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De lencería y ropa fina
Héctor Zagal Arreguín

Todos exigimos respeto y nadie aceptaría que le llamaran «animal» o «cosa», pero resulta un esfuerzo inútil si, a la vez, aplaudimos esos comerciales «creativos» que venden personas-objeto para consumirlas al gusto, y la mercadotecnia continúa exaltando la idea de consumo como fuente de felicidad.

La tan cacareada igualdad de sexos tiene más de mito que de realidad en nuestro país. El invisible techo de cristal está presente en muchas empresas mexicanas: basta echar una mirada a las reuniones de cámaras y asociaciones profesionales. Escasas mujeres ocupan puestos directivos y —dato elocuente— pocas de ellas están casadas. Tampoco es una coincidencia que muchas de las mujeres intelectuales no vivan de su trabajo, sino que éste constituya una especie de hobby, es decir, una actividad de la que «no comen».

En México, la tecnoestructura (mercado, política, universidad) es fundamentalmente masculina. Ha sido construida por y para los varones. La mujer tiene un lugar en el mundo profesional con la condición de renunciar a la maternidad o bien, de que los varones ya no estén interesados en ese nicho. Se trata, evidentemente, de una generalización. Ejemplo de este segundo caso son las humanidades. La burguesía está en desbandada de los estudios clásicos y sólo deja a las mujeres y a los varones de niveles socioeconómicos bajos —o muy altos— el cultivo de la alta cultura. El motivo es claro: la burguesía tradicional mexicana considera que el varón debe aportar los recursos, no la mujer. Ella puede dedicarse entonces a actividades económicamente mal remuneradas, pues cuenta con la ayuda doméstica suficiente para no ser imprescindible en las faenas del hogar.

El feminismo tiene mucho que hacer en nuestro país para transformar las estructuras de producción. En no pocas empresas el desarrollo profesional está vinculado a horarios extenuantes, trabajo de fin de semana, cortas vacaciones, viajes continuos y escasa disponibilidad para atender a los hijos. En otras palabras, es muy difícil conciliar la maternidad con un cargo ejecutivo.

En contra de lo que podría creerse, el machismo ha repuntado en México. Algunas campañas publicitarias han hecho un flaco servicio a la mujer. Contra la tendencia mundial, la publicidad en nuestro país ha reforzado la imagen de la mujer como objeto de consumo y sujeto consumista.

Primer ejemplo: una importante cadena de tiendas departamentales insiste una y otra vez en sus anuncios panorámicos y televisivos, en que ser mujer implica, casi fatalmente, la inclinación patológica a comprar. La mujer padece un instinto al shopping. Resucita la imagen burda que estuvo en boga en Estados Unidos, el ama de casa —irreflexiva— que arruina al marido con la tarjeta de crédito, que cambia de guardarropa cada semana, y que adquiere inútiles artículos en oferta. La mujer como adorno, como accesorio del varón exitoso, junto con el auto de lujo y la corbata de diseñador. Se caricaturiza a la mujer como menor de edad o minusválida intelectual. Este tipo de anuncios se parecen más a los que usan las jugueterías que a los anuncios dirigidos al público masculino. Algunos publicistas tratan a la mujer como menor de edad.

La industria de la ropa interior y la lencería también han contribuido a afianzar la imagen de la mujer como objeto. Hace unos meses charlaba con un amigo dedicado al marketing de ropa interior y me explicaba las dificultades de este tipo de publicidad. En especial, desde que se ha exacerbado la espiral de la desnudez. Para vender ropa interior se hace énfasis no en la calidad, ni en el confort, sino en las cualidades físicas —con claras connotaciones sexuales— de quien la porta.

Para otro artículo dejo la cuestión de los anuncios de boxers, trusas y tangas. Sobre lo que quiero llamar la atención ahora es que incluso la ropa interior masculina se anuncia como instrumento para atraer al otro sexo. ¿Un anzuelo textil para cortesanas? Ciertamente, el modo de vestir juega un papel importante en las relaciones humanas. Lo curioso es que la mujer se convierta y se presente al público como una cosa. Ellas tienen que pintarse, que utilizar cierta lencería para ser deseadas y queridas —en el mejor de los casos— o para ser tocadas, manoseadas, exhibidas en otros muchos. Si se tratara de pornografía no sería extraño. Por definición, la pornografía es la objetivación o instrumentalización del cuerpo; la intimidad sexual vendida al mejor postor. No, la propaganda a la que me refiero está dirigida —al menos eso parece— al común de la población femenina. Siendo lencería cara, se compra en todos los estratos sociales. La mujer lleva a cuestas el fardo de atraer al macho; es una odalisca de harem cuya obligación es agradar al pachá.

Un reto del feminismo mexicano consiste en la transformación de las estructuras de producción. No pocas empresas despiden a sus empleadas cuando se embarazan. No pocas secretarias ejecutivas son contratadas por su «buena presentación», eufemismo para designar atractivo sexual. Muchísimas compañías lanzan como carne de cañón a distinguidas edecanes, quienes sirven para vender no se sabe qué, seguros de vida, cigarrillos, bebidas alcohólicas o sexo barato.

Tímidas han sido las incursiones de algunos grupos feministas radicales en la publicidad; alguno da la impresión estar de acuerdo en que la mujer sea una especie de muñeca de placer. Según mis jóvenes alumnos, no pocas chicas lo reconocen abiertamente: «soy carne y qué» y se visten (o desvisten) en consecuencia. Voluntariamente asumen el papel de complacientes geishas.

Hace algunos años escribí una carta a una universidad canadiense dirigiéndome a los desconocidos con el ambiguo título de «Dears Sirs». La respuesta de la directora del departamento fue airada y fulminante: escoja usted una manera menos machista de dirigirse a la humanidad. De hecho, el título Chairman está cayendo en desuso en USA. Algo similar ocurre en México; entre los lineamientos para la redacción de los nuevos libros de ética y civismo de secundaria, se ha sugerido informalmente sustituir el término «hombre» por «persona humana» para evitar connotaciones sexistas. Es loable el afán. No obstante, mientras la mujer se considere a sí misma como una máquina de placer para satisfacer al varón, las organizaciones feministas estarán trabajando en vano.