qué tipo de mensajes contiene. Pero como principales encargados de la educación de sus hijos, la inmensa mayoría de ellos no está dispuesta a permitir que su esfuerzo de años se diluya en largas horas frente a la televisión. El reto es grande, pero lamentarse sin actuar es una actitud estéril.

Vulgarians at the Gate es una invitación constante a tomar conciencia de nuestra dignidad y sus exigencias, a no dejarnos arrebatar la ilusión de vivir como personas, a echar a andar en pos de un mundo más humano. Nadie puede darse por vencido antes de iniciar la batalla.
Aceptar que los medios inunden nuestras casas con basura, vulgaridad, obscenidad sin freno y mal gusto ilimitado, es conformarnos con la mediocridad y renunciar a nuestros derechos como televidentes. Allen lo enfatiza: los patrocinadores sostienen los programas pero el público consumidor sostiene a los anunciantes. Estos no son sordos al reclamo popular, sin embargo, es preciso que el mensaje sea suficientemente alto.

Desde luego, el esfuerzo es grande pero, ¿no es propio de los padres empeñarse al máximo, llegando incluso al sacrificio, por sus hijos? Si luchan por llevar a su hogar la mejor comida para garantizar la salud física de los suyos, ¿no deberían también evitar que la televisión sirva para contaminar la mente de sus niños?

Allen no se rindió porque le animaba una esperanza: «Con un poco de sentido común, decencia y autocontrol, los productores de entretenimiento podrían desarrollar un código voluntario de conducta que eliminaría, en gran medida, los elementos antisociales de la programación actual sin limitar su arte».

Digámoslo, con Steve Allen, fuerte y claro: los contenidos de los medios de comunicación que ensalzan la violencia endiosan el ejercicio desordenado de la sexualidad sin compromiso y menosprecian la educación del público, pueden causar —y causan— graves daños a la salud individual y social.

Allen cita a Peter Gibbon, prefecto de la Hackley School en Nueva York: «El cine, los medios y la industria de la música popular, ofrecen sus propios héroes, la mayoría de los cuales desprecian la vida normal, el trabajo arduo y la fidelidad. En cambio, glorifican la violencia, la excitación y la aberración. El efecto de este adoctrinamiento es incalculable, pero temible».

Frente a la irresponsabilidad de los medios y la aparente conformidad del resto de la sociedad, Allen avizora mejores caminos pues, por lo menos, ya son muchos más los que llaman a las cosas por su nombre. En contraparte, señala, será muy difícil avanzar si no logramos superar el lucro como valor supremo pues «es más difícil que nunca dejar de promover el mal y el crimen mientras sean percibidos como mercancía que puede, y de hecho se convierte, en una ganancia masiva».

Es tiempo de remar contra corriente y tratar de reordenar nuestra civilización, la que, por cierto, ha sido siempre frágil, como lo demuestra el triunfo de la violencia sobre la razón en muchos episodios históricos. El problema no es de unos cuantos poderosos obsesionados por vulgarizar al mundo, es más bien la pasividad, el sopor del gran público que parece conformarse con lo grotesco como sucedáneo del entretenimiento.

UNA RENUNCIA ANUNCIADA

Los medios, por deducción lógica, difunden valores o antivalores morales y lo hacen con plena conciencia. Sin embargo, Allen destaca que a últimas fechas han renunciado incluso a juzgar moralmente sus contenidos, supeditándolos a sus afanes mercantilistas. Si la sexualidad desordenada abunda en las pantallas y atiborra las o­ndas de radio es porque vende; «la industria de la publicidad emplea material de índole sexual no tanto por la intención consciente de debilitar la fibra moral de una nación, sino simplemente para vender».

Atrapados por este criterio, muchos creativos del entretenimiento tejieron una telaraña que acabó por atraparlos. En lugar de actuar con sinceridad —«es horrendo lo que hago, lo sé, pero gano dinero»—, disfrazan su apuesta por lo vulgar con argumentos a favor de la libertad de expresión, el respeto a formas «alternativas» de vida y la tolerancia que, al ser elevada a virtud cardinal, «ha creado un ambiente que impide a los hombres comunes la habilidad de reconocer el mal cuando lo ven».

El daño que un malentendido así produce en la sociedad es realmente preocupante. Una vez desdibujadas las fronteras entre lo bueno y lo malo, cuando todo está permitido —en cuanto se considera «normal» una conducta aberrante simplemente porque es común—, la sociedad pierde la brújula y comienza a adentrarse en complejos laberintos.

«Decir que algo es "normal" de ninguna manera implica que sea socialmente aceptable o admirable». El enredo, afirma Allen, es parte de la trastornada ideología contemporánea, en la que se confunde respeto con aceptación, tolerancia con complacencia y frecuencia con normalidad.

A pesar de las confusiones, Allen sostiene que aún existe la conciencia de que las referencias morales, es decir, las pautas de comportamiento acordes con la dignidad humana, son necesarias, pues «con su ausencia total, la vida en nuestro ya de por sí problemático mundo sería literalmente intolerable».

Agrega que lo más que han hecho las cadenas para proteger a la audiencia infantil y juvenil ha sido recurrir a los sistemas de clasificación y, eventualmente, incluir algunos mensajes de tipo social en su programación.

Pero la clasificación es insuficiente para prevenir el daño por la sencilla razón de que los programas restringidos se emiten a todas horas y, ante la falta de adultos, son los menores quienes deciden qué ver. La clasificación, añade, sirve muchas veces para atraer aún más a un público que busca, precisamente, los contenidos de menor calidad.

Allen cuestiona la sinceridad de quienes transmiten los mensajes de tipo social, como los que previenen del consumo de drogas. Es ilógico que un mensaje de 20 segundos compita en impacto con un programa de una hora que ensalza la violencia y el modo de vida de los drogadictos y narcotraficantes. Es querer tapar el sol con un dedo.

Los medios pueden y deben esforzarse por proteger a la sociedad a la que transmiten sus mensajes. Nadie desea el intervencionismo gubernamental pero tampoco debe soslayarse el deber del Estado de salvaguardar la salud física y mental de los ciudadanos. Allen abunda en los dilemas de la libre expresión con un capítulo dedicado al estudio de la censura, diferenciándola claramente del necesario autocontrol de los medios.

¿APOLOGÍA DE LA CENSURA?

El argumento preferido de los productores de contenidos infames en Estados Unidos es sencillo: «Puedo hacer lo que me dé la gana en cualquier medio de comunicación, sin importar lo desagradable que sea, gracias a la Primera Enmienda, según la cual no puede coartarse mi libertad de expresión».

En nuestro país, la libre expresión encuentra su fundamento jurídico en los artículos 6º y 7º de la Constitución. Los límites obedecen al sentido mismo de la convivencia social y el orden jurídico. Confundirlos con la censura —tomada en su sentido amplio, según el cual el gobierno va más allá de sus obligaciones para impedir la difusión de las ideas— es una postura falaz y acomodaticia para justificar lo injustificable.

El razonamiento de Allen conduce a demostrar que la televisión siempre ha ejercido un autocontrol que equilibre la libre expresión con las normas básicas de convivencia social. De ahí «la suficientemente obvia distinción entre la libre expresión política y filosófica por una parte, y el intento de llevar al mercado la enfermiza mercancía» que promueven los más prominentes amantes de la vulgaridad de la industria del entretenimiento.

Se trata, en síntesis, de atender a los límites que el sentido común y muchos ordenamientos legales imponen a la libre expresión, en aras de tutelar un bien jurídico de mayor peso, en este caso, el del orden y el bienestar de la sociedad.
Aunque Allen no pretende agotar el tema, invita a abordarlo con inteligencia y sinceridad. La clave es distinguir entre libertad y libertinaje; la primera, ordenada con rectitud, lleva necesariamente a la búsqueda del bien. El segundo, sin duda, conduce a la anarquía, el desorden y la descomposición social.

Un compositor es libre de crear su música pero, al convertirla en invitación al asesinato de policías, la violación o el racismo, viola gravemente el orden establecido. Esto, que así expresado parece tan sencillo, ha dado lugar a incontables debates. Es paradójico que millones de personas reprueben la propaganda de Hitler para consolidar su totalitarismo y, al mismo tiempo, encubran la invitación a la violencia a través de los medios con sofisticadas elucubraciones sobre los derechos individuales.

Como afirma Allen, el debate puede durar muchos años, quizá la vida entera, pero enfrentarlo con argumentos es esencial para evitar que el bien de pocos, quienes se enriquecen a costa de la vulgaridad y la violencia, prevalezca sobre el bien de las mayorías, con derecho a vivir en un mundo pacífico y humano.

NUESTRA RESPONSABILIDAD

Allen concluye con una pregunta: ante lo que está probado y documentado —la creciente andanada de suciedad en los medios—, ¿qué hacer? La respuesta es diáfana: mucho y urgente. La tarea de mejorar el nivel de la industria del entretenimiento compete «a toda la sociedad» y debe empezar en la familia, pues «la verdadera tarea educativa es algo que cada individuo debe conseguir por sí mismo y después, por algún medio, transmitirla a sus hijos». La cultura popular será mejor en la medida en que cada persona, desde su trinchera, se proponga mejorarla.

La televisión y otros medios no cambiarán por voluntad propia… sencillamente porque no les interesa. Hay que ayudarlos, forzarlos si es preciso, a comprender la profunda dimensión social de un medio de comunicación, sus enormes posibilidades de hacer el bien y su probada eficacia para corromper.

Mientras el criterio sea sólo económico, medios y anunciantes seguirán deslizándose por la oscura resbaladilla de la vulgaridad. El llamado es a todos los protagonistas de la industria de los medios, pero lo que está en juego «es nuestra ética y estructura nacional».
Y llegamos así al meollo de Vulgarians at the Gate y de las convicciones de Steve Allen: los padres de familia son, por derecho y obligación, quienes pueden cambiar a los medios. Si la única ley que rige los contenidos es la de la oferta y la demanda, es preciso disminuir la demanda de vulgaridad, desorden sexual y violencia.

Allen propone algunas acciones de probada eficacia: cartas de protesta o felicitación cuyo poder nunca debe ser subestimado, boicotear ciertos productos de patrocinadores de programas nocivos y, si es necesario, aunque sólo se recomiende como último recurso, las manifestaciones públicas de descontento. Otras medidas son difundir textos que sustenten los argumentos en pro de una mejor cultura popular y presionar a los organismos gubernamentales encargados de hacer cumplir la ley que regula a los medios.
La degradación, vulgaridad y violencia en los medios no terminará, por el contrario, seguirá creciendo, a menos que el público, cada uno de manera individual, se tome en serio el peligro que ese tipo de entretenimiento representa cuando invade las casas y la vida entera.
Es un reto colosal y no es exclusivo de Estados Unidos, aunque es importante señalar que 90% de las películas y 75% de la programación televisiva proceden de este país. Los vulgarianos ya están en la puerta del mundo e, imposible negarlo, hasta en la cocina de nuestro México.

En un día cualquiera, las dos grandes cadenas de televisión abierta y las incontables estaciones de radio ofrecen crudas manifestaciones de dolorosa vulgaridad y desproporcionada violencia. Además, los consorcios comerciales que patrocinan la programación no dudan en apostar por las series estadounidenses y las burdas imitaciones mexicanas.

El problema es global y muchas voces —las más fiables del mundo por su rectitud moral— también se han alzado para prevenir de la televisión mal utilizada y resaltar las infinitas bondades de la televisión empleada para hacer el bien.
Allen culmina con un llamado que es reto, una súplica que es desafío: «Por la seguridad de nuestros hijos y nietos, y de la sociedad que heredarán y legarán a la siguiente generación, te ruego que tu propia voz sea escuchada».
La responsabilidad es nuestra. Lo que está en juego: el mundo que vivimos y el que heredaremos a nuestros hijos.
                                         
[1] Steve Allen. Vulgarians at the Gate. Trash TV and Raunch Radio: Raising the Standards of Popular Culture. Prometheus Books. New York, 2000. 419 págs.
                                         
RECUADRO 1:

Pilar de la TV norteamericana

Steve Allen (Nueva York, 1921-2000) es uno de los pilares fundamentales de la televisión norteamericana y uno de sus más agudos observadores. Creó y fue el primer conductor del Tonight Show, programa estelar de la NBC, cuyo formato han seguido, con variantes, programas de este tipo en Estados Unidos y el mundo.
Merecedor de premios Peabody y Emmy por su serie Meeting of Minds (1977-1981), Allen rompió esquemas como comediante y sus rutinas son imitadas una y otra vez: actos peligrosos, entrevistas por las calles y con la audiencia presente en el estudio, una pasmosa capacidad de improvisación y una brillante naturalidad como entrevistador.
Escribió 54 libros que abarcan una enorme variedad de géneros (poesía, relatos cortos, textos de humor, autobiográficos y políticos). De manera póstuma se lanzaron al mercado Steve Allen's Private Joke File y Vulgarians at the Gate.

RECUADRO 2:

La asociación A Favor de lo Mejor ofrece un resumen y análisis del libro de Steve Allen a cargo de Ernesto Aguilar-Álvarez. Televisión y radio, ¿construcción o destrucción? México, 2003. 71 págs.